18
La ciudad oscura
El androide cruzó la plaza central y caminó por la tranquila calle, a través de madejas y parches de neblina, junto a las estructuras de los altos edificios sin tejado, llenas de acuosa luz matinal. El androide era delgado y de altura un poco por debajo de la media masculina en Golter; su sustancia exterior era de metal y plástico, y no llevaba ropa. Habían esculpido su cuerpo para que guardase cierta semejanza con una figura masculina bastante idealizada, aunque sin genitales. Se solía decir que su pecho recordaba al peto de una antigua armadura. Tenía dos micrófonos con forma de orejas en la cabeza, dos ojos como cristales de sol redondos, una nariz chata con dos rendijas nasales sensoriales y un pequeño altavoz con forma de dos labios ligeramente abiertos.
Cuando los edificios dieron paso a un pequeño parque, el androide giró y descendió un amplio tramo de escalones en curva, pasó junto a las galerías comerciales con sus toldos descoloridos y destrozados, y bajó hacia las aguas llenas de niebla del silencioso puerto. Al llegar al paseo marítimo, giró y se dirigió al Barrio de Invitados. La luz del sol proyectaba su sombra larga y delgada detrás de él, sobre unos adoquines limpios y sin basura, pero agrietados y repletos de agujeros.
El androide llevaba una fina carpeta de plástico en la mano; el plástico le golpeó el muslo también cubierto de plástico durante unos cuantos pasos al levantarse una ligera brisa, y entonces la alta figura movió un poco el brazo para que la carpeta no le tocara la pierna. El ruido se detuvo.
Vembyr era una ciudad con muchas torres y agujas, y con bellos y antiguos edificios que se inclinaban sobre una pintoresca bahía, detrás de la cual se encontraban las altas colinas boscosas del suroeste de Jonolrey. Los humanos la habían abandonado hacía cinco milenios tras la explosión de una central nuclear más abajo, junto a la costa, al soplar el viento en aquella dirección. La lluvia radiactiva había cubierto la ciudad y había obligado a su evacuación. Quedó abandonada durante varios siglos, por lo que se había ido deteriorando poco a poco; solo la visitaban de vez en cuando algunos científicos para realizar la supervisión remota de los niveles de radiación, que descendían lentamente, hasta que los androides finalmente ganaron la batalla legal por sus derechos civiles y comenzaron a buscar un hogar en Golter.
La facción androide separatista firmó un contrato de arrendamiento de diez mil años para vivir en la ciudad, por una suma poco más que simbólica.
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Al otro lado del puerto, el androide dejó el paseo marítimo y subió otro amplio tramo de escalones en curva, a través de una nube de bruma que se elevaba poco a poco. A medio camino se detuvo para mirar a otro androide que caminaba por un solo escalón. Caminaba vacilante, arrastrando los pies, y cruzaba de un extremo del alto escalón al otro. El androide que caminaba por el escalón pasó a un metro del otro, no pareció darse cuenta y siguió su vacilante camino hasta el otro extremo del escalón; después se dio la vuelta y regresó lentamente por donde había venido. El primer androide lo observó pasar de nuevo y después siguió subiendo. El otro había abierto un pequeño surco en el mármol blanco del escalón, aproximadamente de un centímetro de profundidad.
El androide con la carpeta de plástico se alejó por la galería comercial desierta que había al final de los escalones y desapareció en la niebla silenciosa.
En la calle en la que se encontraba la Embajada Irregular, un grupo de androides de distintos modelos estaban desmontando un brillante tubo de metal que cruzaba la calle a diez metros del suelo, entre dos edificios de piedra de decoración recargada que habían sido restaurados recientemente. Un par de grandes volquetes estaban colocados en medio de la calle; sus grúas elevaban secciones del tubo del sistema de tránsito conforme iban soltando las piezas. Un androide con un brazo soldador cortaba la superficie reluciente del tubo y producía una cascada de chispas que descendían por la niebla ligera y dorada al final de la calle, como gotas de luz solar moribunda.
El androide entró en la embajada. Su cliente esperaba en el jardín del patio.
Estaba sentada en un pequeño banco de piedra, junto a una melodiosa fuente. Tenía una calva artificial, era un poco más alta de la media y se sentaba más erguida que la mayoría de los humanos. Llevaba unas botas pesadas, una falda gruesa plisada de color verde oscuro, una chaqueta de montar de piel clara y una camisa blanca. Había un gorro de pelo junto a ella, en el banco, con dos guantes de piel encima.
Se levantó para saludarlo cuando entró en el patio.
—Lady Sharrow —le dijo el androide. Captó un ligero movimiento en el brazo de Sharrow y extendió el suyo como cabía esperar, para darle la mano—. Me llamo Feril —le dijo—. Estoy aquí para representarla. Encantado de conocerla.
—Encantada —le respondió ella con un gesto de cabeza. Se sentaron en el banco de piedra. La fuente jugaba con un ruido tranquilo, como un repiqueteo. Con aquella luz brumosa, el jardín parecía brillar a su alrededor; estaban rodeados de una cuidadosa abundancia de flores diminutas de vivos colores.
—Tengo noticias de sus amigos —le dijo Feril—. Su vista parece ir bien.
Ella sonrió. En su cara se notaban indicios de recientes alteraciones; había una ligera inflamación en el rabillo de los ojos, donde habían bajado la piel, y las cejas rubias mostraban una fracción de milímetro de raíces oscuras. El androide había visto una imagen suya en el servicio de noticias de la ciudad a su llegada, una semana antes, y le parecía que la nariz también era distinta.
—¿Ah, sí? —dijo ella—. Bien.
—Sí. La señorita Franck es una abogada competente, y el señor Kuma ha podido usar su enorme riqueza personal para contratar a algunos cerebros legales muy brillantes. La naturaleza de los testigos es su mayor ventaja, según creo, ya que los tribunales no suelen sentirse inclinados a confiar en las declaraciones del personal de seguridad contratado. Han fijado el juicio para bihelion, el año que viene.
La mujer parecía sorprendida.
—Se toman su tiempo, ¿no?
—Creo que es porque usted también está acusada, pero no pueden juzgarla hasta que los pasaportes de los huhsz hayan caducado.
Ella se rio con tranquilidad, con la cabeza echada hacia atrás y mirando más allá de las brillantes tejas de la embajada, hacia el suave cielo luminoso.
—Qué caballeroso por su parte. —Miró al androide—. ¿El juicio será en la Troncada o en Yada?
—La señorita Franck intenta hacer que lo trasladen a Yadayeypon.
Ella sonrió.
—¿Se ha nombrado a los jueces?
—Se han sugerido algunos.
—¿Todos hombres y ancianos?
—Eso creo.
Ella chasqueó la lengua y guiñó un ojo.
—Mi querida Zef —dijo.
—No cabe duda de que habrá disputas sobre el lugar del proceso, pero creo que sus amigos podrán regresar en cuatro o cinco días.
—Bien. —Suspiró y se puso las manos entrelazadas en el regazo—. ¿Y qué hay de los pasaportes?
—Han sido confiscados en una terminal de cuarentena en Ikueshleng, y también son objeto de una compleja disputa legal sobre la contaminación radiactiva, pero siguen siendo operativos. —Se quedó callado por si ella quería decir algo, y después siguió—. Debo decir que dentro de unos quince días la ciudad de Vembyr tendrá que entregarla a los huhsz.
—Pero mientras, ¿puedo irme si quiero? —le preguntó ella. Lo miró, primero a un ojo y después al otro, como solían hacer los humanos, como si buscara algo.
El androide asintió.
—Sí. He dejado los papeles de la liberación en la embajada. Los términos de su visado exigen que me informe de sus movimientos dentro de los límites de la ciudad, pero puede dejarlos en cualquier momento.
—Hmm. ¿Puedo examinar algunos de los materiales confiscados por el Tribunal que se guardan aquí? —le preguntó ella. El androide se quedó callado. Como vio que no reaccionaba, siguió hablando—. Mi abuelo, Gorko; creo que parte de sus cosas están aquí. ¿Puedo verlas?
—Ah, sí —dijo el androide, y asintió con la cabeza—. Tenemos a nuestro cargo algunos bienes que pertenecían a su familia; una vez que se resuelvan ciertas complicaciones legales, el material bajo jurisdicción del Tribunal será subastado. Creo que puedo arreglarlo para que examine la cámara, si lo desea.
—Sí, gracias —asintió ella, y apartó la mirada.
—Puede que tarde unos cuantos días en obtener el permiso. ¿Cuánto tiempo pretende pasar en Vembyr, si me permite la pregunta?
—Unos cuantos días —respondió ella con una débil sonrisa—. Puede que me resulte conveniente encontrarme aquí con mis amigos. ¿Habría algún problema?
—Bueno, como supongo que sabrá, es aconsejable que los humanos no pasen más de cuarenta días en Vembyr para evitar una exposición excesiva a la contaminación radiactiva, pero me han pedido que la informe de que, aunque se tomarán todas las precauciones razonables, la administración de la ciudad se siente incapaz de garantizar su seguridad si decidiera quedarse. Además de los pasaportes huhsz en sí, existe una recompensa substancial por su vida y, aunque resulta poco probable que un androide desee dicha remuneración, es posible que una agencia exterior intente secuestrarla o atacarla aquí.
—Bueno, no me supone ningún cambio.
—También debería señalar a este respecto que dentro de cuatro días se celebrará la subasta mensual, lo que siempre supone una considerable afluencia de gente. Como la subasta de este mes consiste principalmente en artículos militares y de tecnología gris, las partes interesadas que esperamos recibir bien podrían incluir el tipo de personas que le desean algún daño.
—¿Me está diciendo que debería irme antes? —le preguntó la mujer. A Feril le pareció que su voz sonaba cansada.
—No necesariamente. Hay unos cuantos pisos seguros dentro de la vieja fortaleza de Jeraight, en el distrito Chine —le dijo—. Puede que desee quedarse allí.
Ella se levantó y caminó lentamente hasta la fuente. Miró el estanque de agua en movimiento, y después se inclinó y metió la mano en el agua para recoger parte del fluido en la mano. Sacudió la cabeza.
—Lo sé —dijo. Movió la cabeza para señalar el edificio de la embajada, detrás de ella—. Me los enseñaron. —Se levantó—. Se parece demasiado a una prisión —dijo mientras se sacudía el agua de la mano—. ¿Hay algún hotel?, ¿pisos?
—Me temo que el City Hotel se ha negado educadamente a alojarla. Ella soltó una pequeña carcajada.
—No puedo decir que los culpe —le dijo.
—Pero si la seguridad no es su prioridad, existen muchos pisos vacíos —le dijo el androide—. Hay uno en mi edificio; como su representante legal y custodio, puede que le resulte conveniente vivir allí. Ella le dedicó una extraña sonrisa, con el ceño ligeramente fruncido.
—¿No le importa? —le preguntó ella—. Como bien dice, últimamente suelo atraer demasiada atención molesta.
—No me importa. Su pasado me intriga e interesa, al igual que el carácter que revela.
—Hizo una pausa. Ella parecía divertirse cada vez más. El androide siguió—. Parece que nos llevamos bastante bien, según mi impresión inicial. —Se encogió de hombros—. Sería agradable.
—Agradable —repitió ella con una sonrisa—. De acuerdo entonces, Feril.
El Solo había bajado por el valle a través de la oscuridad, por encima de muros y carreteras, demoliendo establos de granjas, destrozando un granero, provocando varios accidentes de tráfico y aterrorizando a cientos de animales, sobre todo a los que aplastaba. Le había llevado una hora llegar hasta el río Yallam, donde se lanzó sobre las olas desde una orilla a tres o cuatro metros de altura; solo su velocidad lo salvó de volcar en los remolinos de agua negra. Rugió río abajo. El radar indicaba que varios aviones lo seguían, pero ninguno se acercó a más de diez kilómetros.
Dloan había sacudido la cabeza cuando Elson Roa admitió que había tirado la fabulosa arma que había derribado de un solo tiro dos aviones y la artillería que ya habían lanzado. El líder solipsista había intentado usar el arma contra las tropas terrestres al otro lado del valle y, al ver que no funcionaba, había decidido que el arma tenía un número limitado de disparos y que los había usado todos.
Dloan se mordió la lengua y no comentó que las armas antiguas a veces eran más inteligentes que la gente que las usaba. Pensó que Cenuij no habría tenido tanto tacto, y aquel pensamiento le dolió más que la insignificante herida de la pierna.
Zefla no podía dejar de temblar, aunque no hacía frío dentro del gran aerodeslizador. Únicamente quedaban unos veinte solipsistas a bordo. Nadie más había conseguido regresar al Solo después del ataque al Coche Terrestre, aunque se pensaba que algunos habían sido capturados y no asesinados. Zefla no podía comprender cómo Roa podía ser tan flemático sobre la pérdida de la mayoría de sus fuerzas y sobre la inevitable pérdida del Solo, o sobre el hecho de que al usar el arma antiaérea embargada y atacar un Coche Terrestre protegido por el Tribunal no había hecho una, sino dos cosas por las que el Tribunal Supremo lo perseguiría hasta el fin del sistema y lo encarcelaría para siempre, como mínimo.
Miz estaba sentado en el camarote médico del aerodeslizador y observaba a Sharrow, mientras ella le curaba la herida de la mano. La bala había atravesado el músculo en la base del pulgar; todavía le quedaba el cincuenta por ciento de su uso y recuperaría el cien por cien en un mes aproximadamente. Era el tipo de herida de un millón de thriales con la que soñaban los reclutas en las peores guerras. Intentó bromear con Sharrow sobre ello, pero después se encontró un poco de sangre en el pelo, probablemente de Cenuij, y vomitó al instante.
Aquella noche, Sharrow sintió cómo Cenuij caía sobre ella, observó su cuerpo caer desde la puerta y rebotar en la cubierta del aerodeslizador unas cien veces, mientras el aerodeslizador avanzaba por el Yallam.
El desastre se produjo en Eph, donde el río atravesaba la ciudad y salía por el otro lado a través de un estrecho desfiladero. Las fuertes lluvias río arriba de hacía unos días habían hecho que el río creciera un par de metros desde el paso en dirección contraria de los solipsistas, así que el Solo perdió sus cuatro hélices bajo el primer puente del tren.
Vagaron a la deriva río abajo, con los motores todavía rugiendo, mientras el timonel de Roa intentaba usar los muñones de las hojas destrozadas de las hélices para mantener cierto rumbo en el vehículo. No funcionó; el Solo se dio contra barcazas, puntales de puentes y embarcaderos de toda la ciudad, mientras los habitantes lo observaban y una pequeña flotilla de brillantes barcos de recreo los seguía, controlados por un par de barcos de la policía.
—¿Por qué? —le preguntó Sharrow a Roa cuando el solipsista bajó tambaleante los escalones que llevaban al espacio de aparcamiento del aerodeslizador.
—¿Por qué qué? —le gritó él por encima del rugido de los motores, con aspecto cansado y desconcertado.
—¿Por qué atacaste el Coche Terrestre? —le chilló ella, que intentaba mantenerse en pie apoyada en el mamparo, mientras el aerodeslizador daba tumbos—. ¿Para qué?
—Nos contrataron —gritó Roa, con el ceño fruncido, como si le pareciera obvio.
—¿Quién?
—No lo sé —contestó Roa en voz baja, así que ella vio las palabras más que oírlas. El líder solipsista cerró los ojos y comenzó a canturrear. El aerodeslizador volvió a dar un bandazo y Roa se dio contra el mamparo. Se rodeó el cuerpo con un brazo y después siguió hablando—. Perdóname —dijo, y desapareció de vuelta por las escaleras que subían a cubierta.
Roa no puso ninguna objeción cuando le propusieron comprarle un par de lanchas de asalto inflables que habían encontrado en el garaje del aerodeslizador. Aceptó un cheque. Se metieron en las olas en cuanto llegaron a la laguna de las Tierras del Circo de Stramph-Veddick, y entraron en el enclave a pesar de un helicóptero zángano de cuerpo negro, casi silencioso y de aspecto armado, que bajó para echarles un largo vistazo mientras daban botes por las oscuras y agitadas aguas hacia las fabulosas luces del Circo.
El Solo siguió navegando abandonado en la oscuridad. Los solipsistas habían vuelto a encender las luces, y lo último que vieron del viejo aerodeslizador fue que se raspaba contra algunos árboles en su camino río abajo, con lo que perdió lo que le quedaba de las hélices en las ramas que colgaban, en medio de una lejana explosión de sonido.
Miz tenía contactos de negocios en el Circo; consiguió sacarles algo de dinero y meter al grupo en un vuelo chárter de turistas que salían aquella mañana del parque temático. Recogió dinero en la oficina de uno de sus directores al aterrizar en Bo-Chen, al sur de Jonolrey, y alquiló un coche automático. Durmieron casi todo el camino hasta Vembyr y, cuando se despertó Zefla, les dijo que lo había consultado con la almohada y opinaba que, a excepción de Sharrow, lo mejor sería que fueran voluntariamente a Yadayeypon para responder ante los cargos.
Llevó unos cuantos días convencer a Miz.
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—Siento que perdieras a tu amigo —dijo Feril.
—Amigo —repitió ella con el ceño ligeramente fruncido—. No estoy segura de que Cenuij fuera realmente un amigo —siguió diciendo—. Pero… —Soltó una carcajada breve y extraña—… estábamos muy unidos.
Se puso de pie sobre una vieja lona salpicada de diminutas manchas de escayola seca. Una sola bombilla eléctrica desnuda iluminaba con fuerza desde el centro de la habitación y proyectaba una profunda sombra en el suelo, detrás de ella. Estaba pensando en dar un paseo. Había algo inexplicablemente tranquilizador en observar trabajar al androide, pero también había algo en la dureza de la luz que hacía que se sintiera incómoda.
La ventana, alta y ancha, daba a la oscuridad.
—¿Conservas muchos recuerdos felices de él? —le preguntó Feril. El androide estaba encaramado a una escalera plegable, con un pequeño cubo en una mano y una paleta en la otra.
—No muchos —dijo ella intentando recordar—. Bueno, sí; algunos. —Parecía irritada—. Discutíamos mucho… pero nunca me he negado a una buena discusión.
—Dijiste que era el clasicista del equipo. ¿Tendréis que buscar otro?
Ella negó con la cabeza.
—No funciona así.
—Ah —dijo Feril. Levantó un pegote reluciente de escayola del cubo con la paleta y después dejó el cubo en el escalón superior de la escalera.
—¿Puedo pedirte un favor? —le preguntó ella.
—Sí —respondió Feril. Un recargado friso de escayola con forma de una larga espaldera de flores llenaba el ángulo entre la pared y el techo de media habitación, comenzando por la esquina de la puerta y terminando en el lugar donde estaba el androide subido a la escalera. Aplicó con cuidado la escayola al final del friso.
—Me gustaría averiguar si algún androide ha desaparecido de Vembyr recientemente; sobre todo parejas de androides. Androides que podrían pasar por humanos muy de cerca.
El androide se quedó callado un par de segundos, mientras usaba con paciencia la paleta para mantener en su sitio el pegote de escayola. Después dijo:
—No, no se sabe de ninguno que haya dejado la ciudad en los últimos nueve años.
—Hmm. ¿Y antes de eso?
La máquina hizo una breve pausa.
—Los archivos de la ciudad abarcan cinco milenios —dijo la máquina, en tono de disculpa—. Durante ese tiempo la población androide de Vembyr ha permanecido aproximadamente estática en los veintitrés mil habitantes, y quizá haya una décima parte de esa cantidad repartida por el resto del sistema. Solo se han construido unos cuantos cientos de androides que puedan pasar por humanos. Ninguno vive en la ciudad, y algunos (unos cuarenta más o menos) están oficialmente desaparecidos, sin rastro. De hecho, la mayoría de los androides desaparecidos eran simulacros humanos. Se cree que los raptaron contra su voluntad, probablemente individuos ricos que los usaban para… distintos actos, todos ellos ilegales si se cometen contra humanos.
—Ya me imagino —dijo ella. Se puso una mano bajo la axila y la otra en la boca, y se empezó a dar golpecitos en los dientes—. ¿Existe todavía alguien que fabrique androides?
—Oh, no —respondió la máquina mientras se volvía para mirarla—. Lleva prohibido los últimos doce años. Nosotros solo podemos reparar los modelos existentes, aunque creemos que el Tribunal Mundial nos dará permiso para fabricar unos cien androides con las piezas de repuesto disponibles antes de que acabe el próximo siglo.
Se volvió otra vez hacia la escayola y, como en los últimos minutos le había dado tiempo a secarse, comenzó a trabajar poco a poco los pliegues todavía blandos del material para darle la forma de una delicada flor blanca, con un tramo de espaldera de fondo.
Antes de que acabe el próximo siglo, pensó Sharrow. Obviamente solo faltaban ciento un años, pero seguía resultándole extraño darse cuenta de la escala en la que pensaban los androides. Era como si su habilidad para pensar mil pensamientos en el tiempo en el que un humano pensaría uno y su capacidad para existir de forma indefinida les hubieran permitido abandonar lo que la humanidad consideraba los cálculos normales del tiempo, para existir en lo que eran (de nuevo, para la mente humana, a no ser que uno fuera un científico acostumbrado a trabajar con nanosegundos o con billones de años) los extremos de la temporalidad.
Feril hizo una pausa y examinó su trabajo. La miró a ella un instante, y después recogió otra paleta de escayola del cubo y la aplicó en el friso.
—¿De verdad te gusta hacer esto, Feril? —le preguntó Sharrow.
—¿Esto? —dijo él a su vez, mientras toqueteaba la escayola con las manos—. ¿Restaurar las molduras?
—Restaurarlo todo.
—Sí —respondió él—. Es agradable. Hago literalmente lo que los humanos afirman figuradamente; desconecto ciertas partes de mi mente. A veces, en vez de ello, pienso en otra cosa; muchas veces, cuando trabajo con escayola, revivo viejas historias humanas de aventuras, las vuelvo a experimentar en libros antiguos o en viejos trabajos para pantalla plana, o en obras más modernas.
—¿Historias de aventuras? —preguntó ella con una sonrisa.
—Claro —dijo el androide mientras modelaba la escayola medio seca, para producir un efecto de onda en la superficie de una fruta de cáscara dura y aspecto globular que acababa de esculpir—. Es en extremo satisfactorio hacer molduras, o marquetería, o tallar madera; es muy divertido conducir un vehículo que uno mismo ha reconstruido, o dar una vuelta, o mirar un edificio que ha pasado de ser una estructura a un lugar habitable gracias a ti, pero los procesos que eso conlleva no suelen ser directamente gratificantes, así que creo que entretenerse con aventuras de hazañas heroicas es un contrapunto agradable. —Se dio la vuelta y la miró—. Tu propia vida será una historia de aventuras algún día, sin duda, lady Sharrow. Yo… —Dejó la frase incompleta, se dio la vuelta lentamente y siguió trabajando.
Ella frunció el ceño, después sonrió débilmente y miró las tablas del suelo durante un instante.
—No todos los humanos envidiamos vuestra longevidad solo porque nos hayamos dado cuenta de que no podemos concedernos ese don, Feril —dijo ella—. Me halaga que pienses que mi vida pueda llegar a merecer tu lectura cuando lleve mucho tiempo muerta y tú sigas vivo.
El androide se detuvo y después la miró de nuevo.
—Lo siento mucho de todos modos, lady Sharrow —le dijo—. Nos hicieron, yo incluido, a imagen y semejanza de la humanidad, y con el entusiasmo del momento he demostrado, como mínimo, desconsideración y, posiblemente, crueldad. Siempre hemos considerado nuestro deber reflejar lo mejor de la humanidad, ya que somos el fruto de vuestros intelectos y no del proceso de la evolución ciega, aunque la naturaleza pueda tener sus objetivos en dicha ceguera, y aunque sus resultados puedan ser nobles y sofisticados. Soy culpable de no haber alcanzado los niveles que nos exigimos a nosotros mismos, y los que la humanidad tiene derecho a esperar de nosotros, así que me disculpo.
Ella miró a la máquina, colocada con una pose de perfecta inmovilidad en lo alto de la escalera, con el cuerpo salpicado de trocitos de escayola. Sharrow sonrió un poco. Puede que sacudiera la cabeza un milímetro.
—Una contrición tan elegante —dijo ella tras una pausa— no necesita ser madre de un daño que merezca su existencia, y lo que fue concebido para calmar el daño es igual de adecuado para sumarse a la satisfacción.
El androide la miró un instante.
—Vitrelian —dijo—. Las tribulaciones de un hombre paciente; quinto acto, escena tercera. Lady Sharrow; he admirado las emociones de tu vida y hasta te he envidiado en cierta manera, pero ahora descubro que también eres culta. —Sacudió la cabeza con parsimonia—. Me abruma la admiración.
Ella se rio.
—Feril —dijo ella—. Menos mal que no eres un hombre; romperías mil corazones si te lo propusieras.
Feril agitó la mano con expresividad antes de regresar a su trabajo.
—Creo que también necesitaría ciertas glándulas y apéndices; la coordinación necesaria desconcertaría a mi humilde persona.
—Hipócrita —le dijo ella, y se rio. El eco del ruido en la habitación desnuda sonaba extraño. Sintió una punzada de culpa por haber olvidado la muerte de Cenuij, aunque hubiese sido por un instante.
Se levantó y se estiró, mientras observaba cómo se movía su sombra por la habitación, con las extremidades alargadas y ampliadas.
—Creo —le dijo al androide— que me voy a dar una vuelta.
—Por favor, ten cuidado —le dijo el androide, y la miró de nuevo.
—No te preocupes por mí —le respondió ella dándose un golpecito en el bolsillo de la chaqueta, donde llevaba el cañón manual.
Caminó por la ciudad oscura durante una hora o más, por caminos de sirga y a través de túneles, junto a ruinas oscuras y edificios iluminados, por carreteras y bulevares desiertos, y por altos puentes y acueductos. Se encontró con muy pocos androides y con ningún humano. Un grupo de androides limpiaba la fachada de un alto edificio de piedra en la oscuridad; otro grupo elevaba una vieja barcaza de un canal, con un ruidoso elevador de barcos de hierro y guindaleza, todo iluminado con focos.
Caminaba casi sin ver la ciudad. En su cabeza se repetía la destrucción del Lección aprendida y los sucesos que la siguieron; intentaba recordarlo todo, pero estaba segura de fallar en algo, de que había algo importante allí y se le había pasado.
No había intentado recordar aposta el ataque al Coche Terrestre desde aquel día; ya había sido bastante duro saber que cada vez que se durmiera viviría de nuevo los últimos segundos en la puerta de atrás del viejo aerodeslizador, y que sentiría cómo Cenuij se resbalaba y caía junto a ella, cómo intentaba cogerlo, cómo llamaba a Miz y veía el cadáver de Cenuij bajo la parpadeante luz naranja; y después, incluso sabiendo que era un sueño, lo vivía una y otra vez, pero era Miz quien caía junto a ella, herido de bala y moribundo, o Miz y Cenuij cambiaban de posición, y uno caía junto al otro, y después se asomaba a la puerta y descubría que, aunque había sido Cenuij el que había caído, era Miz el que yacía en la hierba. Unas cuantas veces (suficientes para despertarla al instante, con la frente mojada y el pulso desbocado), el cuerpo que yacía junto a la pequeña cascada era el suyo; miraba desde el aerodeslizador que se alejaba a su propia cara sin expresión, con la mirada ciega y muerta perdida en la ardiente oscuridad del cielo.
Las galerías y centros comerciales de Vembyr hacían retumbar sus pasos como entradas a oscuras minas en la montañosa geografía de la ciudad.
Usó una pequeña linterna para iluminar algunas zonas, y todo el tiempo intentó averiguar qué era lo que le fastidiaba; algún detalle, algún diminuto incidente o algún comentario sin importancia que no había significado nada en su momento, pero que en aquellos instantes le gritaba desde el fondo de su memoria, insistente e importante.
Pero no lo podía recordar, así que regresó igual que se había marchado y se encontró con un mensaje de Breyguhn, que Feril le pasó en su mano manchada de escayola sin una palabra.
Estaba impreso en tinta sobre papel perforado.
Desde la Casa del Mar de los Hermanos Tristes del Peso Mantenido.
LO HAS MATADO. ME QUEDO AQUÍ.
BREYGUHN
El día del quince cumpleaños de la chica, el padre de Breyguhn hizo que un circo ambulante se acercara a los jardines del viejo Palacio de Verano de la familia en las colinas de Zault, donde los Dascen más ricos y sus invitados solían pasar la temporada cálida, si es que se encontraban en el hemisferio norte de Golter en aquellos momentos.
Breyguhn acababa de terminar la escuela preparatoria y en otoño iría a la escuela femenina (suponiendo que su padre se lo pudiera permitir). Sharrow había reducido algo su selección de instituciones al haber sido expulsada ya de las tres mejores, todas ellas en Claäv; todas ellas la habían expulsado en circunstancias de tal evidente (aunque misteriosa) depravación, que las escuelas en cuestión se negaban siguiera a aprobar el ingreso de otra chica de la misma familia, aunque solo compartieran un progenitor.
Breyguhn consideraba que aquello era un hecho penoso y vergonzoso, e incluso un malicioso intento por limitar su libertad y sus posibilidades, así que aquella circunstancia no había contribuido a unirlas más; sin embargo, las dos habían jurado intentar al menos llevarse bien por su padre una llorosa noche hacía algunas semanas, después de que él perdiera las últimas joyas de la difunta madre de Sharrow en un juego de dados.
Al volver de aquel desastre, había recibido dos sobres del recepcionista del hotel: uno con una última reclamación de la dirección del hotel y otro con un mensaje de la madre de Breyguhn (de la que llevaba cinco años separado), en la que insinuaba que se había enamorado de nuevo y quería el divorcio.
El hombre había sacado una pistola, había llorado y había hablado de suicidio, lo que había aterrorizado adecuadamente a ambas chicas y asegurado su conformidad a la demanda de un acuerdo de paz.
La visita al Palacio de Verano sería la primera prueba a largo plazo del pacto.
Su padre había tenido suerte en los casinos aquel mes y, aunque el gesto de trasladar el circo durante unos días acabó con la mayoría de sus fondos y le dejo sus muchas deudas sin pagar, se había convencido a sí mismo de que su fortuna había cambiado de forma estratégica con aquella serie de victorias, por lo que gastar el dinero en su hija menor no era una extravagancia, sino una inversión; aquello le garantizaría que la suerte le seguiría sonriendo. En cierto modo, como un sacrificio.
Sharrow recordaba muy bien las circunstancias de su decimoquinto cumpleaños en el que, en vez de recibir una lluvia de regalos, lo único que había recibido eran disculpas y la petición de que le diera a su padre el vestido de tela de platino y joyas, que era la única posesión de su madre que no estaba ni empeñada ni vendida, para poder pagar una deuda de juego urgente. Por tanto, la chica no había demostrado demasiado entusiasmo al desearle feliz cumpleaños a su hermanastra.
Sharrow se consoló con la idea de que, obviamente, Breyguhn pensaba que el circo alquilado no era un buen regalo para la mujer que se enorgullecía de ser, sino para una niña más pequeña (aunque también estaba decidida a disfrutar lo más posible del regalo). También se alegraba de no tener que quedarse mucho en el Palacio de Verano después de soportar las celebraciones del cumpleaños de Breyguhn; la habían invitado a esquiar en Throsse, con la familia de un joven que había conocido en un día de puertas abiertas de su última escuela femenina.
Era el hermano de otra de las chicas, el hijo del propietario de un ejército comercial, y Sharrow pensaba que estaba pero que muy bien. Casi se había acostado con él aquel primer día; lo único que había evitado el colofón de su cita era que dos chicas los habían encontrado en el armario. Probablemente la habrían expulsado de nuevo si no hubiera logrado sobornar después a las dos chicas. Desde entonces se habían estado carteando, y ella se había derretido de placer al recibir la invitación para unirse con su familia en el chalet.
El esquí no le gustaba demasiado, aunque se había decidido (de mala gana) a convertirse en una experta durante su estancia en Claäv; para estar con aquel joven en concreto habría pasado alegremente cualquier prueba, sufrido cualquier tormento. Su padre había condicionado su aceptación del viaje de esquí a que asistiera al cumpleaños de Breyguhn, pero sufrir a su hermanastra un par de días era un pequeño precio por el ansiado éxtasis que la esperaba en Throsse. Comparado con aquello, hasta el sentimiento de victoriosa alegría por la beca que le habían concedido para asistir a la Universidad de Yadayeypon el semestre siguiente se quedaba corto.
—Si tan estupendísima eres con los ordenadores, Shar, ¿por qué no te introduces en un banco y haces a papá rico de nuevo?
—Porque son prácticamente inexpugnables, a no ser que trabajes en uno, claro —contestó ella con desdén—. Cualquier idiota lo sabría.
—Bueno, al menos tú sí. —Ah, perdona, ¿se supone que eso era divertido?
—No me creo que pudieras piratear ni una… calculadora.
—¿Ah, no? Qué interesante.
Las colinas onduladas iluminadas por el sol de la propiedad se mezclaban con el horizonte azul, como unas suaves olas rizadas de fragante vegetación verde y amarilla, bajo un cielo azul sin nubes. Los lagos brillaban a lo lejos.
Estaban sentadas juntas en un compartimento que giraba lentamente alrededor de una noria gigante. Varios niños y adultos residentes en la casa durante el verano estaban sentados en otros compartimentos. Con ellos, los criados y sus hijos (felizmente invitados por el padre de Breyguhn para que compartieran la diversión, aunque Brey había recibido la idea con disgusto, pero en silencio), la feria temporal que habían montado en el campo de hierba estaba casi llena.
—¿Chicas? Hola, chicas.
Las dos se volvieron con la sonrisa puesta para mirar a su padre, que estaba en el compartimento de atrás. Su mayordomo androide, Skave, sentado a su lado, resultaba incongruente con el formal traje de criado que a su padre le gustaba que llevara. Tenía un sombrero redondo y negro de mayordomo en la desnuda cabeza de metal.
Skave tenía la mirada fija en la distancia y se agarraba a la barrera de seguridad con sus manos de metal. La barrera de metal tubular parecía ligeramente abollada por las manos de Skave, lo que probablemente indicara una ligera avería y no el equivalente androide del miedo; la máquina era antigua, de la primera era golteriana en la que se habían inventado y creado los androides. Las deudas de su padre habían evitado que recibiera el mantenimiento oportuno durante los últimos años, así que su coordinación y sus movimientos se habían vuelto erráticos.
—¿Qué, papá?
—¿Os divertís?
—¿Cómo?
—Que si os divertís.
—Ah, sí.
—Sí, es muy divertido; increíble.
—¡Fantástico! Se están divirtiendo; ¿no es estupendo, Skave?
—Por supuesto, señor.
—¿Recuerdas ese viejo tiovivo de la sala de baile? ¿Sharrow?
Breyguhn le dio un codazo en las costillas. Sharrow suspiró enfadada y se dio la vuelta para mirar a su padre y sacudir la cabeza mientras se golpeaba una oreja.
—¡No te oigo! —le gritó.
Cuando terminó la vuelta, la noria dio marcha atrás para dejar salir a la gente; su padre y Skave fueron los primeros en salir de su compartimento y entrar en el paseo entablado; después les tocó bajar a ellas. Su padre cogió a Breyguhn de la mano; Skave cogió la de Sharrow.
Sharrow gritó cuando los dedos metálicos del androide aplastaron los suyos.
La vieja máquina los soltó de inmediato y se tambaleó como si fuera a caerse, mientras le temblaba la cabeza dentro del cuello de la camisa. Sharrow se dobló por la mitad, sobre sus dedos doloridos.
—¡Máquina estúpida! —gimoteó—. ¡Me has roto los dedos!
—Señorita, señorita, señorita… —decía el androide con voz lastimera, todavía tembloroso. Se miró la mano, como si estuviera desconcertado.
Breyguhn dio un paso atrás y lo observó todo.
Su padre sostuvo los hombros de Sharrow, después le cogió con delicadeza la mano y se la besó, mientras le abría los dedos.
—Ya está —le dijo—. No están rotos, mi amor. Están bien, ¿ves? Están bien, son unos dedos perfectos y preciosos. Mmm. Hechos para besarlos. Mmm. Vaya dedos. Muy apetecibles. ¿Lo ves? Skave, viejo tonto. Tengo que engrasarlo, o lo que sea. Míralo; está temblando, el viejo bobo. Skave, discúlpate.
—Señorita —dio el viejo androide, con la voz temblorosa—. Lo siento mucho. Mucho, muchísimo.
Ella parpadeó y miró la máquinas entre las lágrimas, consciente de que Breyguhn la miraba. Intentó no llorar.
—¡Idiota! —le gritó a Skave.
El androide volvió a vibrar, con las manos temblorosas.
—Oh, amor mío, amorcito; el viejo Skave no quería hacerlo. Venga, otro beso…
—Vale —dijo Sharrow al entrar en el dormitorio de Breyguhn cuando su hermanastra se cepillaba la larga melena castaña delante del espejo. Breyguhn observó cómo Sharrow se tiraba en su cama y desenrollaba un sencillo ordenador adhesivo. Se apartó el pelo y encendió la máquina con un par de teclas—. Querías ver a una pirata en acción; ¡pues lo vas a ver!
Breyguhn terminó de arreglarse el pelo y se lo recogió, después se unió a la chica mayor en la cama. Miró la pantalla. Estaba llena de números y letras.
—Muy emocionante, seguro. ¿Qué intentas hacer exactamente, Shar?
Sharrow usó la mano derecha para pulsar la superficie gastada del teclado. La mano izquierda todavía le dolía, pero la usó para pulsar la tecla de mayúsculas de vez en cuando.
—Me estoy metiendo en la tarjeta principal de Skave. Voy a provocarle una pesadilla a esa ruina incompetente.
—¿De verdad? —preguntó Breyguhn; rodó sobre la cama para darse la vuelta, y el camisón se le enrolló. La pantalla seguía siendo aburrida.
—Sí —respondió Sharrow—. Skave es tan antiguo que le programaron algo parecido al sueño, de modo que pudiera asimilar lo que pasaba durante el día y corregir sus propios programas. Está tan viejo y anticuado que ya no necesita hacerlo, pero se ha convertido en un hábito. Voy a convertir su estúpida siesta en un juego de Pesadilla. —Sus dedos representaron un ballet sobre el teclado.
—¿Qué? —dijo Breyguhn, con cara de interés mientras se deslizaba para acercarse más sobre las sábanas—. ¿Una de esas cosas que sueña la gente para ver cuánto tiempo lo soporta?
—Esa es la idea —respondió Sharrow, mientras observaba saltar en la pantalla adhesiva, como una sierra policromática, el holograma de pliegues complejos de la arquitectura de una base de datos profunda. La tocó, deslizó los dedos por la imagen, cambió parte del paisaje y chasqueó la lengua para sí mientras sus dedos todavía doloridos manipulaban los bits que no eran, para volver a corregirlos después. Finalmente se sintió satisfecha e introdujo el código de holo-glifos.
La forma plegada desapareció y fue inmediatamente sustituida por un pasillo infinito que desaparecía en el interior de la pantalla. Sonrió y metió la mano, mientras con el dedo gordo de la otra mano mantenía pulsada la tecla de mayúsculas exponenciales.
—Vamos a darle al viejo Skave una noche que recordará para siempre —le dijo a Breyguhn mientras seleccionaba un tramo del largo pasillo y se detenía en él—. Solo que para él durará mil noches y no podrá despertarse.
—¿Mil noches? —preguntó Breyguhn mientras intentaba ver más en la imagen. Sharrow puso los ojos en blanco.
—Porque piensan mil veces más rápido que nosotros, cerebro de mosquito —le respondió Sharrow.
Pulso Carga Automática; ya tenía bien mapeado y listo el sistema de la propiedad, que era inteligente, pero no sentiente. Los glifos surgieron y desaparecieron, pantallas de figuras corrían y parpadeaban por la pantalla.
—Ya está —dijo Sharrow cuando la pantalla se quedó quieta.
—¿Eso es todo? —preguntó Breyguhn, decepcionada. Sharrow la miró.
—Niña, lo que acabo de hacer es interrumpir el sistema de un androide que lleva aquí unos siete mil años. —Cerró de golpe el ordenador adhesivo—. Obsérvalo en el desayuno mañana y no pidas nada, a no ser que te guste comer de la falda.
Le puso una mano a Breyguhn sobre el pelo y se lo alborotó con energía, sacudiéndole la cabeza. Breyguhn sacó una mano y apartó a Sharrow.
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Su padre estaba angustiado.
—¡Skave! —gritaba—. ¡Skave! —Todavía tenía la servilleta en la camisa y daba vueltas por el comedor de desayunos mientras se retorcía las manos—. ¡Después de todos estos años! No me lo puedo perdonar. Tendría que haberlo mantenido mejor. ¡Es culpa mía!
Se acercó de nuevo a la ventana. Fuera, dos androides fortachones y un hombre con mono de técnico cerraban las puertas de la furgoneta de seguridad que se llevaría el cuerpo inerte de Skave.
Habían descubierto al androide todavía con el cuello de descarga puesto, en el sótano mecánico de la casa, con los ojos abiertos y mirando al frente, y la cabeza vibrando de un lado a otro. Una exploración de diagnóstico reveló que le habían borrado la personalidad, junto con la mayoría de su programación, y hasta parte del juego de funciones que, en teoría, estaban cableadas.
La compañía de gestión y alquiler de androides/IA a la que habían pedido ayuda les había avisado de que solo un error nanofísico extraño y (después de tantos milenios) muy improbable podría haber causado la fuga, o que (más probable, según su experiencia), alguien hubiera entrado en la base de datos principal del androide y hubiera frito sus sesos geriátricos.
Sharrow estaba sentada con aspecto contrariado, aunque se sentía muy satisfecha, mientras su padre se retorcía las manos, daba vueltas por la habitación y no dejaba que sus familiares lo reconfortasen. Sintió una punzada de culpa cuando pensó en lo que le había ocurrido a Skave, pero la aplastó con la pura totalidad de su éxito al probarle a Breyguhn sus habilidades como pirata informática (aquello tendría que haberle metido el miedo en el cuerpo), y con la reconfortante idea de que Skave estaba viejo e inútil y que, por tanto, ya había llegado el momento de su jubilación, o de lo que fuera que hacían con los robots anticuados.
Puso las manos bajo la mesa y se apretó la izquierda con la derecha para quitarse de la cabeza lo que había hecho, y para recordarse a sí misma parte de la razón por la que lo había hecho. Observó cómo su padre se retorcía las manos mientras caminaba de un lado a otro y sintió las punzadas de dolor que le subían por los brazos. Se apretó más fuerte y mantuvo la expresión inalterable, hasta que sintió ganas de llorar; entonces, paró.
Breyguhn parecía realmente conmocionada. Sharrow observó cómo las miradas de alegre complicidad se alternaban con algo parecido al horror, mientras permanecían sentadas a la mesa del desayuno con el resto de la familia, y observaban a su padre preocuparse y lamentarse.
—¡Lo hemos perdido! ¡Lo hemos perdido después de tantos años! ¡Lleva un milenio en la familia y lo hemos perdido durante mi custodia! ¡Nuestro último activo! ¡Qué vergüenza!
Sharrow se serenó, sacudió la cabeza con amargura y cogió pan helado del refrigerador de la mesa. Breyguhn se quedó sentada, mirándola, con los ojos como platos.
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Sharrow accedió al sistema de la casa y vio el informe que la gente que se había llevado a Skave le había enviado a su padre. También enviaban el informe en una carta personal. No podría interceptarlo de ninguna forma.
Comprobó con alivio que no la implicaban a ella ni a nadie más de la casa; la compañía de gestión y alquiler de androides consideraba que alguien había entrado en el sistema desde fuera (aconsejaban que se actualizaran concienzudamente los sistemas de la propiedad, y comentaban que para ellos sería un placer ofrecer un presupuesto con las tarifas más razonables del mercado). Se sintió orgullosa durante un breve instante al leer que pensaban que el trabajo parecía obra de un profesional, porque había cubierto muy bien su rastro.
El informe concluía que el androide necesitaba un cerebro nuevo y que, por tanto, tendría que considerarse una pérdida total, a no ser que se produjera un cambio radical y extremadamente improbable en las leyes. Como todos los androides privados eran muy valiosos al margen de su estado, suponían que el siguiente paso sería presentar una importante reclamación al seguro del androide, y añadían que se quedarían con la máquina en sus instalaciones en caso necesario y que cooperarían con cualquier investigador del seguro.
Sharrow se puso la cabeza entre las manos al leer aquella parte. Sabía que su padre ya no pagaba el seguro de Skave… ¿Por qué pagar por algo que no se había estropeado en siete mil años, cuando podría usar el mismo dinero para ganar un millón en los juegos de dados? Bueno, sería un desperdicio.
Apagó el ordenador adhesivo y dejó que se enrollara solo.
—¡Esa máquina estúpida era parte de nuestra herencia! —le siseó Breyguhn. Estaban en la pista de trineos esperando entre un viaje y otro, mientras los demás niños y adultos salían de sus pequeños coches y caminaban sobre el suelo de la pista de nieve compacta hacia las barreras laterales, para dejar sitio a los nuevos conductores. Más allá de la pequeña cuenca de la pista refrigerada el tiempo era caluroso y soleado; de vez en cuando, una suave y cálida ráfaga de viento llevaba el aroma de las flores y la hierba sobre el frío del fuerte perfume a invierno de la pista.
Breyguhn se había divertido lanzándose contra el trineo de Sharrow varias veces durante el último viaje. El método de conducción de trineos que prefería Sharrow consistía en evitar todas las colisiones, de modo que aquella forma de fastidiarla con choques constantes estaba resultando más eficaz que la mayoría de las estratagemas de Breyguhn.
—¿Sí? ¿Y qué? —le dijo Sharrow mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que nadie la oyera—. El viejo imbécil habría acabado vendiendo a Skave; nunca habríamos visto el dinero que valía.
—¡Puede que sí! —insistió Breyguhn, mientras las últimas personas encontraban coche y sonaba el claxon que advertía de que la señal para arrancar los motores de los trineos estaba a punto de transmitirse.
—¡Puede! —se rio Sharrow—. Ni en un millón de años, niña. Habría empeñado a Skave en la siguiente apuesta que lo dejara en la ruina. Vendería cualquier cosa para sacar dinero para apostar. Nos vendería a nosotras si pudiera. —Sharrow miró muy despacio a su hermanastra de arriba abajo—. Bueno, al menos puede que le dieran un buen precio por mí.
—Amaba a Skave —dijo Breyguhn—. Nunca lo hubiese vendido.
—Y una mierda —respondió Sharrow con un desdén prodigioso.
—¡No lo sabes!
—Solo sé —respondió Sharrow con frialdad cuando el claxon sonó y los trineos se volvieron a poner en marcha— que eres una pesada y que estoy deseando salir de aquí para irme… —Agitó las pestañas y movió la pelvis hacia delante— a esquiar.
Le dio la vuelta al coche para alejarse por la superficie blanca, evitó la torpe embestida de Breyguhn y la bañó con una lluvia de nieve al alejarse por la pista ovalada.
Al coche de Sharrow se le cayó la oruga de la base un minuto después y dejó el enorme brazalete de metal tirado en la nieve detrás de él, como la cola de un extraño vestido. Sharrow apretó el acelerador, pero el sistema automático del trineo había parado el motor. Le dio un golpe a la rueda, hizo una mueca de dolor cuando su mano izquierda protestó y le envió calambrazos de dolor por el brazo, y después se levantó en el coche, esperó a que se detuviera el tráfico de veloces trineos y gente que chillaba y gritaba feliz, y caminó con cuidado pero con rapidez por la superficie blanca, hacia el lateral.
Breyguhn afirmó después que se había vuelto en dirección contraria al tráfico para ver si podía ayudar a Sharrow, al darse cuenta de que su trineo se había parado. Sabía que iba en contra de las reglas, pero no se había parado a pensarlo. Entonces su acelerador se atascó y le entró el pánico. Se sentía muy mal por haber atropellado a Sharrow, y por haberla aplastado contra la barrera y romperle una pierna.
Sobre todo porque no podría irse de vacaciones a esquiar.
Sharrow se sentó en la cama, rodeada de cojines. Su padre la sostenía en brazos y le daba palmaditas en la espalda.
—Ya lo sé, ya lo sé, amor mío. Todo está en nuestra contra, ¿verdad? Se llevan al pobre Skave; tu traviesa pierna va y se rompe, la pobre Brey no puede dormir porque cree que es culpa suya, y yo estoy aquí con dos hijas desgraciadas.
Le dio unas palmaditas en la cabeza, y ella apoyó la barbilla en su hombro y miró a Breyguhn, que estaba sentada en una pequeña silla junto a la puerta. Breyguhn puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza cuando su padre mencionó a Skave; fingió gritar en silencio y se cogió el muslo cuando habló sobre la pierna de Sharrow; y después cerró los ojos e inclinó la cabeza como si estuviera pacíficamente dormida cuando su padre la mencionó a ella.
—Pero estaremos bien, ¿a que sí, cariñito? Los médicos te arreglarán esa pierna tonta en un segundo, ¿verdad? Breyguhn hizo como si una pierna torcida y débil se estirara de repente; la meneó por todas partes. —Por supuesto que sí. Será como si nunca hubiese ocurrido, ¿eh?, ¿verdad? Se te olvidará pronto, ¿a que sí? Breyguhn imitó a alguien a quien se le olvidaba todo de repente llevándose un dedo a los labios y poniendo una serie de expresiones de perplejidad teatral. Sharrow sonrió débilmente mientras su padre le daba palmaditas en la espalda. Miró a Breyguhn y sacudió la cabeza con lentitud. Breyguhn cruzó los brazos y se quedó allí sentada, con cara de desprecio.
Sharrow se acostó con uno de los médicos más jóvenes cuando todavía llevaba la escayola puesta, y logró que le asegurara que su pierna nunca volvería a ser perfecta; siempre andaría con un ligero cojeo, y así no lo olvidaría nunca.
Su padre no podía entender por qué su hija seguía coja. Amenazó con demandar a la franquicia médica, pero no podía permitírselo.
En la universidad, el cojeo de Sharrow se convirtió en una marca, un talismán, su insignia; como un parche en el ojo o la cicatriz de un duelo.
Siempre se negó a recibir más tratamiento.
Su padre no entendía nada.