El comedor de la residencia era una estancia llena de luz, con multitud de flores y alegres adornos en los manteles. Las mesas estaban colocadas en forma de «u» de modo que todas las chicas nos veíamos las caras mientras comíamos, fomentando la convivencia y la charla. Siempre había escuchado decir que en todos los rebaños una de las ovejas era negra y en la residencia se encontraba la mía particular: Cecilia Hermida. Choqué con ella nada más poner un pie en la estancia.
—Ten cuidado por dónde pisas. —Se sacudió la melena rubia platino mientras hablaba.
Me parecía increíble que tuviésemos la misma edad y cursásemos la misma carrera, porque el único interés real de Cecilia era la moda y los bolsos de Gucci. Eso, y copiar todo lo que yo hacía, por mucho que quisiera negarlo. No entendía el motivo de su fijación conmigo, pero cada vez que coincidíamos saltaban chispas.
—Y tú ten cuidado de a quién intentas pisar —contesté para dejarle claro que conmigo no lo iba a conseguir.
Puso su mejor mueca de asco antes de repasarme de arriba abajo. Cuando reparó en el cardenal que me cubría buena parte de la mejilla, sonrió de forma petulante.
—Bonito moratón, Ainara. ¿Te pega tu novio? Si es así deberías disimularlo mejor, o denunciarlo. Ah no, que no tienes porque te engañó con otra —se burló, alisándose la tela de la minifalda que por supuesto, no tenía ninguna arruga. Todo lo que llevaba encima era caro y estaba perfectamente planchado.
Sin saberlo, Cecilia había tirado una flecha alcanzando dos dianas distintas: sacando a relucir el morado, que ya era bastante visible, y burlándose por lo que había hecho mi ex, que era de conocimiento público. Por lo visto, era la cornuda oficial de aquel sitio porque más de una vez había pillado risitas y comentarios entre mis compañeras acerca del mismo tema.
—Andrea, ¿sabes si la Navidad se ha adelantado? —ignoré por completo a Cecilia al dirigirme a mi amiga.
Esta me miró extrañada, como si la que se hubiese bebido los chupitos la otra noche hubiese sido yo y no ella. Dudó un poco antes de responder:
—Estamos a finales de Agosto, Ainara.
Andrea continuaba evaluándome como si estuviese loca y lo único que me faltase fuera una camisa de fuerza y la dirección del manicomio. Quizá no estaba desencaminada.
—¿Estás segura? Entonces deben de haber adelantado los anuncios para los Reyes porque ahora los Pin y Pon hablan —contraataqué haciendo alusión al escaso metro cincuenta que medía Cecilia.
Andrea no me esperaba y empezó a carcajearse sujetándose el estómago con las manos. Intenté contenerme, pero cuando empezaba a reírse de ese modo resultaba contagiosa. Cuando nos repusimos pasamos al lado de Cecilia como si no hubiese nadie. Por el rabillo del ojo vi que estaba muy avergonzada, su cara roja la delataba. No me sentí mal, puesto que era otro de los enfrentamientos diarios que se sucedían desde que ambas habíamos pisado la universidad y ella, a pesar de que solía perderlos, no paraba de buscar pelea. Y en esos momentos en los que la ansiedad me dejaba tranquila, a agudeza mental no me ganaba nadie.
—Buenos días, hermana Visitación —dije cortésmente al llegar a su altura. Era un mujer alta y espigada, con cejas pelirrojas y grandes ojos claros que se ocupaba de la cocina de la residencia. Estaba entretenida desenredando una madeja de lana.
—Hola, Madre Dolores. —Andrea me imitó y se detuvo a mi lado, mirando fijamente la cara surcada de arrugas de la monja que dirigía aquello y se encargaba de tenernos bajo control. Aunque a veces, aquello no era nada fácil.
—Señoritas Ainara Moreno y Andrea Cisneros, me alegra verlas por aquí. ¿Se están integrando bien? —preguntó meciéndose suavemente en la butaca en la que estaba sentada haciendo labores de punto.
—Sí, muchísimas gracias por preguntar. La verdad es que esta residencia es un lugar muy acogedor y bastante cercano a nuestras facultades, así que estamos encantadas. Nos vamos a desayunar —respondí.
Mi idea era no ir muy lejos porque me apetecía una buena dosis de churros con chocolate, y no había mejor sitio que una cafetería que estaba a diez minutos andando. Al pisar la calle, reaccioné de forma inusual. Caminaba intranquila, sintiendo que alguien me estaba vigilando. Por eso cada poco tiempo, me giraba buscando un culpable. Un culpable que no aparecía por ningún sitio pues lo que había era gente caminando tranquilamente, cada uno con un destino fijado. El corazón comenzó a latirme de forma violenta y las palmas de las manos me sudaban profusamente. Me sequé contra la tela de los vaqueros.
—Vaya con la tal Cecilia, los humores que gasta de buena mañana.
—Los de todos los días, Andrea. Por desgracia la conozco desde hace un año y es siempre así… Lo peor de habernos venido a vivir aquí, es que la tengo que soportar en clase y en la residencia. Un pequeño sacrificio por el bien común, supongo —le expliqué mientras subía a la acera de un salto para esquivar a una moto violeta que se nos había echado encima demasiado rápido. Le hice un gesto obsceno con el dedo al conductor, pero no pude asegurar si me vio o no.
—Relájate. Entre el corte de mangas y tu respuesta a Cecilia, que por cierto ha sido buenísima, vas a acabar con el humor por los suelos.
—Quizá me he pasado, pero sinceramente, fue lo que me salió. Me da la sensación de que estoy tan acostumbrada a sus continuas puyas, que contesto automáticamente.
—Me he dado cuenta. Oye, ¿alguna noticia de Matthew? —Andrea cambió de tema repentinamente.
—Sí, según he podido saber por un WhatsApp que recibí muy temprano, llegó al aeropuerto hace unas horas. Supongo que estará instalándose en su residencia y que en cuanto duerma un rato, quedará con nosotras para que nos pongamos al día.
Caminábamos por la acera encontrándonos continuamente transeúntes de un lado para el otro. La cafetería a la que íbamos estaba en una de las esquinas de la Plaza del Duque, justo al lado de El Corte Inglés. Era pequeñita, pero resultona. Tomamos asiento en la terraza después del pequeño paseo.
—¿Qué vais a querer? —Un camarero que rondaba los cuarenta años se nos acercó para tomar nota. Era de complexión ancha y llevaba gafas con montura de carey.
—Una ración de churros y dos chocolates —contestamos al unísono. Algunas veces parecíamos hermanas gemelas porque, sin planearlo, nos salía hablar a la vez. Incluso algunos gestos eran calcados, fruto de tantos años de amistad.
El camarero sonrió y se marchó anotando el pedido a toda velocidad en una hoja de factura. Volvió al cabo de unos segundos con un par de vasos de agua. Saqué las pastillas de la mochila y me las tomé.
—¿Todavía nerviosa? Ainara, cambia el chip. Intenta no darle más vueltas, aunque eso no significa que descuides tu espalda. —Limpió restos de agua de la mesa con una servilleta.
—Lo intento, pero me siento un poco insegura por la calle después de lo que ha pasado.
—Estamos en un lugar público a plena luz del… —La misma moto que antes casi había conseguido atropellarnos, pasó por delante nuestra haciendo que no escuchase las palabras de Andrea—. ¿No te parece? —prosiguió.
—Pues no, porque no tengo ni puñetera idea de lo que has dicho. Creo que me he quedado sin tímpanos. —Me presioné las orejas un par de veces porque me pitaban los oídos.
—Decía que estamos en un lugar público, de día y con mucha gente. Nadie va a hacerte daño y si lo hiciera, que no es el caso, hay montones de testigos. So, caballo.
—No soy una yegua —murmuré mientras nos servían dos tazas de chocolate caliente y un cartón de churros.
Comenzamos a comer despacio, paladeando el sabor de la comida. Un domingo no era tal sin un desayuno como ese, lleno de energía y de calorías, —ya puestos.
—Están riquísimos —murmuré con los carrillos llenos a más no poder. Tragué saliva despacio procurando masticarlo todo bien porque de lo rápido que había empezado a engullir, casi no me pasaba aire a los pulmones. Me había entrado hasta calor.
—Ese de ahí sí que está riquísimo.
Andrea miraba descaradamente en dirección a un Starbucks cercano, en el que había un tipo vestido de arriba abajo de negro y con gafas de aviador. Con una mano bebía un Frapuccino y con la otra dibujaba entretenido sobre una carpeta. Debió de sentir nuestra presencia porque nos miró por encima de la gafas. Sin ni siquiera pestañear reconocí al instante de quién se trataba.
Aparté la cara, violenta, maldiciendo por lo bajo aquel encuentro fortuito.
—Mamma mia, nos está mirando…
—Seguro que deja de hacerlo si le quitas los ojos de encima. ¿Hace falta que te recuerde que estás con Jota? —elevé la voz una octava mientras decía eso. Sonaba como una novia celosa. Me horroricé.
—No, tía. Pero que tenga novio no significa que sea ciega. Y lo que está a la vista es que ese chaval está para no perdérselo. ¡Uy!, ahí viene. Pero si es… —Se calló, ligeramente conmocionada.
Él, mientras tanto, se dirigió con paso firme hacia nuestra posición, apartándose un mechón de pelo rebelde de la cara. Se paró en nuestra mesa y habló dirigiéndose hacia mí.
—Ainara, ¡qué sorpresa! ¿Me estás siguiendo? —quiso saber, socarrón, mientras se sentaba a horcajadas sobre una silla que colocó del revés. Puso el Frapuccino de vainilla encima de la mesa, junto a la carpeta con los dibujos y apoyó las manos sobre el respaldo.
—Lucas —me limité a decir, obviando su pregunta. ¿Cómo diantres le iba a seguir si apenas le conocía?
—Lucas, ¿ese Lucas? —interrumpió Andrea lanzándome una mirada significativa. Le faltaba un paquete de palomitas para disfrutar del espectáculo. Era buena haciéndose la amnésica… cuando quería. Se suponía que ella no tendría que haberle reconocido aunque le hubiese hablado de él. En caso de hacerlo, si hubiera optado por callarse me habría dejado mejor.
—Vaya, no solo me sigues sino que además le hablas a tu amiga de mí. Genial, es señal de que te he causado buena impresión. Y eso que nos hemos visto por primera vez hace unas doce horas —comentó sonriente, jugando con la goma elástica de la carpeta.
—No te sigo porque primero, no soy de esas, y segundo, no sé dónde vives, estudias o trabajas. Suponiendo que hagas alguna de las tres cosas —aclaré bebiendo un sorbo de chocolate.
—Las tres, y cuando quieras te demuestro lo vivo que estoy. —Enarcó las cejas, divertido. Opté por no seguirle la corriente porque aquello podría convertirse en una batalla verbal.
—Eres idiota —le insulté cariñosamente, para después hacer las presentaciones pertinentes—: En fin, ya que estás aquí, esta es Andrea, mi mejor amiga.
—Encantado —dijo sin apenas fijarse en ella. Parecía más interesado por seguir todos mis movimientos.
—Igualmente —respondió Andrea muerta de curiosidad. No le quitaba ojo y la verdad la entendía, aunque disimulara delante de ella. O al menos eso intentaba porque parecía sacado de un catálogo de ropa. Estaba recién duchado y olía a Hugo Boss. No pude evitar pensar en Ryan Reynolds en el anuncio del perfume. A la luz del día, Lucas era más guapo si cabía.
—¿Qué haces por aquí? A ver si voy a ser yo la que comience a pensar que me estás siguiendo.
—No precisamente. Solo estoy tomando algo por aquí. El destino nos ha hecho coincidir de nuevo —afirmó rascándose la barbilla.
—Pues vaya casualidad que hayamos acabado en la cafetería de al lado de la tuya. —Andrea se rio por lo bajo.
—En este mundo no existen las coincidencias… —dijo Lucas mientras apuraba su batido. En el vaso podía verse que ya quedaba más hielo que líquido.
—… solo lo inevitable —añadí yo. Lucas había introducido de forma natural una frase de uno de mis animes favoritos: Sakura, Cazadora de Cartas de CLAMP. Me sorprendió porque el shoujo no solía ser el género más visto por los chicos.
—¿Te gusta el manga?
—Me encanta, creo que por leer tanto de pequeña acabé aficionándome a la pintura. Al final he acabado estudiando eso y estoy en segundo de carrera —comenté.
—Entonces deberías pasarte un día por la tienda en la que curro después de clase. Es especializada en el mundo del cómic y el manga —explicó tendiéndome una tarjeta en la que aparecía el nombre, el teléfono fijo y la dirección.
—Puede que lo haga. ¿Tú también dibujas? —Señalé la carpeta en la que le había visto esbozar algo antes.
—Sí, aunque lo mío son más los edificios. Estoy en cuarto de Arquitectura. ¿Y tú, también estás en Bellas Artes? —preguntó Lucas dirigiéndose a Andrea.
—No, yo empasto dientes.
—¿Eres dentista? —parecía sorprendido por la respuesta de mi amiga. Un poco bruta explicándolo sí que había sido, ya que sus estudios no se centraban únicamente en hacer empastes.
—En formación, pero podría decirse que sí.
Aprovechando que hablaban entre ellos, continué comiendo sin reparos: de ese modo tenía un pretexto para permanecer callada lo máximo posible.
—Entonces, aparte de los trabajos para la facultad ¿también dibujas por tu cuenta? —Lucas volvió a centrarse en mí. La respuesta era más que obvia, pero no me dio tiempo a abrir la boca.
—¡Tendrías que ver las maravillas que hace con esas manos! —comentó Andrea en un intento de seguir participando en la charla y no terminar desconectada. Pretendía ensalzar mis virtudes artísticas, pero dicho así parecía referirse a otro tema y con segundas.
—Estoy seguro que muchas. —Lucas se bajó las gafas y se mordió el labio inferior de tal forma que me atraganté con la bebida. Lo estaba haciendo a posta para hacerme rabiar.
Cogí un pañuelo del servilletero para secarme la cara y parte del cuello que habían resultado pringados por el chocolate. En ese momento, comenzó a sonar a todo volumen el móvil de Andrea, que dio un brinco y se alejó de nosotros para atender la llamada.
—Ahora que estamos solos, ¿me echaste de menos de vuelta a casa? —apoyó la cabeza en un brazo, después de mover la silla en mi dirección.
—Lo cierto es que sí, a ti o cualquiera. Así habría tenido algún testigo. —Arrugué la nariz disgustada.
—¿Qué pasó? —Su semblante se volvió serio. Se puso las gafas en la cabeza y clavó sus ojos verdes en mí.
—Alguien me golpeó en la cabeza haciendo que perdiese el conocimiento. Al despertar, me encontré con una bonita jaqueca y una nota amenazándome. Por si no fuera poco, el moratón que tengo en la mejilla por lo que ya sabes.
—Joder, el tío ese te ha dejado hecha un cuadro —sujetó mi cara entre sus manos mirando el golpe con más detenimiento de la cuenta.
—Según mis sospechas el que me dejó sin sentido fue el mismo mendigo que te partió el labio. —Me detuve un segundo más de la cuenta mirando su boca.
—Aún puedo besar, tranquila. —Se aproximó como si fuese a demostrármelo.
—No tengo interés por comprobarlo, créeme. —Me aparté antes de que se le pasase por la cabeza hacer algún movimiento más.
Andrea volvió a la mesa justo a tiempo para escuchar las dos últimas frases. Nos miró de hito en hito mientras se agarraba a la silla.
—¿Me he perdido algo?
—Nada —contestó Lucas en tono amigable—. Nada que no podamos retomar después.
—O ahora si queréis, porque esta que está aquí se va. —Andrea se colgó el bolso en el hombro y se puso las gafas de sol mientras hablaba—. Era Jota, pidiéndome ayuda con las reformas de su piso de estudiantes. Por culpa de la salida de ayer es incapaz de juntar un pie con otro y a su salón le hace falta una buena capa de pintura. Se está desconchando la pared.
—No vale escurrir el bulto —repliqué —. Entiendo que le ayudes, pero te recuerdo que íbamos a hacer la colada. Además, no puedes dejarme aquí sola.
—Te dejo muy bien acompañada y la ropa sucia puede esperar. Para algo tenemos un fondo de armario bastante amplio.
—Ya, pero no hace falta que te recuerde lo que le has hecho a las sábanas nada más despertarte. —Puse una mueca de desagrado.
—Lo sé, pero insisto. Puede esperar. —Dicho esto se paró frente a Lucas y, con toda la confianza del mundo, le puso una mano en el hombro para llamar su atención—. Tú y yo no nos conocemos, pero por la forma en que miras a Ainara me fío de ti lo suficiente para saber que la acompañarás a la residencia en cuanto ella quiera. No puede volver sin compañía con ese loco suelto por ahí, y menos teniendo en cuenta que se niega a denunciar.
—La protegeré con mi vida, marcha con cuidado. —Lucas habló con solemnidad y de nuevo pareció que estaba interpretando un papel en una obra de teatro.
—Se os va la pinza a los dos y por lo que veo el problema es bastante serio. Tranquila, Andrea, regresaré sana, salva y sola —remarqué la última palabra para dejar clara mi postura. Me puse recta en el asiento para ratificarla. Me llamó la atención un hombre sentado en uno de los bancos de la plaza, que iba vestido de forma extraña al igual que la silueta que vi en el cine, pero no seguí prestando atención porque la conversación continuaba.
—Si no dejas que Lucas te acompañe, llamo a Jota y me quedo aquí. Bastante mal me siento por no haber estado contigo ayer, así que me importan un comino tus posturitas de indignación. —Andrea me miró con severidad.
—¿De qué posturas hablamos exactamente? Porque puede que a tu amiga no le importen, pero a mí me encantaría saberlas —intercedió Lucas tratando de rebajar la tensión entre las dos.
—Capullo. —Puse los ojos en blanco. Y añadí para Andrea—: Dejarme con él es más peligroso que con el mendigo, que lo sepas. ¿No ves que oculta otras intenciones?
—Nada que no puedas manejar, cariño. En fin me voy, que llego tardísimo. Jota me va a crujir si no aparezco en media hora.
—Hasta luego, petarda —refunfuñé alargando la última palabra.
—Nos vemos pronto, Andrea. —Lucas se despidió de ella con la promesa implícita de que volverían a verse. Como si yo fuese a darle pie para coincidir de nuevo.
Nos quedamos solos y se produjo un silencio algo incómodo. Contemplé cómo comenzaban a montarse los puestos del mercadillo hippie en la plaza. Allí era común encontrar todo tipo de collares, pulseras y abalorios, además de bolsos y pañuelos. Solía echar un vistazo de vez en cuando para ver qué novedades iban trayendo. A veces podía encontrar cosas la mar de interesantes.
Vi pasar al camarero y le hice señas para que trajese la cuenta. Cuando se aproximó yo tenía el importe exacto preparado por lo que pagué rápido.
—Voy al baño. —Me levanté llevándome la mochila conmigo. Seguía teniendo la sensación de estar vigilada y el hombre barbudo de pintas raras no ayudaba a mi paz interior.
—¿Te acompaño? —inquirió Lucas tras tirar el vaso de su batido a una papelera cercana y sujetó la carpeta contra su pecho.
—No gracias, sé ir sola al váter desde los dos años. —Sonreí con suficiencia y me fui.
Al regresar, nos encaminamos hacia la residencia.
—No hace falta que vengas, podemos despedirnos frente al museo, como ayer. —Resté importancia mental al hecho de que prefería su presencia a pesar de que me estaba chinchando continuamente. Era mejor eso, que cruzarme nuevamente con el tipo que me estaba molestando.
—Ni lo sueñes, yo siempre cumplo lo que digo y le he asegurado a tu amiga que te iba a dejar a salvo. No subo a tu cuarto porque estoy seguro de que no me dejarían las monjas.
—¿Cómo sabes que es una residencia dirigida por religiosas? —quise saber jugueteando nerviosa con la tortuga que pendía de mi móvil. A veces me sentía como una de verdad: demasiado lenta comparada con el ritmo que seguían las personas que me rodeaban.
—Porque no hay ninguna otra en la calle que me señalaste. Lo comprobé por Google Maps. —Levantó un par de dedos en señal de victoria.
—¿Con qué intención? —Me sonó raro tanto interés repentino, porque como él mismo había dicho nos conocíamos desde hacía medio día.
Nos detuvimos en mi portal.
—Pues si te digo la verdad, estaba buscando una excusa para volver a verte. Saber en qué sitio vives con exactitud me ayudaría a hacerme el encontradizo contigo, pero ya no es necesario ¿no?.
Lucas se aproximó a mí y sin darme escapatoria posible, me dio un beso; pero no fue en la mejilla sino justo en el filo de la boca. Si movía la cabeza tan solo dos milímetros nuestros labios se rozarían. Me quedé bloqueada en el sitio y cuando mi capacidad de reacción regresó, di un paso atrás. Las palmas de las manos me sudaban sin control.
—Nos vemos pronto. —Silbó y comenzó a caminar por la calle con aire distraído, pero sonriendo a medio lado.
Quise evitarlo, pero no pude: me quedé mirando embobada lo bien que le sentaban los pantalones. Le hacían lo que en mi pueblo se conocía como un «culo melocotón».