Fue un beso tonto. Un simple roce de labios que fue aumentando en intensidad. Su boca atrapó mi labio inferior y lo mordisqueó de tal modo que un escalofrío me atravesó la espalda. Sentía cómo sostenía mi nuca mientras su lengua me invadía con vehemencia. Mis manos arrugaban la tela trasera de sus pantalones mientras se lo devolvía. Me separé unos centímetros para tomar aire, pero aún estábamos lo suficientemente cerca como para que nuestras narices se rozaran.
—¿Qué estamos haciendo? —susurré lanzándome de nuevo hacia su boca, como si estuviesen ofreciéndome la tableta de chocolate más rica del mundo y yo llevase cuatro meses sin comer. En cierto modo era así, estaba a dieta de amor.
—Ni yo mismo lo sé, pero ya te lo he dicho. No busques una explicación. Déjate llevar. —Trazó una línea de pequeños besos desde mi mandíbula hasta la base de mi cuello, dónde mi pulso seguía latiendo desbocado.
Escuché risas a mi espalda y Lucas también, porque nos alejamos al mismo tiempo para mirar. Eran dos críos de unos doce o trece años, vestidos con camisetas anchas, tirados en el césped mirando en nuestra dirección y carcajeándose. A sus pies había un par de monopatines con la tabla pintada a mano. Les debía hacer gracia vernos, aunque en parte ayudaba la droga que se estaban tomando. Era una lástima que algunos comenzasen tan pronto, haciendo cosas que no estaban reservadas para su edad. Ni para ninguna, ya puestos. Yo tratando de no tomar más medicación de la cuenta para mejorar mi salud y no ser dependiente y ellos fumando porros a mansalva, sin imaginarse siquiera las consecuencias que eso podía traerles a la larga. Había visto a compañeros de clase perder sus bien encauzados caminos al decir que estaban probando, pero que ellos «controlaban». Ni se imaginaban lo equivocados que estaban…
—Antes de que anochezca tenemos que llegar a los pies de La torre del Oro. Así que andando, señorita. —Lucas miró el reloj con impaciencia.
—¿Por qué antes del anochecer?
—Primero porque mañana hay clase y mientras antes lleguemos a mi piso mejor. Segundo porque tenemos que hacer una reserva y no quiero que nos cierren en las narices.
—No haré más preguntas. Prefiero llevarme la sorpresa, aunque no sé qué narices hay que reservar —me quejé, haciéndome la ofendida aunque distaba mucho de ser así. La curiosidad me estaba volviendo loca.
—Ya lo verás.
Siguiendo la orilla del río, acabamos llegando en poco tiempo a La Torre del Oro. Lo que mucha gente desconocía cuando visitaba Sevilla, es que tenía una «hermana» situada en la calle Santander: La Torre de Plata.
—Es aquí. —Lucas se detuvo delante de una gran carpa rodeada de embarcaciones—. Espérame un momento.
Volvió al cabo de cinco minutos con dos billetes en la mano. Leí sorprendida la palabra crucero en el reverso de uno de ellos. Me fijé en la fecha y descubrí emocionada que era para ese mismo sábado a las ocho de la tarde.
—¡Gracias! No me lo esperaba, no sé qué decir… ¿Nos vamos de crucero? —Mi cara debía de ser un poema en ese momento.
—Me gustaría que fuese uno por el Mediterráneo, pero el presupuesto no da para mucho con lo que gano en la librería, así que me conformo con uno en catamarán por el Guadalquivir. Espero que tú también.
—Es genial. Nunca he subido en barco y mira que tenía oportunidad teniendo la posibilidad tan cerca. —Di un pequeño salto, emocionada ante la idea. La verdad es que había conseguido sorprenderme, otra vez.
—Lo único que espero es que no te marees. Si dices que nunca te has montado en ninguno, a lo mejor te da por vomitar —se rio mientras me pasaba la mano por la cintura y echábamos a andar.
—Pues no sé qué decirte. Me mareo con frecuencia en tierra, a saber lo que me pasa en agua. —Me puse una mano en el mentón, pensativa.
—Te colocaré doble chaleco salvavidas, por si acaso te da por nadar.
—Mientras al barco no le dé por hacer un Titanic, no creo que sea necesaria tanta precaución.
—Bobadas. Vamos, que ya casi estamos —me animó a seguir adelante.
—¿Dónde vives? No me lo has dicho. —Si me paraba a pensarlo aún desconocía muchas cosas de él. Tendría que trabajar eso.
—Pasando el Parque de María Luisa.
Empecé a reírme al acordarme de la paloma que Andrea había querido que Jota espantase y la respuesta de este citando precisamente el parque. Tiré de Lucas cuando pasábamos por una de las entradas y busqué uno de los puestos. Compré una bolsa de comida y repartí la mitad con Lucas, que me miraba con el cejo fruncido.
—¿Poniendo al día la alimentación de la fauna?
—Bingo. Además, ¿tú no eras de Greenpeace? —Me acordé de la camiseta que llevaba el primer día que nos conocimos.
—Un poco, lo reconozco. A pesar de que pueda sonar chocante porque eso no encaja mucho con mi futura profesión. Me gusta muchísimo la ecología y prefiero la construcción sostenible.
Una bandada de palomas acudió rauda y veloz hacia nosotros, en cuanto detectaron la comida. Ni siquiera me había dado tiempo a arrojar el contenido de la bolsa de plástico al suelo. Se posaron en nuestras cabezas, hombros y brazos. Si alguien nos hubiese echado una foto en ese momento, podríamos haber salido como estatuas con plumas.
—Será mejor que nos vayamos. O a este paso no podré llevarte de vuelta a tu residencia —comentó al ver que era prácticamente de noche.
—Está bien, pero no me niegues que no ha sido divertido.
—No lo niego —admitió mientras cruzábamos la calle en dirección a un bloque de pisos.
Llamó al telefonillo correspondiente al 3ºA. Subí las escaleras agarrada al pasamanos justo detrás de él, que no paraba de agitar las llaves de un lado a otro. Me fijé que las mismas pendían de un llavero de Snoopy. Su piso era minimalista. Me lo esperaba más desordenado para tratarse del lugar de encuentro que compartía con otro chico, al que no vi por ningún lado. Muebles básicos en negro, estanterías repletas de tomos de manga y un gran televisor de plasma al que había una consola conectada. Así era el salón que me encontré después de cruzar el recibidor. Estaba conectado a la cocina por una barra americana.
—¿Y tu compañero de piso? —Miré curiosa alrededor, buscando alguna foto que pudiera servirme de guía para saber cómo era. No había ni una, dato que me resultó extraño.
—Reverte aún no ha llegado a casa. Tiene un curro a media jornada en una floristería —contestó cerrando la puerta tras de sí. El pestillo sonó con más fuerza de la que esperaba.
—¿También estudia Arquitectura? —Seguí la conversación por esos derroteros para evitar que los nervios me delatasen, por el hecho de que estuviésemos solos habiendo un sofá cerca, y una encimera, y una cama…
Tosí fuertemente ante la idea que estaba cruzando por mi cabeza. Su presencia hacía que por el interior de mi cuerpo corriese fuego. La antorcha de los Juegos Olímpicos se quedaba corta a mi lado.
—No, lo suyo es el Magisterio, pero con algo tiene que pagar su parte del alquiler. —Se encogió de hombros mientras se quitaba las deportivas y comenzaba a andar sin calcetines por el parqué del piso. Una costumbre muy típica de los animes que a ambos nos gustaba ver. Acto seguido me señaló los pies y añadió—: Puedes hacer lo mismo, ponte cómoda.
—Te tomo la palabra, pero con los zapatos y la ropa en su sitio —respondí mordazmente.
Me puse a cotillear entre las estanterías, buscando algún manga que fuese de mi agrado y que no hubiese leído aún. Encontré el primer tomo de Chobits y lo saqué de lugar.
—¿Lo has leído? —preguntó con el mando de la tele en la mano, mientras conectaba una memoria USB a la consola.
—No he tenido ocasión de leerlo aún. ¿Me lo prestas? —quise saber poniendo cara de pena.
—Todo tuyo, pero cuídamelo bien. Está recién comprando.
—¿De dónde sacas pasta para esta colección? Porque doy por hecho que es enteramente tuya y sé por experiencia que no es precisamente barata. —Hice cálculos mentales y allí podría tener cerca de mil euros en tomos de manga.
—Yo también trabajo, ¿recuerdas lo que te dije hace un rato? Pues bien: aprovecho las ofertas que van saliendo de vez en cuando en la librería, para ir completando mi colección. A parte, está el hecho de que en mi cumpleaños y para navidades siempre tengo un poco más de dinero y me puedo permitir algún capricho, pero nada que se salga de lo normal —me informó.
—Vaya, ya veo de dónde has sacado el don natural para «vender la moto». Eres muy persuasivo cuando te lo propones —observé, tomando asiento en un sofá de cuero negro.
—Encanto natural —me corrigió.
—Y creído, por lo que veo. —Puse los ojos en blanco ante sus palabras.
—Tampoco es para tanto, Ainara. ¿Tú cómo te costeas los estudios? —preguntó quitándose importancia, para centrarse en averiguar más de mí. Se suponía que debía de ser al revés. Yo era la que estaba en su apartamento y por tanto, a mí me correspondía cuestionar cuanto se me antojase. O casi.
—En parte gracias a la bendita beca y por otro lado, porque yo también me he ganado el pan. Solo que ahora mi trabajo ha acabado, para desgracia mía. —Me encogí de hombros.
—¿Qué hacías?
Una canción instrumental comenzó a sonar de fondo. Tenía pinta de pertenecer a alguna banda sonora de película, aunque no discernía cuál era.
—Trabajaba cuidando a la niña de un matrimonio de buena posición. Descansaba los fines de semana y en vacaciones de Semana Santa, verano e invierno. Más o menos siguiendo el calendario escolar.
—¿Por qué lo dejaste? —Subió el volumen de la música y entonces fui consciente de que la pantalla del televisor estaba en negro y un salvapantallas multicolor se expandía y contraía al ritmo de los acordes de la música.
—No lo hice, es solo que la vida da muchas vueltas y la familia acabó mudándose a Roma por asuntos de trabajo de la madre. Aún tengo contacto con ellos por email, más que nada, me mandan fotos de cómo va creciendo la niña —le relaté al ver que prestaba interés a todas y cada una de mis palabras.
—¿Instinto maternal? —Me miró horrorizado. Seguramente el reloj biológico de los hombres se activaba más tarde y por eso algunos le tenían pánico a la idea de ser padre en la veintena.
—Desde que jugaba a las Barbies, pero obviamente, estoy en una edad en la que no me planteo eso ahora. Quizás en un futuro, si encuentro a la persona adecuada.
—La tienes delante. —Se señaló a sí mismo de tal forma que la camiseta se le marcaba escandalosamente a la altura de los brazos. Pero no sonaba del todo convencido. Era algo obvio. Ni siquiera yo me lo plantearía.
—Si claro, ¿tú no sabes eso de que antes de andar hay que gatear? Pues es simple: yo antes de pensar en nada de eso quiero una estabilidad laboral, acabar mi carrera y obviamente poder ejercerla. Quiero ver mis cuadros en las mejores galerías del planeta.
—Perfecto, ensaya conmigo. —Se tumbó en el sofá, de tal forma que su cabeza quedaba apoyada en mi regazo. S-I-N C-A-M-I-S-E-T-A. Ni me había dado cuenta que se la había quitado. Aquella vista sí que no tenía precio.
—¿Qué estás haciendo? —Me obligué a descruzar las piernas mientras le preguntaba por su extraño comportamiento.
A esas alturas no debía sorprenderme por nada entorno a él, pero no conocía lo suficientemente a Lucas. Todavía. Muy a mi pesar, estaba interesada en saber todas y cada una de las ideas y pensamientos que atravesaban su mente.
—Posar para ti. Dibújame como a una de tus chicas francesas —dijo muerto de risa, citando la película que yo le había mencionado un rato antes: Titanic.
—Sí que se te ha ido la cabeza con el tema del barco. Además, te falta pecho para parecerte a Kate Winslet. —Le aparté un mechón de pelo, que le caía sobre la frente de forma desordenada.
—Sinceramente, yo no me veo precisamente femenino. No quiero ser una damisela en apuros a punto de tener una rápida historia de amor que será destruida por un iceberg —se burló sonriendo a medio lado.
—¡Eso sí que no te lo consiento! No me gusta que nadie critique una de mis películas favoritas. —Le di un suave tortazo en la mejilla. De haber estado de pie, el golpe habría sido en el cuello, una buena colleja.
Hizo caso omiso a mis quejas y alzando el cuello en mi dirección se quedó a una distancia indecente de mi boca. Tragué saliva ruidosamente, consciente del nudo de calor que sentía en el centro de mi barriga. Sabía que si esto seguía así, acabaría con los dos más descontrolados de la cuenta. Y por mi bien y el suyo, necesitaba pensar con claridad y darle cierta pausa a lo que sea que de algún modo, habíamos comenzado.
—Necesito ponerle un nombre a lo que estamos haciendo —solté sin más, para intentar disuadirlo de sus intenciones. Su nariz buscaba el hueco de mi oreja, el lugar exacto en el que me perfumaba. Inhaló complacido y sentí su cálido aliento. Me estremecí de cabeza a pies.
—Ojalá pudiera explicar con palabras lo que tú provocas en mí. No es simplemente una atracción física. Estoy enamorado de ti, fue un flechazo. Todo lo que diga de más, puede ir en mi contra porque no sé qué sientes tú.
—No puedo hablar de amor con la misma velocidad. Me preguntas qué siento por ti y lo tengo claro: me gustas muchísimo. Más de lo que, desde que me salvaste, hubiese podido imaginar que podría gustarme alguien. Acudo ansiosa a verte, como una niña a la que le regalan zapatos nuevos. Pero aún es pronto para que yo pueda denominar a esto amor —le expliqué intentando concentrarme. Pero sus grandes ojos verdes me tenían hipnotizada.
—Déjame demostrarte que es de verdad —mordió el lóbulo de mi oreja haciendo que me retorciera de placer.
—En otra ocasión, se está haciendo tarde y ya he tenido suficiente dosis de ti por hoy. —Me puse en pie obligándole a que hiciera lo mismo. Taconeé contra la alfombra en un intento de desentumecer las pantorrillas, que tenía algo rígidas después de haber permanecido un buen rato sentada, tan tensa.
—¿En serio has tenido bastante? —Ladeó la cabeza, ligeramente insatisfecho por mi contestación.
—No, nunca tengo suficiente. Por eso es mejor pisar el freno ahora. Además te recuerdo que tenemos que madrugar mañana, tú mismo lo dijiste. —Señalé el reloj de la estancia en la que nos encontrábamos que se aproximaba a las nueve de la tarde.
A regañadientes apagó el televisor y con eso la música se esfumó. Volvió a calzarse los zapatos y dejó el vaso en el que había bebido sobre el fregadero de aluminio.
—Te acompaño con la única condición de que el próximo día que pises este sitio, veas mi cuarto —dijo con picardía, mientras cogía un llavero distinto al que contenía las llaves de su casa.
—¿Por qué?, ¿se me ha perdido algo por allí? —le seguí la corriente, intentando contener la risa ante su propuesta indecente. Tenía que reconocerlo, era muy tentadora.
—No, pero es mucho lo que puedes ganar. —Me guiñó primero un ojo y después otro, haciendo el ganso.
—Habló el que no iba a hacer presiones… —Reí con poco disimulo.
—No las hago, tan solo quiero más intimidad. Todo me estorba, si no te tengo cerca. Hasta la ropa.
Posicionó un brazo a cada lado de mi cabeza, pero no le di tiempo a que hiciera ningún movimiento. Una vez más, me adelanté posando mi boca posesivamente contra la suya. Le empujé con tal vehemencia que acabó chocando contra el aparador. Sin ni siquiera pestañear me izó en brazos y con medio giro de cintura me subió en el mueble. Empezó a subir las manos por el interior de mi camiseta, trazando espirales sobre mi ombligo, provocando que gimiera contra el filo de su labio inferior. Abrí los ojos para darme cuenta de que no era la única que necesitaba la presencia de un extintor para apagar la vorágine del fuego que nos consumía.
—Será mejor que me detengas aquí, o si no yo no podré hacerlo — gruñó con la voz entrecortada por el deseo, mientras arrojaba las llaves al suelo, sin miramientos.
—Te lo dije, es mejor pisar el freno ahora. —Me separé de él repitiendo lo que había expresado un rato antes de que se nos volviese a ir el asunto de las manos. Pero no me moví del sitio.
Y hablando de manos, las suyas podían ocasionar un auténtico tsunami con una caricia. No quería pensar de lo que iba a ser capaz si le dejaba continuar. Asintió sin mucho entusiasmo, se notaba que necesitaba «calmarse». O al menos una parte de él. Mire hacia abajo de forma automática y no me pilló desprevenida el bulto en sus pantalones.
—Al diablo, paso de seguir las normas estipuladas en la sociedad. Paso de pensar de más y prohibirme sentir. Como diría Andrea, lo que necesito es un buen p…
No me dejó seguir, me arrancó la blusa en un arrebato a la par que yo quitaba el botón de sus pantalones. Quedamos en ropa interior en cuestión de segundos. Sentí su mirada recorrer mi cuerpo de arriba abajo y el vello se me puso de punta. Lo único que me cubría era un sujetador de encaje negro y un tanga a juego y no estaba segura de si lo que veía le agradaba. Había engordado unos kilitos desde que estaba con medicación. Pero a él no pareció importarle una mierda cuando me izó en brazos y me llevó en volandas hasta el sofá. Vi cómo se deshacía de sus bóxer y yo hice lo propio con lo que me quedaba encima. Se tumbó sobre mí y su lengua comenzó a explorar mi boca, sin control alguno. Después fue descendiendo hacia mi cuello haciéndome soltar un gemido bajo. Aproveché que se separó un segundo para atacar sin piedad el lóbulo de su oreja tal y cómo él había hecho un rato antes conmigo. Y eso terminó por volverlo loco. Comenzó a acariciar mi ombligo con la punta de su lengua, bajando poco a poco hasta el centro de mis piernas a la par que sus hábiles dedos pellizcaban mis pezones. Yo no me quedé quieta y en cuanto tuve ocasión hice que cambiáramos de posición quedando yo encima. Y en ese momento me desaté yo también: bajé la mano y tomé su miembro y empecé a masajearlo de arriba abajo, primero despacio, después variando el ritmo y la intensidad. No hubo parte de su cuerpo que no recorriese ni parte del mío que él no memorizase con sus manos, pues cuando se introdujo dentro de mí ambos comenzamos una danza infernal que acabó con los dos en el mismísimo cielo. Al final acabamos haciendo el amor sin parar en el aquel sofá de cuero negro. Suerte que su compañero no estaba en el piso, porque los gemidos se podrían haber oído en diez metros a la redonda.
Una hora y quince minutos más tarde salíamos de allí en dirección a un aparcamiento cercano. Me subí en su Opel Corsa rojo último modelo (lo sabía por el maldito anuncio de televisión, que no cesaban de repetir) y partimos con destino a la residencia de estudiantes. Cuando me bajé de su automóvil, evité cualquier tipo de contacto físico sin saber cómo actuar ante la situación. ¿Debía despedirme con dos besos, uno por mejilla o lanzarme a su boca? Era difícil dilucidar en aquellas circunstancias. Sin imaginar lo que se me pasaba por la mente, Lucas bajó la ventanilla para decirme adiós.
—Buenas noches, Lucas. Me lo he pasado genial hoy —murmuré esbozando una sonrisa.
—Buenas noches, Ainara. Puedo decir lo mismo. Gracias por escuchar lo que tenía que decirte. Mantengo lo mismo que te dije a la orilla del río: quiero algo entre tú y yo. Ya me dirás si opinas lo mismo después de lo que acaba de pasar.
—Lo pensaré, tenlo por seguro. ¿Me llamarás cuando llegues? Para saber que no te has estampado por ahí contra alguna farola —quise saber mientras hurgaba en mi bolso, buscando la medicación. En cuanto pisase mi cuarto me iba a ir derecha a la botella de agua. Estaba acalorada, pero por una noche mi taquicardia no se debía a la ansiedad.
—Dalo por hecho. Hasta dentro de un rato, bonita. —Arrancó y se despidió con uno de sus habituales guiños de ojo.
Subí las escaleras en estado de felicidad suprema.