16
El Fantasma
Valiente en términos físicos, pensaba mientras la nave alquilada vibraba al entrar en la fina, fría y evaporada atmósfera de Fantasma de Nachtel. Valiente en términos físicos.
Había dejado a los otros en VistaCelestial. Esperarían allí hasta que hubiera acabado en Fantasma de Nachtel, y decidirían dónde reunirse después. Tenían noticias de Golter; habían inmovilizado todos los activos de Miz mientras la Troncada intentaba conseguir una orden judicial para su arresto, en relación con un delito sin especificar dentro de su jurisdicción. Miz tenía a sus abogados trabajando en el caso y, de todos modos, contaba con fondos de emergencia a los que tenía acceso, pero no hasta estar presente en Golter. Sharrow había usado casi todas las dietas para gastos del contrato para fletar una nave privada que la llevase de VistaCelestial a Fantasma de Nachtel; tanto los cotilleos de la red de comunicaciones como los boletines de noticias decían que los huhsz esperaban en Isla Embarque, y ella había viajado tanto con el nombre de Ysul Demri que era bastante probable que conocieran su pseudónimo.
No había regresado al Fantasma desde el aterrizaje forzoso que la había salvado y, al mismo tiempo, casi había acabado con ella. El cortador de impuestos tullido había caído como un meteorito a través del aire gastado del pequeño planeta-luna, frenando e inclinándose sin dejar de girar, temblar y desintegrarse en su largo descenso en arco hacia la superficie nevada del planeta. No podía recordar nada de lo sucedido después de gritarle a Miz que quería que le pusieran su nombre al cráter que abriera. De todos modos, Miz no lo había oído.
El informe posterior del accidente concluyó que probablemente se quedara sin potencia de maniobra de giroscopios a diez kilómetros, cuando la nave todavía viajaba a más de un kilómetro por segundo. Había empezado a dar tumbos y a hacerse pedazos inmediatamente después, y solo la suerte la había salvado. La zona central de la nave (donde estaba el casco presurizado de combate, los sistemas de soporte vital y la central eléctrica principal de plasma) estaba relativamente intacta, reducida a una forma irregular y aproximadamente esférica que siguió frenando conforme daba volteretas y dejaba caer restos más pequeños por el aire, como si fuera metralla ardiendo.
No podía recordar nada de aquellos últimos minutos, y tampoco del aterrizaje en sí, cuando el trozo de nave en el que estaba se enterró dentro de una ola de nieve, una de las miles que migraban sobre la superficie de los campos de nieve ecuatoriales del planeta, como dunas de arena en el desierto.
Un vehículo oruga con unos suministros mínimos se encontraba a un par de kilómetros. La tripulación la había encontrado unos minutos antes de que fuera demasiado tarde, aplastada y doblada dentro de las ruinas humeantes y contaminadas por la radiación, enterrada doscientos metros por debajo de la superficie de la ola de nieve, al final de un túnel derruido de hielo y nieve.
La tripulación del oruga la había sacado de allí; los doctores de la mina Primer Corte habían tratado las heridas físicas, y habían conseguido algunos sistemas especializados embargados durante la guerra, traídos de Ciudad Trinchera, la capital del planeta, para tratar la radiopatía que había estado a punto de matarla.
Tardaron dos meses en llegar a pensar que merecía la pena devolverle la consciencia. Cuando se despertó, la guerra había finalizado hacía un mes, y le habían quitado el disco militar estándar que llevaba en la cabeza. Los efectos del virus sincroneurovinculado eran irreversibles; no le quitaron las técnicas de nanotecnología y clonación de tejidos que habían reparado los estragos del impulso radiactivo hasta que terminó el tratamiento.
Y quizá le añadieran algo más; el virus de cristal que había crecido a lo largo de los años, y que después había quedado latente dentro de su cráneo hasta hacía unas semanas, cuando huía con los otros por el tanque seco de un antiguo petrolero de la Troncada.
Sus recuerdos del hospital del complejo minero eran confusos. Recordaba el hospital de la prisión militar de Tenaus mucho mejor; se recuperó poco a poco, esperó a que se llegara al acuerdo de paz definitivo, y comenzó a hacer ejercicio en el gimnasio para recuperar la forma física perdida y a ejercitar su cerebro siempre que podía; para ello, recordó (de forma obsesiva, parecía temer el psicólogo de la prisión) todos los detalles que pudo sonsacarle a su memoria de los cinco años en delante, porque la aterraba que el tratamiento la hubiera alterado, que la hubiera convertido en alguien distinto al destruir sus recuerdos.
Quería recordarlo todo e intentar evaluar si los recuerdos que había encontrado dentro de sí misma eran los que tenía antes; le parecía que una forma de comprobar el tipo de modificaciones que temía era que el acto de recordar un recuerdo dejara así mismo otro recuerdo, y que ese recuerdo pudiera compararse con la experiencia de recordar en el presente.
Al final, no había ninguna forma segura de saberlo, pero no encontró ningún agujero obvio en su memoria. Cuando le permitieron enviar y recibir comunicaciones, la gente que le escribía parecía relacionarse con ella de la forma que recordaba. Nadie pareció notar ningún cambio; al menos, no mencionaron ninguno.
Tuvieron que escribirle, porque las visitas no estaban permitidas, y el retardo luz desde el hábitat Tenaus a casi cualquier otra parte era demasiado grande para las conversaciones en vivo. Había hablado por teléfono con Miz, que llamaba desde PorFinEnCasa, en órbita sobre Miykenns. En cierto modo, había sido la mejor conversación telefónica de su vida; los minutos de espera que transcurrían mientras la señal que llevaba las palabras viajaba hasta su destino significaba que tenía que quedarse allí, sentada, mirando la imagen de la otra persona. En otras llamadas se había entretenido viendo la pantalla o leyendo algo, pero con Miz se había limitado a mirarlo. Estuvieron una hora; en realidad solo habían sido diez minutos, y había parecido uno solo.
¿Le habrían puesto el virus de cristal allí, en Tenaus? Fantasma de Nachtel parecía el lugar más obvio, mientras flotaba cerca de la muerte en un estado más parecido a la animación suspendida que a cualquier otra cosa, más allá del estímulo, la sensación o los sueños… Pero quizá había sido en Tenaus. ¿Por qué querría una compañía minera neutral implantarle un virus transceptor a un piloto militar estrellado y cercano a la muerte?
Pero por otro lado, ¿por qué querría alguien en el hospital de una prisión militar hacer lo mismo? ¿Por qué querría hacer nadie semejante cosa?
Un viento frío y fuerte cortaba un cielo del color del verdín. El sol colgaba como una desdichada bola de Navidad que suministraba pequeñas cantidades de luz. A sotavento, el tren oscuro de una tormenta al alejarse dejaba sus nevados faldones tras de sí, arriba, en las cambiantes mareas de luz. El acantilado de nieve que tenía a sus espaldas se encabritaba como una enorme ola, lista para romperse sobre la inclinada playa negra en las laderas del volcán en escudo.
El oruga que la había llevado hasta allí volvió ruidosamente sobre sus pasos, por encima de la escoria de hulla y de las rampas de ceniza llevadas por el viento, marcha atrás para adentrarse en el túnel de nieve. Observó su reluciente caparazón de metal y su morro con máser introducirse de nuevo en el interior de la base del precipicio de nieve, y rodar adelante y atrás hasta que la cuesta del túnel lo apartó de su vista.
Se dio la vuelta y miró la cuesta casi imperceptible del volcán, a través de los velos del vapor que subía hacia los restos en ruinas de los edificios de la vieja estación geotérmica, un conjunto de bloques rotos de hormigón distribuidos al azar por el oscuro y lustroso campo de lava. Los charcos cubiertos de nieve marcaban las depresiones en la lava, y en la distancia (a unos veinte kilómetros), el último respiradero del volcán acumulaba vapor blanco y humo en el cielo. Miró arriba. Sobre ella, Nachtel, el gigante de gas, seguía colgado del cielo y llenaba una cuarta parte de él con su forma hemisférica y su color dorado pálido y naranja brumoso.
Se ajustó mejor la capucha de la chaqueta para protegerse del viento débil y helado, y comenzó a andar por el campo de lava roto y de color negro grisáceo, hacia los edificios en ruinas en la parte superior de la pendiente, con el libro vacío pegado al pecho.
Cuando llegó a los fortines aplastados le faltaba la respiración; la atmósfera era muy pobre, aunque no hacía falta demasiado esfuerzo para caminar en la escasa gravedad del Fantasma. La agorafobia era endémica en los visitantes del planetaluna que se aventuraban a salir al aire libre; el aire parecía tan pobre y Nachtel se veía tan grande, que parecía como si a cada paso el caminante pudiera salir volando de la superficie, arrastrado hacia el cielo verde y sublime.
—¿Hola? —dijo ella.
El eco de su voz sonó en las paredes de hormigón del primer edificio derruido. Los terremotos habían dejado inclinadas y escoradas todas las estructuras de gruesas paredes y sin ventanas, y la plataforma de hormigón sobre la que habían sido construidas estaba rajada y rota; trozos irregulares de material sobresalían como dientes rotos, con las oxidadas barras de armadura enmarañadas o arrancadas como un aparato dental defectuoso.
Sostuvo el libro junto al pecho y caminó hasta las losas de hormigón inclinadas que había entre un edificio y otro, aunque se tenía que detener de vez en cuando para apoyarse con la mano libre en aquellos sitios en los que la fracturada geometría de las ruinas hacía que andar, incluso con baja gravedad, resultara imposible.
El siguiente edificio de la pendiente era el más grande del complejo; atravesó el dintel caído de su amplia entrada.
Aunque las paredes de la estructura estuvieran intactas, el techo se había doblado por la mitad, y después se había derrumbado y caído para crear una «V» baja de hormigón que descendía hasta un charco medio helado de agua estancada que, quizá por estar todavía conectado a la red abandonada de tuberías térmicas enterradas en el volcán, se encontraba lo bastante caliente como para producir perezosas nubes de vapor en el tranquilo aire bajo cero.
Había una estrecha playa de escoria de hulla negra en una esquina de las ruinas, en la pared más alejada.
Allí había dos hombres. Los reconoció.
Solo llevaban puesto el bañador y estaban sentados en las mismas tumbonas que recordaba haber visto en el petrolero. Habían clavado en la negra playa que tenían detrás una sombrilla de flores, en un ángulo alegre, y había una pequeña mesa plegable con botellas y vasos entre sus asientos.
El de la derecha se levantó y la saludó con la mano.
—¡Me alegro de que puedas unirte a nosotros! —le dijo; después dio un par de pasos para meterse en el agua y se sumergió ágilmente, casi sin salpicar. Las olas parecían altas y extrañas en la piscina.
Ella se metió la mano izquierda en el bolsillo y caminó por la suave pendiente del techo derrumbado. El hombre joven y calvo que se había metido en el agua nadó junto a ella, sonriente, y la saludó con la mano. El otro bebía de un vaso alto. Observó a su compañero mientras este llegaba al otro extremo de la piscina, donde estaba la entrada, y después se volvía para regresar.
—Siéntate, muñeca —le dijo el joven con amabilidad, mientras señalaba la tumbona que había dejado libre su gemelo. Ella la miró, después miró a su alrededor, y se sentó. Dejó la mano izquierda en el bolsillo. Tenía el libro en el regazo. Se quitó la capucha de la chaqueta.
—Ah, rojo —dijo el joven mirándole el pelo con una sonrisa—. Muy atractivo; te pega.
Su cuerpo pálido parecía en forma y musculoso. No tenía la carne de gallina. El bañador era de ropa óptica y mostraba unos cuantos segundos de una escena de playa tropical; arena dorada, una sola ola gigante y una elegante surfista que avanzaba por el rizado túnel azul de la ola.
El otro joven salió chorreante del agua y caminó por la playa, con la piel echando humo. En su bañador se veía a alguien tirándose desde un helicóptero para hacer submarinismo en una gran fisura de una costa rocosa, justo cuando una enorme ola de espuma se levantaba del canal.
El hombre con el bañador de la surfista metió la mano bajo la tumbona y le tiró una toalla a su compañero. Este se secó un poco y después se sentó con las piernas cruzadas en la escoria de hulla de la playa, frente a ellos, con la toalla echada sobre los hombros. Le dedicó una sonrisa al otro hombre.
—Confío en que hayas tenido un viaje agradable, lady Sharrow —dijo el de la tumbona. Ella asintió lentamente.
—Aceptable —le dijo.
—Lo siento —dijo él tras darse un golpecito en la cabeza. Cogió un vaso de la bandeja de botellas de licor de la mesa que había entre los dos—. ¿Quieres beber algo?
—No, gracias —le contestó ella.
—¿Te importa…? —preguntó el otro; se inclinó hacia ella y señaló con la cabeza el libro que tenía en el regazo.
Ella inclinó el libro para poder sostenerlo con la mano enguantada que tenía libre y se lo entregó. Él sonrió, tolerante, y lo aceptó.
—No pasa nada, lady Sharrow —dijo tras abrir la caja de metal—. No necesitarás la pistola.
Ella dejó la mano en el bolsillo a pesar del comentario, sin soltar el cañón manual. El hombre sentado en la playa miró brevemente el interior del libro, y estudió la portada y las chapas de hoja de diamante durante dos segundos cada una. Sonrió al leer las palabras grabadas en la parte de atrás de la caja y sostuvo el libro en alto para que su compañero de la tumbona pudiera leer también la inscripción. Los dos se rieron alegremente.
—Es terrible, ¿no? —le dijo el de la tumbona—. Qué pérdida. En fin. El que llevaba el libro lo puso del revés para que el polvo de papel cayera al suelo y se posara sobre la playa negra formando una sola veta de gris.
—Somos tan descuidados con nuestros tesoros —dijo el hombre. Cerró el libro y lo dejó a un lado.
—Confundimos lo inestimable con lo despreciable —coincidió el que estaba en la tumbona, mientras llenaba su vaso de una botella de trax.
—Debo decir —siguió hablando el de la playa— que no pareces muy sorprendida de encontrarnos aquí, lady Sharrow. —Parecía decepcionado. Aceptó un vaso alto de manos de su gemelo, y después bebió y sonrió a Sharrow—. Teníamos la esperanza de que lo estuvieras.
Ella se encogió de hombros.
—Es típico, ¿verdad? —le dijo el de la tumbona a su gemelo—. Las mujeres solo se callan cuando quieres oír lo que tienen que decir.
El otro la miró y sacudió la cabeza con pesar.
—De todos modos —dijo el hombre de la tumbona—, en nombre de la agencia y de nuestros clientes (los Hermanos Tristes, en este caso), gracias por el libro. Pero ahora, como ya habrás adivinado, queremos que encuentres la última Pistola Vaga, si no te importa.
Ella lo miró.
—¿Ninguna pregunta? —le preguntó el hombre. Ella negó con la cabeza. El joven se rio con regocijo—. Y nosotros que pensábamos que tendrías un montón. En fin. —Esbozó una amplia sonrisa y agitó el vaso—. Ah, por cierto, ¿recibiste nuestro mensaje en…? —Frunció el ceño y miró al otro hombre.
—Pharpech —le ayudó el gemelo.
—Ah, sí, Pharpech —dijo el joven, pronunciándolo con exagerado detenimiento y una especie de sonrisa cómplice—. ¿Recibiste nuestra señal?
Ella pensó antes de responder.
—¿El collar? —preguntó—. Sí.
El joven de la tumbona parecía contento.
—Genial —dijo—. Solo queríamos que no pensaras que estar fuera de la red suponía perder el contacto con nosotros. —Dejó la bebida en la mesa y se retrepó en la tumbona, con las manos detrás de la cabeza. Tenía las axilas lisas y sin vello. El pelo del resto del cuerpo parecía fino y blanco; solo las cejas rubias tenían algo de color. Ella miró al hombre de la playa. La luz del sol brillaba sobre la cúpula de su cráneo. Tampoco parecía tener la piel de gallina.
—Bueno, no queremos entretenerte, lady Sharrow —dijo el hombre de la playa. Le dio unos golpecitos al libro—. Gracias por entregar la pieza, tal y como estipula el contrato. Estaremos en contacto, quizá. O quizá no.
—No te hagas de rogar —dijo el de la tumbona, todavía tumbado y absorbiendo la escasa luz del sol, con los ojos cerrados.
—Y que no te cojan —añadió el otro.
Se puso de pie lentamente. El hombre que tenía a una chica haciendo surf en el bañador se quedó allí tumbado, con las manos detrás de la cabeza calva, los ojos cerrados y las piernas un poco abiertas. El que estaba sentado en la playa con las piernas cruzadas se inclinó hacia delante, silbando, y comenzó a construir una pequeña torre de escoria de hulla, pero se le derrumbaba.
—Bon voyage —dijo el de la tumbona sin abrir los ojos.
Ella se alejó cinco pasos y después volvió. Seguían en el mismo sitio. Sacó el cañón manual y apuntó al de la escena del helicóptero, que transcurría en la parte de atrás de su pantalón, igual que antes lo hiciera por la arrugada parte de delante.
Se quedó allí de pie durante casi medio minuto. Al final, el hombre al que apuntaba la miró.
—¿Sí, lady Sharrow?
El de la tumbona abrió los ojos, parpadeó y pareció algo sorprendido.
Ella dijo:
—Estaba pensando en descubrir a lo bestia si los dos sois androides o no.
Los dos hombres se miraron el uno al otro. El de la tumbona se encogió de hombros y dijo:
—¿Androides? ¿Qué más da si alguno de los dos es un androide? Ella lo apunto con la pistola.
—Llámalo simple curiosidad —dijo—. O venganza por lo que ocurrió en el petrolero y en la casa de Bencil Dornay.
—Pero nosotros solo te hicimos daño —protestó el de la tumbona.
—Sí, y fuiste muy grosera con nosotros en Stager —dijo el de la playa, mientras fruncía el ceño, apretaba los labios y asentía con la cabeza para añadir énfasis—. Nosotros solo queríamos decirte que habíamos adquirido el contrato de los Hermanos Tristes y que nos verías aquí si conseguías el libro, pero fuiste muy antipática con nosotros, así que no te lo dijimos.
Ella siguió apuntando al que estaba en la tumbona, después bajó el arma. Apuntó aposta al libro y cerró lentamente un ojo. El hombre de la playa se tiró frente a la caja de metal. El de la tumbona dio un salto con los brazos y las manos extendidos hacia ella. Pasó por encima de su gemelo y se tumbó encorvado sobre el libro.
—Bueno, bueno, lady Sharrow —dijo—. No hace falta ponerse vandálico. —Sonrió nervioso.
Ella respiró hondo y se guardó la pistola.
—La verdad es que no consigo entenderos, chicos —dijo ella. El que estaba de pie delante de ella, con el bañador que repetía la escena de surf, pareció perplejo y satisfecho a la vez. Ella se dio la vuelta y se alejó entre las escamas de hormigón, de vuelta a la entrada.
El cráneo y la espalda le cosquillearon durante todo el camino, de nuevo a la espera de un disparo, del dolor; pero, cuando se dio la vuelta al llegar a la entrada, seguían en el mismo sitio; uno acurrucado en posición fetal alrededor de la caja del libro y el otro de pie delante de su gemelo, observándola.
Ella bajó por las destrozadas rampas de hormigón y por la selva de lava rota, de vuelta al precipicio de nieve y al túnel en el que esperaba el oruga.
El oruga la llevó de vuelta a Mina Siete; el tiempo seguía lo bastante despejado como para coger un avión a Ciudad Trinchera, donde la esperaba la nave alquilada. Usó su terminal para ponerse en contacto con los otros. No podía ponerse en contacto con ellos directamente, pero había un mensaje archivado de Zefla en el que decía que todo iba bien en VistaCelestial. Dejó una nota en la columna de anuncios personales de la Gaceta de la Red para que supieran que había hecho la entrega. Al pensar en mensajes crípticos, se le ocurrió comprobar los resultados de las carreras de Tile de la semana anterior.
Un sial llamado Libro Hueco había ganado la carrera hacía tres días, justo cuando habían salido de Miykenns.
Examinó las otras monturas que aparecían, mientras se preguntaba si sería una coincidencia. ¿Bailarín Tímido? ¿Maravilla? ¿El Pequeño Resheril Va al Norte? ¿Mujerzuelas Varias? ¿Crepúsculo Prestado? ¿El Torreón de Molgarin? ¿De Frente? ¿Tritura Esa Carne? ¿Ráspalo Todo? ¿Aplasta Ese Culo? ¿¡Bip!?… Los demás nombres no parecían significar nada. A no ser que Bailarín Tímido fuese otra referencia a Bencil Dornay, claro… y Maravilla podría referirse a la Pistola Vaga, y… se rindió; si le daba las suficientes vueltas, podía encontrarle mucho o ningún sentido a todos los nombres, y no había forma de saber dónde trazar la línea.
Siguió pensando en el accidente y en el tiempo que había pasado en el hospital minero. Intentó introducirse en los bancos de datos relevantes de Trinchera, pero no podía accederse a los registros de los tiempos de la guerra desde fuera del complejo minero donde los guardaban. Dejó en marcha el contador de la nave de alquiler, la Trapichera (y dejó que las dos mujeres que componían su tripulación, Tenel y Choss Erup, perdieran más dinero en los casinos y bares de juego de Trinchera), y cogió un metro a la mina Primer Corte, donde la habían hospitalizado por primera vez, después del accidente.
La mina de Primer Corte había sido la primera operación minera a gran escala establecida en el Fantasma. El suministro de metales pesados en el área inmediata se había terminado casi por completo hacía milenios, y las grandes compañías se habían marchado en busca de pastos más verdes, con lo que los pequeños negocios se habían quedado para trabajar las pequeñas vetas de minerales que todavía quedaban. Los barrios residenciales de Primer Corte llevaban bastante tiempo abandonados, y la ciudad subterránea había quedado reducida a un pueblo.
—Ysul Demri —dijo ella, tras sentarse en la silla que le había indicado la oficinista—. Me interesa saber más sobre el papel que el Fantasma desempeñó en la Guerra del Cinco por Ciento, y me gustaría tener acceso a los registros del complejo de aquellos años.
La oficinista era una mujer grande, de piel manchada, que dirigía su departamento de asuntos administrativos del barrio de Primer Corte desde el reservado de una pequeña y humeante cafetería de Rastra Tres, una de las principales calles-pasillo del barrio. La gente pasaba junto a la cafetería, algunos empujaban carros y tenderetes; en el centro de la calle zumbaban pequeños coches y sonaban las alarmas. La oficinista la observó con un ojo; el otro lo tenía cerrado para mirar la pantalla de párpado.
—En los archivos de la ciudad solo están disponibles los resúmenes y las interpretaciones —dijo.
Un telar de ocho tuberías de pequeño diámetro salía de las cisternas de samovar de la barra, rodeaba las paredes del café para meterse en los distintos reservados y seguía por el techo para meterse en las mesas centrales. La oficinista había puesto su taza bajo uno de los pequeños grifos de latón de la pared y se había servido algo que olía a dulce.
—Lo sé —dijo Sharrow. Ella cogió también su taza y la llenó del mismo grifo que la oficinista—. La verdad es que esperaba llegar a los datos en bruto.
La oficinista se quedó callada y quieta durante un par de segundos, después bebió de su taza.
—Se refiere a la Fundación —le dijo a Sharrow—. Se hicieron cargo de las bases de datos cuando el hospital se trasladó a una nueva sede, justo después de la guerra; el hospital les arrienda lo que necesita, como nosotros.
Sharrow sorbió el líquido templado y agridulce.
—¿La Fundación? —preguntó.
—Fundación de la Mancomunidad —dijo la oficinista, tras abrir los dos ojos por un instante y poner cara de sorpresa—. La Gente. ¿No ha oído hablar de ellos?
—Lo siento, no —dijo Sharrow. La oficinista cerró los dos ojos durante un instante.
—Supongo que no. Aquí fuera tendemos a olvidarlo —dijo la mujer. Abrió un ojo—. Nivel Siete e inferiores, en cualquier pozo. Les diré que va para allá.
—Gracias —le dijo Sharrow.
—Pero no suelen entregar nada sin una buena razón. Le deseo la mejor de las suertes.
—Resumiendo, la historia de Golter y del sistema es una búsqueda continua de la estabilidad. Es una búsqueda que ha ayudado constantemente a destruir la cualidad que pretendía descubrir. Es posible que hayamos probado ya todos los sistemas concebibles de gestión del poder político; ninguno de ellos ha sobrevivido conceptualmente y mantenido cierto grado de credibilidad, e incluso el último intento a gran escala de imponer una autoridad central, por medio de la dinastía Ladyr, fue más un pastiche de moda retro de las pasadas eras imperiales (que ni siquiera los participantes conseguían tomarse en serio) que un intento serio por establecer una hegemonía duradera en las funciones de poder del sistema.
»El punto muerto en el que nos encontramos, entre las fuerzas progresivas y regresivas, nos ha supuesto setecientos años de estreñimiento burocrático del Tribunal Mundial y de su Consejo asociado, prácticamente simbólico. Hoy en día el poder está en manos de los abogados. Aunque su función debería consistir meramente en ayudar a regular (después de que se echaran atrás aquellos con el derecho y la procedencia histórica necesarios para el liderazgo), en la práctica han llegado a legislar. Por su propia naturaleza, ahora que tienen las riendas del poder se asegurarán de que no puedan quitárselas legalmente.
»Lo que deben recordar aquellos que se preocupan por el futuro y por la historia de nuestra especie es que la ley no es más que una abstracción de la justicia; una expresión de la voluntad política y los conceptos filosóficos de una sociedad. Cierto es que el derecho y la justicia son procesos, no estados. Son funciones dinámicas que solo pueden expresarse y comprenderse a través de la acción… Y es posible que se acerque el momento de la acción. Gracias.
El joven profesor hizo una breve reverencia a la sala abarrotada. El salón estalló en aplausos, lo que la sorprendió mucho. Estaba al fondo de la sala de conferencias; agarraba su mochila y miraba a su alrededor, a las aproximadamente dos mil personas que atestaban el espacio. Todos estaban en pie, aplaudían, vitoreaban y daban patadas en el suelo.
Las clases en Yadayeypon nunca eran así, pensó. El profesor (un hombre joven delgado y de altura media, con rizos oscuros y ojos aún más oscuros) salió de la parte delantera de la sala escoltado por una barrera de guardias de seguridad de aspecto eficiente y vestidos con uniformes blancos, que habían estado sentados en la primera fila del auditorio. Los guardias tenían que mantener alejadas a unas cien personas de la puerta por la que acababa de salir el joven; los protagonistas del asedio blandían cuadernos, cámaras y grabadoras, y les suplicaban a los guardias de expresión impasible que los dejaran pasar.
Se quedó allí de pie un rato, empujada de vez en cuando por la multitud de gente que llenaba la sala de conferencias, compuesta en su mayor parte por jóvenes y personas muy amables. Intentaba recordar si había visto alguna vez a un orador tan carismático, pero no pudo. Un sorprendente zumbido de emoción había recorrido la sala durante la hora de clase que había presenciado, aunque las cosas que el joven había estado diciendo no eran especialmente originales ni espectaculares. Sin embargo, el sentimiento era contagioso e innegable. Ella había sentido la misma emoción, la misma «inminencia» que a veces sentía cuando oía a una nueva banda o a un nuevo cantante de singular talento, o cuando leía a un poeta especialmente prometedor, o cuando veía a algún prodigio de la pantalla o del escenario por primera vez. Era algo parecido a la primera y lujuriosa etapa del amor obsesivo.
Se sacudió la sensación y miró la hora. Podría coger otro metro de vuelta a Trinchera en una hora. Dudaba mucho que lograra ver a aquel tipo que parecía controlar el acceso a todo, incluidos los registros hospitalarios de hacía quince años, pero, de todos modos, tenía que ver a las autoridades para que le devolvieran la pistola; se la habían quitado al entrar en la sala de conferencias.
La Fundación de la Mancomunidad parecía ser en parte benéfica, en parte Universidad Irregular y en parte partido político. Se había hecho cargo de la mayoría del barrio inferior abandonado de Primer Corte, y aquel joven, Girmeyn, tenía toda la pinta de ser su líder, aunque nadie se dirigía nunca a él como tal.
—Girmeyn la recibirá, señorita Demri —dijo el guardia de uniforme blanco.
Ella estaba viendo pantalla, sentada en la sala de espera de una cueva de cálidas corrientes, con otras doscientas personas que deseaban ver al hombre.
Levantó la mirada, sorprendida. Había abandonado toda esperanza de ver a Girmeyn cuando había visto a la muchedumbre. Solo quería recuperar el Cañón Manual.
—¿En serio? —dijo. La gente que se sentaba junto a ella la miraba fijamente.
—Por favor, sígame —dijo el guardia.
Siguió al guardia de uniforme, que la condujo hasta el extremo de la sala de espera, y después entró por un pasillo. El pasillo terminaba en una cámara larga y de muebles cómodos, con vistas a una enorme caverna.
La caverna tenía paredes de roca negra desnuda. El suelo liso estaba cubierto de antigua maquinaria reluciente, con una altura de veinte metros, casi al mismo nivel que las ventanas de la galería. Las complicadas e indescifrables máquinas (de un diseño enrevesado tan ambiguo que podrían haber sido turbinas, generadores, reactores nucleares o químicos, o agentes de otros cien procesos distintos) relucían bajo las brillantes luces del techo. Unas enormes estalactitas pálidas colgaban como péndulos del techo de la caverna, en húmedos pliegues de roca sedimentaria, con el contrapunto de las estalagmitas del suelo. En aquellos lugares en los que se interponía la maquinaria, las columnas de metro de ancho, como mínimo, se unían y mezclaban de forma íntima con las silenciosas máquinas.
Se quedó mirando la escena unos segundos, mareada por el simple peso del tiempo implícito en la hundida topología de los pálidos pilares que envolvían aquella tecnología.
—¿Señorita Demri? —le dijo un guardia de uniforme blanco de más edad. Ella se dio la vuelta.
—¿Sí?
—Por aquí.
La cogió de la mano. Girmeyn estaba sentado detrás de un enorme escritorio al otro extremo de la habitación, rodeado de varias personas con pantallas de yema y de mano, proyectores de frente, pantallas de parche y, a juzgar por el aspecto tuerto de un par de ellos, pantallas de párpado. La condujeron hasta una gran silla que estaba a un lado del escritorio, junto a una mesa más pequeña y frente a otro asiento similar, justo al lado de las ventanas que daban a la caverna.
Se quedó allí sentada unos minutos y observó una escena muy parecida a la de un príncipe atendiendo a sus asuntos de estado, hasta que el joven se levantó del escritorio, saludó con una inclinación de cabeza a la gente con la que trataba y se unió a ella. Casi todos los hombres y mujeres que rodeaban el escritorio se quedaron donde estaban; algunos se sentaron en sillas y otros en el suelo. Sharrow se levantó para estrecharle la mano. Su apretón de manos era firme y cálido.
—Señorita Demri —dijo. Su voz era más grave de lo que ella esperaba. La saludó con la cabeza y se sentó en la otra silla. Llevaba la misma conservadora toga negra académica que había vestido durante la conferencia, una hora antes. Era todavía más joven de lo que había creído en un principio; veintipocos en vez de veintimuchos. Tenía una media melena exquisitamente enredada de color negro azulado, y la depilada piel tostada era suave y perfecta. Tenía labios carnosos y expresivos bajo una nariz larga y delicada. La mandíbula era fuerte, y lucía un hoyuelo en la barbilla. Se sentó relajado, aunque formal, en el asiento, y la examinó con los ojos.
—Es usted muy amable al recibirme —le dijo Sharrow—, pero solo necesito acceso a unos registros del hospital de hace unos quince años. —Miró detrás de ella—. Hay tanta gente esperando ahí fuera que siento que no merezco tanto honor.
—¿Estudia usted la Guerra del Cinco por Ciento, señorita Demri? —le preguntó él. La estudiada soltura con la que hablaba pertenecía a alguien de inmensa experiencia y autoridad, tres veces mayor que él. Su voz se derramó sobre Sharrow.
—Sí —respondió—. Lo soy.
—¿Puedo preguntar dónde?
—Bueno, asistí a Yadayeypon hace algún tiempo. Pero ahora soy independiente; es más un hobby… Él sonrió y dejó al descubierto unos dientes perfectos.
—Debo de haber llevado una vida más protegida de lo que pensaba, señorita Demri, porque no sabía que los estudiantes llevaran un armamento tan pesado. —Miró el escritorio e hizo un gesto con la mano. El guardia de más edad, el que la había saludado al llegar, les llevó el cañón manual.
—Puede manipularlo sin peligro, señor —le dijo a Girmeyn; este examinó el arma.
Por la forma en la que la sostenía, ella supo que probablemente no hubiera utilizado una pistola en su vida.
El guardia mayor se inclinó junto a ella; llevaba el cargador de la pistola en una mano y, en la otra, cogido entre dos dedos, un proyectil multiusos. Ella miró el proyectil y después al guardia.
—No debería llevar una bala en la recámara, señora —le dijo él—. Es peligroso.
—Eso dicen —dijo ella con un suspiro. El guardia regresó al escritorio. Girmeyn le entregó el cañón manual a Sharrow igual que el guardia se lo había entregado a él. Ella se lo metió en el bolsillo.
—Gracias —le dijo. Él parecía estar esperando algo más. Ella se encogió de hombros—. La competición por las becas de investigación está siendo especialmente dura este año.
Él sonrió.
—¿Cree que esos registros hospitalarios la ayudarán en sus estudios?
Ella empezaba a preguntárselo. Tenía la sensación (muy clara pero profundamente vaga a la vez) de que allí estaba pasando algo importante, pero no tenía ni idea de lo que podía ser.
—Puede que sí —dijo ella—. No puedo evitar pensar que todo esto es exagerado. Diría que no es una petición muy importante, y es evidente que está muy ocupado… —Agitó una mano.
—Pero los detalles son importantes, ¿no cree? —dijo él—. A veces lo que parecen ser actos sin mayor trascendencia provocan enormes resultados. Es el fulcro sobre el que descansan las palancas de la acción.
Ella soltó una pequeña carcajada.
—¿Siempre habla en epigramas, señor Girmeyn?
Él esbozó una sonrisa amplia y deslumbrante.
—Gajes del oficio —dijo abriendo las manos—. Permítame que atenúe mi solemnidad.
Ella sonrió y bajó la mirada.
—He oído la última parte de su clase —le dijo—. Ha sido muy impresionante.
—¿Por el contenido o por la forma? —preguntó él mientras pasaba un brazo por detrás del respaldo de la silla.
—Por la forma, sin duda —le dijo ella—. En cuanto al contenido… —se encogió de hombros—. Por usar una frase que puede que no le guste, el jurado todavía lo está deliberando.
—Hmm —dijo él frunciendo el ceño y sonriendo a la vez—. Normalmente suelen contestarme «por ambos».
Ella miró a la gente que rodeaba el escritorio, la mayoría de los cuales fingía no mirarlos a ellos.
—Seguro que sí —le dijo.
—Entonces, ¿mis argumentos no la han convencido? —Parecía triste. Ella tuvo la breve, vertiginosa y reveladora sensación de que podría enamorarse fácilmente de aquel hombre, y de que no solo lo habían hecho ya cientos o quizá miles de personas, sino que, además, todavía quedaban muchos por hacerlo.
Se aclaró la garganta. —Me preocupan. Suenan como lo que la gente quiere escuchar; lo que muchos creen que dirían si supieran expresarse con mayor facilidad.
—Por usar su propia terminología —dijo él en voz baja—, tengo que declararme culpable. Y mi defensa particular es que yo llevo razón y la ley actual se equivoca. —Sonrió.
—Creo —dijo ella con cuidado— que quizá haya demasiada gente que quiere que las cosas sean sencillas, cuando no lo son y no pueden serlo. Alentar ese deseo es seductor y gratificante, pero también peligroso.
Él desvió un poco la mirada, como si examinara algo a lo lejos, por encima del hombro izquierdo de Sharrow. Asintió lentamente unos instantes.
—Creo que el poder siempre ha sido así —dijo en voz baja.
—Tengo un… pariente —dijo ella— que creo que se ha vuelto loco en los últimos años, en gran medida por culpa del entorno. —Miró a Girmeyn a los ojos y observó la oscuridad de su interior—. Tengo la inquietante sensación de que no habría discrepado con nada de lo que ha dicho usted hoy.
Él se encogió de hombros con una lentitud exagerada.
—Pero no se alarme, señorita Demri —dijo—. No soy más que un humilde funcionario. De hecho, técnicamente, todavía soy un estudiante. —Sonrió, sin dejar de sostener su mirada—. Hace dos años me pidieron que diese una clase; el año pasado comenzaron a llamarme profesor, y ahora la gente viene a verme y a pedirme ayuda, y algunos me invitan a visitarlos y a aconsejarlos… por todo el Fantasma. —Sonrió—. Pero sigo siendo un estudiante; sigo aprendiendo.
—¿Y el próximo año, el sistema? Él pareció desconcertado, pero después le dedicó otra amplia y encantadora sonrisa.
—¡Como mínimo! —se rio. Sharrow no pudo evitar reírse también, sin dejar de mirarlo. Él no desvió la mirada. Sharrow se la sostuvo y bebió de ella. Al final, Sharrow empezó a pensar en apartarla primero porque, si no, podían quedarse allí sentados durante el resto del día. Entonces, el guardia mayor se acercó de nuevo. Se quedó a un lado y tosió.
—¿Sí? —le preguntó Girmeyn, riéndose un poco mientras miraba al otro hombre.
—Lo siento, señor —dijo el guardia mirando a Sharrow—. La cena de esta noche; el tren está esperando. Girmeyn parecía realmente enfadado. Levantó las palmas de las manos delante de ella.
—Debo irme, señorita Demri. ¿Puedo convencerla para que me acompañe? ¿O para que me espere aquí? Me encantaría seguir hablando con usted.
—Creo que será mejor que me vaya —respondió Sharrow—. Tengo que irme del Fantasma muy pronto. —Una voz dentro de ella gritaba «¡Sí!, ¡Sí! ¡Di que sí, idiota!». Pero no le hizo caso.
Él suspiró.
—Es una lástima —dijo mientras se levantaba. Ella también se levantó. Se dieron la mano. Él sostuvo la de Sharrow mientras seguía hablando—. Espero que nos volvamos a encontrar.
—Yo también —dijo ella. Sonrió, todavía cogida a su mano—. No sé por qué digo esto —añadió mientras sentía cómo se le calentaba la cara, el cuello y el pecho—, pero creo que es usted la persona más excepcional que he conocido.
Él soltó un bufido de risa y bajó la mirada. Ella le soltó la mano, y él escondió ambas tras la espalda. Levantó la cabeza para volver a mirarla.
—Y usted es la primera persona en unos diez años que consigue ruborizarme. —Se inclinó con formalidad—. Hasta la próxima, señorita Demri —le dijo.
Ella asintió.
—Hasta la próxima.
Él comenzó a alejarse, y después dijo:
—Ah, puede consultar sus registros.
—Gracias.
Él se dio la vuelta y se alejó. Ella lo observó detenerse a un par de pasos. Se dio la vuelta para mirarla, con las manos todavía unidas en la espalda.
—¿Por qué ha venido aquí realmente, señorita Demri? —le preguntó.
Ella se encogió de hombros.
—Algo que no me podía quitar de la cabeza —le respondió.
Él lo pensó; después sacudió la cabeza una vez y atravesó una puerta que estaba en la pared detrás del escritorio, seguido de sus funcionarios y asistentes.
Ella se quedó allí de pie un momento, mientras se preguntaba qué era exactamente lo que estaba sintiendo. Entonces se le acercó el guardia, le entregó un chip de datos, el cargador del cañón manual y el proyectil extra, y la acompañó a la salida. Conforme caminaba hacia las puertas, miró la caverna silenciosa y reluciente del otro lado del cristal.
Durante unos minutos se había olvidado de su existencia.
Cogió el siguiente metro a Ciudad Trinchera y se sentó en el tren con una gran sonrisa en la cara, inundada de la sensación extraña y emocionante de que había experimentado algo de consumada importancia, cuyo significado le estaba oculto, pero que crecía. Le costó un gran esfuerzo de voluntad ejecutar el chip de datos que le habían dado en su pantalla de muñeca.
Los registros no le dijeron nada. Si había algo excepcional en el hospital en el que la habían tratado, o en su personal y sistemas, no pudo encontrarlo. La misma mina Primer Corte no era más que otro complejo de minero propiedad, como siempre, de una Corpo anónima que alquilaba los pozos y los depósitos restantes a cooperativas, colectivos y empresarios más pequeños.
Dejó el chip y se quedó allí sentada, pensando en la enorme caverna y en sus máquinas misteriosas y antiguas, mientras aquel oscuro espacio subterráneo en el que habitaban resonaba en su interior como un acorde imponente.
Sacó a rastras de un sex-shop femenino de Trinchera a su tripulación de mujeres, y se marchó a Golter aquella misma tarde.
—Hola, muñeca. Solo quería responder tu mensaje. Nos ha dejado perplejos. Hemos investigado esa compañía, El Torreón, y no hemos llegado a ninguna parte. Parece nueva; no tiene trabajos previos, ni contratos… nada. Las mejores referencias comerciales que he visto, pero sin ninguna pauta. Se dice que han hecho una oferta líder con pérdidas para el contrato del libro; hicieron que las otras agencias se cagaran en los pantalones, pero no se sabe nada de ellos desde entonces. No tienen dirección física, ni tampoco hay constancia de quién trabaja para ellos. No podemos saber cómo llegaron a contratar a los espeluznantes gemelos que te encontraste en el petrolero. No veo ninguna razón por la que no puedas preguntarle a los Hermanos Tristes por qué eligieron a esa agencia en concreto, como tú sugeriste, pero algo me dice que no te va a servir de nada. Todo esto apesta. Como la Casa del Mar, ahora que lo pienso.
»Ninguno de nosotros ha oído hablar de Girmeyn, ni de la Fundación de la Mancomunidad. Los registros de acceso público parecen bastante inocuos. He iniciado una investigación legal, pero por ahora está más seca que un bar de Ciudad Abstinencia.
»El chip de información que te dieron; si tiene tantos datos sin clasificar, lo único que se nos ocurre es que se lo des a un IA; contrata a uno o pídele un favor a tu primo… aunque imagino que tendrás que decirles lo que buscas, lo que puede que no sea muy inteligente. Pero supongo que ya lo habrás pensado.
»Siento serte de tan poca ayuda. Emm… Todos estamos bien; no parece haber actividad religiosa por las inmediaciones. Nos marcharemos pronto. Nos vemos en el lugar acordado. Muchos besos de todos. Bueno, menos de Cenuij, quizá. Ah, mierda… —Zefla puso cara de pena y sacudió la cabeza—. Puedes llamarme doña Tacto. Qué coño; que tengas buen viaje. Nos vemos, muñeca.
La imagen se desvaneció dentro de la pantalla holográfica. Sharrow se dio cuenta de que se había tensado un poco mientras veía la señal; soltó los brazos del asiento y dejó que su cuerpo flotara en la silla.
Las pantallas de control y de datos de la nave espacial chárter Trapichera relucían débilmente a su alrededor. El puente, como el resto de la nave, estaba más tranquilo de lo normal; la nave acababa de pasar el punto medio de su viaje a Golter, en caída libre un par de horas antes de que volviera a encender los motores y comenzara a frenar. También contribuía a la relativa calma que las dos tripulantes de la nave, a las que le gustaba la música industro-trash dura, estaban profundamente dormidas en sus literas.
Sharrow se quedó un rato mirando las irreales profundidades grises de la pantalla holográfica, y después suspiró.
—¿Nave?
—Lista, cliente lady Sharrow —dijo el ordenador con voz monótona.
—No eres una IA, ¿verdad?
—No soy una Inteligencia Artificial. Soy una semi…
—No importa. Vale; gracias, ya he acabado.