1

Obertura

—La, la, la, la-la;

»¿Se ve todo más claro-o desde una orilla de cristal?

»Hmm, hmm, hmm, hmm-hmm…

Solo podía recordar una línea. Estaba de pie en una playa fundida, con los brazos cruzados; los tacones de las botas raspaban aquella superficie granulosa, mate de tantos arañazos, mientras barría con la mirada los llanos horizontes, y susurraba y cantaba a medias la única línea que podía recordar de la canción.

Eran las aguas mansas de la atmósfera, el momento en el que los vientos del día que soplan hacia tierra firme ya han muerto, mientras que la brisa nocturna, retrasada por unas nubes que aprisionaban el calor, todavía no había nacido de la inercia del aire del archipiélago.

Mar adentro, al borde de un oscuro dosel de nubes, el sol se ponía. Olas teñidas de rojo caían sobre la playa de cristal, y la espuma bañaba la erosionada pendiente, para después retirarse a lo largo de la hoja curvada de la orilla hacia una distante línea de dunas de brillo pálido. El olor a salitre saturaba el aire; respiró hondo y comenzó a caminar por la playa.

Era un poco más alta de lo normal. Sus piernas parecían esbeltas bajo los pantalones y la ligera chaqueta; una negra cabellera, espesa y pesada, se le derramaba por la espalda. Al girar un poco la cabeza, la luz roja de la puesta de sol hizo que parte de la cara pareciera ruborizarse. Las pesadas botas, que le llegaban a las rodillas, hacían un ruido áspero al andar. Y, al andar, cojeaba; una leve inclinación en su paso, como una debilidad.

—… más claro-o… —Cantaba en voz baja para sí misma mientras recorría impaciente la orilla de cristal de Issier, y se preguntaba por qué le habrían pedido que acudiera y por qué habría aceptado ir.

Sacó un reloj antiguo y miró la hora, después chascó la lengua con irritación y volvió a meterse el reloj en el bolsillo. Odiaba esperar.

Siguió caminando hacia la hidroala por el banco inclinado de arena fundida.

Había dejado aquella anticuada embarcación de segunda mano amarrada (quizá de forma algo endeble, ahora que lo pensaba) a un trozo de chatarra indescriptible a unos cuantos cientos de pasos de aquella orilla inverosímil. La hidroala, una mancha en forma de flecha en la penumbra, brilló de repente mecida por las pequeñas olas que golpeaban la playa, las líneas de cromo reflejaban el resplandor rojizo de la luz moribunda del día.

Se detuvo, bajó la mirada hacia la heterogénea superficie de cristales rojos y negros, y se preguntó cuál sería el grosor de la capa de sílice fundida. La golpeó con la punta de la bota. Se hizo daño en los dedos del pie, y el cristal siguió pareciendo intacto. Se encogió de hombros, se dio la vuelta y caminó en dirección contraria.

Desde lejos, parecía tranquila; solo alguien que la conociera bien podría haber detectado cierto deje ominoso en aquella placidez. La piel se veía pálida bajo el reflejo rojo del crepúsculo. Las cejas eran curvas negras bajo la amplia frente y la media luna de pelo negro peinado hacia atrás, tenía ojos grandes y oscuros, y una nariz larga y recta; una columna para soportar los arcos oscuros de aquellas cejas. La boca (comprimida en una línea tirante) era fina. Unos pómulos anchos ayudaban a compensar la orgullosa mandíbula.

Volvió a suspirar y cantó de nuevo entre dientes las palabras de la canción. La tirante línea de su boca se relajó y se convirtió en unos labios pequeños y carnosos.

Delante de ella, a unos doscientos pasos, podía distinguir la alta caja de una vieja máquina automática limpia playas. Caminó hacia ella mirándola con recelo. Estaba sentada sobre sus surcos de goma, silenciosa y oscura, al parecer desactivada por la falta de basura y a la espera de que la siguiente marea le proporcionara un nuevo estímulo. La carcasa estaba abollada y decrépita, manchada de excrementos de pájaros que brillaban con tonos rosas a la luz del crepúsculo; mientras la observaba, un pájaro blanco como la espuma se posó en la tapa plana, se quedó allí sentado un instante y después voló hacia el interior.

Volvió a sacar el viejo reloj, lo examinó y dejó escapar un gruñido desde el fondo de la garganta. Las olas batían al borde de la tierra y susurraban como electricidad estática.

Decidió que andaría hasta llegar a la máquina limpia playas, y que después se daría la vuelta y volvería a la hidroala para marcharse. Fuera quien fuera el que había preparado el encuentro, probablemente no pensaba aparecer, después de todo. Al mirar la línea de dunas, pensó que podría tratarse de una trampa y sintió renacer los viejos temores. O de una broma; alguien que se creía gracioso.

Se acercó a veinte pasos de la máquina, se dio la vuelta y se alejó con su ritmo ligeramente lisiado, cantando su monótona cancioncita, reliquia de alguna melodía posatómica.

El jinete apareció de repente sobre la cresta de una gran duna, cincuenta metros a su derecha. Ella se detuvo y lo observó.

El animal de color arena era tan alto como un hombre a la altura de sus anchos y musculosos hombros; tenía una cintura estrecha con una montura brillante, y la gigantesca grupa estaba cubierta con una tela plateada. Echó la amplia cabeza parda hacia atrás, y las riendas tintinearon; resopló y estampó las patas delanteras en el suelo. El jinete, oscuro sobre oscuro bajo el embotado peso de las nubes, espoleó al animal para que siguiera avanzando. El animal bajó la cabeza y volvió a resoplar, mientras tanteaba el contorno de fragmentos en el que la arena de la cima de la duna se convertía en cristal. La bestia sacudió la cabeza y después, a instancias del jinete, caminó con cuidado por el filo de arena hasta el hueco entre dos dunas; la capa del jinete se inflaba tras él como si fuera casi tan ligera como el aire que la movía.

El hombre murmuró algo y clavó los talones en las ijadas de la bestia; el animal dio un respingo al sentir las puntas de las espuelas, y unos temblores involuntarios le recorrieron los músculos de la enorme grupa. Puso una tímida pata en el cristal, después dos; el jinete hacía ruiditos para animarlo. Todavía resoplando con nerviosismo, el animal dio un par de pasos sobre la cubierta inclinada de la orilla; después, con un ruido muy similar al de un enorme quejido, patinó, se tambaleó y aterrizó de golpe sobre la grupa, casi tirando al jinete. El animal echó la cabeza atrás y rugió.

El hombre saltó rápidamente del animal; la larga capa se enganchó un instante en la alta montura, y aterrizó con torpeza en la superficie de cristal, a punto de caer. Su montura realizaba repentinos e inestables intentos por volver a ponerse en pie, pero las patas le patinaban en la resbaladiza superficie. El hombre se recogió la capa y caminó con decisión hacia la mujer que estaba de pie con una mano bajo la axila del brazo opuesto y la otra mano sobre la frente, como si se protegiera los ojos del sol para mirar al otro lado de la playa. Sacudía la cabeza.

El hombre era alto, delgado bajo los pantalones de montar y la chaqueta ajustada, y tenía una cara pálida y estrecha, coronada de rizos negros y rodeada por una barba negra de corte elegante. Se acercó a ella. Quizá fuera unos cuantos años mayor.

—Sharrow —dijo sonriente—. Prima; gracias por venir.

Tenía una voz refinada y educada, tranquila y segura a la vez. Alargó las manos en su dirección y apretó brevemente las de Sharrow antes de soltarlas.

—Geis —dijo ella, tras mirar por encima de su hombro a la rugiente montura, que por fin había conseguido ponerse en pie, aunque no parecía muy estable—. ¿Qué estás haciendo con ese animal?

Geis volvió la mirada hacia la bestia.

—Domarlo —respondió con una sonrisa que después desapareció lentamente—. Pero la verdad es que solo es un medio para llegar hasta aquí y decirte… —Se encogió de hombros y dejó escapar una risita de disculpa—. Joder, Sharrow, es un mensaje melodramático; estás en peligro.

—Quizá una llamada de teléfono hubiese sido más rápida.

—Tenía que verte, Sharrow; es más importante que una simple llamada.

Ella miró el animal ensillado, que olisqueaba con prudencia la hierba que rodeaba la duna más cercana.

—Entonces, un taxi —sugirió. Tenía una voz suave y una entonación muy tranquila.

Geis sonrió.

—Los taxis son tan… vulgares, ¿no te parece? —dijo con cierta ironía.

—Hmm; pero, ¿por qué el…? —hizo un gesto hacia el animal.

—Es un bandamyion. Un bello animal.

—Sí, bueno; ¿por qué el bandamyion?

Geis se encogió de hombros.

—Acabo de comprarlo. Como te he dicho, lo estoy domando. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano enguantada—. Oye, olvida al animal. Se trata de una emergencia real.

Ella suspiró.

—Vale. ¿Qué es?

Él respiró hondo y después musitó:

—Los huhsz. Sharrow guardó silencio durante un instante; después se encogió de hombros y desvió la mirada.

—Ah, ellos. —Arañó la playa de cristal con la punta de la bota.

—Sí —contestó Geis en voz baja—. Mis contactos en el Tribunal Mundial dicen que están preparando un acuerdo mediante el cual podrán conseguir sus… sus Pasaportes de Caza, seguramente dentro de poco. Quizá sea cuestión de días. —Sharrow asintió sin mirar a su primo. Cruzó los brazos y comenzó a andar lentamente por la playa. Geis se quitó los guantes y, tras echarle un vistazo al bandamyion que rumiaba en la duna, la siguió—. Siento ser yo el que te dé la noticia, Sharrow.

—No pasa nada —respondió ella.

—No creo que podamos hacer nada más. Tengo a los abogados de la familia trabajando en la apelación, y la gente de la empresa está ayudando todo lo posible (existe la posibilidad de que podamos obtener un requerimiento alegando la falta de notificación adecuada), pero parece que los de Stehrin han abandonado sus objeciones, y que el Consejo de la Iglesia de Nul está retirando su petición de abandono del procedimiento. Se rumorea que los huhsz han llegado a un acuerdo de compra de tierras en Stehrin, para repartirse un enclave, y que han comprado a la Iglesia, ya sea directamente con créditos u ofreciéndoles una reliquia. —Sharrow no dijo nada; siguió andando por la playa, con la mirada baja. Geis hizo un gesto de resignación y siguió hablando.

—Todo ha explotado de repente; creía que íbamos a tener a esos gilipollas inmovilizados durante años, pero el Tribunal ha acelerado el tema, ha dejado a un lado otros casos que llevan aparcados varias generaciones —suspiró—. Y, por supuesto, en la próxima sesión le toca a Llocaran elegir presidente. Su candidato es de Ciudad Labio, ni más ni menos.

—Sí, Ciudad Labio —dijo Sharrow—. Supongo que todavía seguirán molestos por aquella maldita Pistola Vaga. —Miró al frente, hacia la forma ligeramente brillante de la hidroala.

(Y en su mente vio de nuevo la hilera de colinas desiertas más allá de la balaustrada de piedra del balcón del hotel, y la débil línea de la luz del alba, de repente inundada por los intermitentes pulsos de fuego silencioso que llegaban desde el horizonte. Había observado, aturdida, deslumbrada y asombrada, cómo aquel distante brote de aniquilación iluminaba la cara de su amante).

La voz de Geis sonaba cansada. —Lo cierto es que creo que los huhsz deben de haber llegado hasta uno de los jueces superiores. Se dice que encontraron a uno de los viejos en un salón de rapé hace unos días. No me extrañaría nada que los huhsz lo hubieran arreglado todo para comprar a un juez.

—Vaya —comentó Sharrow mientras se pasaba una mano por la espesa mata de pelo (Geis la observó, siguió con la mirada aquellos dedos pálidos que surcaban los campos negros)—. Cuánta energía e iniciativa tienen nuestros simpáticos huhsz.

Geis asintió.

—También han tenido suerte con los últimos reclutamientos e inversiones —dijo—. Muy solventes; probablemente sean la orden más rentable de Golter en estos momentos. Todo eso los ha ayudado a reunir sus fondos para la guerra —frunció el ceño—. Lo siento, Sharrow. Me siento como si te hubiera fallado.

Ella se encogió de hombros.

—Tenía que pasar tarde o temprano. Has hecho todo lo que has podido. Gracias. —Lo miró; después levantó una mano para tocarle brevemente el antebrazo—. Te lo agradezco, Geis.

—Deja que te esconda, Sharrow —respondió él de repente.

Ella negó con la cabeza.

—Geis…

—Tengo intereses que no pueden…

—Geis, no; yo…

—No; escucha; tengo sitios que nadie…

—No, yo…

—Pisos francos; oficinas; propiedades enteras que no aparecen en ningún inventario, aquí y en otros planetas; sociedades interpuestas que no conocen ni mis directores generales…

—Agradezco la oferta, Geis, pero…

—Hábitats; asteroides enteros; minas en Fian y Speyr; barcazas, isla en Trontsephori…

—Geis —insistió ella; se dio la vuelta para mirarlo y le cogió las manos un momento. El rostro delgado de Geis brillaba pálido bajo la luz roja, cada vez más profunda—. Geis; no puedo. —Se obligó a sonreír—. Sabes que al final me localizarían y solo lograríamos que te metieras en líos por encubrimiento. Usarán los pasaportes. Si quisieran, si les diéramos cualquier excusa para que pensaran que me estás protegiendo, podrían destrozarte, Geis.

—Puedo cuidar de mí mismo.

—No me refiero a ti personalmente, Geis; me refiero a este imperio comercial que has trabajado tanto por construir. Veo las noticias; ya tienes a los antimonopolio encima.

Geis movió una mano.

—Burócratas. Puedo ocuparme de ellos.

—No si los huhsz usan los pasaportes para abrir tus bases de datos y examinar tus archivos. Todas esas valiosas compañías, todos esos… intereses; podrías perderlo todo.

Geis la miró fijamente.

—Lo arriesgaría todo —dijo en voz baja. Ella negó con la cabeza—. Lo haría —insistió—. Por ti. Si me dejaras, haría cualquier cosa…

—Geis, por favor —dijo ella; le dio la espalda y caminó en dirección contraria, hacia la silueta distante de la antigua máquina limpia playas. Geis la siguió. Se detuvo, se miró los pies y después apretó el paso para alcanzarla.

—Vale —dijo cuando estuvo a su altura—. Lo siento; no tendría que haberte dicho nada. No quería avergonzarte —recuperó el aliento—. Pero no quiero ver cómo te persiguen. Yo también sé jugar sucio. Tengo agentes en lugares que no te puedes ni imaginar; en lugares que nadie se imaginaría. No dejaré que esos maníacos te cojan.

—Soy yo la que no va a dejar que me cojan —repuso ella—. No te preocupes. Él se rio con amargura.

—¿Cómo no me voy a preocupar? Ella se detuvo para mirarlo.

—Inténtalo. Y no hagas nada que nos lo ponga mucho más difícil a los dos.

Inclinó la cabeza a un lado, mirándolo. Al final, él apartó la vista.

—Vale —dijo.

Siguieron andando.

—Entonces —dijo Geis—, ¿qué vas a hacer?

Ella se encogió de hombros.

—Correr —respondió—. Solo tienen un año; y…

—Un año y un día, para ser más exactos.

—Sí. Bueno, solo tengo que intentar estar un par de pasos por delante de ellos durante un año… y un día. —Le dio una patada a la superficie de cristal sobre la que andaban—. Y supongo que tendré que intentar encontrar la última Pistola Vaga. La que quieren los huhsz. Es la única forma de acabar con esto.

—¿Vas a reunir de nuevo al equipo? —preguntó Geis en un tono de voz neutro.

—Los necesitaré para encontrar esa maldita Pistola —le respondió—. Y, de todos modos, tengo que intentarlo. Si los huhsz logran llegar hasta uno de ellos… les será más fácil encontrarme.

—Ah. Entonces, ¿es cierto que no desaparece con el tiempo?

—¿El SNV? No, Geis, no desaparece. Como ciertas enfermedades exóticas y por el contrario que el amor, el sincroneurovínculo es para siempre. Geis bajó la mirada.

—Antes no eras tan cínica respecto al amor.

—Como suele decirse, la ignorancia se paga. Geis parecía a punto de añadir algo más, pero sacudió la cabeza.

—Entonces necesitarás dinero. Deja que…

—No soy una indigente, Geis —le respondió ella—. Y, quién sabe, quizá haya todavía algún contrato de Antigüedades en vigor. —Juntó las manos y se las masajeó de forma inconsciente—. Si la tradición familiar es correcta, para encontrar la Pistola Vaga hay que encontrar primero los Principios Universales.

—Sí, eso si la tradición familiar es correcta —dijo Geis con escepticismo—. He intentado averiguar el origen de ese rumor, y nadie sabe cómo empezó.

—Es todo lo que tengo, Geis.

—Bueno, si necesitas ayuda para encontrar a los demás miembros del equipo…

—Lo último que sé es que Miz estaba de negocios en la Troncada, que los Franck estaban criando camadas de sarflet en Caltasp Menor y que Cenuij estaba escondido en algún lugar de Caltasp Menor; quizá en Udeste. Lo encontraré.

Geis respiró hondo.

—Bueno, según mis fuentes, sí, Cenuij Mu está en Caltasp, pero un poco más al norte.

Sharrow inclinó la cabeza y levantó una ceja.

—¿Mmm-hmm?

Geis sonrió con tristeza.

—Parece ser que está en Ciudad Labio, primita.

Sharrow asintió y apretó los dientes mientras avanzaba. Miró hacia el mar, donde el último brillo del sol se desvanecía con rapidez sobre la curva desnuda del horizonte.

—Vaya, genial —respondió.

Geis se examinó el dorso de las manos.

—Tengo una empresa de seguridad que trabaja para ciertas instalaciones de clientes corporativos en Labio; no sería descabellado que Mu… viajara sin darse cuenta a algún punto más allá de los límites de la ciudad…

—No, Geis —lo cortó ella—. No funcionaría; si lo secuestramos sólo conseguiremos ponerlo en nuestra contra. Yo encontraré a Cenuij. Quizá pueda convencer a mi querida hermanastra para que me ayude; creo que siguen en contacto.

—¿Breyguhn? —Geis parecía tener dudas—. Puede que no quiera hablar contigo.

—Merece la pena intentarlo. —Sharrow parecía pensativa—. Incluso puede que tenga alguna idea sobre el paradero de los Principios Universales.

Geis miró a Sharrow.

—Eso era lo que buscaba en la Casa del Mar, ¿no?

Sharrow asintió.

—Me envió una carta el año pasado, repleta de estupideces confusas sobre cómo llegar hasta el libro.

Geis parecía sorprendido.

—¿Ah, sí?

Sharrow levantó una ceja.

—Sí, y también afirmaba haber descubierto el sentido de la vida, si mal no recuerdo.

—Ah —dijo Geis.

Se detuvieron no muy lejos del bulto oscuro de la vieja máquina limpia playas. Ella respiró hondo y se dio la vuelta para observar la débil curva de la playa; estaba lo bastante oscuro como para que la fosforescencia de las olas creara fantasmales líneas verdes que se rizaban en la orilla.

—En fin, Geis, ¿tienes más buenas noticias para mí, o eso era todo?

—Bueno, creo que ya es suficiente por hoy, ¿no? —respondió él con una pequeña y triste sonrisa.

—Bueno, te agradezco que me lo hayas contado, Geis. Pero creo que voy a tener que moverme bastante deprisa a partir de ahora; puede que lo mejor para ti y para el resto de la familia sea que os apartéis de mi camino durante un año. Necesitaré sitio para maniobrar, ¿entiendes lo que quiero decir?

—Si insistes.

—Parecía dolido.

—Todo irá bien —le dijo Sharrow mientras le ofrecía la mano. Él la miró y después la cogió—. De verdad, Geis, estaré bien. Sé lo que me hago. Gracias de nuevo. —Se inclinó hacia él y le dio un beso rápido en la mejilla. Sharrow retrocedió unos pasos y le soltó la mano. La sonrisa de Geis era pálida. El hombre asintió y tragó saliva.

—Siempre a tu servicio, prima. —Geis consiguió que aquella afirmación artificial sonara triste y sincera al mismo tiempo. Dio un paso atrás, hacia el agua; una ola le bañó la bota, y el terminal de su espuela lanzó una pequeña chispa de luz azul al cortocircuitarse. Sharrow soltó sin querer una pequeña carcajada. Geis sonrió decepcionado y se rascó la cabeza.

—Está claro que mis salidas dramáticas nunca salen bien cuando estoy contigo —suspiró Geis—. En fin, si me necesitas alguna vez, si puedo hacer cualquier cosa por ti… solo tienes que llamarme.

—Lo haré. Adiós.

—Hasta la vista, Sharrow. —Se dio la vuelta de golpe y caminó a paso ligero hacia el bandamyion.

Ella lo observó alejarse camino de las dunas. Lo oyó llamar al animal y se rio en silencio cuando lo vio perseguir a la torpe bestia por la cima de una duna distante.

Finalmente, sacudió la cabeza y se dio la vuelta para dirigirse a la hidroala, que estaba amarrada en la orilla desierta, a unos cuentos cientos de metros.

—Ah, saludos —dijo una voz justo detrás de ella.

Se quedó helada; después se giró lentamente, mientras deslizaba la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta.

Había un par de luces rojas diminutas en la parte superior del frontal de la máquina limpia playas, a diez metros; las luces parpadeaban lentamente, se encendían y se apagaban. No habían estado allí hacía unos segundos.

—¿Sí? —dijo ella.

—¿Tengo el placer de hablar con lady Sharrow? —preguntó la máquina. Tenía una voz profunda, con aquel inconfundible tono antes de cada palabra que se suponía que alertaba a la gente de que estaba hablando con una máquina.

Ella entrecerró los ojos. La máquina notó cómo tensaba el brazo izquierdo.

—Creo —respondió ella— que ya sabes quién soy.

—Bueno, así es. Permítame que me presente…

—La máquina emitió un zumbido y se tambaleó hacia ella, pisando las olitas con las bandas de goma de los surcos de su lateral izquierdo. Ella retrocedió; dos pasos largos y rápidos. La máquina se detuvo de repente.

—Oh; lo siento mucho. No era mi intención sobresaltarla. Un segundo… —La máquina rodó hacia atrás un par de metros, hasta llegar a donde estaba antes—. Bien. Como iba diciendo; permítame que me presente; yo soy un…

—No me importa lo que seas; ¿qué haces aquí espiándonos a mi primo y a mí?

—Un subterfugio necesario, querida señora, para asegurarme de que había identificado correctamente a los personajes relevantes, es decir, a usted y al conde Geis. Además, al encontrarme de manera involuntaria tan cerca de su parlamento, me pareció prudente y, de hecho, también cortés, retrasar mi presentación hasta que el mencionado caballero se hubiese despedido ya que, dejando a un lado la importancia de las buenas maneras, mis instrucciones son revelarme únicamente ante usted, al menos en principio.

—Le das mucho a la lengua para ser un limpia playas.

—Ah, querida señora, no deje que esta ruda apariencia la engañe; bajo este disfraz harapiento se esconden los flamantes componentes de un Equipo de Escolta Personal Suprotector (marca registrada) Mark Diecisiete, Clase Cinco, certificado para uso legal en espacio civil en casi todas las jurisdicciones, y limitado a uso militar en el resto de ellas. Y yo (es decir, el ya mencionado sistema en su totalidad, junto con la asistencia técnica de varios operadores humanos altamente cualificados) estoy a su servicio, mi señora, en exclusiva, durante todo el tiempo que desee.

—¿De verdad? —a Sharrow parecía divertirle, aunque empezaba a cansarse.

—Ya lo creo —respondió la máquina—. Una simple limpia playas, por ejemplo, no podría decirle que la pistola que en estos momentos sostiene dentro del bolsillo izquierdo de la chaqueta, con el dedo índice en el gatillo y el pulgar listo para quitar el seguro, es un cañón manual de diez milímetros con silenciador de FrintArms, con once cartuchos coaxiales multiusos de núcleo de mercurio y cubierta de uranio empobrecido siete-diez, más uno en la recámara, y que tiene otro cargador (doble) en el otro bolsillo, con cinco cartuchos antiblindaje y seis cartuchos de dardos metálicos.

Sharrow soltó una carcajada, sacó la mano del bolsillo y giró sobre sus talones. Se alejó por la playa. La máquina se arrastraba tras ella, manteniéndose unos cuantos pasos por detrás.

—Me veo en la obligación de señalar —siguió diciendo la máquina— que FrintArms Inc. desaconseja totalmente llevar las pistolas con un cartucho en la recámara.

—La pistola tiene —dijo Sharrow con aspereza— un seguro.

—Sí, pero creo que si lee el manual de instrucciones…

—Entonces —lo interrumpió ella—, estás a mis órdenes, ¿no? —le preguntó.

—… totalmente.

—Maravilloso. Bien, ¿para quién trabajas?

—¡Para usted, señora, por supuesto!

—Sí pero, ¿quién te contrató?

—Ah, querida señora, me avergüenza terriblemente admitir que, en este asunto (con un grado de angustia que puede que le resulte difícil de imaginar), debo renunciar a mi absoluto compromiso con todos y cada uno de sus deseos. Dicho de otra forma, no se me permite divulgar esa información. Bien, ya lo he dicho. Por favor, olvidemos cuanto antes este desafortunado cuanto de desobediencia y volvamos al estado fundamental de acuerdo sobre el que confío que se construirá nuestra futura relación.

—Vamos, que no me lo vas a decir —asintió Sharrow.

—Mi querida señora —dijo la máquina, que seguía rodando lentamente tras ella—, diciendo lo mismo pero en menos palabras… correcto.

—Vale…

—¿Debo entender que de hecho desea mis servicios?

—Gracias, pero lo cierto es que no necesito ayuda para cuidar de mí misma.

—Bueno —la voz de la máquina tenía un tono casi de diversión—, la última vez que visitó la ciudad de Arkosseur contó con los servicios de una unidad de escolta, y tiene un contrato con una empresa militar comercial para que proteja su vivienda en Jorve.

Ella se dio la vuelta para mirar a la máquina.

—Vaya, mira qué bien informados estamos.

—Gracias; es lo que me gusta pensar.

—Entonces, ¿cuál es mi color favorito? —El ultravioleta, según le dijo una vez a uno de sus tutores. Se detuvo y la máquina también lo hizo. Se dio la vuelta y observó la maltratada carcasa de la máquina limpia playas. Sacudió la cabeza.

—Mierda, hasta a mí se me había olvidado eso. —Miró la playa de cristal—. Ultravioleta, ¿eh? Ja, sí que lo dije —se encogió de hombros—. Es casi ingenioso. —Se dio la vuelta y siguió andando, con la limpia playas en los talones—. Pareces conocerme mejor que yo misma, máquina —dijo—. ¿Hay algo más sobre mí que deba saber? Quiero decir, por si se me hubiera olvidado.

—Se llama Sharrow…

—No, eso casi nunca se me olvida.

—… de la primera casa de Dascen Mayor, en Golter. Nació en el 9965, en la casa Tzant, en el estado del mismo nombre, que fue vendida junto con el resto de la fortuna de Dascen Mayor tras la liquidación exigida por el Tribunal Mundial tras la desmembración de la red comercial (y desgraciadamente ilegal) de su abuelo Gorko, que se dice fue la más importante de su tiempo.

—Nuestra familia siempre ha pensado a lo grande. Sobre todo cuando se trata de desastres. —Tras la desafortunada muerte de su madre…

—Creo que «asesinato» es el término técnico. —Aminoró el ritmo y juntó las manos tras la espalda.

—… asesinada por fanáticos huhsz, la crío su padre en lo que creo podría denominarse una… existencia itinerante.

—Cuando no estábamos dando la lata en casa de algún pariente rico, dividíamos el tiempo a partes iguales entre los casinos y los tribunales; mi padre estaba obsesionado con la idea de sacarle el dinero a cualquiera de las dos instituciones. La mayoría de las veces sucedía lo contrario.

—Tuvo… varios tutores… —Todos ellos con una extraordinaria falta de sentido del humor—… y lo que podríamos llamar, siendo generosos, un accidentado historial académico.

—La verdad es que no deberías prestar demasiada atención a muchos de esos historiales.

—Sí, existe una discrepancia ciertamente notoria entre los informes escritos y la mayoría de los archivos informáticos asociados. Varias de las instituciones a las que asistió parecen pensar que puede existir un vínculo causal entre este fenómeno y su inusitada afición por la informática.

—Coincidencia; no pudieron probar nada.

—Por supuesto, no creo saber de nadie más que haya denunciado al anuario de la escuela.

—Es cuestión de principios; el honor de la familia estaba en juego. Y, de todos modos, nuestra familia lleva la litigación en la sangre. Gorko solicitó una orden judicial para que su padre le subiera la paga cuando tenía 5 años, y Geis ha estado a punto de demandarse a sí mismo en varias ocasiones.

—En la escuela femenina de educación social de Claäv le empezó a interesar la política y se hizo… popular entre los jóvenes locales.

Ella se encogió de hombros.

—Había sido una niña difícil, así que me convertí en una chica fácil.

—Para sorpresa de todos salvo, quizá, al parecer, de usted misma, consiguió entrar en la Facultad de Diplomacia de la Universidad de Yadayeypon, pero lo dejó a los dos años, al inicio de la Guerra del Cinco por Ciento.

—Otra coincidencia; el profesor al que me estaba tirando para conseguir buenas notas se me murió encima, así que no tenía ganas de empezar de nuevo desde cero.

—Se enroló en un crucero de combate antiimpuestos que operaba sobre TP 105, una luna de Roaval; después (junto con un grupo de otros siete subalternos) se convirtió en uno de los primeros humanos que, después de trescientos años, probaba el redescubierto simbiovirus SNVv3. Usted lideró a su equipo de compañeros «sincroneurovinculados» en un escuadrón de voladores monoplaza de impuestos, con base en PorFinEnCasa, un hábitat militar-comercial situado en una órbita cercana a Miykenns, y se convirtieron en el mejor escuadrón de los diecisiete que operaban en el sistema medio.

—Por favor; me voy a ruborizar.

—Tres miembros de su equipo murieron en el último enfrentamiento, justo al final de la guerra, mientras se estaba negociando la rendición. Su propia nave quedó gravemente dañada y se estrelló en Fantasma de Nachtel; usted sufrió heridas casi mortales, que se sumaron a la extrema radiación y a las heridas ya de por sí importantes recibidas durante el combate original.

—Nada a medias; debería ser el lema de la familia.

—Consiguieron sacarla de entre los restos y la trataron de acuerdo con las reglas de internamiento militar en el hospital neutral de una empresa minera de Fantasma de Nachtel…

—Una comida horrorosa.

—… donde perdió el feto del hijo que esperaba, fruto de su relación con otro miembro del equipo, Miz Gattse Ensil Kuma.

Ella se detuvo un instante y levantó la mirada hacia la hidroala, que estaba a veinte metros. Frunció los labios, respiró hondo y siguió caminando despacio.

—Sí; una forma muy complicada de hacerse un aborto. Pero también me esterilizaron, así que al final resultó ser un chollo.

—Pasó los primeros meses tras la guerra en el hospital militar de Tenaus, Nachtel. La liberaron en su vigésimo cumpleaños, según los términos del Acuerdo de Bar; usted y los cuatro miembros supervivientes del equipo formaron una sociedad limitada a través de la que realizaban trabajos, a veces legales, de vigilancia comercial y espionaje industrial, hasta que se pasaron al negocio de la investigación y recuperación de Antigüedades, una profesión que compartía con su hermana, Breyguhn.

—Hermanastra. Y que conste que a nosotros no nos cogieron nunca.

—El último contrato que su equipo cerró con éxito fue la localización y entrega de la que se considera la penúltima Pistola Vaga, que acabó con la autodestrucción de la Pistola mientras la desmontaban en el departamento de Física de la Universidad de Ciudad Labio.

—Su metodología había sido muy criticada en los últimos años.

—La detonación resultante destruyó aproximadamente el veinte por ciento de la ciudad y causó la muerte a casi medio millón de personas. —Ella dejó de andar. Habían llegado al fragmento ruinoso con forma vagamente cilíndrica e incrustado en la sílice fundida de la playa al que estaba amarrada la hidroala. Sharrow se quedó mirando el bulto oscuro de metal medio derretido.

—Su equipo se separó justo después —siguió diciendo la máquina—. Ahora es dueña de la tercera parte de un negocio de cría y venta de peces tropicales en la isla de Jorve.

—Hmm —dijo ella pensativa—. Esa última parte suena tan banal. La llegada de la mediana edad; estoy perdiendo mi estilo. —Se encogió de hombros y caminó por el agua mientras las olas le salpicaban las botas. Soltó la amarra de la hidroala y dejó que la cuerda se volviera a enroscar en la carcasa de proa. Miró a la máquina limpia playas—. Bueno, gracias, pero creo que no —le dijo.

—¿Cree que no qué? Ella se subió a la hidroala, introdujo las piernas en el hueco del suelo y bajó el volante de maniobra.

—Creo que no deseo tus servicios, máquina.

—Ah, bueno, espere un momento, lady Sharrow… Ella encendió varios interruptores; la hidroala cobró vida, las luces lucían, los zumbadores zumbaban.

—Gracias, pero no.

—Pero espere un momento, por favor. —La máquina parecía casi enfadada.

—Mira —dijo ella mientras arrancaba el motor de la hidroala y lo hacía rugir. Tuvo que gritar—, dile a Geis que gracias, pero que no, gracias.

—¿Geis? Mire, señora, parece estar haciendo ciertas suposiciones sobre la identidad de…

—Vamos, cállate ya y empújame, ¿quieres? —Aceleró de nuevo el motor y la popa de la pequeña barca lanzó una nube de espuma. La parte delantera bajó a nivel del mar y cortó las olas.

La máquina limpia playas le dio un empujón a la hidroala hacia el interior del mar.

—Mire, tengo que confesarle algo…

—Ya basta. —Le dedicó una breve sonrisa a la máquina—. Gracias.

Encendió las luces principales de la barca, con lo que creó un sendero reluciente que se balanceaba entre las olas.

—¡Espere! ¡Quiere hacer el favor de esperar!

Algo en la voz de la máquina hizo que se diera la vuelta para mirarla.

Una parte de la maltratada carcasa delantera de la limpia playas subió y se deslizó hacia atrás para dejar al descubierto un interior iluminado de rojo, lleno de brillantes pantallas y lecturas. Sharrow frunció el ceño; metió la mano en el bolsillo de la chaqueta mientras la cabeza y los hombros de un hombre salían del compartimento.

Era joven y musculoso, llevaba una camiseta oscura de manga corta, y estaba bastante calvo; la luz roja le proyectaba sombras oscuras en la cara y en los ojos, que parecían dorados en la penumbra. La piel de la suave cabeza reflectora parecía cobriza.

—Tenemos que… —comenzó a decir, y ella escuchó al mismo tiempo la voz mecánica de la máquina y la propia voz del hombre. El hombre se sacó una bolita diminuta del labio superior—. Tenemos que hablar —dijo. Su voz tenía un logrado tono grave, del tipo que a Sharrow le resultaba tremendamente atractivo cuando era más joven.

—¿Quién coño eres tú? —dijo ella mientras accionaba un par de interruptores de la cabina de la hidroala, sin quitarle los ojos de encima y sin quitar la otra mano de la pistola del bolsillo.

—Alguien que necesita hablar con usted —respondió el joven mientras enseñaba los dientes en una sonrisa encantadora. Hizo un gesto hacia la carcasa de la máquina limpia playas—. Siento el disfraz —dijo con un vago gesto de vergüenza y menosprecio—. Pero se pensó que…

—No —lo interrumpió ella con una sacudida de cabeza—. No; no quiero hablar contigo. Adiós.

Tiró de los controles y la hidroala dio un salto creando un impulso de espuma que inundó la parte delantera de la limpia playas; el agua salpicó el borde de la escotilla y cayó al interior de la máquina.

—¡Cuidado! —gritó el joven dando un salto atrás y mirándose los pies—. Pero ¡lady Sharrow! —la llamó desesperado—. Tengo algo que decirle…

Sharrow empujó el acelerador; el motor de la hidroala chirrió y salió disparado de la orilla de cristal.

—¿Ah, sí? —le respondió a gritos—. Pues díselo a tu…

Pero la grosería se perdió en el batir del agua y los rugidos de los escapes. El barco se adentró en el mar, se elevó rápidamente sobre sus alas, y se alejó a toda velocidad.