15

Cláusula de escape

Miz tiró un puñado de monedas sobre la mesa y salió al rellano para comprobar lo que decía Cenuij. Zefla cogió las dos últimas botellas de trax. Sharrow se metió el tubo inhalador en el bolsillo; le sorprendió comprobar que le temblaban las manos. Consiguieron convencer a Cenuij de que la caída desde la ventana era demasiado grande; Dloan comprobó el pasillo y encontró unas escaleras traseras.

Miz regresó tras echarle un vistazo al salón de la taberna.

—Sí —susurró—. Son los huhsz.

Un minuto más tarde ya estaban fuera; salieron por el patio trasero de la taberna y caminaron en dirección a un pequeño sendero que atravesaba un campo hasta llegar a la carretera de la ciudad.

Habían pagado a unos portadores de antorchas para que los acompañaran desde la ciudad hasta la taberna, pero no quisieron esperar a que los jóvenes se despertaran y salieran de las cocinas, ni tampoco llamar la atención de los huhsz con las luces. Todos tenían gafas de visión nocturna, salvo Zefla, que iba cogida de la mano de Dloan mientras caminaban a toda prisa por la carretera. Volvieron la vista atrás y vieron un alto carruaje rodeado de figuras oscuras que maniobraba para entrar por el arco del patio principal de la taberna.

—Hijos de puta —jadeó Miz—. He visto diez; ¿y tú? —le preguntó a Cenuij.

—Veinte, quizá más —le respondió Cenuij.

—Mierda —dijo Miz. Miró a Sharrow, un fantasma pálido que caminaba a su lado y disimulaba su cojera sin darse cuenta—. ¿Y ahora qué?

—Nos olvidamos del libro —respondió ella— y huimos.

—Tengo una idea mejor —dijo Cenuij. Sonrió a Sharrow cuando ella lo miró—. Primero frenamos a los huhsz y después huimos.

—¿Cómo? —le preguntó ella.

—Bastará con unas palabras en los oídos adecuados del castillo —dijo Cenuij—. Le diré al arzoimpío que he oído que los huhsz están aquí y que son unos republicanos adoradores de Dios. Eso hará que las autoridades religiosas de Pharpech sientan la ira divina. Sobre todo en estos momentos.

—Bueno, procura no tardar mucho —dijo Sharrow—. Conseguiremos las monturas más rápidas que haya y nos iremos en busca del ferrocarril.

—Puede que lo mejor sea no dividirnos —dijo Zefla—. ¿Y si esperan que Cenuij se quede en el castillo para unirse al duelo o algo así?

—Sí —dijo Sharrow, y miró a Cenuij—. ¿Y si?

—No te preocupes —le dijo él—. Vosotros preparad el transporte; yo retrasaré a los huhsz y saldré a tiempo.

—Dioses, parece caída libre.

Geis sonrió.

—Observa —dijo. Sacó una pluma del bolsillo de su chaqueta de gala de la Armada, la sostuvo delante de él y después la soltó. La pluma cayó lentamente hacia el suelo del ascensor. Geis recuperó la pluma cuando estaba casi a la altura de sus botas de caña alta y se la volvió a meter en el bolsillo.

Sharrow dio un pequeño saltó y flotó hasta el techo, después se impulsó hacia bajo con los dedos, entre risas.

—Se supone que no debes hacer eso —dijo Geis con una sonrisa mientras ella se bajaba el vestido, que se le había subido por las piernas.

—Ya veo por qué decías que teníamos que terminar las bebidas —dijo Sharrow; se agarró a los asideros de la pared. Geis todavía llevaba las copas de la fiesta, pero había insistido en bebérselas antes de entrar en el ascensor para examinar la galería.

El aire silbaba alrededor del ascensor como un grito distante.

Geis miró la pantalla de profundidad.

—Ahora debería empezar a frenar —dijo. El ascensor se sacudió ligeramente, el ruido chillón cambió de tono, y el peso regresó poco a poco.

—De todos modos, ¿qué era esto? —le preguntó Sharrow.

—Una vieja mina de oro —le contestó Geis mientras el ascensor frenaba y notaban el aumento de la gravedad. El grito se convirtió en gemido.

—Parece como si hubiésemos atravesado la corteza —dijo Sharrow mientras flexionaba las piernas.

—Qué va —dijo Geis—. Pero estamos a mucha profundidad; la suficiente como para que sea necesario refrigerar los túneles. —El ascensor se detuvo con suavidad y las puertas se abrieron.

—¿Dónde demonios está? —Sharrow miró el punto donde el primer atisbo del lento amanecer convertía el cielo de membrana en una capa de color azul claro y desigual.

Habían salido de El Cuello Roto casi tan rápido como de La Uña Arrancada. Regresaron al establo del otro lado de la ciudad y vendieron los yemeres. No habían tenido que golpear mucho la puerta para despertar a los propietarios; como la mayoría de habitantes de Pharpech, habían estado despiertos toda la noche, primero celebrando la milagrosa huida del Rey, y después lamentando su trágico fallecimiento. Se suponía que Cenuij se reuniría con ellos allí, pero ya llevaban dos horas esperando.

El establo se había quedado en silencio detrás de ellos. El propietario y su familia se habían acostado por fin. Esperaron fuera, en la calle. Zefla estaba dormida en posición fetal entre el equipaje, con la cabeza apoyada en una caja plana de corteza llena de jarras de cerveza vacías, dejada allí por el dueño del establo para que la recogiera la cervecería local. Dloan estaba sentado junto a ella y miraba la carretera por donde debía llegar Cenuij, mientras que Miz daba vueltas de un lado a otro, y Sharrow alternaba entre quedarse parada con los brazos cruzados y los pies inquietos, y caminar de un lado a otro. Sus cinco monturas y dos yemeres de carga resoplaban de forma irregular, dormidos junto a la carretera.

—Deja que lo llame —le dijo Miz a Sharrow, tras acercarse a ella con el transceptor en la mano. Ella negó con la cabeza.

—Nos llamará en cuanto pueda.

—Bueno, ¡entonces déjame ir para averiguar lo que pasa! —le rogó Miz, mientras señalaba el bulto bajo y oscuro de la ciudad, apenas visible sobre la oscuridad más iluminada que tenía detrás.

—No, Miz —dijo ella. Miz levantó los brazos en un gesto de desesperación.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Esperar aquí para siempre? ¿Irnos sin él?

—Esperar a que vuelva. No podemos dejarlo aquí con los huhsz. De todos modos —dijo Sharrow—, probablemente es el único que recuerda la ruta para volver al tren… —Dejó la frase en el aire al oír el zumbido del transceptor que Miz tenía en la mano.

Miz observó la pared oscura y sin ventanas del establo que tenía detrás, le dio la espalda y encendió el comunicador.

—¿Sí? —dijo en voz baja.

—Miz. —Era la voz de Cenuij—. ¿Tenéis los animales?

—Sí; te hemos dejado el más feo. ¿Qué te retrasa?

—Profanaciones. Escucha; reuníos conmigo detrás de la catedral en cuanto podáis.

—¿Qué? —dijo Miz, y miró a Sharrow.

—Detrás de la catedral. Entrad con los yemeres. Traed mi montura. Y algo del mismo tamaño que el libro.

—¿Del mismo…? —comenzó Miz. Sharrow le cogió la mano y habló al transceptor.

—Cenuij, ¿qué pasa con los huhsz?

—Ya me he encargado de ellos. Tengo que irme…

—¡Cenuij! —le dijo Sharrow—. Tranquilízame.

—¿Eh? —Se le notaba la impaciencia en la voz—. Ah… Es una trampa huhsz; huid si queréis salvar la vida. ¿Contenta?

—No —respondió ella—. Sal de ahí.

—Ni hablar. Detrás de la catedral; traed un libro.

Corto. El transceptor hizo un ruido y se quedó en silencio.

—Vuelve a llamarlo —dijo Sharrow. Miz lo intentó.

—Lo ha apagado. —Se encogió de hombros.

Sharrow miró furiosa el transceptor.

—Cabrón —dijo.

Miz se lo volvió a meter en el bolsillo y abrió los brazos.

—¿Y ahora qué?

El túnel que apareció detrás de las puertas del ascensor tenía cuatro metros de ancho y estaba suavemente iluminado. El aire del túnel era tan cálido como la brisa nocturna que soplaba en la terraza de la casa de campo, cinco kilómetros más arriba, sobre la ladera de una de las Colinas Azules de Piphram, donde la fiesta de Nochevieja todavía estaba en su apogeo. Geis la llevó hasta un pequeño jeep eléctrico. Sacó una pequeña botella de la chaqueta y llenó las copas con el licor de echirn. Brindaron con solemnidad, y después él tomó los controles del jeep y el vehículo se puso en marcha; al hacerlo, a Sharrow se le derramó parte de la bebida en el escote del vestido.

—Aj —dijo, y eructó con decoro.

—Huy. —Geis sonrió y le pasó un pañuelo—. Lo siento —le dijo.

—No pasa nada —le respondió ella mientras se limpiaba el vestido. Las luces del pasillo pasaban lentamente junto a ellos conforme avanzaban hacia un conjunto de puertas de color azul acerado que tapaban el fondo del túnel. Ella volvió la vista atrás para mirar el ascensor—. Espero que no te echen de menos en la fiesta.

—Déjalos —dijo Geis. Sacó un paquete de cigarrillos de la chaqueta—. ¿Fumas? —le preguntó a Sharrow al frenar junto a las puertas.

—Shoan, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Soy un genio.

Geis sonrió y el jeep se paró; Geis saltó del vehículo, fue hacia las altas puertas, puso la mano en un panel y dio un paso atrás. Las puertas, de un metro de grosor, se abrieron hacia fuera con parsimonia y silencio, y dejaron al descubierto un corto tramo de túnel más estrecho, y después otro grupo similar de puertas.

—Geis —dijo Sharrow con un hipido tras darle una calada al cigarrillo para encenderlo—. Coleccionas puertas. Tu colección de arte consiste en varios grupos de puertas a prueba de bombas nucleares.

Geis volvió a subir al jeep y lo arrancó.

—Ahora que lo pienso —dijo—, sí que son Antigüedades. No había caído.

Ella se metió el cigarrillo entre los labios y alargó la mano hacia él cuando frenaban junto al segundo grupo de puertas.

—Exijo mis derechos de descubridora —le dijo a Geis.

Él le cogió la mano y se la besó.

—Después —dijo él. Salió del jeep de un salto y fue hasta las puertas.

Ella frunció el ceño y se miró la mano; después se dio la vuelta para mirar el primer grupo de puertas; se habían cerrado.

—Oye, Zef.

—¿Mmm? —Levántate, chica; necesitamos tu almohada.

—¿Qué?

La galería era una larga caverna con huecos en forma de cortos túneles, cada uno de ellos equipado con su propia puerta blindada; el techo gris de la galería estaba medio escondido entre tendidos de cables, tuberías y conductos. Geis encendió todas las luces y abrió las puertas de los huecos. Cada hueco contenía unos cuantos cuadros, estatuas, estanterías llenas o un aparato de tecnología antigua.

Ella bebió un sorbo de su copa y fumó el cigarrillo de shoan, mientras caminaba junto a él de hueco en hueco y examinaba la colección de tesoros, algunos de la rama familiar de Geis, otros propiedad de la casa Dascen en sí, no reclamados por el Tribunal Mundial, y algunos otros inversiones de las compañías de la familia de Geis.

Ella fingió mirarlo todo.

—No rescatarías la tumba del viejo Gorko cuando se la llevaron de Tzant, ¿no? —le preguntó con una sonrisa. Él negó con la cabeza.

—No pude. Todavía está bajo jurisdicción del Tribunal Mundial. —Si Geis relacionaba la tumba con su disfrute de Breyguhn durante la tarde del funeral, no lo demostraba—. Acabó en un almacén de Vembyr —le dijo a Sharrow—, si no recuerdo mal. Pujaré por ella, por supuesto, en cuanto se pueda… —Se calló y la miró, desconcertado—. ¿Por qué sonríes?

—Por nada —respondió ella desviando la mirada—. No creerás de verdad que todo esto está en peligro, ¿no? —le preguntó tras taparse los hombros desnudos con el chal, mientras pasaban bajo la corriente helada de una rejilla de ventilación.

—Bueno, solo es por precaución —dijo Geis, mirándola—. ¿Tienes frío? —le preguntó—. Toma, coge mi chaqueta.

—No seas tonto —le dijo ella; apartó la chaqueta que le ofrecía. Él se la colocó sobre el hombro.

—No creo que entremos en guerra. Y, aunque lo hagamos, probablemente acabará rápido, y probablemente se tratará de una guerra espacial; pero no se puede estar seguro. Pensé que lo mejor sería guardar estas cosas en lugar seguro mientras exista la amenaza. Puede que parezca exagerado, pero estas cosas no tienen precio; son irreemplazables. Y son mi responsabilidad. —Le sonrió—. Por supuesto, no espero que una estudiante lo comprenda. Todos vosotros apoyáis al bando antiimpuestos, ¿no?

Ella resopló.

—Solo los que no dependen de becas del estado, los que no están demasiado absortos en sus estudios y los que no están siempre colocados, sí —le contestó ella.

Él se detuvo delante de un hueco en el que brillaba una estatua de mármol pulido que representaba a dos amantes desnudos abrazándose. Geis volvió a llenar la copa de Sharrow.

—Bueno —dijo—. Yo también siento cierta simpatía por el bando antiimpuestos, pero…

—Estás en la Armada de la Alianza, primito —le recordó ella.

—Como enlace logístico, con encargos esporádicos —respondió él—. No es muy probable que participe en batallas espaciales.

—¿Y? —le preguntó ella con desdén.

—Creo que es mi obligación estar ahí —razonó él—. Para representar los intereses de la familia. Pero no quiero estar en posición de tener que…

—Luchar.

—Cometer un error que pueda costar vidas —dijo él con una sonrisa.

Ella apagó la colilla del cigarrillo con el tacón.

—Muy convincente.

Sharrow siguió andando. Geis se detuvo para aplastar de nuevo la colilla con su bota.

Dejaron a Zefla en el establo con su montura y los dos animales de carga, y cabalgaron hasta la ciudad. Cenuij se reunió con ellos en una estrecha calle de adoquines situada entre la catedral y una alta e inestable casa de vecinos.

Estaba muy oscuro; no vieron a Cenuij hasta que salió de las sombras de un piso que sobresalía sobre el escaparate de una tienda.

Sharrow saltó de su montura y le agarró el cuello de la sotana con una mano. En la otra llevaba el cañón manual.

—Espero que esto merezca la pena, Mu.

—¡Que sí! —susurró él, mientras Miz y Dloan se unían a ellos. Cenuij señaló la catedral con una mano temblorosa—. ¡El libro está ahí! ¡En la catedral! ¡Ahora! ¡Y casi sin protección!

Miz se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos.

—Define «casi».

—¿Dos guardias? —dijo Cenuij.

Miz se enderezó y se dio la vuelta para mirar el bulto oscuro de la catedral.

—Hmm —dijo.

—¿Habéis traído algo del mismo tamaño que el libro? —preguntó Cenuij cuando Sharrow le soltó el hábito.

—Sí —respondió ella.

—Perfecto. —Cenuij se frotó las manos.

—En cuanto al pequeño detalle de los huhsz, Cenuij… —dijo Sharrow.

Cenuij agitó una mano.

—Un destacamento de la Guardia Real fue a rodear la taberna hace más de una hora. Los huhsz se pasarán algún tiempo bajo custodia; estoy seguro de que no verán la luz del día hasta que coronen al Príncipe la semana que viene.

—Entonces, ¿por qué está el libro en la catedral si la coronación no es hasta la semana que viene? —preguntó Miz.

La sonrisa de Cenuij destacaba en la oscuridad.

—El testamento del difunto Rey ordenaba que cuando yaciera de cuerpo presente en la catedral lo pusieran con los pies sobre el libro. Es una posición de ignominia normalmente reservada a los cráneos de los enemigos y a las amantes infieles. La bibliofobia de su majestad al rescate. —Cenuij se colocó bien el hábito, se detuvo y siguió hablando muy remilgado—. Me pareció una oportunidad demasiado buena como para dejarla escapar.

—Será mejor que lleves razón sobre los huhsz —le dijo Sharrow—. ¿Dónde está el libro exactamente? —Seguidme.

—La verdad es que no tuve elección, Sharrow —dijo Geis con cansancio mientras la seguía por los huecos suavemente iluminados—. Tuve que unirme a la Armada por mi propia dignidad y porque, cuando tienes esta clase de poder, no puedes decidir no tenerlo cuando las decisiones se vuelven difíciles. No te puedes buscar evasivas ni delegar; tienes que comprometerte. No puedes permanecer imparcial; puedes decir que eres imparcial e intentar actuar como si lo fueras, pero esa imparcialidad siempre ayudará más a un bando que al otro; así funciona el poder… la influencia que ejerce. —Se encogió de hombros—. De todos modos, es mezquino y hasta deshonroso huir de algo así. Un bando tiene que llevar más razón que el otro, tiene que ser mejor para… para nosotros, y yo tengo la responsabilidad de intentar decidir cuál de los dos es y actuar en consecuencia. Tienes que apoyar a un bando o al otro. —Sonrió a modo de disculpa—. Ya sé que es duro estar en lo más bajo, y quizá por peores motivos, pero tampoco es fácil estar en lo más alto. Se goza de menos libertad de lo que la gente piensa.

—Si tú lo dices —dijo Sharrow, y se encogió de hombros. Llegaron a un hueco en el que había una gigantesca caja de embalar de plástico de un par de metros cuadrados, sobre un par de caballetes bajos.

—Mi última adquisición —dijo Geis dándole unos golpecitos a la caja—. ¿La abrimos?

—¿Por qué no?

Geis abrió los seguros, levantó una palanca y dio un paso atrás. El frontal de la caja se dividió y se abrió hacia afuera igual que las puertas blindadas; una ola blanca de diminutos cuadraditos de espuma salió del interior de la caja y lo inundó todo; se derramó sobre Geis y lo sumergió hasta el pecho; ella dio un gritito y dio un paso atrás, mientras se reía y la avalancha blanca caía sobre ella; los cuadraditos le llegaron a la altura de las rodillas y le hicieron cosquillas antes de que la inundación se detuviera.

Geis se había dado la vuelta para mirarla, mientras se reía y se quitaba los cuadrados de espuma del pelo. Detrás de él, en la caja de embalaje, todavía sujeta con correas y cubierta de algunos cuadrados de espuma, había otra estatua a tamaño real de dos amantes. La estatua parecía ser parte de una serie; se veía que los amantes habían pasado de los simples besos a copular de verdad.

Geis abrió las manos.

—La marea de la historia —se rio. Ella sonrió. Él caminó entre la capa de espuma y se detuvo delante de ella, para observarla—. Eres tan guapa —le dijo en voz baja.

Dejó caer la chaqueta detrás de él.

—Geis —dijo ella.

—Sharrow… —Le puso una mano detrás del cuello, la atrajo hacia él y la besó. Ella le puso una mano contra el pecho e intentó alejarlo. Los labios de Geis cubrían los suyos, su lengua intentaba abrirse paso. Se acercó más, la rodeó con el otro brazo y la atrajo hacia él.

Ella consiguió apartar la cabeza a un lado durante un instante y tragó saliva.

—Geis —dijo con una risa nerviosa.

Él volvió a apretarla y le besó el cuello, las orejas y la cara, mientras murmuraba cosas que ella no pudo recordar después; y mientras ella intentaba empujarlo, medio riendo, él le recorría la espalda con las manos, bajo el chal, y entre el chal y el fino vestido. Los labios de Geis volvieron a encontrar los suyos cuando ella empezaba a decir su nombre de nuevo, y la lengua de Geis se deslizó dentro de su boca. Ella casi se ahogó, luchaba por mantener la cabeza apartada mientras él se inclinaba sobre ella; soltó la copa para empujarlo con las dos manos.

—G… —intentó decir antes de que los dos cayeran de espaldas en la colina de espuma blanca.

Había dos guardias en la sacristía de la catedral; los habían dejado para que vigilaran el odiado y quizá sagrado libro mientras preparaban a toda prisa la nave de la catedral para aceptar el cadáver del Rey, cuya cabeza estaban intentando rellenar y coser en la enfermería del castillo para que tuviera una fisiología medianamente aceptable.

Uno de los guardias abrió la puerta cuando Cenuij llamó.

—Hijo mío; vengo a exorcizar el libro —le dijo Cenuij.

El guardia frunció el ceño, pero abrió la puerta. Cenuij entró. El guardia asomó la cabeza para echar un vistazo al claustro de fuera. Miz le puso la pistola en la cabeza, con amabilidad, justo debajo de la oreja, y el hombre se quedó muy quieto. Cenuij sacó su propia pistola mientras el otro guardia se levantaba y cogía su carabina.

Geis se puso a horcajadas sobre ella sin dejar de besarla y, de repente, apartó la cabeza, entre jadeos, le abrió el chal con las manos y las metió dentro del vestido, sobre sus pechos y su vientre.

—No pasa nada —dijo él sin aliento, con una sonrisa—. No pasa nada.

Ella empujó la pelvis hacia arriba para intentar tirarlo; se le hundieron los brazos en las suaves profundidades de cuadraditos de espuma.

—Sí que pasa —jadeó ella.

Él se abrió la camisa haciendo saltar los botones.

—No te preocupes —dijo él. Le cogió el vestido y se lo levantó por encima de sus muslos con medias.

—¡Geis!

Él volvió a caer sobre ella, y movió la cabeza rápidamente de un lado a otro para intentar volver a besarla. Le agarró los brazos con las manos, después le sujetó las muñecas con una mano y comenzó a desabrocharse los pantalones.

—No pasa nada, Sharrow —dijo Geis sin aliento.

—¡Geis! —gritó ella—. ¡NO!

—No te preocupes; te quiero. —Geis intentaba bajarse la ropa interior. Ella se quedó quieta.

—Es muy simple —le dijo Miz a los dos guardias que estaban sentados en el suelo de la sacristía. Cenuij estaba de pie junto a la puerta cerrada. Sharrow y Dloan levantaron el libro de su palanquín y lo pusieron en la caja cubierta de vestimentas del altar. Dloan cortó las puntadas de la cubierta de piel del libro con una daga vibradora. Los guardias observaban con los ojos como platos.

—Vamos a llevarnos este libro inútil —les dijo Miz— y lo vamos a reemplazar por esta atractiva caja de jarras de cerveza vacías. —Miz señaló la achaparrada caja de cerveza. Los guardias la miraron y después lo miraron a él—. Y vosotros no vais a decir nada porque, si lo hacéis y nos cogen, destruiremos el libro. Así que tenéis que elegir; podéis dar la alarma y admitir que nos dejasteis llevarnos este artículo de valor supuestamente incalculable sin defenderos, o podéis no decir nada. —Miz abrió las manos y sonrió con alegría—. Y así podréis vivir para disfrutar de estas pequeñas muestras de agradecimiento por vuestra colaboración. —Contó algunas monedas de plata y se las metió a los guardias en los bolsillos.

Sharrow sostuvo la cubierta de piel mientras Dloan abría el libro. La caja que surgió debajo estaba fabricada en acero inoxidable con suaves piedras engarzadas de jacinto, sardónice, crisoberilo y turmalina, y con incrustaciones de espiras doradas. Dloan probó el mecanismo de cierre. Sonrió.

Cenuij lo apartó, puso las manos sobre la caja del libro y le dio la vuelta con cuidado. Había un único glifo en lo que parecía ser el lomo de la caja metálica. Los demás no reconocieron la escritura, pero la cara de Cenuij irradió felicidad al verlo.

—Sí —susurró mientras acariciaba la superficie del estuche.

—¿Es el libro? —preguntó Miz en voz baja. Cenuij miró a los dos guardias que se alejaban sonrientes hacia sus puestos junto a la puerta.

Sharrow puso la caja de cerveza en el altar. Sacudió la caja haciéndola sonar, se agachó hasta alcanzar el más bajo de los cajones de dos metros de largo y poco fondo, lo abrió y sacó la toga blanca llena de bordados que había dentro. Le quitó parte de la cola con la daga vibradora, después rompió el material en tiras y las metió entre las rechonchas jarras de cerveza. Volvió a agitar la caja, pareció satisfecha con su silencio, le puso la tapa y la deslizó dentro de la cubierta de piel del libro, al mismo tiempo que le daba una patada al cajón de las vestiduras para cerrarlo.

Dloan había encontrado agujas e hilo.

—¿Cómo es tu zurcido invisible? —le preguntó a Sharrow.

Ella negó con la cabeza.

—Más que invisible es inexistente.

Dloan se encogió de hombros.

—Permíteme —dijo con modestia antes de chupar el extremo del hilo.

—Te quiero, te quiero —murmuraba Geis, mientras intentaba meterle la mano dentro de las bragas.

Ella se quedó inmóvil.

—Geis —dijo, tranquila y sumisa.

—¿Qué? —jadeó él. La miró con la cara enrojecida, preocupado.

—¡Quítate de encima! —rugió ella; levantó la cabeza para romperle la nariz, mientras le estrellaba una rodilla entre las piernas.

No pudo darle con la rodilla porque los pantalones de Geis estaban en medio, pero golpeó la nariz y la boca de Geis con la frente. Él gritó. Ella pudo soltarse las manos, se retorció para darse la vuelta bajo él, y pasar brazos y piernas a través del mar de cuadraditos de espuma. Encontró el suelo debajo y, medio arrastrándose y medio nadando, se tambaleó hasta llegar a una pared, donde se puso de pie.

Geis estaba sentado en medio de la cuña de espuma blanca. Se tocó la punta de la nariz, y la miró furioso y con la respiración entrecortada.

—Eso no ha sido muy agradable, primita —le dijo. La voz era suave y monótona. Sus ojos la evaluaban como un depredador, y aquello hizo que Sharrow sintiera un escalofrío. Por primera vez en su vida sentía miedo de un hombre. El labio inferior empezó a temblarle, así que cerró la mandíbula de golpe, levantó la cabeza y le devolvió la mirada a Geis. Se sostuvieron las miradas durante un rato.

Él miró al techo.

—Hay una distancia importante hasta la superficie —dijo en voz baja—. Estamos muy solos. —Comenzó a deslizarse hacia ella a través de la colina de espuma blanca.

Ella tragó saliva.

—Olvídalo, Geis —dijo, y se sintió aliviada al ver que su voz sonaba estable y tranquila, incluso con el terror que sentía—. Ponme un dedo encima y te juro que te arrancaré a mordiscos la garganta, cabrón. —No estaba segura de no decirlo de forma totalmente literal, pero a ella le sonó absurdo y patético. El corazón le latía con fuerza y no podía respirar.

Geis dejó de moverse. La miró un momento más, con la misma expresión de cálculo depredador, como si llevara una máscara sobre los ojos.

Ella jadeó e intentó volver a tragar, con la garganta seca.

Entonces Geis soltó una pequeña carcajada, se relajó y puso cara de estar avergonzado. Sorbió por la nariz, se examinó los dedos en busca de sangre, e intentó mover las dos paletas.

—Bueno, primita —dijo—. Entiendo que la respuesta es «no». —Sonrió.

Ella se volvió a colocar en chal sobre los hombros.

—No ha tenido gracia, Geis —le dijo. Él se rio.

—La idea no era que tuviera gracia —dijo—. Divertido, sí, pero gracioso, no.

—Bueno, pues tampoco —dijo ella mientras se volvía a poner un zapato y miraba a su alrededor en busca del otro—. Encuentra mi zapato y llévame de vuelta a la fiesta.

—Sí, señor —dijo Geis con un suspiro.

Regresaron a la fiesta de Nochevieja en el jeep, el túnel y el ascensor. Geis bromeó, estuvo encantador y se disculpó sin ceremonias por lo ocurrido. Le ofreció una copa de la botella de echirn y otro cigarrillo de shoan; ella se quedó mirando la pared del ascensor y respondió con monosílabos. Geis se rio de ella por aguantar tan mal una broma.

Sharrow se unió a las fuerzas antiimpuestos un mes después.

—La verdad es que nunca pretendí dedicarme al crimen —le dijo Miz a los dos guardias, mientras miraba el reloj. Los otros se habían ido hacía cinco minutos. Les estaba dando una ventaja de diez minutos. Los guardias seguían sentados en el suelo y lo observaban. Él les había quitado los cargadores a sus carabinas de proyectiles, y caminaba por la sacristía con los cargadores en una mano y su pistola en la otra.

Miró un armario alto y después a los guardias.

—Pero tuve malas compañías de joven…

Se subió a un escritorio de aspecto robusto que estaba junto al armario, sin dejar de apuntar a los guardias ni un segundo.

—Mi familia. Miró rápidamente la parte superior del armario, después puso allí los cargadores y saltó al suelo.

—Por supuesto —dijo—, la culpa es de la sociedad…

Estaban sentados juntos bajo las pieles de la parte trasera del trineo descubierto, que atravesaba a toda prisa los escarpados bancos de nieve. El conductor del trineo restallaba el látigo sobre las cabezas de los siales gemelos que tiraban de sus tintineantes correas; la brisa agitaba las copas de los árboles, y hacía caer nieve en polvo y balancearse las luces que colgaban de sus cables sobre la carretera.

—De verdad que vi un VTOL —le dijo Miz cuando el hotel estuvo a la vista, al torcer en la ladera de la colina. El hotel y los otros edificios del pequeño pueblo estaban salpicados de luces que creaban charcos de color ámbar, amarillo y blanco en la nieve y, detrás del hotel, en la pista descubierta de balonmano, relucía la forma elegante y plateada de un jet privado. De la sala de baile del hotel surgía música tradicional, que se mezclaba con los sonidos modernos que salían de las ventanas abiertas del bar; la combinación cacofónica retumbaba en los acantilados que se encontraban detrás del pueblo.

Había gente envuelta en pieles y ropas de esquí sentada en los escalones delanteros del hotel, bebiendo cuencos humeantes con vino de invierno; la respiración de los siales formaba grandes nubes blancas cuando el trineo se detuvo.

Sharrow miró el cuerpo esbelto del jet privado y frunció el ceño.

Estaban esperando a cinco kilómetros del pueblo, donde la carretera formaba una cresta y una serie de tubos de raíz pasaban en diagonal sobre las vías en enormes caballetes de corteza, lo que dejaba el espacio justo para que un jinete pasara por debajo sin agacharse.

Dloan subió a lo alto de uno de los tubos y observó la carretera que llevaba de vuelta a la ciudad. Vio cómo se acercaba un solo jinete. Nadie lo seguía.

—¿Todo bien? —le preguntó Sharrow mientras Miz frenaba al yemer.

Él negó con la cabeza.

—No, joder —dijo rascándose el trasero—. Estas cosas te dejan el culo machacado cuando galopan, ¿verdad?

—¡Sharrow! ¡Primita! ¡Hola!

El bar del hotel estaba abarrotado; Geis tuvo que abrirse paso a través de la multitud para llegar hasta ella, y gritar por encima del estruendo de la música de los altavoces para hacerse oír. Llevaba pantalones cortos y una ligera camisa de verano que parecía extraña entre los trajes de esquí y la ropa de invierno que llevaba todo el mundo. Estaba bronceado, y parecía más atlético y mejor proporcionado de lo que Sharrow recordaba.

—Hola, Geis. Geis; Miz —dijo Sharrow, mientras señalaba con la cabeza a uno y a otro. Vio a Breyguhn moverse hacia ellos a través de la masa de gente—. Mierda —dijo Sharrow entre dientes; apartó la mirada mientras se quitaba el abrigo. Habían pasado dos años desde la última vez que había visto a Geis, aquella noche en la mina de oro convertida en cámara acorazada, en las profundidades de las Colinas Azules de Piphram. Hacía mucho más tiempo que no veía a Brey, desde el funeral de su padre.

—Señor Kuma —decía Geis con la sombra de una sonrisa, tras detenerse. Miz asintió.

—Encantado —dijo.

—Sharrow —dijo Geis poniéndose entre ella y Miz—. ¡Felices fiestas! —Ella giró la cabeza y dejó que le besara la mejilla—. ¡Una gran fiesta! —gritó—. ¿Tuya?

—No —respondió ella—. Solo del hotel.

Geis hizo un gesto hacia Breyguhn, que se acercaba, y después se volvió a Sharrow.

—No te veo desde la guerra —vociferó—. Nos tuviste muy preocupados cuando oímos que te habían herido. ¿Por qué no respondiste a mis llamadas?

—Estábamos en bandos opuestos, Geis —le recordó ella.

—Bueno —se rio Geis—. Ya está todo olvidado…

—Hola, Sharrow.

—Brey; hola. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Te diviertes aquí? —Breyguhn llevaba un vestido blanco transparente de verano y el pelo recogido con rizos y mechones ingeniosos. Estaba cuidadosamente maquillada y su cara era de una elegante delgadez. Sharrow se preguntó si se habría operado o si habría pasado por algún tratamiento genético de la zona gris.

—Sí —le dijo Sharrow—. Estoy pasando unas buenas vacaciones. ¿Qué os trae por aquí?

Breyguhn se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—, un capricho.

—Miró a Geis, que le dedicaba una ancha sonrisa a Miz mientras hacía gestos hacia el bar—. No ha sido idea mía —siguió Brey—. Había una fiesta familiar en Piph, y Geis decidió de repente que sería divertido dejarnos caer por aquí para veros a ti y a tus amigos, y desearos feliz año nuevo. Nadie más quiso venir, pero yo quise hacerle compañía. —Se encogió de hombros—. Era una fiesta muy aburrida.

—Piphram —dijo Sharrow asintiendo con la cabeza—. Por eso lleváis ropa de verano. —Como he dicho, fue todo muy precipi…

—He pedido algunas bebidas —gritó Geis, que se dispuso a guiarlos hacia una esquina del bar abarrotado—. Debería haber un reservado por aquí para nosotros…

Breyguhn miró a Sharrow de arriba abajo lo mejor que pudo dada la situación.

—De todos modos, tienes buen aspecto. ¿Te has recuperado del todo de las heridas de guerra? —le preguntó a Sharrow.

—Poco más o menos —respondió ella.

—¿Y cómo va el negocio de las Antigüedades? —le preguntó Breyguhn mientras avanzaban entre la alegre calidez y los empujones de los juerguistas.

—Paga las facturas, Brey —dijo Sharrow. Llegaron a un reservado que les estaba guardando un hombre grandote con traje de vestir y gafas de espejo, que inclinó la cabeza ante Geis y se hizo a un lado. Miz le guiñó un ojo al guardaespaldas. Se sentaron en el reservado.

—Debería haber espacio para tres más —dijo Geis—. Tus otros compañeros están aquí, ¿no? —le preguntó a Sharrow mientras servía copas con una enorme jarra de vino.

—Están por ahí —dijo Sharrow; dejó el abrigo, los guantes y el gorro en el banco, junto a ella—. Zef estará bailando. Iré a buscarla.

—No, tranquila —dijo Geis—. No hace… Sharrow salió del reservado, pasó delante del guardaespaldas y se metió entre la multitud de camino a la pista de baile.

—Oh —dijo Sharrow. Miraba el mensaje en el polvo. Miz lo miró también.

—Muy gracioso —dijo. Cruzó la habitación del hotel para llegar hasta el bar; abrió la nevera y examinó los contenidos—. La hostia de gracioso.

Cenuij se había quedado pálido. El sudor brillaba entre el vello de su labio superior. Las manos le temblaban cuando tocó el interior de la caja.

—¡No! —exclamó con un susurro ronco. Metió una mano en el polvo y lo removió como si buscara algo más debajo; después se llevó la misma mano temblorosa a la frente y se quedó mirando las palabras grabadas en el reluciente acero inoxidable. Sacudió la cabeza. Zefla lo cogió por los hombros cuando retrocedía para sentarse; se derrumbó en un asiento. Miraba al frente. Zefla se agachó a su lado y le dio palmaditas en los hombros. Él puso las manos, todavía temblorosas, en el regazo. El polvo le dejó una marca en la sien.

Dloan se encogió de hombros, y comenzó a guardar el equipo que él y Miz habían usado para comprobar y después abrir el cierre del estuche del libro. Sharrow le dio la vuelta a la portada y la cubierta interior de la caja.

Los Principios Universales,

decía la leyenda grabada en la cubierta de lámina de titanio, con una antigua versión de la escritura estándar golteriana.

Por orden de la emperatriz viuda Echenestria,

bendita por Jonolri y Golter, para mayor gloria

del Verdadero Dios Thrial, en este año solar de seis mil

trescientos treinta y siete se ofrece este Libro,

en el que se recogen las disposiciones del Primer y Segundo

Sínodo Interuniversitario Postcismático (históricas,

filosóficas, teológicas, cosmológicas), y también la última

recapitulación de la condenada Máquina Impía

Parsemius, las elegías de los estimados poetas imperiales Folldar y

Creeäsunn el Joven, y el comentario principal

de la Corte del Sistema Sagen.

Declarado Perpetuamente Único

por el máximo Decreto Judicial, a imagen de la única Deidad,

estos son los Principios Universales.

Los grabados de las siguientes cuatro páginas de hoja de diamante mostraban primero un Thrial con manchas simétricas, seguido de un diagrama de todo el sistema, después una nebulosa ampliada y, finalmente, una vista de delgados filamentos y membranas con aspecto de burbujas; líneas de diminutos hoyos que picaban la suave y dura hoja de diamante frío. Sharrow recorrió con los dedos los arañazos de la segunda página.

—Puede que todavía esté aquí —dijo Sharrow—. En algún lugar. Grabado de algún modo. Cenuij guardó silencio. Miz sacudió la cabeza mientras cogía una botella de la nevera.

—No sé por qué, pero lo dudo.

—Sí —suspiró Sharrow—. De hecho —dijo tras poner una mano sobre la caja vacía y coger parte del polvo de papel del fondo—, yo también. —Dejó que el polvo le cayera entre los dedos.

—¿Y qué pasa con el mensaje que se supone que dejó Gorko? —preguntó Zefla en voz baja mientras acariciaba los hombros de Cenuij—. ¿Ha desaparecido también, si es que estuvo ahí alguna vez?

Sharrow dejó de mirar las líneas que formaban sus dedos en el polvo marrón grisáceo y centro su atención en las tres palabras grabadas debajo.

—Bueno, está aquí —dijo mientras observaba la frase atentamente—. Siempre ha estado aquí. Pero no era un mensaje antes de que Gorko lo usara en otra parte. Pero ahora creo saber adónde nos dirige.

—¿Ah, sí? —le preguntó Miz, sorprendido y contento—. ¿Adónde?

—Vembyr —dijo ella—. La ciudad de los androides. —Dejó que la caja se cerrara de golpe.

Zefla y Dloan estaban absortos en un complicado baile de grupo en la pista; Sharrow los dejó bailar. Encontró a Cenuij en el bar y lo condujo hacia el reservado.

Cenuij se tambaleó y casi se cayó sobre una mesa mientras se metían entre la multitud. Se rio con crueldad y le dijo a la gente que estaba allí sentada que la mesa no estaba en el sitio correcto; ¿cómo se atrevían a mover la mesa?

Ella se lo llevó a rastras.

—Te has emborrachado rápido —le dijo.

—Te cuento el secreto si me invitas a una copa.

—Mañana tenemos que levantarnos temprano, ¿recuerdas?

—¡Pues por eso he empezado temprano! —dijo Cenuij gesticulando como loco y tirando la bebida de alguien—. ¡Oye, que después tienen que fregar el suelo!

—Lo siento —le dijo Sharrow a la mujer con una sonrisa, tras empujar a Cenuij hacia delante; después lo siguió.

—Búscame una copa —le dijo Cenuij.

—Después. Ven a conocer a mis espantosos parientes.

—¿Quieres decir que son peores que tú? —dijo Cenuij, horrorizado.

Llegaron al reservado; ella le presentó a Geis y a Breyguhn. Los dos hombres intercambiaron saludos formales, y después Cenuij se volvió a Breyguhn.

—Señorita Dascen —dijo con cuidado. Cogió la mano de Breyguhn y la besó. Cenuij sabía que, técnicamente, Brey no era del todo una Dascen; Sharrow suponía que la había llamado así más para molestarla a ella que para alagar a Breyguhn.

—Vaya, señor Mu —dijo Breyguhn; sonrió a Cenuij y después miró a Sharrow. Cenuij respiró hondo y pareció recuperarse.

—Su hermana me ha hablado mucho de usted —dijo. Sharrow apretó los dientes para evitar decir nada—. Yo, por supuesto, me lo creí todo —siguió— y siempre he querido conocerla. —Cenuij sonrió. Todavía sostenía la mano de Breyguhn—. Para mí sería un honor que me concediera el próximo baile. —Hizo un gesto grandilocuente en la dirección aproximada de la pista de baile.

Breyguhn se rio y se puso de pie.

—Encantada. —Sonrió a Sharrow mientras ella y Cenuij se abrían paso de nuevo a través de la multitud que vociferaba y reía.

Sharrow los observó alejarse, con los ojos entrecerrados.

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Les informamos que contrato no completamente satisfecho. Tenemos artículo, pero solo caja y dedicatoria ya conocida siguen intactas. Otro texto impreso en papel se ha convertido en polvo en últimos doce siglos. Naturaleza de cerradura temporizada de caja y composición química de polvo de papel indican que puede haber sido intencionado. Examen detallado de caja y contenidos restantes no revela otro medio de almacenamiento salvo (a simple vista) mensaje grabado en parte de atrás de caja, cita LAS COSAS CAMBIARÁN, fin cita. Se cree que caja de finales de Terhama’a (Golteriana) Sociedad Limitada, con piedras preciosas y semipreciosas, y oro sobre acero, más cuatro portadas de grabados en hoja de diamante. Valor total estimado conservadoramente 10MnT. Por favor, informen. Contesten CME a dest. dirigido de un solo uso nº MS94473.3449.1[1] FIN TEXTO

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Ref… COntratO nº 0083347100232 (ETORREON) Señor, adjuntamos mensaje de agencia. Confirme propiedad para entrega en Fantasma de Nachtel.

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COMIENZO TEXTO MENSAJE DIRIGIDO GOLTER/MIYKENNS CASA/ ANON. MAXENCRIP COMERCIAL. Ref.: OSHD nº MS97821.7702.1[0] Destino confirmado. Por favor, entreguen a nuestros agentes en FN tal y como se indicó.

FIN TEXTO

Salió de la oficina de alquiler y caminó de vuelta a través de la hora punta de la mañana, llena de bicicletas, tranvías y coches. Las calles estaban concurridas. VistaCelestial, por el contrario que Malishu, no prohibía el transporte privado, aunque no alentaba su uso.

La ciudad estaba encaramada en una meseta que sobresalía medio kilómetro por encima del mar circundante de ondas de la Entraxrln como una enorme verruga sobre una piel pálida. Era un lugar frío y crudo, a pesar de estar tan solo a un par de kilómetros del ecuador y a menos de doscientos metros sobre el nivel del mar. Como VistaCelestial no disfrutaba del autoclima relativamente suave de la Entraxrln, VistaCelestial dependía totalmente de Thrial para calentarse, y el sol era bastante más pequeño en aquel cielo que desde la superficie de Golter.

La oficina de alquiler estaba cerca de la estación principal de funiculares, donde habían llegado por primera vez a la ciudad hacía tres días, tras salir de la penumbra morada de la noche de la Entraxrln y encontrarse con la gloria de un crepúsculo miykennsiano de color cereza brillante. En aquel momento los trabajadores que llegaban de las afueras y que habían hecho el mismo viaje la arrastraron con ellos a través de una mañana fresca, seca y sin nubes.

Había enviado el primer mensaje a primera hora de la noche anterior y había recibido la respuesta después de la cena. Había pedido confirmación a la Casa del Mar en cuestión de minutos, pero no había esperado a una respuesta; había un retardo de señal de retorno de tres horas, y en Golter era muy temprano. Dudaba que el señor Jalistre fuera madrugador.

Leyó de nuevo ambas respuestas, mientras esperaba en una isleta de tráfico entre los zumbidos de los coches y el traqueteo de los tranvías. Alzó la cara al sol en busca de la débil calidez, casi hambrienta de ella después de las semanas pasadas en la perpetua penumbra de Pharpech. La luz brillaba sobre el cañón de la calle y se reflejaba en los altos edificios de cristal a cada lado, para después derramarse sobre el río de tráfico y la multitud. «FN, lo antes posible», leyó de nuevo, y después se metió los fragmentos de papel cebolla en el bolsillo.

¿Por qué allí?, se dijo a sí misma. El aliento formaba nubes de vaho delante de su cara. Se puso los guantes y se ajustó la chaqueta; el tráfico se detuvo y ella cruzó la carretera entre la muchedumbre.

Observó un enorme avión marino rugir sobre ella; se inclinaba de lado sobre la ciudad al iniciar su aproximación. Probablemente el lago de la meseta todavía no se había helado. Observó cómo desaparecía detrás de los edificios con una expresión entre la nostalgia y la amargura.

Fantasma de Nachtel. Querían que fuera a entregar el libro a Fantasma de Nachtel; hacia el exterior, en los límites del sistema, no hacia el interior, hacia Golter, donde estaba la Casa del Mar. Caminó de vuelta al hotel y se detuvo en tiendas y puestos por el camino, para asegurarse de que no la seguían. Vio su reflejo en un escaparate, y tenía un aspecto ojeroso y pálido. Examinó su cara y vio de nuevo el mensaje en el polvo de lo que antes fuera el Principios Universales:

LAS COSAS CAMBIARÁN.

Se ajustó más la chaqueta y recordó la fresca superficie de granito de la tumba de su abuelo cuando todavía estaba en Tzant y el frío helado del Fantasma; aquella caída inolvidable en aquel otoño inolvidable. Tembló.