21

Un corto paseo

—Pero ¿cómo es él?

—Bueno… atractivo, supongo.

—¿Cómo? ¿Alto, moreno y guapo? ¿Cachas?

—Todo lo anterior. Bueno, quizá no esté cachas… Pero no es eso; es su… forma de conducirse. Cuando lo oyes, parece algo entre la filosofía y la política y, aunque no estés de acuerdo con lo que dice, no puedes evitar sentirte impresionada por la forma en la que lo dice. Es como si supiera incluso más de lo que está diciendo, como si lo supiera todo, pero necesitara realmente tu aprobación, tu consentimiento, para hacerlo realidad, y tú no tuvieras más remedio que dárselo. Te sientes halagada, privilegiada… seducida.

»Parece como si allí hubiera una gran organización, aunque algo indefinida; algo que hubiera crecido de forma orgánica a su alrededor. Y aunque la mayoría de las personas que vi eran jóvenes, había también mucha gente mayor, y me dio la impresión de que le hablaba al sistema del Fantasma; o quizá al de más allá. Pero era simplemente una persona asombrosa.

—Es obvio —dijo Zefla con una sonrisa mientras caminaban.

Hacía frío. El tiempo había cambiado justo antes de amanecer, las pesadas nubes de lluvia se habían alejado por un cielo helado y claro, que repartía luz de luna y de chatarra espacial sobre las montañas boscosas del fiordo y las cubría de una plata silenciosa. Después salió Thrial y proyectó un rico brillo, como de oro rosa, sobre el fiordo.

Después de un desayuno de dimensiones miserables que los había dejado a todos hambrientos y con un solo cuarto de tableta para cada uno, Miz y Dloan habían decidido hacer un esfuerzo serio por matar algo comestible para el almuerzo. Los dos hombres habían subido colina arriba cuando levantaron el campamento por la mañana, y esperaban encontrar caza en la parte más alta del bosque.

Sharrow y Zefla caminaban por parches de escarcha y charcos cubiertos de una crujiente capa de hielo delgado y claro como el cristal. Su aliento formaba nubes en el aire.

Sharrow se sentía atontada, difusa y algo entumecida; seguía temblando, aunque realmente no sentía frío. Se lo achacó a la falta de comida. Le avergonzaba ver lo mimada que se había vuelto; no se había dado cuenta de lo mucho que significaban para ella las cosas simples, como el papel higiénico y un cepillo de dientes, y se sentía humillada al pensar en lo mucho que su ausencia podía importarle.

La mano le palpitaba con un dolor sordo debajo del guante; se había tomado algunos analgésicos. No había cambiado la venda aquella mañana, porque la mano se le había hinchado demasiado durante la noche y le había dolido mucho al intentar sacarse el guante. Había decidido dejarla estar; quizá se pusiera mejor por sus propios medios.

—Probablemente acabe como uno de esos sórdidos líderes de cultos —dijo Zefla después de un rato, mientras avanzaban con dificultad por un área desnuda del bosque, en la que un incendio había dejado a miles de troncos de árboles de pie y sin hojas, postes negros ya rodeados de árboles más jóvenes y esbeltos, que se abrían paso a la fuerza hacia el cielo—. Ya sabes, impulsará cualquier mezcolanza rara de chorradas más que trilladas y vivirá en un palacio, mientras sus seguidores duermen por turnos, hacen la calle, y te dedican enormes sonrisas monótonas cuando les dices dónde pueden meterse sus folletos.

—No —dijo Sharrow, y sacudió la cabeza (y se sintió mareada al hacerlo, por lo que tropezó con una rama ennegrecida cubierta de blanco)—. No, no lo creo. No creo que sea eso lo que le va a pasar a ese chico, en absoluto.

Zefla la miró mientras andaban, con cara de preocupación.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—¡Hambrienta! —se rio Sharrow. Asintió para sí, respiró hondo el aire helado y miró la extensión de cielo azul sobre sus cabezas—. ¿Y tú?

—Nunca he estado mejor —dijo Zefla mientras se rascaba el pelo recogido para calmar el picor del cuero cabelludo—. Pero no me vendría mal una ducha. —Le echó otro vistazo a Sharrow cuando la vio volver a tropezar—. Quizá deberíamos parar otra vez dentro de un rato.

—Sí —dijo Sharrow tras sacudir un poco la cabeza, como si intentara aclarársela—. ¿Por qué no?

Caminaron penosamente entre los árboles jóvenes y los muertos quemados.

Sharrow y Zefla se detuvieron en un pequeño claro cerca de la orilla para comerse lo que les quedaba de comida, y después esperaron a que Miz y Dloan se unieran a ellas. Sharrow siguió negando que le pasara nada, y después se quedó dormida, apoyada en un tronco de árbol. Zefla estaba preocupada; pensaba que Sharrow parecía enferma. La cara gris y hundida se movió con un tic nervioso mientras Zefla la observaba, y los labios se agitaron.

Zefla miró las laderas de las montañas. Le sorprendía no haber escuchado ningún disparo. Dejó a Sharrow durmiendo y bajó a la playa de guijarros. Puso allí la pequeña mochila para que Miz y Dloan no las pasaran de largo. Después volvió a sentarse con Sharrow.

Los hombres llegaron una hora más tarde. Los dos cojeaban; Dloan por la bala que había recibido la noche de la muerte de Cenuij, y Miz por la combinación de botas duras y pies blandos.

Llegaron con las manos vacías. Zefla pensaba que traían algo, pero no era más que la mochila que había dejado en la playa. Habían disparado a unos cuantos pájaros con las pistolas láser y habían matado a uno; pero, cuando llegaron hasta él, estaba cubierto de parásitos y habían pensado que no merecía la pena comérselo. Seguían sin ver ningún animal grande, aunque habían oído impresionantes rugidos más arriba.

—Peces —dijo Miz mientras él y Dloan le daban bocados a la última de sus tabletas, y Sharrow los miraba adormilada, con el ceño fruncido y restregándose el guante izquierdo—. Pescaremos algo. —Sonrió a los otros—. Peces; comeremos pescado esta noche. —Le dio un golpecito al bolsillo de su elegante chaqueta de cazador, en la que llevaba el equipo de pesca.

Oyeron algo que parecían tiros justo cuando se disponían a seguir avanzando; un traqueteo amortiguado por la distancia que parecía venir de más adelante, en la dirección en la que iban.

Corrieron hasta la orilla y se quedaron allí, mirando al fiordo.

—Mierda —dijo Miz—. Me pregunto qué significa.

Nadie sugirió nada.

Llevaban andando una hora, cuando vieron a Feril correr hacia ellos a través de los árboles.

—Bienvenido —le dijo Zefla. Sharrow se quedó allí de pie, sonriendo al androide.

—Gracias —dijo Feril. Todavía tenía los indicadores y el láser que le habían dado; se los entregó a Zefla.

—¿Y? —le preguntó Miz.

—He estado en el extremo del fiordo —comenzó a decir el androide.

—Caminemos y escuchemos al mismo tiempo, ¿vale? —dijo Zefla. Siguieron andando; Feril caminaba de espaldas delante de ellos, sin tropezar ni una sola vez, lo que resultaba desconcertante, aunque también bastante impresionante.

—El terreno entre este punto y el extremo del fiordo —le dijo a los demás— es similar a lo que ya habéis atravesado. Hay que cruzar dos arroyos bastante grandes, uno de los cuales tiene un árbol caído que lo atraviesa, con lo cual es bastante fácil; el segundo es más difícil y hay que vadearlo. Hay un lugar en el que tendremos que cruzar una playa muy expuesta a tan solo un kilómetro del otro lado, o dar un rodeo de cuatro o cinco kilómetros para esquivar unos acantilados.

—¿Qué hiciste tú? —le preguntó Zefla.

—En el viaje de ida —le dijo Feril— crucé la playa sin incidentes; en el de vuelta, comencé a cruzar la playa de nuevo. Pero entonces empezaron a dispararme. —La parte superior de su cuerpo dio un cuarto de giro para mostrar el roce de una bala en un hombro. Siguió andando—. Devolví los disparos con la pistola láser, pero después decidí que mi posición estaba demasiado expuesta, así que entré en el agua. Completé esa parte del viaje arrastrándome justo bajo la superficie del fiordo.

Zefla sonrió. Miz sacudió la cabeza. Dloan parecía vagamente impresionado. Sharrow se limitó a parpadear y decir:

—Hmm.

—¿Dónde está la playa? —le preguntó Dloan.

—A unos diez kilómetros de aquí.

Dloan asintió.

—Oímos los disparos.

—Entonces, ¿tanta ventaja nos llevan? —dijo Zefla.

—Creo que solo han dejado un francotirador en el punto frente a la playa —dijo Feril—. Creo que vi el grueso de los solipsistas antes, a unos tres kilómetros más abajo del fiordo; estaban cruzando la boca de un fiordo lateral en un bote inflable. Intenté disparar al bote, pero el alcance era de unos cuatro kilómetros, y no pude observar ningún efecto.

Dloan sacudió la cabeza con comprensión.

—Entonces —dijo Miz—, ¿qué podemos esperar, aparte de encontrar allí primero a los solipsistas?

—No hay ningún obstáculo importante después de la playa que he mencionado, aunque hay que escalar una pequeña colina y evitar un acantilado que baja vertical hasta el agua. El final del fiordo tiene muchas islas y rocas pequeñas al llegar a unos diez kilómetros de la cabeza; creo que por eso el barco volador no aterrizó de inmediato. El final del fiordo es bastante repentino; no hay ninguna estrechez significativa, solo las islas y después una extensión casi recta de orilla frente a una llanura pantanosa, que parece el resultado de un reacondicionamiento de tierra.

»Creo que la Pistola está en una torre de piedra. La torre tiene unos quince metros de altura y siete metros de diámetro, y está rematada por una cúpula negra hemisférica de una substancia sin determinar. Está en el centro de una plaza de piedra de unos quince metros de lado; la plaza tiene una pared circular de medio metro de alto, que toca el punto medio de cada borde de la plaza, con un poste de piedra de un metro en cada esquina. Un pequeño delta se forma en el límite más alejado de la plaza; en este lado hay un campo de altos juncos.

»La torre de piedra está rodeada de numerosos cadáveres humanos, trozos de equipos y escombros; casi todos están dentro del muro de piedra circular. A juzgar por el estado de descomposición, diría que algunos de los cadáveres y escombros llevan ahí varias décadas. Los cuerpos cercanos más recientes parecen ser los de dos jóvenes que deben de ser solipsistas, a juzgar por el uniforme. Ambos cadáveres estaban unidos a unos paracaídas; uno yacía apoyado en el interior del muro circular, con el paracaídas enganchado en un pequeño árbol justo fuera de la plaza; el otro paracaidista parecía haber sido arrastrado cierta distancia a través de los juncos antes de que lo detuvieran las rocas, y pude determinar que lo había matado algún dispositivo láser que le había cortado la cabeza. También le había dejado un agujero en el pecho y otro en la ingle, y el tamaño del agujero coincidía con un haz de sesenta milímetros. Deduje que la cúpula de la torre albergaba dicho dispositivo, quizá junto con el equipo de detección y seguimiento concomitante que debe necesitar.

—Una deducción asombrosa —murmuró Miz. Miró a Sharrow, pero ella no parecía haberlo oído.

—Me di cuenta —siguió Feril— de que los pocos pájaros que sobrevolaban el área se mantenían alejados de la torre, aunque había algunos cadáveres de aves de distintas especies repartidos a su alrededor, junto con los de numerosos animales de pequeño tamaño. Los insectos parecen ser tolerados. Realicé un breve experimento con trozos de madera, y descubrí que cualquier cosa que se mueva en un radio de veinticinco metros del centro de la torre con un área frontal de más de dos centímetros cuadrados será atacado por las defensas de la torre. Creo que se trata de un potente rayo X, aunque el haz empleado en los trozos de madera que tiré en la zona era bastante más pequeño que el que mató a los dos paracaidistas solipsistas. También me di cuenta de que cuando el paracaidista muerto que estaba apoyado en el muro se movía (cuando una ráfaga de viento movía el paracaídas), el haz que lo golpeaba era estrecho y amortiguado, y uno de las muchas docenas que parecían haberle acertado después de su muerte, mientras se supone que estaba en el mismo estado de movilidad mórbida.

—Bueno —dijo Sharrow—. Parecen ser buenas y malas noticias. —Parecía distraída y hacía muecas mientras se restregaba el guante izquierdo—. Supongamos que lo que hay en la torre está… intacto, pero…

—Pero ¿cómo demonios vamos a entrar si nadie ha podido hacerlo hasta ahora? —preguntó Miz mientras le daba una patada a una raíz podrida.

—Ah —dijo el androide. Levantó un dedo—. Mencioné los postes de piedra en cada esquina de la plaza.

—¿Y? —preguntó Zefla.

—Bajo la cubierta de la parte superior de cada poste —dijo Feril— hay una placa con una cerradura de mano; un dispositivo de seguridad con forma de una mano con dos pulgares. Por su construcción, diría que la diseñaron para reaccionar ante algún patrón químico o genético, y no ante una huella normal. Al menos dos de los postes parecen estar en funcionamiento, aunque los otros dos han sido en parte desmantelados. Los cuatro llevan la leyenda «Línea femenina».

Sharrow se detuvo; todos lo hicieron. Zefla la miró.

—Parece que se trata otra vez de Gorko —dijo—. Puede que apague esa cosa para ti, ¿no, chica?

Sharrow se estaba mirando los pies. Después miró a Zefla y pareció temblar; después sonrió y asintió.

—Sí —dijo. Se miró la mano izquierda y la sostuvo con torpeza—. Sí, puede que sí.

—Entonces, aunque los solipsistas lleguen allí primero —dijo Miz—, no podrán hacer nada.

—Sí —dijo Zefla—. Pero si llegan allí antes que nosotros, pueden hacer que también nos resulte imposible hacer nada a nosotros. Sharrow se balanceó, parpadeó e intentó pensar. Había algo más. Le costaba tanto pensar… Zefla miró a Feril.

—¿Cuándo tendrás que marcharte para poder encontrarte con el submarino? (Sí, eso es, pensó Sharrow).

—Dentro de unas treinta horas —respondió Feril.

Zefla asintió y miró a Sharrow.

—¿Seguimos? —le preguntó.

Sharrow tragó saliva.

—Seguimos —respondió.

Le dolía la mano. Tenía hambre y náuseas al mismo tiempo. Recordaba que Miz había hablado sobre comer pescado, y de repente se le llenó la boca de saliva al recordar el sabor del pescado con especias y ennegrecido. Aquello había sido en Shouxaine, en Tile, hacía muchos años. Se había sentado en las toscas mesas de madera con los demás, bajo los farolillos, las tiras de petardos y las cuerdas brillantes. Habían comido peces pescados en el lago aquella tarde y bebido mucho vino; después, ella y Miz se habían ido a la cama y, mientras hacían el amor, los fuegos artificiales habían comenzado, y después ella estaba allí de nuevo, en el hotel de Malishu, en la cama bajo el techo de membrana, frente a los altos espejos; pero, incluso mientras lo pensaba, algo la arrastró adelante, la transportó al mismo tiempo hacia delante y hacia atrás, hasta aquel tranquilo hotel de las montañas, con la vista sobre las colinas y las ventanas abiertas para recibir la fresca brisa que inflaba las cortinas de gasa blanca y hacía que le cosquilleara la piel y se le secara el sudor, mientras que a Miz le ponía la piel de gallina, y las manos de ella lo acariciaban, los dedos lo acariciaban, tersaban la piel de su espalda, y de sus costados, y de sus hombros, y de detrás, y del pecho, y lo alentaban, lo controlaban, lo movían, y él era una bella forma gris sobre ella a la primera luz del alba, y una presencia que latía lentamente dentro de ella, un balanceo suave y duro que la llevaba más y más cerca de un borde, como el borde de un balcón, de piedra rosa grisácea a través de la bruma de las cortinas, empujando, apretando y acercándola cada vez más, y las respiraciones de él y de ella eran como el ruido de la espuma, así que recordó haber construido castillos de arena en la playa una vez, cuando era pequeña.

Breyguhn y ella; cada una había construido un castillo y lo había hecho lo más alto y fuerte que pudo, uno al lado del otro; las dos habían colocado unas banderas de papel en la torre más alta de sus castillos y habían esperado a ver qué castillo se derrumbaba primero; la marea de las dos lunas había llegado fuerte y rápida, y las olas golpearon los muros que habían construido las dos, y ella había visto cómo su castillo comenzaba a deshacerse por los bordes, pero sabía que lo había construido mejor, y observaba con atención el de Breyguhn deseando que las olas golpearan la base de aquel muro de cara al mar, y observó ola, tras ola, tras ola golpear la arena, llevar al muro hasta el punto de derrumbe, pero sin socavarlo lo suficiente, y lentamente una sensación increíble de espera y frustración se le había formado en el pecho y en la barriga, junto con la furia al ver que el mar tenía el poder de concederle fácilmente la victoria, pero que no se la concedía (mientras, el poder y la fuerza de las olas pareció disminuir brevemente y no se produjeron más daños), y comenzó a creer que nunca sucedería, que ninguno de los castillos caería, pero entonces vio las olas llegar de nuevo con fuerza, romperse, avanzar y succionar los muros de los castillos y, finalmente, finalmente, finalmente, con un último y repentino empujón de las olas (olas que siguieron llegando y se apilaron en la arena una vez terminada la misión y decidida la competición), todo el muro del castillo de Breyguhn se derrumbó y cayó, se inclinó y se rompió en el aire, y se desintegró dentro de las olas, volviéndolas de color marrón dorado al caer la espuma dando tumbos sobre las ruinas y explotar contra la basta vulnerabilidad de la arena que reveló en el interior, y la suavizó, y se deslizó de vuelta, y volvió a avanzar, derrumbando la torre de Breyguhn y tirando la bandera al agua.

Pero entonces la luz brilló, bella y terrible, sublime y enfermiza, hizo erupción sobre la playa y las montañas, mientras la nave reluciente y reventada giraba una y otra vez de camino al planeta frío, donde ella caería para siempre hacia la nieve; un copo de nieve en la nevada.

Durmió mal otra noche más; intentaba hacerse un ovillo en torno a la mano herida, sostenerla como un tesoro para intentar que el dolor parase y la dejase dormir, hasta que, finalmente, cayó en una especie de coma de puro cansancio, un duermevela en el que soñó con las lejanas chispas de dos fuegos que parpadeaban entre los árboles al otro lado del fiordo, tan lejos de ellos ya que apenas podían verse a simple vista. Le pareció escuchar a Cenuij llamarlos desde los árboles de más adelante, pero al menos no había aparecido del todo en el sueño.

Entonces se despertó con los demás otro día de frío helado, en el que el suelo de aguas calmas y grises y el techo de nubes calmas y grises se unían en cadenas de aguanieve, y en los claros espacios entre el granizo y los chaparrones de aguanieve podían ver que las cimas de las montañas estaban cubiertas de blanco.

Siguió caminando, hablaba con los demás y con ella misma, y cada vez tenía más hambre y pensaba más en comida, y cada vez deseaba más que la mano dejara de dolerle, y le decía a los demás que estaba bien, aunque no lo estaba. Dieron el rodeo que les había sugerido el androide, alrededor de la playa frente al acantilado, cerca del punto al otro lado del fiordo, y después cruzaron gracias al árbol caído el primero de los dos grandes arroyos de los que les había hablado el androide. Miz cortó algunas ramas con el láser para que la travesía resultara más fácil, pero aun así ella estuvo a punto de caerse.

El bosque era un lugar frío, oscuro y húmedo, y lo odiaba. Odiaba su mano por dolerle, y su estómago por estar vacío, y su cabeza por estar dolorida y mareada, y su ano y su vagina por picarle, y sus ojos por no enfocar, y su cerebro por no trabajar como era debido.

El androide cargó con ella para cruzar el segundo arroyo, y las aguas frías le salpicaron el pecho metálico.

Siguieron andando y el tiempo se empezó a aclarar, pero después se volvió más frío al acumularse unas nubes oscuras y altas en la dirección del viento y dirigirse hacia ellos. A veces se le olvidaba qué día era, y dónde estaban exactamente, y qué estaban buscando, y por qué lo buscaban.

Avanzar lo era todo; todo su ser se concentró en aquel flujo y reflujo de respiración, en las pisadas de sus pies en el suelo, uno tras otro, en el movimiento de subida y bajada, subida y bajada de sus piernas, que le enviaban ondas de vibración por el cuerpo, aunque a ella parecían llegarle de lejos y a cámara lenta. Hasta su voz sonaba distante y no realmente suya. Se escuchaba a sí misma responder las cosas que le preguntaban los demás, pero no sabía lo que estaba diciendo, y realmente no le importaba; solo importaba seguir caminando, solo aquellas pisadas lentas que eran sus pies y su corazón, y el latido hiriente de su dolor venenoso.

Estaba sola. Estaba totalmente sola. Caminaba por una orilla helada en medio de la nada, y solo la soledad la acechaba a ambos lados; comenzó a preguntarse si no sería ella una solipsista, la traidora del grupo.

Un cerebro en un cuerpo; un conjunto de células conectadas con otras células, que se abría paso en un zoo de otros conjuntos de células, animales y vegetales, que vagaban por el mismo tosco globo con su propio cargamento mudo de minerales, substancias químicas y fluidos, transportados y atrapados en aquella jaula de células, temporalmente, siempre parte de todo, pero siempre en absoluta soledad.

Como Golter; como el pobre, pobre, Golter.

Se había encontrado solo, y se había extendido todo lo posible y producido mucho, pero seguía siendo poco más que nada.

Habían crecido (si lo hubiesen sabido) en una habitación de una casa vacía. Cuando empezaron a comprender que era una casa, pensaron que tendría que haber otros cerca; habían pensado que quizá estuviesen en las afueras, o incluso en una parte bien escondida de la ciudad; pero, aunque habían colonizado aquellas habitaciones, habían mirado por la ventana más lejana y por los tragaluces más altos, y habían descubierto (con horror, con un horror que tan solo su mayor capacidad de comprensión les permitía apreciar en su totalidad) que estaban verdaderamente solos.

Podían ver las nebulosas, bellas, distantes y atractivas, y podían saber que aquellas otras galaxias estaban compuestas por soles, otras estrellas como Thrial, e incluso adivinar que algunos de aquellos soles podrían tener también planetas a su alrededor… pero buscaron en vano alguna estrella cercana a la suya.

El cielo estaba lleno de oscuridad. Había planetas y lunas, y los diminutos remolinos en forma de pluma de tenues nebulosas, y ellos mismos lo habían llenado de chatarra estelar, tráfico y emblemas en mil idiomas distintos, pero no podían crear los cielos de un planeta dentro de una galaxia, y no podían esperar nunca, dentro de las probabilidades razonables que pudieran imaginar, llegar a viajar algún día fuera de su propio sistema, o al siempre inútil golfo de espacio que rodeaba su estrella aislada y anormal.

Hasta una distancia que no bajaba del millón de años luz en cualquier dirección, Thrial (a pesar de su extravagante dispersión de poder vivificador y de su fértil cultivo de planetas hijos), era huérfano.

Había una pared. Ella se dirigía despacio a la pared plana. La pared era blanca y gris, y tachonada de pequeñas piedras redondas; a un lado había un gran canto rodado con forma de gigantesco pomo de puerta. Se preguntó si la pared sería en realidad una puerta. Por alguna razón, estaba segura de que Cenuij estaba al otro lado. Podía ver hielo y escarcha en ella. La pared se acercaba cada vez más, y parecía muy alta; no creía ser capaz de ver el extremo superior. Siguió avanzando hacia ella, aunque estaba segura de que había dejado de andar. Andar había sido lo único que importaba durante más tiempo del que podía recordar; había sido su universo, su existencia, su única razón de ser, pero entonces se había parado, aunque la pared seguía avanzando hacia ella. Estaba ya muy cerca; podía ver gotas heladas de agua entre las pequeñas piedras y lo que podrían ser pequeñas plantas heladas. Buscó el ojo de Cenuij, que la observaba desde el otro lado. Alguien más debía de haber encontrado la pared, porque le pareció oír un grito lejano.

Se dio contra ella. Parecía tener una barandilla de seguridad. Pero se dio de cabeza contra la pared de todos modos, y todo se volvió oscuro.

El androide la vio caer y corrió hacia ella, mientras Miz gritaba. No podía salvarla del todo, pero estaba lo bastante cerca como para estirar una pierna y meter un pie bajo la parte superior de su pecho, lo que ralentizaría su descenso un poquito, antes de que su peso al caer la derribara y cayera sobre la playa de piedras, y yaciera allí, boca abajo e inmóvil.

Feril dio un salto, se desequilibró, y después se arrodilló con los demás, que se habían reunido rápidamente junto a ella.

—¿Está herida? —preguntó Miz, mientras Zefla y Dloan le daban la vuelta con cuidado. Tenía un pequeño rasguño en la mejilla y otro en la frente. La cara parecía vieja e hinchada. La boca colgaba abierta. Miz le quitó el guante derecho y le masajeó la mano. Feril le tocó el guante izquierdo.

—Está metida en el agua —dijo Zefla—. Llevémosla a los árboles. La llevaron al interior del bosque y la tumbaron. Feril le pasó los dedos de nuevo sobre el tirante guante izquierdo.

—Parece que algo va mal con su mano —dijo. Los otros miraron el guante.

—Se cortó la mano hace un par de días —dijo Zefla.

Dloan intentó sacarle el guante. Al final tuvieron que cortarlo. La mano estaba hinchada y descolorida; la herida original supuraba bajo un pequeño esparadrapo empapado. Miz hizo una mueca. Zefla aguantó la respiración.

—Oh, oh —dijo—. Pero serás tonta, cariño…

—Tocó la piel hinchada. Sharrow gimió. Dloan sacó su láser, abrió la empuñadura y ajustó los controles.

—¿Para qué es eso? —preguntó Miz con la mirada fija en el arma.

Dloan volvió a cerrar la empuñadura, se dio la vuelta y disparó la pistola contra un montón de agujas que tenía a sus pies; empezó a arder un ascua roja, diminuta y continua. Dloan, con aspecto satisfecho, apagó la pistola.

—Veneno —dijo Dloan, mientras cogía con delicadeza la mano herida de Sharrow y la colocaba lo más plana posible en el suelo—. ¿Antiséptico? ¿Vendas? —dijo.

Zefla estaba rebuscando en la mochila de Sharrow.

—Aquí —dijo.

—Puede que se despierte —dijo Dloan, arrodillado para poder coger la mano de Sharrow con fuerza—. ¿Quieres sujetarla?

—Mierda —dijo Miz, y le cogió los pies. Feril le sujetó la otra mano y los hombros; Zefla le pasó la mano por la frente.

Dloan apuntó la pistola láser a la mano herida de Sharrow y apretó el gatillo. La carne se manchó, se ennegreció y se abrió, partida como la piel de una fruta podrida. Sharrow gimió y se agitó mientras el líquido del interior se derramaba, escupía y humeaba bajo la energía del láser. Miz apartó la vista.

Zefla se mecía atrás y adelante, mientras acariciaba la cabeza y las mejillas de Sharrow; Dloan hizo una mueca y se restregó los ojos cuando llegaron hasta él los vapores que burbujeaban en la herida, pero mantuvo el láser apuntado a la mano para agrandar la incisión. El androide miraba, fascinado, mientras la mujer gemía y se movía débilmente bajo él.

Encendieron una hoguera. Zefla tenía un último trozo de tableta de comida que había estado guardando; lo calentaron con el láser e intentaron que Sharrow se lo comiera. Usaron un láser para calentar agua en el hueco de una piedra, empaparon con ella un pañuelo e hicieron que lo chupase. La cara parecía menos hinchada, y la respiración se hizo más lenta y profunda. Pasó de la inconsciencia a algo más parecido al sueño. El olor a antiséptico se propagó por la hondonada.

Solo habían avanzado diez kilómetros desde el último campamento; todavía les quedaban treinta para llegar a la torre que estaba al final del fiordo. Feril pensaba que, dado el estado del suelo al otro lado del fiordo, los solipsistas podrían retrasarse bastante; pero la cosa estaría muy ajustada y, aunque podía cargar con Sharrow hasta el siguiente campamento, tendría que irse poco después de anochecer para regresar a la boca del fiordo a tiempo para intentar contactar con el submarino.

—Supongo que no tenemos otro remedio —dijo Miz. Todavía se sentía enfermo tras presenciar lo que le habían hecho a la mano infectada de Sharrow. Le dolían los pies y sentía como si el estómago se estuviera devorando a sí mismo; estaba mareado y temblaba de hambre. No podía dejar de pensar en comida. Pero al menos el dolor de andar lo ayudaba a quitarse la barriga vacía de la cabeza.

—¿Estás seguro de que puedes llevarla con seguridad? —preguntó Zefla.

—Sí.

—Yo podría relevarte —le dijo Dloan.

El androide hizo una pausa.

—Gracias —respondió.

—Vale —dijo Zefla. Cogió la mochila—. Vámonos.

El pequeño grupo de gente caminaba por la fría y gris orilla bajo un cielo oscuro y cada vez más bajo. La alta figura que lo lideraba caminaba con ligereza, casi con elegancia, pero el que lo seguía parecía demasiado pequeño para llevar aquella carga en sus brazos con la facilidad que aparentaba, y los dos últimos del grupo cojeaban.

Sobre ellos, un cielo del color del metal de las pistolas dejó escapar los primeros copos diminutos de nieve.

Elson Roa observaba desde lo alto de un acantilado, a través de unos prismáticos de gran alcance. Vio cómo la figura que lideraba el grupo al otro lado del fiordo cogía un objeto de una mochila y se detenía brevemente para examinarlo. Después volvió a colocar el objeto en la bolsa.

Roa apagó los estabilizadores de los prismáticos y escuchó cómo moría su zumbido, mientras el aire sobre las aguas del fiordo comenzaba a llenarse de nieve y barría la vista en una arremolinada confusión gris de silencio. La francotiradora que tenía junto a él comprobó la lectura del alcance de su rifle de nuevo y sacudió la cabeza mientras hacía un ruidito de negación.

Roa miró detrás de él, donde estaban sus camaradas, sanos, alerta y a la espera. Un poco de nieve salió flotando de la monótona extensión de nubes que colgaba entre las montañas y se depositó con cuidado en sus uniformes sucios, aunque todavía chillones.

Se movían a través de un mundo limitado; la nieve que caía lo borraba todo, salvo un círculo de quizá diez metros de diámetro, que consistía en el borde del bosque, la orilla rocosa y las aguas en calma. El trozo de superficie negra del fiordo que podían ver se manchaba continuamente de copos blancos, que se desvanecían en el mismo instante de tocar aquella oscuridad. Las olas no batían. Cuando los copos de nieve tocaban el suelo, se sentaban entre las rocas y guijarros durante un breve instante, y después se fundían. El cielo se había ido, como si hubieran tirado de él hasta convertirlo en un techo bajo indeterminado, donde la masa de copos blancos grisáceos se unía en una sola nube de movimiento caótico y atestado.

Feril seguía a Zefla Franck, ponía los pies donde los había puesto ella. Sharrow era una ligera carga en sus brazos; su peso extra significaba que tenía que echarse un poco hacia atrás al caminar para mantener su centro de equilibrio vertical, pero podría continuar así de forma indefinida si tenía que hacerlo. Seguía mirando a su alrededor, aunque había poco que ver. Seguía con su barrido sónico, por si escuchaba algo extraño.

A Sharrow le habían puesto la capucha encima de la cara antes de salir; cuando Feril miró abajo en cierto momento, vio que se le había caído la capucha y que algunos copos de nieve le caían en la cara dormida. Las suaves migajas blancas le tocaban las mejillas y se convertían en diminutos parches de humedad. Cuando le caían en las pestañas, duraban lo suficiente para que el androide pudiera ver la forma de los cristales individuales, antes de que cada forma única se disolviera por el calor del cuerpo y fluyera por la piel que le rodeaba los ojos, como si fueran lágrimas.

Feril la observó durante un momento; después le volvió a colocar la capucha para protegerla.

Zefla Franck estaba dejando huellas; la nieve que se derramaba del cielo cerrado y pesado empezaba a asentarse, a recoger cada uno de aquellos copos diminutos sobre las rocas, los guijarros y las bastas superficies de los troncos de los árboles al borde del bosque, y formar pequeños puentes de suavidad sobre hendiduras y riachuelos, los cuales ya habían empezado a helarse.

La orilla se hizo demasiado escarpada y la nieve demasiado pesada; regresaron al bosque y caminaron entre los árboles bajo un filtro de copos escasos, animado de vez en cuando por un terrón de nieve que caía súbitamente de la capa de árboles, a través de las ramas, hasta llegar al suelo del bosque.

Zefla utilizó el láser para abrirse paso entre la maraña y las ramas caídas que se encontraban, por lo que dejaba tras de sí un olor a madera chamuscada que se retorcía en una nube de humo y vapor.

Sharrow dejaba escapar algún que otro pequeño gemido y se movía en brazos de Feril.

Caminaron hasta que estuvo demasiado oscuro para ver, y después se detuvieron a descansar. Sharrow siguió durmiendo, Zefla se sentó muy quieta, Miz se quejó de los pies y Dloan se ofreció para cargar a Sharrow. Feril dijo que no hacía falta. Después siguieron andando, todos con gafas de visión nocturna, salvo Dloan. Él los seguía justo detrás de Miz. La nieve caída empezó a desaparecer, pero después recuperó grosor.

Feril podía ver cómo el paso de Zefla Franck, antes bien equilibrado, comenzaba a volverse irregular y torpe, y oyó cómo Miz Gattse Kuma respiraba con dificultad detrás. Dloan se resbaló y cayó dos veces. Solo estaban a unos nueve kilómetros de la cabeza del fiordo, pero el terreno que les quedaba por delante era escabroso y casi todo cuesta arriba. Feril sugirió que se detuvieran y montaran el campamento.

Se sentaron, exhaustos, en un tronco caído. Sharrow estaba tumbada sobre sus regazos, con la cabeza entre los brazos de Zefla. Feril encontró madera y usó un láser para encender el fuego. También les montó la tienda. Metieron a Sharrow dentro; Zefla la arropó con la manta. Miz y Dloan se sentaron junto al fuego.

—Yo podría recorrer los últimos nueve mil metros con lady Sharrow —les dijo Feril cuando estuvieron todos reunidos junto al fuego—. Aunque no se despierte, su palma aplicada a uno de los postes de la plaza de piedra de la torre debería abrirla.

Ninguno parecía tener fuerzas para responder; se limitaron a mirar las llamas. Los copos de nieve caían hacia ellas, pero quedaban atrapados en la corriente ascendente y se alejaban en un remolino. La nieve parecía empezar a disminuir otra vez.

—Como alternativa —les dijo Feril—, podría regresar a la costa y hacerle señales al submarino. Aunque tendría que irme ya.

—O podrías quedarte y montar guardia —dijo Zefla desde la tienda, mientras le ponía a Sharrow la mochila bajo la cabeza, a modo de almohada.

—O podría volver a la torre —dijo Dloan—. Puede que con una pistola sea capaz de frenar a los solipsistas durante un tiempo.

—Todavía pienso que deberíamos ponernos en contacto con el exterior —dijo Miz—. Hacer que el submarino pida soporte aéreo. Joder, la gente de la Franquicia de Seguridad no se molestó por el puto gran barco volador de Roa, y solo necesitaríamos un triste caza-bombardero.

—Nadie en su sano juicio querría venir —dijo Zefla tras asegurarse de que Sharrow estaba cómoda. Se agachó al otro lado de la fogata, y su voz sonaba lejana, distorsionada por la columna de aire caliente que se elevaba entre ellos—. Total, necesitamos comunicarnos con el exterior, necesitamos alguien que monte guardia esta noche y también necesitamos vigilar la torre, para evitar que Roa entre primero.

—Todas esas cosas son posibles —dijo Feril—. ¿Cuál queréis que haga? Todos se miraron unos a otros; y todos miraron a Sharrow uno a uno, a su forma acurrucada dentro de la tienda.

—Votemos —dijo Zefla—. Yo digo… bueno, que vigile la torre. Dloan asintió.

—Yo también.

Miz chasqueó la lengua y apartó la mirada.

—¿Feril? —dijo Zefla.

—¿Sí? —Feril la miró.

—¿Qué hay de ti?

—¿Qué…? Oh, yo me abstengo. Zefla miró otra vez la tienda.

—Entonces, toca vigilancia de la torre. Le dieron una pistola láser al androide; la nieve se había parado y el cielo se estaba aclarando.

El fiordo era negro puro. Una clara luz azul descendía de Doncella, casi llena en el cielo; cubría de un color plata fantasmal las montañas y las docenas de pequeñas islas cubiertas de nieve. La luz de la chatarra espacial relucía en los cielos del norte, hacia el ecuador. No había hogueras en la otra orilla del agua.

El androide se alejó entre los árboles, silencioso y rápido.