Prólogo

Apoyó la barbilla en la madera bajo la ventana. La madera era fría, brillante y olorosa. Se arrodilló en el asiento; también olía, pero distinto. El asiento era tan amplio y rojo como la puesta de sol, y tenía pequeños botones que formaban profundas arrugas y le daban el aspecto de una barriga. Estaba nublado y el teleférico tenía las luces encendidas. Había gente esquiando en las escarpadas pendientes que se extendían bajo ellos. Su reflejo en el cristal le devolvía la mirada; empezó a hacerse burlas a sí misma.

Al cabo de un rato, el cristal frente a ella se empañó. Lo limpió con la manga. Alguien la saludó con el brazo desde el interior de otra cabina que bajaba la pendiente. Ella hizo caso omiso. Las colinas y los árboles blancos se inclinaban ligeramente a uno y otro lado.

El teleférico se balanceó suavemente al elevarse a través del aire de la montaña en su camino hacia la base de las nubes. Los árboles y pistas que cubrían las colinas de abajo también estaban blancos; la nieve recién caída y la niebla helada que había soplado desde el valle por la noche habían cubierto las ramas y agujas de los árboles de una crujiente capa de cristales. Los esquiadores cortaban y atravesaban la nueva hinchazón de la nevada, y grababan un texto de líneas blancas azuladas en la repleta página en blanco de la nieve.

Observó a la niña durante un instante. Estaba arrodillada en el asiento de piel y miraba afuera. Su traje de esquí era rosa chillón, con ribetes de piel. Los guantes, que colgaban de las mangas unidos a cordones, eran de un malva discordante. Las botitas eran naranjas. Era una combinación horrorosa (especialmente allí, en Frelle, el complejo supuestamente más exclusivo, y sin duda más esnob, de Caltasp) pero, sospechaba, probablemente era menos dañino para su psique que la inevitable rabieta de su hija si no le hubiera permitido escoger su traje de esquí. La niña frotó la ventana y frunció el ceño.

La madre se preguntó por qué estaría frunciendo el ceño, se dio la vuelta y vio otro teleférico que pasaba en dirección contraria, a unos veinte metros de distancia. Sacó una mano y la movió entre el pelo negro de la niña para apartarle algunos rizos de la cara. No pareció darse cuenta; se limitó a seguir mirando por la ventana. Tenía una cara muy seria para una niña tan pequeña.

La madre sonrió al recordarse a sí misma con esa edad. Podía recordar sus 5 años; tenía recuerdos que llegaban hasta los 3, pero eran vagos e incipientes; fogonazos de recuerdos que iluminaban el oscuro paisaje de un pasado olvidado.

Pero podía recordar ser consciente de tener 5 años; incluso recordaba la fiesta de su quinto cumpleaños y los fuegos artificiales sobre el lago.

En aquellos tiempos deseaba con toda su alma ser mayor; crecer, quedarse hasta tarde e ir a bailes. Odiaba ser joven, odiaba que siempre le dijeran lo que tenía que hacer, odiaba que los adultos no se lo contaran todo. Y también odiaba algunas de las cosas que sí le decían, como, «estos son los mejores años de tu vida». Claro que, entonces, no podías creerte que los adultos tuvieran ni la más remota idea de lo que estaban hablando; creías que te tomaban el pelo. Había que ser un adulto, con todas las obligaciones y responsabilidades que ello supone, para poder apreciar la penosa ignorancia que los adultos entendían como inocencia y (normalmente olvidando cómo se habían sentido ellos mismos) atreverse a llamar «libertad» al cautiverio de la infancia, por mucho cariño que se recibiera.

Era una tragedia muy común, suponía, pero no por ser más corriente resultaba menos lamentable. Como una pista, como un anticipo del dolor, se trataba de una experiencia original, incluso única, para todos los afectados, al margen de las muchas veces que la hubieran sufrido otros en el pasado.

Pero ¿cómo evitarla? Se había esforzado mucho para no repetir con su hija los mismos errores que creía que sus padres habían cometido con ella, pero a veces se oía a sí misma regañarla y pensaba, eso es lo que me decía mi madre.

Su marido no opinaba lo mismo, pero a él lo habían educado de una forma distinta y, de todos modos, tampoco tenía mucho que decir en la educación de la niña. Aquellas antiguas familias. La de ella era rica, influyente y probablemente bastante insoportable a su manera, desquiciada por el poder; pero nunca había llegado al nivel de excentricidad casi premeditada que la de Kryf demostraba generación tras generación.

Miró la pantalla de muñeca y apagó la calefacción de las botas, que ya estaban lo bastante caldeadas. Mediodía. Kryf debía de estar levantándose en aquellos momentos, pediría el desayuno y haría que su mayordomo le leyera las noticias, mientras un lacayo le presentaba una selección de trajes para que eligiera el atuendo de la tarde. Ella sonrió al pensar en él, y después se dio cuenta de que estaba mirando a Xellpher, sentado al otro lado de la cabina. El guardaespaldas (el tercer y último ocupante de la telecabina) era robusto y oscuro como una vieja estufa, y también sonreía un poquito.

A ella se le escapó una risita y se tapó la boca con la mano.

—¿Señora? —dijo Xellpher. Ella sacudió la cabeza. En el exterior, detrás de Xellpher, un afloramiento de rocas se erguía sobre los árboles, cubierto de blanco pero surcado de roca negra desnuda, un oscuro cuerpo extraño entre las sábanas y almohadas de la nieve. El teleférico subió para unirse a las nubes y quedó rodeado por ellas.

Una torre pasó gris y veloz junto a ellos, y el teleférico zumbó y se sacudió sobre sus ruedas durante un segundo más o menos, después continuó su ascenso silencioso y suave, como un ronroneo; parecía asentir para sí mismo conforme lo izaban, dejando atrás filas de árboles, como si fueran fantasmas de un gran ejército que descendiera por la colina.

Todo se hizo gris. Un poste gris pasó por su lado y el coche se meció. La vista siguió siendo gris. Había algunos árboles, y podía ver otra cabina, pero nada más. Miró a su alrededor, enfadada. Xellpher le sonrió. Ella no le devolvió la sonrisa. Había un precipicio detrás de él, trocitos negros en la nieve blanca.

Se volvió hacia la ventana y la frotó con la esperanza de ver mejor. Observó cómo salía un teleférico de las brumas de más arriba para dirigirse hacia ellos por el otro cable.

El teleférico comenzó a frenar.

El teleférico frenó y se paró.

—Oh, vaya —dijo ella mientras levantaba la vista hacia el techo esmaltado de la cabina.

Xellpher se levantó con el ceño fruncido. Observó el otro teleférico que se acercaba por el cable descendente y que se había detenido casi a su misma altura. Ella también lo miró. La cabina se balanceaba, igual que la suya. Parecía vacía. Xellpher se dio la vuelta y miró el precipicio del otro lado, visible a través de la niebla a unos treinta o cuarenta metros. Ella notó que entrecerraba los ojos, y experimentó la primera punzada de miedo al seguir su mirada hacia el precipicio.

Tenía la impresión, quizá figurada, de que algo se movía entre los árboles en lo alto del precipicio. Xellpher volvió a mirar la cabina que colgaba junto a ellos y sacó unos multivisores de su chaqueta de esquí. Ella seguía observando el precipicio, como él. Algo se movió entre los árboles, más o menos a su misma altura. Xellpher ajustó un control del lateral del visor.

La niña pegó la nariz a la ventana. Estaba muy fría. Mamá le había contado una vez la historia de una niña mala que había pegado la nariz a una ventana muy fría y se le había quedado pegada; ¡helada! Qué niña tan estúpida. La cabina del otro cable había dejado de mecerse. Vio a alguien dentro. Estaba mirando afuera y sostenía algo largo y oscuro; después volvió a agacharse para que no pudiera verlo.

Xellpher se agachó, apartó el visor y alargó ambas manos para tirar de ella. Miró a la niña mientras decía:

—Estoy seguro de que no hay nada de qué preocuparse, señora, pero quizá sea mejor que nos sentemos en el suelo un momento.

Ella se agachó sobre las tablas rozadas del suelo, con la cabeza por debajo de la altura de las ventanas. Levantó un brazo y tiró con suavidad de la niña, para bajarla del asiento. La niña forcejeó un segundo.

—Mami… —dijo con su tono exigente.

—Schist —susurró mientras la apretaba contra su pecho. Todavía agachado, Xellpher avanzó en cuclillas hacia las puertas de la cabina y sacó el comunicador del bolsillo. Todas las ventanas estallaron a la vez y los rociaron de cristales. La cabina tembló.

Se oyó gritar a sí misma mientras se aferraba a la niña y caía al suelo de la cabina. Se mordió los labios para no gritar más. La cabina tembló, sacudida por más disparos. Se hizo un silencio súbito y Xellpher murmuró algo; después se produjo una serie de violentas sacudidas. Levantó la mirada y vio que Xellpher disparaba su pistola a través de la ventana destrozada, en dirección al precipicio. Más disparos se estrellaron contra la cabina; hicieron saltar astillas de madera en el aire y levantaron nubes de humo y trocitos de espuma de los asientos de piel.

Xellpher se agachó, saltó para disparar un instante, y después volvió a echarse al suelo para cambiar el cargador de la pistola. Los disparos desgarraron la cabina, se incrustaron en el metal, e hicieron que zumbara. Ella podía saborear el olor que producía la pistola de Xellpher, un perfume acre y quemado en el fondo de la garganta. Bajó la vista para mirar a la niña, que tenía los ojos abiertos de par en par, pero que seguía ilesa.

—Código cero, repito, código cero —dijo Xellpher al comunicador durante una breve pausa del tiroteo—. Voy a abrir la puerta por el lado de sotavento, pero tranquila —le dijo a ella en voz alta, sobre el ruido del metal perforándose y el silbido de las balas al rebotar—. La caída es solo de diez metros sobre nieve. Puede que sea más seguro saltar que seguir aquí. —Los disparos golpeaban la cabina y hacían que temblara. Xellpher hizo una mueca y bajó la cabeza cuando una nube de fragmentos de madera voló de la pared junto a una ventana—. Cuando abra la puerta —le dijo a la mujer— empuje primero a la niña y después tírese usted. ¿Lo entiende?

Ella asintió, la asustaba intentar hablar. El sabor que notaba al fondo de la garganta no era el humo de la pistola; era miedo.

Él retrocedió por el suelo de madera hacia la puerta; los disparos continuaron, ráfagas esporádicas de ruido furioso y vibración. Xellpher rompió algo, alargó la mano y tiró; la puerta se abrió hacia dentro. La mujer pudo ver los esquís en sus contenedores sobre la cabina; los disparos los habían cortado a la altura de las ventanas. Xellpher miró afuera.

Se le abrió la cabeza de golpe; fue como si una bala de cañón invisible lo hubiese atravesado y lanzado de espaldas desde la puerta abierta, para aterrizar con fuerza sobre la otra pared del teleférico.

La mujer no podía ver bien. Solo empezó a gritar cuando se dio cuenta de que la cosa cálida y pegajosa que tenía en los ojos era la sangre de Xellpher.

Otro disparo desde aquel lado arrancó algunos de los asientos y tiró a madre e hija al suelo dando tumbos; toda la cabina se sacudía y balanceaba. Abrazó a la niña, la oyó gritar y oyó sus propios gritos; levantó la mirada cuando otra explosión hizo que la cabina volviera a mecerse de un lado a otro. Se arrastró hacia la puerta.

El golpe fue asombroso, incomprensible. Era como si la hubiera atropellado un tren, un martinete, un cometa. La alcanzó en algún punto bajo el pecho; no tenía ni idea de dónde. No se podía mover. Le llevó tan solo un instante comprender que estaba muerta; no le hubiera extrañado nada estar partida por la mitad.

La niña gritaba bajo ella. Casi junto a la puerta. Sabía que la niña gritaba por la forma de su boca, por su cara, pero no podía oír nada. Todo parecía volverse muy oscuro. La puerta estaba muy cerca, pero no podía moverse. La niña se arrastró para salir de debajo de ella, y la mujer tuvo que hacer grandes esfuerzos para mantener la cabeza levantada, mientras usaba uno de los brazos para sostenerse.

La niña se quedó allí quieta, gritando algo, con la cara hinchada y surcada de lágrimas. No podía moverse, pero estaba tan cerca de la puerta… El fin. No es forma de educar a una niña. Gente tonta, estúpida y cruel, como niños. Perdonarlos. Ni idea de lo que hay después, si es que hay algo. Ni ellos. Pero perdonarlos. Pobres niños. Todos nosotros, pobres niños asustados. Por todos los destinos, no hay nada en vuestro asqueroso credo que se merezca todo esto…

La granada atravesó la puerta, golpeó el cuerpo de Xellpher y aterrizó con un clic en el suelo de tablones detrás de la niña. La niña no la había visto. Quería decírselo, coger la granada y tirarla lejos, pero no lograba mover la boca. La niña seguía gritándole, se agachaba y le gritaba.

La mujer se levantó y, con sus últimas fuerzas, empujó a la niña que gritaba hacia la puerta un segundo antes de que la granada explotase.

Sharrow cayó en la nieve con un aullido.