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Calle Eco
Aproximadamente el diez por ciento de la superficie terrestre de Golter era estado autónomo; países, en el sentido aceptado del término. El resto era técnicamente Tierra Libre, en forma de ciudades estado, zonas dormitorio, complejos comerciales e industriales, colectivos agrícolas, dependencias eclesiásticas, franquicias bancarias, reservas familiares, estados familiares arrendados o con derechos de dominio absoluto, excavaciones de sociedades de anticuarios, dominios de embajadas de servicios diplomáticos por contrato, protectorados de grupos de presión, jardines benéficos, sanatorios sindicales, zonas de tiempo compartido, corredores de canales, vías y carreteras, y accesos protegidos; enclaves del Mundo Unido con docenas de creencias diferentes; terrenos de hospitales, colegios y facultades, condados privados y públicos de entrenamiento militar, y parcelas de terreno (normalmente ocupadas ilegalmente) que eran el centro de disputas legales de siglos de antigüedad, y que de hecho pertenecían a los tribunales correspondientes.
Los habitantes de estos muy diversos territorios debían su lealtad no solo a la autoridad o administración definida geográficamente, sino también a los gremios, órdenes, disciplinas científicas, grupos lingüísticos, corporaciones, clanes y demás organizaciones que los administraban.
Por lo tanto, mientras que el mapa físico de Golter constituía una representación relativamente simple de la variada aunque ordinaria geografía del planeta, los mapas políticos tendían a parecerse a algo encontrado entre los restos de la explosión de una fábrica de pintura.
De modo que, aunque Udeste era un área reconocida y la ciudad del mismo nombre era, a efectos prácticos, la capital de servicios de la provincia, no tenía por qué haber ningún vínculo ni de propiedad, ni administrativo, ni jurisdiccional entre la ciudad y el campo que la rodeaba. De forma similar, la provincia de Udeste no rendía tributo a ninguno de los cuerpos que representaban al continente de Caltasp Menor, ni siquiera a Entero, excepto por la Autoridad de Autopistas de Peaje Continentales.
La AAPC mantenía una red impresionante, aunque cara, de carreteras de peaje, que se extendía desde la Franquicia de Seguridad en el sur, hasta Ciudad Polo, en el norte. En su camino desde la Casa del Mar, Sharrow usó el dispositivo de pantalla del parabrisas del turbinador para comprobar los precios de las pujas por asientos en los estratos de la tarde desde Udeste Transcontinental hasta Capitaller, a seis mil kilómetros al nordeste, y decidió quedarse con el coche de alquiler.
Maldijo con ganas una disputa legal de atroz complejidad que había dejado en tierra durante un mes todo el tráfico aéreo del sur de Caltasp, a la AAPC por haber ganado la batalla contra los ferrocarriles hacía ya dos milenios, a los juerguistas en general y a los abogados que se dirigían a conferencias en particular. Después tomó la Ruta Cinco que salía de Ciudad Udeste.
La autopista de peaje rodeó el borde de la meseta de Seproh durante mil ochocientos kilómetros; los carriles aumentaban de número conforme los trenes de carretera, los autobuses y los coches privados entraban en ella desde las ciudades del litoral oriental de Caltasp, y los arrecifes de muro de cortina del norte fueron disminuyendo en altura desde los nueve kilómetros a los dos.
Dejó el coche en automático y usó su terminal para meterse en las bases de datos de todo el sistema, ponerse al día de las noticias y buscar todo lo posible sobre la fortuna de los huhsz y la ubicación de los vestigios del legado de Gorko. Dormitó durante una hora con música tranquila de fondo y vio la pantalla un rato.
Se encontró con un descansomóvil; subió por la rampa para entrar en el ruidoso aparcamiento del aerodeslizador y dejó el coche para que le llenaran el depósito mientras estiraba las piernas. Se quedó de pie en un pasaje cerrado de cristal de la parte superior del aerodeslizador y observó cómo dejaban lentamente atrás el lejano paisaje y cómo los adelantaba el tráfico en dirección norte; los trenes de carretera iban despacio, pero los vehículos privados iban tan rápido que parecía como si el alto aerodeslizador no se moviera.
De vuelta a la carretera, cambiaba el automóvil a manual de vez en cuando; se hacía cargo de los controles y aceleraba el motor al máximo, mientras el coche rugía y las sombras de las nubes que cubrían la carretera volaban bajo las ruedas del turbinador.
Ya era media tarde cuando la autopista de peaje se agrupó para introducirse en el Túnel de Seproh. Durante el viaje de dos horas hubo tanta luz como al mediodía; cuando la carretera salió a la selva tropical de Waist, ya era de noche. Le hizo señales a otro descansomóvil para reservar un camarote y alcanzó al aerodeslizador una hora más tarde. Hizo maniobras con el coche para acercarse a él a través del cañón formado por dos de los trenes de carretera a los que remolcaba.
Demasiado cansada para aceptar las atenciones de un conductor de tren de carretera bastante guapo al que había conocido en el bar, durmió de un tirón y sola en un pequeño camarote exterior, envuelta en un leve zumbido.
Observó el paso del desierto mientras desayunaba. Nubes lineales desaparecían en la distancia azul por encima de la ruta de la autopista, como tramos de un rastro de vapor.
Más allá del desierto y de la Sierra de Callis apareció la maleza, después las granjas de regadío; al llegar a la Gran Bahía la tierra volvió a recuperar su exuberancia. Al final de la tarde llegó a las coloridas y golpeadas señales de tráfico que le daban la bienvenida a Regioner.
Regioner (como su capital, Capitaller) le debía su increíblemente prosaico nombre a una disputa interlingüística bastante sangrienta que había tenido lugar hacía tanto tiempo que un idioma había cambiado hasta resultar irreconocible y el otro había muerto por completo, salvo en las bases de datos de los departamentos lingüísticos universitarios.
Dejó la autopista de peaje en el crepúsculo y tomó una carretera de dos vías más recta que un láser, por la que atravesó praderas listas para la segunda cosecha; voló a través de la cálida oscuridad de los cultivos maduros con la radio bien alta, cantando a voces mientras las estribaciones de la Sierra Litoral se elevaban sobre la llanura de más adelante.
Tras una hora de subir por colinas con carreteras retorcidas como tripas y de atravesar túneles oscuros y puentes estrechos, tras dejar atrás huertos y rodear numerosos pueblos y asentamientos más pequeños, llegó a un anodino pueblecito de bonitas casas encaladas, que se encontraba a un par de valles de Capitaller.
Zefla Franck, a la que Miz Gattse Kuma describiera en una ocasión como casi dos metros de pura voluptuosidad con cerebro, paseaba desde la parada del autobús por el camino que conducía entre las casas bajas pintadas de blanco cercanas a la cumbre de la colina; tenía un cabello largo y dorado, que le caía suelto hasta la cintura de un ajustado vestido, y llevaba los zapatos colgados del hombro. Tenía la cabeza un poco echada hacia atrás, con el largo cuello curvado.
La noche era cálida. La suave brisa que se alzaba desde los huertos del valle olía a dulce.
Silbó y observó el cielo reluciente, donde Doncella (la segunda luna de Golter), brillaba generosa, con una luz gris azulada; un gran barco de piedra y plata escoltado y rodeado de un banco de luces parpadeantes; hábitats y fábricas, satélites y espejos, y naves que partían y llegaban.
Las naves eran puntos rápidos y afilados, que a veces dejaban estelas; los satélites y hábitats cercanos a la órbita se movían con suavidad, algunos moderadamente rápido, otros muy lentos, y daban la impresión de ser motas de luz fijas en un conjunto concéntrico de claras esferas giratorias; los grandes espejos y la mayoría de las unidades orbitales lejanas, tanto industriales como pobladas, colgaban quietos del cielo, luces fijas sobre la oscuridad.
Zefla pensaba que era algo realmente bello, y que la luz proyectada por todos los satélites, tanto naturales como humanos, parecía suave, seductora e, incluso (a pesar de su palidez helada, azul polar), cálida. La luz de la luna y la luz de la chatarra. La luz de chatarra. Un nombre duro y vil para algo tan bonito, y ni siquiera era un término preciso. Ni un solo trozo de chatarra era lo bastante grande como para verlo desde la superficie y, de todos modos, ya no quedaba mucha chatarra real; la habían recogido, barrido, capturado, bajado y soltado para quemarla.
Observó un satélite titilante que se movía con una majestuosidad perfecta y firme a través de la bóveda. Siguió su avance sobre ella, hasta que se desvaneció detrás de los aleros de una casa en el lado oeste del camino, donde unas suaves luces brillaban detrás de tonos pastel y se oía una música tranquila. Reconoció la melodía y la silbó mientras subía algunos escalones para llegar a un nivel más alto del camino. Mantuvo la cabeza baja para evitar tropezar.
De repente, le entró hipo.
—¡Mierda! —exclamó. Quizá fuera por mirar abajo.
Volvió a mirar al cielo y volvió a hipar.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Encontró otro lento satélite y decidió olvidarse del estúpido hipo y concentrar se en seguir la pequeña luz por el cielo. Otro hipo. —¡Mierda! Ya estaba casi en casa y odiaba entrar en casa con hipo; Dloan siempre se reía de ella. Otro hipo. Gruñó y centró toda su atención en el satélite. Se dio en la barbilla con algo duro.
—¡Ay! ¡Joder!
Zefla empezó a dar saltitos a la pata coja, agarrándose la barbilla.
—¡Ay, ay, ay! —Miró con furia a la cosa con la que se había chocado; la luz de la luna, la luz de la chatarra y el cálido resplandor de las hojas de la maleza luminosa junto a la puerta de su casa revelaron un enorme coche pálido que ocupaba casi por completo el estrecho camino de la casa. Zefla miró con rabia el morro cubierto de insectos muertos del auto y murmuró.
Los zapatos que llevaba al hombro aterrizaron sobre los adoquines; saltó sobre los zapatos, perdió el equilibrio y cayó con un aullido entre los arbustos luminosos.
Estaba tirada sobre las matas, apoyada en las crujientes ramas y rodeada de hojas que emitían un suave brillo. Los insectos, inquietos, zumbaban alrededor de su cabeza y le picaban en las piernas y antebrazos desnudos.
—Ay, coño —suspiró Zefla, mientras la puerta se abría y su hermano se asomaba al exterior. Otra cabeza apareció tras la puerta, mirando a uno y otro lado; la mirada pasó por su lado, después se alejó, y después volvió a acercarse.
—¿Zef? —preguntó una voz femenina.
—Por las caries del demonio —gruñó Zefla—. Tenía que haberlo sabido. Supongo que es tu coche, ¿no?
—Me alegro de verte, Zefla —respondió Sharrow con una sonrisa, mientras Dloan Franck salía del portal y le ofrecía una mano a su hermana. Zefla la cogió y se levantó, casi sin tambalearse delante de Sharrow, que tenía los brazos cruzados y le sonreía burlona.
Zefla dejó que Dloan le sacudiera el polvo y le quitara algunas hojas luminosas del enredado cabello rubio.
—Bonito coche —le dijo a Sharrow; Dloan seguía con su faena y chasqueó la lengua con desaprobación mientras le sacaba una ramita de la manga del vestido. Zefla se apoyó en su hermano, a la pata coja, y se acarició la barbilla magullada—. Creía que tenían radares anticolisión.
—Está apagado —dijo Sharrow mientras se agachaba para recoger los zapatos de Zefla de los adoquines.
Zefla suspiró.
—El mío también.
Sharrow le ofreció los zapatos, pero ella los apartó a un lado con suavidad y cogió a la otra mujer entre sus brazos.
—Siento lo de tu pierna —le dijo Sharrow a Zefla, abrazándola a su vez.
—No importa; me ha curado el… ¡hip!… ay, mierda…
Tras ducharse, secarse, empolvarse y perfumarse, Zefla Franck estaba espléndidamente tumbada en un relajante; la piel marrón rojizo de la mujer relucía en aquellos lugares que no cubría la toalla; otra toalla le sujetaba el pelo, amontonado sobre la cabeza. Bebía un reconstituyente en un vaso largo y miraba el valle iluminado por la luz de la chatarra y las luces de los pueblos y casas distantes; el cristal del viejo jardín de invierno reflejaba su imagen y las de Sharrow y Dloan.
Sharrow estaba de pie junto a la pared de cristal, con una bebida en la mano, mirando afuera.
Dloan estaba sentado en una hamaca, con las manos hundidas en el pelo del cuello de un sarflet para acariciarle la piel parda, mientras que el animal permanecía allí sentado con una expresión de profundo placer en su ancha cara de hocico negro.
Zefla sacudió la cabeza.
—No lo creo, Shar; podrían intentar destrozar a Geis con los pasaportes, pero consumiría mucho tiempo; tu primito tiene tantos abogados como otra gente tiene pecas, y puede permitirse contratar a verdaderos genios; magos legales de primer grado con mentes como cuchillos afilados. Si metes a algunos de estos chicos en la refriega pueden tener a los huhsz atascados durante décadas; enredarlos tanto que no podrían ir a mear sin pedir una orden judicial… —Zefla hipó—. ¡Maldita sea! —tragó saliva—. Lo siento; más zumo para despejarme. —Volvió a darle un buen trago al vaso alto.
—… Mierda —continuó—, aunque lograran un descubrimiento evidente, Geis podría mantenerse por delante de ellos con solo generar nuevas compañías; hacer que menearan sus asquerosos culitos al ritmo de un Laberinto Sin Retorno de lagunas fiscales, cambiando responsabilidades, usando apoderados anónimos, propiedades interpuestas… Les llevaría meses averiguar lo que tiene realmente, por no hablar de lo que podría crear si quisiera montar una cortina de humo. Lo que hay que recordar es que solo tienen un año; con esa limitación tan sólida, ni siquiera la imagen pública de Geis sufriría más que un… ¡hip! mierda… ápice cuando los accionistas se dieran cuenta de que no es más que una acción sin importancia que se evaporará como un pedo en un huracán cuando se detenga el reloj. —Zefla dio otro trago y después añadió—. ¿Por qué sonríes?
Sharrow se había dado la vuelta mientras Zefla hablaba y estaba frente a ella.
—Te he echado de menos, Zef.
—Muchas gracias —dijo Zefla mientras extendía una pierna para observar el moratón—. Me gustaría poder decir lo mismo de tu coche.
Sharrow bajó la vista y pasó un dedo por el borde del vaso.
—Entonces, ¿me estás diciendo que debería dirigirme a Geis?
—Joder, no; solo digo que, si alguna vez tienes que hacerlo (sobre todo como último recurso después de que hayas mareado a los huhsz durante unos cuantos meses, sin estar más cerca de la Pistola), no tendrás que preocuparte por hacerle daño, legalmente hablando.
—Aún así —dijo Sharrow mirando la bebida con el ceño fruncido—. Pero justo por eso… quizá debería aceptar su oferta ahora.
—¿Es lo que… hip… quieres? —le preguntó Zefla alzando las cejas.
—No —admitió Sharrow tras mirarla.
—Entonces —dijo una voz profunda, sorda y razonable desde el otro lado del jardín de invierno— no lo hagas.
Sharrow miró a Dloan. Era todavía más alto que Zefla y mucho más ancho. También era rubio, y llevaba un preciso corte de pelo a cepillo que se fundía suavemente en una barba rubia igual de cuidada; vestía un chándal arrugado e irradiaba buena forma física. Seguía haciéndole cosquillas al sarflet; levantó la vista para mirar a Sharrow un instante con una sonrisa tímida y después volvió a bajarla.
—Y no olvidemos que la ley es solo una de las opciones que tienen los huhsz para lograr su objetivo —le dijo Zefla a Sharrow—. Supongo que lo que de verdad debería preocuparle a Geis si te protegiera no sería una maniobra legal, sino la simple traición. Un solo empleado descontento, un espía, un converso huhsz en el sitio adecuado, y ninguna ley del sistema serviría para nada; te cogerían y destruirían a Geis.
Sharrow asintió.
—De acuerdo, pero la alternativa es volver a empezar de nuevo y pediros a vosotros que vengáis conmigo.
—Shar, chica —dijo Zefla—. Nunca quisimos dejarlo.
—Pero creo que estoy siendo egoísta; sobre todo si tengo la opción de volver corriendo con Geis para solucionarlo todo. Zefla suspiró exasperada.
—Geis es un coñazo, Sharrow; ese tipo tiene una fachada encantadora pero, básicamente, es un marginado social cuyo verdadera misión en la vida sería asaltar pensionistas, timar a incautos y maltratar novias; y si tuviera tres nombres más y lo hubieran criado en una colonia de El Meg en vez de en una guardería de la casa Tzant, eso sería lo que estaría haciendo ahora. Como no puede, se esconde en el equivalente legal de los callejones oscuros y salta sobre las compañías para desnudarlas y joder a sus empleados. No tiene ni idea de cómo trabaja la gente real, así que se dedica a jugar en el mercado; es un niño rico que piensa que los bancos, los tribunales y las Corpos son su juego de construcción, y no quiere que nadie más juegue con él. Te quiere como a una compañía sexy, como una chuchería, como una cabellera, algo de lo que presumir. Nunca te endeudes con alguien así, se meará en ti y después te cobrará cuota de irrigación. Si te arrastras bajo las faldas de ese cerdo, no volveré a hablarte jamás.
Sharrow sonrió y se sentó en una sillita junto a la pared de cristal. —Entonces, ¿volvemos a la carretera? Zefla bebió y asintió.
—Solo tienes que mostrarnos la rampa de salida, chica.
—¿Estás segura?
Zefla fingió una expresión dolida.
—Shar, llevo cinco años enseñando derecho en Capitaller; ya he dicho todo lo que tenía que decir y sigo escuchando las mismas preguntas de siempre; de vez en cuando aparece un estudiante listo, pero cada vez me resulta más duro esperar en las épocas de barbecho intermedias; para mí, un día emocionante es que un estudiante buenorro se esfuerce por complacerme, o que uno de los profesores se deje barba. Se me está atrofiando el cerebro. Necesito algo de acción.
Sharrow miró a Dloan, que estaba reclinado en la hamaca meciéndose un poquito y sorbía su bebida, mientras el sarflet dormitaba a sus pies.
—¿Dloan? —le preguntó.
Dloan se quedó allí sentado un rato, mirándola. Al final respiró hondo y dijo:
—Hace unos días estaba viendo la pantalla —se aclaró la garganta—. Una serie de aventuras. Los malos estaban disparando proyectiles bipropulsantes de alto explosivo con unas FA300, con silenciador.
Se calló.
Sharrow miró a Zefla, que puso los ojos en blanco.
—Me tienes en ascuas, Dloan —dijo Sharrow.
Dloan miró al animal que estaba a sus pies.
—Bueno, está claro que no tiene sentido usar un silenciador cuando disparas bipropulsantes; la etapa de cohete hace… mucho ruido.
—Ah, sí —dijo Sharrow—. Claro.
—Vamos, Dlo —añadió Zefla—. Esas cosas siempre te han molestado. ¿Y qué?
—Sí —respondió Dloan—. Pero no me di cuenta hasta el tercer acto.
Se mordió los labios y sacudió la cabeza.
Zefla y Sharrow intercambiaron miradas. Dloan bajó la mano para acariciar al sarflet dormido.
—Creo —dijo Zefla— que lo que quiere decir es que se está oxi-¡hip!-dando una barbaridad, y que ya es hora de ver algo de acción antes de que se le olvide cuál es el extremo de la pistola que tiene que apoyarse en el hombro.
Sharrow volvió a mirar a Dloan, que se quedó allí sentado, tan rubio como siempre, asintiendo con aire sabio.
—Vale —dijo Sharrow.
Zefla volvió a beber.
—Bueno; a por la Pistola a través del libro. ¿Crees que los huhsz realmente cancelarán la caza si les das la Pistola Vaga?
—Así está escrito —respondió Sharrow con énfasis sarcástico.
—Y la pista de Breyguhn, sea lo que sea, ¿funcionará?
—Suena medio posible —respondió Sharrow encogiéndose de hombros—. Por ahora es lo mejor que tengo.
—El Principios Universales —suspiró Zefla. Parecía pensativa—. Se supone que está en algún punto del centro del sistema, si es que se le puede dar algún crédito a los rumores de un milenio de antigüedad. ¿Es una excusa para poner tierra de por medio entre tú y los huhsz?
Sharrow sacudió la cabeza.
—Como he dicho, tengo una pista. —Miró a Dloan, que seguía acariciando al sarflet—. Ya os contaré los detalles sangrientos —le dijo a Zefla.
—Estoy impaciente —dijo Zefla moviendo las cejas rubio oscuro y flexionando los perfectos dedos de los pies. Sharrow levantó el vaso.
—Por el equipo —brindó Sharrow. Zefla levantó su vaso.
—Brindo por eso. Dloan hizo lo mismo.
—Por el equipo. Zefla frunció el ceño y miró el vaso, como si contuviera algo asqueroso.
—Esto se merece algo más fuerte —dijo—. Y, de todos modos, me estoy poniendo demasiado sobria. —Dejó el vaso bajo su asiento, palpó alrededor y sacó un tubo de inhalación con una expresión de expectación victoriosa en la cara—. ¡Pongámonos algo que nos abra la mente!
Se quedó de pie en el portal y miró la noche, temblorosa. Estaba lloviendo, y el viento corría por la calle en penumbra llenando el aire de trozos de papel, como si se tratara de una bandada de pájaros heridos agitando levemente las alas. El agua de las alcantarillas estaba espesa y negra, y olía a rancio; la vertían desde alguna de las minas de basura de la parte superior de la colina.
Tenía una estatura media e iba vestida con ropa barata, pero chillona; tacones altos, una microfalda y un top que le marcaba la figura. Estaba agarrada a un bolsito negro brillante de piel falsa y llevaba un pequeño casquete en la cabeza, con un velo negro de encaje que, incluso con el maquillaje, no podía esconder del todo la masa de tejido cicatrizado y retorcido que le cubría el lado izquierdo de la cara. Se tapaba con un parasol de plástico transparente, pero algunas de las varillas estaban rotas, y el viento seguía soplando y rociándole la cara de lluvia de vez en cuando. Olía como si alguien hubiera usado el portal como urinario aquella misma noche.
La calle estaba bastante tranquila para ser la hora que era. De vez en cuando pasaba un coche con ventanas de espejo. Algunas personas chapoteaban por la acera, abrazadas a sus capas o paraguas. Había pocos clientes. Los que había ya la conocían; siempre se podía distinguir a los nuevos, porque pasaban por el portal en el que estaba ella, reaccionaban (o se quedaban mirando) y después se acercaban observándola de arriba abajo y sonriendo con aquella expresión de felicidad que decía «¡esta es mi noche de suerte!».
Pero cuando miraban bajo el velo retrocedían avergonzados y se disculpaban, como si el incidente hubiera sido culpa suya… Pero solo habían venido dos nuevos aquella noche.
El viento sacudía los escuálidos cables colgados entre las casas bajas, producía un sonido sibilante y hacía que las tenues farolas amarillas se balancearan y parpadearan.
Un tranvía traqueteó por la calle, su delgaducho trole arañaba los cables que pendían sobre él y hacía que saltaran chispas azules. Dos chicos se habían colado en el guardabarros trasero; tenían que quedarse callados para que el conductor no los oyera, pero cuando las chispas azules revelaban a una chica de pie en un portal o en un callejón con un cliente, la señalaban y movían la entrepierna.
Ella esperaba que el tranvía no soltara chispas al pasar por su lado, pero lo hizo. Se estremeció al ver la dura explosión de luz y oír el chisporroteo. Esperó a que los chicos le hicieran algún gesto obsceno, pero estaban mirando a alguien de pie en el callejón frente al suyo. La línea eléctrica del tranvía volvió a brillar y pudo echarle otro vistazo a la figura del callejón opuesto. Alguien con un abrigo largo y oscuro. Durante un momento le pareció que la observaba. Empezó a latirle con más fuerza el corazón; ¡no, la policía no! ¡Esta noche no!
Entonces la figura (altura media, la cara escondida por un sombrero y una máscara con filtro) dejó el callejón y caminó por la acera del otro lado de la calle, con un paso algo extraño y rígido, como alguien que intentara disimular un cojeo.
Entonces, dos policías uniformados pasaron por su portal, con las largas capas chorreando. Ella retrocedió, pero no estaban de ronda aquella noche. Probablemente pretendían llegar a la comisaría del distrito y esconderse en la cantina. Se volvió a relajar.
De repente, tenía a la figura delante.
Ella contuvo la respiración.
—Hola —dijo el hombre mientras se quitaba la máscara.
Ella se relajó. No era la persona del otro lado de la calle; era un cliente habitual, el que había estado deseando que apareciera. Llevaba una capa corta y pálida, y un sombrero ancho. Era un hombre más bien bajo y delgado, con piel de aspecto embarrado, y unos ojos profundamente azules que era imposible mirar durante demasiado tiempo.
—Oh —dijo ella; sonrió. Tenía los dientes un poco prominentes, algo tocados ya por las caries—. Hola, encanto.
—Encanto… —dijo él con sorna. Se quedó de pie en el portal con ella y metió suavemente una mano bajo el velo de encaje para acariciar la rugosa superficie de la vieja quemadura de la radiación. Los dedos eran delicados y esbeltos. Ella intentó no dar un respingo—. Hueles distinta esta noche —le dijo él. La voz era como los ojos; penetrante y exigente.
—Nuevo perfume. ¿Te gusta?
—Servirá —respondió él. Retiró la mano de su cara destrozada y suspiró—. ¿Nos vamos?
—Vale.
Dejaron el portal y caminaron juntos por la calle, sin tocarse; ella tenía que andar rápido, haciendo equilibrios sobre los tacones para poder seguirle el paso. Un par de veces, tras mirar su reflejo en los escaparates, le pareció que la figura que había visto antes en el callejón los seguía con aquel paso extraño y rígido.
—Aquí —dijo él tras entrar en un callejón estrecho. Estaba oscuro, y ella casi tropezó con la basura que habían dejado en los ladrillos oscuros e irregulares del suelo.
—Pero cielo —dijo ella mientras lo seguía por el callejón y se preguntaba lo que estaría pasando—. Este no es tu…
—Cállate —le dijo él. Comenzó a subir un tramo de escalones desvencijados de madera. Ella miró atrás y vio cómo la figura de piernas rígidas entraba en el callejón tras ellos. Su silueta quedó recortada sobre la calle ligeramente más iluminada que acababan de dejar, pero después desapareció entre las sombras—. ¡Date prisa! —le siseó su cliente desde lo alto de los escalones. Ella miró hacia la oscuridad en la que se había desvanecido la figura y después corrió escaleras arriba todo lo que le permitieron sus tacones.
Había un ancho andamio de madera en lo alto de los escalones, salpicado de pequeñas leñeras y escaleras; se extendía a lo largo de la pared de la húmeda casa inclinada. Ella no podía ver a su cliente, pero entonces una mano salió de las sombras y la empujó hacia el refugio de un pequeño cobertizo. Le cubrió la boca, y ella dejó que él la atrajera hacia sí; notaba su cálida respiración en la nuca. Algo brillaba en la otra mano y señalaba hacia el suelo del andamio de madera. Ella abrió mucho los ojos y notó que se le aceleraba el corazón. Apretó el bolsito contra su pecho, como si pensara que aquello pudiera protegerla.
Ella oyó un crujido, después pasos lentos. La mano que le cubría la boca se la tapó con más fuerza.
La figura del abrigo largo y oscuro apareció, todavía cojeando un poco; después se detuvo justo frente a ellos. La figura metió la mano en el abrigo y sacó, de lo que parecía ser una pistolera en la pierna, una pistola muy larga con un visor delgado sobre el cañón. El hombre que la sostenía se tensó.
Ella notó un crujido por encima y por detrás. La figura se giró hacia ellos y los apuntó con la pistola. El hombre que tenía detrás de ella gritó algo; disparó la pistola, y una explosión de luz y sonido iluminó todos los rincones mugrientos del callejón y recorrió toda su extensión con un enorme bramido. La figura del rifle cayó de espaldas y se dobló en dos; la gran pistola larga rugió suavemente y algo pasó volando por encima de ella mientras la figura atravesaba la barandilla al borde del andamio de madera y caía en llamas sobre las piedras del callejón.
Ella levantó la mirada; sobre el andamio de madera había una pequeña red colgada de un trozo de canaleta rota. La red se balanceaba con el viento, y chisporroteaba y brillaba con una extraña luz verde.
El hombre siguió su mirada.
—Por la sangre del profeta, solo era una red aturdidora —susurró. Ella se tambaleó hasta llegar a la barandilla rota y miró abajo; la figura estaba casi partida por la mitad y ardía entre las cajas y la basura, contra el muro de la casa de enfrente. Un olor a carne quemada subía desde el cuerpo; se sintió mareada.
El hombre la cogió de la mano.
—¡Vamos! —dijo. Corrieron.
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—Que dios me ayude, casi me ha gustado —dijo él mientras se tambaleaba por la entrada de servicio del tranquilo bloque de apartamentos. Sacó la llave, después se detuvo, con la respiración entrecortada, y la miró—. Espero que todavía estés interesada.
—Nunca le digas que no a un hombre con una pistola —dijo ella intentando apartarse de la brillante luz que iluminaba las cestas de la lavandería.
Él sonrió y se quitó la capa corta con una floritura.
—Cojamos el montacargas.
Ella se arregló el maquillaje en el montacargas, de cara a la esquina, echando breves vistazos al pequeño espejo, pero con el velo bajado y una mano metida bajo él. Captó un reflejo de la cara del hombre; parecía divertirse.
Entraron en su piso. Era sorprendentemente lujoso, iluminado con paneles de pared tenues pero caros, lleno de antiguas obras de arte y equipos de aspecto elegante. La alfombra de la habitación principal (diseñada para parecerse a uno de los primeros chips electrónicos) tenía un pelo largo, profundo y exuberante. Encendió un cigarrillo recortado y se sentó en un gran sofá.
—Desnúdate —le dijo a la chica.
Ella se quedó de pie delante de él y, todavía sujetando con fuerza el bolsito, se apartó el velo lentamente y lo dejó caer al suelo. La quemadura de radiación parecía lívida y en carne viva, incluso bajo el maquillaje. El hombre del sofá tragó saliva y respiró hondo. Chupó el cigarrillo y después se lo dejó en la boca para cruzar los brazos.
Ella cogió el casquete y se lo quitó también. El pelo, que había llevado recogido bajo el sombrero, cayó derramándosele por la espalda.
Él pareció sorprendido.
—¿Cuándo…? —comenzó, con el ceño fruncido.
Ella lo calló con un gesto de la palma de la mano y sacudió la cabeza, después se llevó esa misma mano a una mejilla. Cogió el borde superior de la cicatriz de radiación y tiró lentamente de ella hasta arrancarla por completo de la cara con un pegajoso ruido de ventosa.
El hombre abrió los ojos como platos y dejó caer la mandíbula. El cigarrillo se le resbaló de los labios y cayó sobre la camisa.
Ella soltó el bolso negro que llevaba en la otra mano, que ahora sostenía una pequeña pistola regordeta sin abertura para el cañón. Escupió los dientes falsos; botaron sobre la alfombra de circuito impreso.
—Hola, Cenuij —dijo ella.
—¡Sha…! —tuvo tiempo de jadear él antes de que la pistola zumbara, se le cerraran los ojos, se quedara fláccido y se resbalara del sofá para caer en el suelo.
Ella olisqueó el aire y se preguntó qué se estaría quemando, después dio dos pasos rápidos hacia él y le quitó el cigarrillo del agujero de la camisa antes de que le quemara más vello del pecho.
Se despertó al oír la lluvia caer; estaba tirado sobre el asiento trasero de un alto todoterreno y fuera era de noche. Sharrow estaba sentada en el asiento de enfrente. Le cosquilleaba todo el cuerpo, tenía la cabeza dolorida y no le pareció buena idea intentar hablar; miró a su alrededor como drogado.
A través del cristal manchado por la lluvia, a la derecha, pudo ver una gigantesca mina a cielo abierto iluminada por puntos de luz. La mina se había comido la mitad de una enorme colina cónica y seguía limpiando la otra mitad. Al mirar con más atención, distinguió una variopinta colección de camiones, dragalinas y filas de personas con palas, todas trabajando la inclinada superficie gris de la colina seccionada e iluminada con proyectores. Al menos no tenía problemas para enfocar la vista.
—¿Cenuij? —le dijo ella. Él la miró. Decidió intentar hablar.
—¿Qué? —respondió. Parecía que la boca le funcionaba bien. Buena señal.
Flexionó los músculos de la cara, que todavía le hormigueaban. Sharrow frunció el ceño.
—¿Estás bien?
—Me fríe las sinapsis con un neuroaturdidor con la garantía vencida desde los tiempos del Skytube, y después me pregunta si estoy bien —respondió él; intentó reírse, pero solo consiguió toser.
Sharrow vertió algo marrón y fragante de un termo en una taza; él la cogió y olió a alcohol; le dio un sorbo, y después se lo tragó de un golpe y se relamió. Casi lo vomitó de inmediato, pero consiguió retenerlo y sintió cómo aquello lo calentaba.
—Una vez me dijiste —le dijo ella— que si alguna vez te tenían que dejar inconsciente, te gustaría que te lo hicieran así, con una cosa de estas.
—Lo recuerdo —respondió él—. Fue la mañana después de que Miz casi chocara contra aquel destructor fiscal. Estábamos en una taberna de Malishu y tú te quejabas de la resaca; llevabas un vestido de escote redondo y Miz te había dejado una hilera de chupetones que conducían hasta tu teta izquierda, como si fueran huellas. Pero no creo que tuvieras que tratar una observación inocente como una petición expresa.
—Como puedes ver —sonrió Sharrow— el aturdidor ha puesto patas arriba tu perfecta memoria.
—Solo lo estaba comprobando —dijo Cenuij. Se estiró. No parecía estar atado de ninguna forma y Sharrow no llevaba la pistola aturdidora.
—De todos modos —añadió ella—. Lo siento.
—Por supuesto. Puedo ver cómo el arrepentimiento te rezuma por los poros. Ella señaló la mina abierta con un gesto de cabeza.
—¿Sabes dónde estamos?
—Mina Siete; un poco al oeste de la carretera del perímetro de la ciudad. —Se masajeó los músculos de las piernas; todavía sentía hormigueo y debilidad.
—Estamos justo en los límites de la ciudad —dijo Sharrow. Asintió—. Si salgo por esa puerta, estoy fuera de la jurisdicción; si sales por tu lado, vuelves a Ciudad Labio.
—¿Qué intentas hacer, Sharrow? ¿Impresionarme con tu gran sentido de la orientación?
—Te estoy dando la oportunidad de elegir; te estoy pidiendo que vengas conmigo… pero si no lo haces, te dejaré ir.
—¿Primero me secuestras y después me preguntas? —Cenuij sacudió la cabeza—. La jubilación te ha confundido las neuronas.
—¡Joder, Cenuij! No quería secuestrarte; solo quería llegar hasta ti. Pero ese entusiasta con la red aturdidora me sobresaltó. Teníamos que salir de allí lo antes posible.
—Bueno, felicidades —respondió él—. Un plan fenomenal.
—Vale —dijo ella alzando la voz—. ¿Qué querías que hiciera? —Consiguió controlar de nuevo el tono de voz—. ¿Me hubieras escuchado? Si hubiera intentado ponerme en contacto contigo, ¿me habrías dado el tiempo suficiente para decir algo?
—No; hubiera colgado al momento de saber que eras tú.
—¿Y si hubiera escrito?
—Igual. Hubiera apagado la pantalla, o roto la carta en pedazos, según correspondiera —asintió con rapidez—. Y si te hubieras acercado a mí en la calle, me habría alejado; habría corrido; habría cogido un taxi; habría saltado a un tranvía; le habría dicho a un policía quién eras; cualquier cosa. De hecho, todas las cosas que pretendo hacer ahora mismo o, al menos, cuando sienta que mis piernas vuelven a funcionar.
—Entonces, ¿qué se supone que debía hacer, cabrón insufrible? —le gritó Sharrow inclinada sobre él.
—¡Dejarme en paz de una puta vez! ¡Eso es lo que deberías hacer! —le rugió él en la cara.
Se miraron con odio, nariz contra nariz. Después ella volvió a sentarse en el asiento y miró la oscuridad al otro lado del coche. Él también se enderezó.
—Tengo a los huhsz detrás —dijo en voz baja, sin mirarlo—. O los tendré dentro de muy poco. Con un Pasaporte de Caza. Una orden de ejecución legal…
—Sé lo que es un Pasaporte de Caza —le cortó él.
—Puede que intenten usarte para llegar hasta mí, Cenuij.
—Sharrow; ¿es que no puede entrarte en esos cuidadosamente despeinados rizos negros que no quiero tener nada que ver contigo? No te consentiré ningún intento patético por volver a reunirnos a todos, para que seamos colegas y finjamos que no ha pasado nada, si es eso lo que tienes en mente. Pero también te aseguro que no tengo ningún interés en ayudar a los huhsz a averiguar tu próximo paso; eso sería casi tan malo como estar contigo de verdad.
Sharrow parecía estar intentando mantener el control pero, de repente, volvió a echarse hacia delante.
—¿Nada que ver conmigo? Entonces, ¿por qué te estás tirando a la única puta de toda Ciudad Labio que podría ser mi clon?
—No me la estoy tirando —respondió Cenuij, con aspecto de estar realmente sorprendido—. ¡Solo me divierte humillarla! —se rio—. Y, de todos modos, ella es bastante más guapa que tú —sonrió—. Aparte de esa desafortunada quemadura de radiación que se hizo hace ocho años. Pobre chica, me pregunto cómo pasaría…
—Cenuij…
—¿Y dónde está? ¿La chica de verdad? ¿Qué has hecho con ella?
Sharrow agitó una mano.
—Teel está bien; está colocada en Zonk, viendo la pantalla desde el jacuzzi de una suite. Está pasando una noche estupenda.
—Más te vale que sea cierto —dijo Cenuij.
—¡Oh! Disfrutas humillándola, pero estás todo preocupado por su bienestar —lo miró con burla—. Sé coherente, Cenuij.
Él sonrió.
—Lo soy. Pero tú no lo entenderías.
—¿Y qué tipo de diversión enfermiza te produce humillarla?
Cenuij se encogió de hombros, lánguido.
—Llámalo venganza.
Sharrow se volvió a echar atrás en el asiento y sacudió la cabeza.
—Mierda, estás enfermo.
—¿Yo estoy enfermo? —Cenuij se rio. Cruzó los brazos y miró el revestimiento del techo del coche—. ¡Ella asesina a cuatrocientas sesenta y ocho mil personas y dice que yo estoy enfermo!
—Joder, por última vez —gritó Sharrow—. ¡No sabía que iban a empezar a cortar la Pistola en pedazos en esa puta ciudad!
—¡Tenías que haberlo sabido! —respondió él con otro grito—. ¡Ahí es donde tenían sus laboratorios! ¡Ahí es donde anunciaron que iban a desmontar esa cosa!
—¡Creía que se referían a los laboratorios del desierto! ¡No sabía que lo harían en la ciudad!
—¡Tenías que haberlo imaginado!
—¡No me podía imaginar que hubiera gente tan estúpida!
—¿Es que no lo han sido siempre? —rugió Cenuij—. ¡Tenías que haberlo imaginado!
—¡Bueno, pues no lo hice, joder! —chilló Sharrow. Se volvió a sentar derecha y resolló con fuerza.
Cenuij se quedó en silencio y se masajeó las piernas.
Al final Sharrow dijo:
—El tipo de la red aturdidora debía de ser algún cazador a sueldo. Si lo hubiera hecho bien, al alba habrías estado en una satrapía de los huhsz, atado y exprimido, y no habrías tenido más remedio que decirles dónde podrían encontrarme a cada momento.
—Entonces dejaré de hablar con extraños —dijo Cenuij. Probó una pierna, la flexionó. De repente, se inclinó hacia delante—. ¿Dónde están mis zapatos? —exigió saber.
Sharrow metió la mano bajo el asiento y se los tiró. Él se los puso y se los abrochó.
—¿Has sabido algo de Breyguhn últimamente?
Él dejo de abrocharse una correa del tacón y la miró.
—No. Los buenos hermanos tienen lo que podríamos llamar una actitud juguetona con respecto al correo. Espero que me llegue otra carta dentro de un mes, más o menos.
—La vi hace cuatro días.
Cenuij parecía receloso.
—Mmm-hmm —dijo echándose atrás—. ¿Y cómo… cómo está?
Sharrow desvió la mirada.
—No demasiado bien. Es decir, físicamente sigue viva, pero…
—¿No te dio… una carta ni nada para mí? —le preguntó Cenuij.
—No —Sharrow negó con la cabeza—. Mira —siguió—, si encontramos el Principios Universales podemos sacarla de ahí. Solo necesito el mensaje que lleva; podemos darles a los Hermanos el libro en sí.
Cenuij parecía perturbado; se enderezó y esbozó una sonrisa de desprecio.
—Eso es lo que dices tú —respondió. Tenía la capa a su lado; se la puso sobre los hombros y se abrochó, mientras se reía—. Un rumor de origen desconocido que forma parte del folklore de la familia Dascen dice que tu abuelito dejó de algún modo un mensaje en un libro que nadie ha visto en un milenio, y ni siquiera se sabe que alguna vez lo buscara, ¿y tú te lo crees? —sacudió la cabeza.
—Maldita sea, Cenuij, es lo mejor que tenemos para empezar.
—¿Y si ese rumor es, por algún milagro, solo cierto a medias y necesitas el libro entero? —le preguntó Cenuij.
—Haremos todo lo que podamos —respondió ella con un suspiro—. Lo he prometido.
—Lo has prometido. —Cenuij se quedó quieto un momento. Flexionó las dos piernas—. Vale —le dijo a Sharrow—, me lo pensaré. —Puso una mano en la puerta del vehículo.
Sharrow puso una mano sobre la de Cenuij. Él la miró a los ojos, pero ella no quitaba la mano.
—Cenuij —le dijo—. Por favor, ven conmigo ahora. Te cogerán si intentas quedarte. Te estoy diciendo la verdad, lo juro.
Él miró la mano. Ella la apartó. Cenuij abrió la puerta y saltó del todoterreno. Sostuvo la puerta un instante, mientras comprobaba si sus piernas podían aguantarlo cuando intentara andar.
—Sharrow —dijo, mirándola—. Ya casi estoy empezando a pensar que realmente dices la verdad sobre lo que pasó con la Pistola Vaga y Ciudad Labio —soltó una especie de risa entrecortada—. Pero me ha llevado ocho años; no precipitemos las cosas, ¿vale?
Ella se inclinó hacia delante y le imploró.
—Cenuij; te necesitamos; por favor… en nombre de… —la frase se quedó en el aire.
—Si, Sharrow —sonrió Cenuij—. ¿En nombre de qué? —Ella se quedó mirándolo. Él negó con la cabeza—. No existe nada que respetes o que te importe lo suficiente como para jurar en su nombre, ¿no? —sonrió—. Salvo tú misma, quizá, y eso no sonaría bien, ¿verdad? —Dio un paso atrás y soltó la puerta—. Como he dicho, me lo pensaré. —Se cerró la capa—. ¿Dónde puedo encontrarte?
Ella cerró los ojos con cara de desesperación.
—La Troncada, con Miz —dijo.
—Ah, claro. —Se dio la vuelta para marcharse, en dirección a la gran mina a cielo abierto de la oscura ladera. Entonces se detuvo y se dio la vuelta, con la lluvia soplando a su alrededor. Hizo un gesto con la cabeza hacia la mina—. ¿Ves eso, Sharrow? ¿La mina? Están excavando una antigua montaña de escombros; escudriñan entre lo que ya habían tirado, en busca de un tesoro en lo que antes era basura… y quizá ni siquiera sea la primera vez. Vivimos en el polvo de nuestros antepasados; los insectos se arrastran por su mierda. Espléndido, ¿no?
Se dio la vuelta y se alejó por la orilla de una vieja piscina para residuos. Después de dar unos cuantos pasos, volvió a darse la vuelta y gritó:
—Por cierto; sí que resultaste muy convincente con algo… hasta que te quitaste la cicatriz de radiación.
Se rio y siguió caminando hacia el montón de escombros a medio consumir.