Capítulo 3

Pum. Pum. Pum. Pum. El golpeteo rítmico de mi corazón quedaba amortiguado por el sonido de los altavoces de la sala. La película estaba resultando muy entretenida y me reía a ratos, pero no podía evitar seguir hecha un manojo de nervios. Me había tomado mi dosis de medicación junto con un sorbo del refresco. Si tenía suerte, a la media hora me haría efecto y podría relajarme por completo.

Centré mi atención en Ted y sus travesuras para evitar mirar a Jota y Andrea, que después del sofoco, estaban dándose el lote con total naturalidad. Percibí que, un par de filas más abajo de donde yo me encontraba, alguien reía sin parar con las ocurrencias del oso. Resoplé con fuerza, bastante incómoda por la situación. Fijándome bien, pude atisbar que se trataba del mismo chico con el que había coincidido antes. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse con los míos y volvió a sonreír a medio lado, como había hecho antes, consiguiendo que yo pusiese otra mueca de asco.

—Imbécil —murmuré llevándome un puñado de palomitas a la boca para silenciarme y no empezar a proferir insultos a diestro y siniestro. Algo en él me atraía y me incomodaba a partes iguales. Teniendo en cuenta que era la primera vez que le veía, eso decía mucho de él y de mí. Estaba como un gato panza arriba, buscando defenderme ante todo y ese día, él era mi ratón.

—¿Decías algo? —contestó Andrea en un intento de recobrar la compostura. Se acomodó los botones de la blusa y apartó a Jota de un empujón cariñoso.

—¡Auch!, no seas bruta, caramelito —se quejó este, frotándose el pecho como si le hubiesen clavado un puñal. Escuchar el apodo cariñoso que había empleado para dirigirse a ella, me pareció una auténtica cursilada.

—Creo que voy a potar. —Hice el gesto de meterme dos dedos en la boca, como si fuese a provocarme el vómito allí mismo. Luego me arrepentí al acordarme de que Fernando solía utilizar términos por el estilo cuando se ponía meloso. Todo me recordaba a él por mucho que hacía un esfuerzo por desterrarlo de mi mente. Pero seguía trabajando en ello. No quería pasar toda mi vida aferrada a su recuerdo.

El chico misterioso se giró en mi dirección una vez más, al escucharme decir aquello, y lo primero que pensé es que iba a coger tortícolis si seguía así. Visto desde mi perspectiva, parecía estar demasiado atento a lo yo que hacía y eso me enervó más. Iba a necesitar una buena tila antes de dormir.

—Ainara, no seas bestia que tampoco es para tanto —me reprochó Andrea, antes de seguir dándole sonoros lengüetazos a Jota.

—Nada, vosotros a lo vuestro. Luego me contáis vuestra impresión de la peli. Seguro que os parece terrorífica y por eso estáis así de pegados —ironicé.

Los escuché murmurar, pero al momento siguieron en lo mismo: sesión intensiva de besuqueo. Me encogí de hombros, preguntándome por qué había aceptado su propuesta de quedar. Aquello de que tres son multitud era demasiado cierto. Allí estaba yo de sujetavelas, echando de menos a los estrafalarios amigos de Jota, por increíble que pareciese. Era una contradicción, pero al menos cuando se presentaba alguno éramos número par y no me quedaba hablándole a la pared o mirando las musarañas cuando los otros se enrollaban. Pero allí sola, estaba empezando a aburrirme. Bien podrían haber ido a la sesión golfa y haberme dejado disfrutar de la película sin interrupciones. Eso o que Matthew estuviese allí para aportar su toque de cinismo que tanta gracia me hacía en momentos de tensión. Estuve tentada de hablarle por Facebook de nuevo, pero no era plan de amargarle las vacaciones con mis penas. Ojalá regresase pronto, le echaba muchísimo de menos.

—Voy al baño —manifesté. No obtuve respuesta alguna.

Cogí el bolso que había soltado a mis pies y me lo colgué de un hombro. Mis tacones estaban dentro de la mochila, justo en medio de Jota y Andrea y no pensaba meter las manos por ahí para recuperarla. Me levanté despacio y enfilé el pasillo haciendo todo el ruido posible, en un intento de hacerme notar para ver si la parejita se cortaba un poco, pero no logré mi propósito. Bajé las escaleras con la entrada en mano para que me permitiesen volver, y me dirigí al servicio público más cercano, que estaba situado al lado de un bar que había en el centro comercial. Pasé por delante de una tienda de deportes y me entretuve unos segundos mirando las zapatillas.

Iba pensando que me hacía buena falta comprarme un par cuando entré en el baño. Estaba decorado con azulejos rectangulares que variaban la tonalidad, pero se movían siempre dentro de la gama del rojo. Un gran espejo atravesaba una pared de una punta a la otra con varios lavabos debajo. Justo en frente, estaban los cubículos independientes. Presioné el botón del grifo más próximo a mí y me refresqué la cara y parte del cuello con agua. Inspiré hondo y puse las manos debajo del secador automático que había junto al dispensador de gel, cuyo bote estaba vacío. Saqué el pintalabios de la mochila y me dispuse a maquillarme, pues necesitaba algo de vida en el rostro porque estaba muy pálida, cuando una de las puertas a mi espalda se abrió. Para mi sorpresa, vi a través del espejo cómo un vagabundo me apuntaba con una navaja. Era de mi altura, llevaba ropas oscuras y raídas y daba mucho miedo. Su cara y manos estaban cubiertas de roña y apestaba a alcohol desde lejos. Enseñó los dientes para atemorizarme y lo consiguió: le faltaba al menos media dentadura y la otra mitad no tenía un color normal. Si Andrea hubiese estado allí y las circunstancias hubieran sido otras, habría insistido en hacerle una limpieza dental a fondo.

Di un respingo en cuanto mi capacidad de reacción se activó y empecé a alejarme en dirección a la puerta, intentando sofocar un grito.

—¿A dónde te crees que vas? —Se abalanzó sobre mí para impedir que me escapara y fue bastante rápido a pesar de su estado de embriaguez, pues acabé contra la pared con la navaja rozándome el cuello. Intenté forcejear para librarme de él, pero era más fuerte que yo. La barra de labios acabó rodando por el suelo y rompiéndose contra el suelo de tal forma, que si se miraba desde una distancia prudencial a cualquiera le hubiese parecido un goterón de sangre en medio de las losas.

—¡Suéltame! —exclamé medio ahogada, con los niveles de adrenalina disparados. A la mierda la medicación, pensé al darme cuenta que las pulsaciones habían vuelto a dispararse como si no hubiese tomado el tratamiento. Tal y como estaba comprobando, el instinto de supervivencia era más fuerte que cualquier ansiolítico.

Su mano me tapó la boca impidiendo que continuara hablando y el filo de la navaja pinchó más la fina piel de mi cuello. Si no hacía algo, me iba a degollar allí mismo.

—¡Dame todo tu dinero! —Su aliento apestaba a vino barato cuando pronunció aquellas palabras con cierto desdén.

Como pude, abrí la mochila y me puse a rebuscar en el monedero. Él seguía el movimiento de mis manos y eso me sirvió de ayuda, pues le di un puntapié en la entrepierna cuando menos lo esperaba. Cayó de rodillas, doblado por el dolor, pero sus ojos no se apartaron del billete de quinientos euros que había arrojado al suelo. Se abalanzó hacia él como si estuviese viendo un lingote de oro y aproveché la oportunidad para huir. Por desgracia para el mendigo, se trataba de una propaganda que por un lado tenía impresos un par de anuncios y por el otro parecía dinero auténtico. Más de una vez, algún conocido había picado en esa broma y por eso lo conservaba. Jamás se me habría pasado por la cabeza que aquel flyer iba a resultarme de ayuda vital.

A mitad del pasillo y con gente caminando a mi alrededor, buscando con urgencia un retrete, el mendigo se tiró encima de mí, derribándome por completo. Caí hacia delante y me libré de partirme la nariz gracias a que amortigüé como pude parte de la caída con los brazos y un lado de la cara. Iba a tener un buen moratón en una mejilla al día siguiente, de eso no tenía duda. Giré tratando de librarme de su peso y de sus manos enfurecidas que me registraban buscando algo que no encontraría, pues las personas que estaban por allí comenzaron a gritar y a intentar apartarle, sin mucha convicción.

El guaperas con el que no paraba de encontrarme, se abrió paso entre dos señoras mayores que trataban de arrear con el bolso a mi opresor. De una patada, lo estampó contra una maquina dispensadora de botellas de agua. Me di cuenta de que estaba hiperventilando, cuando escuché más alto mi respiración que las preguntas acerca de cómo me encontraba que empezó a hacerme la gente confinada allí. Incapaz de contestar, hice acopio de fuerzas para ponerme en pie y alejarme lo máximo posible del mendigo. Temblaba de arriba abajo por la impresión y sentía que de lo mareada que estaba, iba a perder la consciencia en breve. Demasiadas emociones en un corto espacio de tiempo no eran lo mejor para mi salud mental.

Mi salvador y el tipo que me había atacado intercambiaron una ristra de puñetazos que acabó con el mendigo huyendo, con un pómulo hinchado y el joven con un labio partido. Cuando este fue consciente de su herida, sacó un pañuelo de papel del bolsillo de atrás de sus ajados vaqueros e hizo presión para detener la hemorragia, cosa que consiguió al cabo de unos segundos.

Los curiosos empezaron a disolverse en cuanto la acción finalizó y todo volvió a la aparente normalidad. Aprovechando que nos habíamos quedado solos, el chico se acercó hasta donde me encontraba.

—Soy Lucas Olivera —extendió la mano en mi dirección a modo de presentación.

—Ainara Moreno —contesté estrechándosela. —Gracias por ayudarme hace un momento, me has salvado de un atraco en toda regla.

—No es para tanto —sonrió a medio lado, como parecía ser habitual en él—, pero ¿te encuentras bien?

—Sí, únicamente ha sido un golpe tonto. Se ha abalanzado sobre mí sin darme margen para defenderme —le expliqué, buscando por el suelo la entrada de la película. Tenía toda la pinta de haberla perdido en el transcurso del forcejeo. Genial, pensé. Aunque visto con perspectiva, tampoco tenía animo de regresar al cine después de lo ocurrido.

—Me alegra, pero deberías tener cuidado. ¿Dónde quedó aquello de que las chicas vais acompañadas al servicio? —soltó de pronto, en un intento de rebajar la tensión, todavía palpable en el ambiente.

—¿Bromeas? —pregunté incrédula caminando en dirección a la salida del centro comercial.

—No me río de ti —aclaró—, sino contigo. Y tan solo un poquito. Es que siempre me he preguntado el motivo por el que las mujeres vais de dos en dos al cuarto de baño, y creo que ahora lo comprendo.

—Ya, claro. —Sus chistes no me hacían ni pizca de gracia por lo que me detuve. Inspirando hondo y soltando el aire retenido después, me dirigí a él—: Mira, Lucas, agradezco de veras lo que has hecho por mí, pero lo único que me apetece en este momento es darme una ducha y echarme a dormir.

—¿No avisas a tus amigos? —Ignoró por completo lo que acababa de decirle. Era más que obvio por lo que había respondido que iba a regresar sola.

—Prefiero no asustarles, aunque la verdad, no creo ni que se hayan dado cuenta de mi ausencia. Suele pasar constantemente cuando salimos los tres. Les voy a escribir un mensaje y asunto resulto. —Me encogí de hombros, despreocupada, y saqué el móvil para dejarle un WhatsApp de aviso a Andrea rezando porque aún le quedase un resquicio de batería y lo recibiese correctamente. No tenía ganas de soportar un interrogatorio cuando volviésemos a vernos. Pero estaba segura de que me sometería al tercer grado.

—Te acompaño, no te preocupes por nada. —Me revolvió el pelo como si fuese un cachorrito al que estaba premiando con su caricia.

—¿Qué se supone que haces? —aseveré apartándome de él para que no invadiese mi espacio personal. Era lo que menos necesitaba en ese momento: el límite del día ya había sido rebasado.

—Nada, vamos. No pienso dejarte ir por ahí sola, no sea que vuelva a aparecer el tío ese. —Comenzó a caminar sin rumbo fijo y al no saber a dónde me dirigía se paró, expectante, cruzándose de brazos.

—Por aquí —dije exasperada, sin querer aceptar su protección, pero incapaz de rechazarla. Me sentía expuesta, vigilada y por el bien de mi cordura, sería mejor regresar lo antes posible y olvidarlo todo.

Mientras andábamos en silencio el resto del camino, contemplé a Lucas por el rabillo del ojo. Después de su intervención, me parecía más agradable, pero tenía un puntito algo petulante que continuaba echándome para atrás. Pero era guapo, guapo con ganas. Y la forma en la que la camiseta se le ajustaba al cuerpo hacía que mi mente se nublara más de la cuenta.