17

Conciencia de prisioneros

Una cálida lluvia caía sobre Ikueshleng. La nave privada Trapichera bajaba a través de la oscuridad de Jonolrey Exterior hacia el parche de luz de cincuenta kilómetros de diámetro que presidía el puerto. La nave atravesó las nubes de llovizna que lo rodeaban, y su casco, que brillaba con una luz de color rojo oscuro, dejó una estela de vapor en el oscuro aire detrás de él, para después relucir con un brillo de oro líquido al entrar en el pozo de luz solar reflejada desde los espejos orbitales y proyectada sobre el enclave, a través del filtro de nubes.

La nave expulsó vapor al ajustar la caída y flexionó las rechonchas patas. Dio contra una pista de hormigón y rodó por ella, a las afueras del puerto. Frenó, se dio la vuelta y avanzó con dificultad hacia un holograma que parpadeaba débilmente, en el que se mostraban unas líneas descendentes rojas y unas líneas verdes horizontales, que se detenían al llegar al centro del holo.

El cuadrado de hormigón del suelo tenía una suave pendiente y se llevaba a la nave con él.

—¡Mierda! —Dijo Tenel tras mirar la pantalla detrás de la esclusa—. Inspección aleatoria.

Sharrow comprobó la pantalla. En el hangar al que habían sido trasladadas había un cansado oficial, con el mono de la Inspección Portuaria y una tablilla con sujetapapeles.

—Ay, piensa, hombre —dijo Choss—. No pienso pagar los putos impuestos de importación de Ik por esta mierda. —Comenzó a sacar botellas de trax de la mochila y a dejarlas en el pasillo, junto a la esclusa.

Sharrow observó cómo bostezaba el oficial del hangar y cómo hablaba después con la tablilla; la voz salió de la pantalla.

—Hola, personas de la nave Trapichera —dijo—. Comprobación de normas de transporte y aduanas; por favor, tengan lista la documentación del vehículo, y el equipaje preparado para la inspección.

—Sí, sí —dijo Tenel con el dedo en el botón de transmisión de la pantalla—. Ya vamos.

—Uno a uno por favor —dijo el oficial con voz de aburrimiento—. La tripulación primero.

Tenel sacó un chip de datos de la ranura de la pantalla y entró en la esclusa sacudiendo la cabeza; la puerta se abrió. La esclusa tenía un diseño cilíndrico giratorio estándar de apertura única, lo que quería decir que no podías abrir ambas puertas a la vez. La puerta se volvió a cerrar y oyeron el manguito interior y la puerta exterior rotar al mismo tiempo.

Sharrow y Choss observaron cómo el oficial le hacía un gesto con la cabeza a Tenel al salir de la rampa de acceso externa, cogía el chip de datos y lo metía en la tablilla; después examinó su mochila y le pasó la tablilla por todo el cuerpo un par de veces. Tecleó una entrada en la tablilla.

—El siguiente —dijo.

—Cuánta mierda, tío —murmuró Choss. Hizo una pedorreta con la boca y se metió en la esclusa. Sharrow estaba mirando el cañón manual mientras intentaba recordar si Ikueshleng exigía licencia para entrar con armas. No lo recordaba y no estaba segura de que fuese buena idea ir a por el arma que había dejado en consigna. Se encogió de hombros. Lo peor que podía pasar era que la confiscaran. Se la metió otra vez en la mochila.

—El siguiente, por favor —dijo la voz del hombre. La esclusa se abrió; ella entró. El cierre rotó a medias y después se detuvo.

Se quedó allí, atrapada en aquel espacio de un metro de diámetro. Pulsó los cuadros de control. No pasó nada. Sacó la pistola de la mochila, se colgó la mochila a la espalda y se agachó.

Le pareció escuchar algo, y después la puerta empezó a girar muy lentamente. El metal del casco de la nave quedó a la vista en la parte delantera de la abertura de la puerta. La puerta volvió a detenerse. Ella apuntó la pistola al filo.

La puerta se movió de repente y abrió un hueco de unos diez centímetros. Ella pudo vislumbrar una astilla vertical de hangar vacío. La granada de gas entró por la parte superior de la puerta y golpeó la cubierta a su derecha cuando la puerta volvió a cerrarse y la dejó allí encerrada. Ella observó, horrorizada y paralizada, la granada que hacía tictac en el suelo. Durante un instante volvió a tener 5 años.

Una lluvia cálida caía sobre Ikueshleng. Las naves iban y venían, volaban con sus alas, confiaban en la forma de sus cuerpos para elevarse o aterrizaban verticalmente, entre rugidos de motores. Otros rugidos esporádicos eran los de las naves que partían, mientras que, de vez en cuando, surgía un impulso casi subsónico, seguido de una gran explosión de sonido y del bramido distante de los motores al encenderse, lo que indicaba que un tubo de inducción llevaba a una nave a la atmósfera.

Cerca de uno de los extremos de la meseta artificial del puerto había un largo rectángulo de hormigón con bisagra, que formaba la rampa baja de entrada a un espacio bien iluminado. Un vehículo alto y rectangular que rodaba sobre cuatro ruedas de tres metros de altura salió con estruendo de las profundidades del puerto y entró en la pista resbaladiza por el agua; estaba unido a otro que lo seguía a través de la llovizna, y este a su vez precedía a otro, y a otro, y a otro.

El Coche Terrestre de veinte secciones comenzó a girar antes de que los últimos vagones hubieran subido a la superficie de hormigón. Las ruedas delanteras del vehículo pasaron sobre los charcos de barro de la pista y crearon olas que bañaron las orillas de las pequeñas depresiones. Las olas de agua mugrienta regresaron al interior cuando pasaban las ruedas, solo para volver a salir una y otra vez conforme rodaban sobre ellas los neumáticos del Coche, que aceleraba y pasaba con sus bandas de rodadura cruzadas exactamente por el mismo camino que sus predecesores.

El Coche Terrestre llegó al borde del hormigón, donde una puerta en la valla del perímetro de Ikueshleng daba acceso a la desaliñada maleza del otro lado. La caída era de dos metros o más, pero el Coche no se detuvo; su sección delantera describió un elegante arco al caer hacia el suelo húmedo, y los eslabones que la unían a la sección que llevaba detrás se tensaron para soportarla. Las ruedas tocaron el suelo y recibieron de nuevo el peso de la sección, mientras el resto del Coche la seguía, y cada uno de los vagones daba un pequeño golpe y creaba una onda de movimiento que recorría los doscientos metros de largo del vehículo, como una serpiente que se trasladara de rama en rama. El vehículo avanzó a través de los finos velos de lluvia hacia la línea de oscuridad a un kilómetro de distancia, donde el mediodía artificial del puerto daba paso a la penumbra previa al amanecer de una nublada mañana tropical.

Sharrow observó cómo la lluvia se acumulaba en la ventana de su celda, más allá de los barrotes de acero cubiertos de plástico. Las gotas de lluvia se convirtieron en un pequeño riachuelo inclinado al acelerar el Coche. El paisaje al otro lado del grueso cristal y de la humedad que se deslizaba como un río era llano, cubierto de arbustos irregulares y de retazos de hierba que parecían necesitar la lluvia. Miró la nota de papel que el carcelero le había metido en la ventanilla para la comida que tenía en la puerta.

«He oído que tú también estás a bordo. La policía del Tribunal nos cogió en Stager con el absurdo pretexto de haber asesinado a unos Vigilantes. Al parecer, la próxima parada es Yada. ¿Quién te cogió a ti?

Besos y abrazos: Miz y la panda».

Ella no tenía nada con lo que escribir. Arrugó la nota en la mano. En el exterior, la luz reflejada del sol desaparecía como si la hubiesen apagado. El Coche Terrestre avanzaba con estruendo por la oscuridad.

Los cazadores que la habían cogido eran un equipo de madre e hijo; el hijo había trabajado para la Autoridad Portuaria de Ikueshleng y tenía contactos en el puerto espacial de Ciudad Trinchera. Los huhsz habían filtrado el detalle de que Sharrow viajaba con el nombre de Ysul Demri en una base de datos empleada por personal de seguridad, asesinos con licencia, guardaespaldas y cazadores de recompensas. En comparación, averiguar en qué nave estaba y conseguir que le prestaran el uniforme relevante había sido bastante fácil.

El vehículo en el que estaba formaba parte de una flota de Transportistas de Superficie de Mercancías Protegidas y Personas Detenidas, con licencia del Tribunal Mundial, aunque todo el mundo los llamaba simplemente «Coches Terrestres». Aquel, el Lección aprendida, hacía de forma regular el trayecto entre Ikueshleng y Yadayeypon con mercancía y gente que las líneas aéreas, los servicios de ferrocarril y las autoridades de carreteras preferían no manejar.

El Lección aprendida era propiedad de los Hijos del Agotamiento, una de las cada vez más abundantes Órdenes Heridas seculares que parecían formar parte de una nueva metamoda golteriana. Todos los tripulantes del Coche Terrestre habían decidido voluntariamente ser sordos y mudos. Varios de los carceleros que había visto habían ido aún más lejos y llevaban las bocas cosidas; Sharrow suponía que los alimentarían por goteo o que les meterían un tubo por la nariz.

Otros tenían también cosido un ojo, y a un hombre, un oficial por el uniforme, le habían tapado quirúrgicamente la boca y los dos ojos. Un ayudante que podía ver lo guiaba por todo el coche, y su única forma de comunicación era a través del código por contacto privado de la Orden, en el que las puntas de los dedos del emisor se movían sobre el dorso de la mano del receptor, como si se tratara de un teclado de carne.

Un Coche Terrestre. Recordaba que Miz había mencionado haber robado el cargamento de uno de ellos, pero había sido en Speyr, en territorio de bandidos. Aquello era Golter, y nadie atacaba un vehículo con licencia del Tribunal a no ser que fuera un suicida o un loco. Ni Geis podría ayudarla ya.

El hijo del equipo de cazadores de recompensas fue a verla después del alba. De cerca era un individuo de cara pálida y aspecto enfermizo. Hizo una mueca al sentarse en el asiento plegable, al otro extremo de la celda acolchada de suelo blando. La apuntó todo el rato con una pistola aturdidora. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas en la litera, vestida con el mono de prisionera del Coche Terrestre. Todavía le dolía la cabeza por el gas que habían usado en la granada, fuera el que fuera.

—Solo quería que supieras que no hay nada personal en todo esto —le dijo el hombre con una débil sonrisa. Quizá tuviera veintimuchos, era delgado y estaba recién afeitado.

—Ah —dijo ella—. Gracias.

—Ni siquiera intentó esconder la amargura de su voz.

—Lo sé todo sobre ti —dijo el hombre, con una tos—. Siempre leo todo lo que puedo sobre nuestros blancos y, en cierto modo, te admiro, de verdad.

—Todo esto me hace sentir mucho mejor —le dijo ella—. Joder, si tanto me admiras, déjame salir de aquí. Él sacudió la cabeza.

—No puedo hacer eso —le dijo—. Hay demasiado en juego. Le hemos dicho a los huhsz que te tenemos; nos esperan para hacer el intercambio en Yada. Si no aparecemos contigo van a mosquearse muuucho —añadió con una sonrisa. Ella lo miró y echó la cabeza un poco hacia atrás.

—Sal de aquí, cretino.

—No puedes hablarme así, Lady —dijo él con el ceño fruncido—. Puedo quedarme aquí y hablar todo lo que quiera. Podría usar esta pistola —dijo haciendo un gesto con la pistola aturdidora. Miró la puerta, y después la miró a ella—. Podría volver a gasearte; podría hacer contigo todo lo que quisiera.

—Inténtalo, gilipollas —le contestó ella.

El hombre esbozó una sonrisa burlona. Se levantó.

—Vaya, una aristo orgullosa, ¿no? —Alargó las manos. La piel de las palmas estaba inflamada y llena de ampollas—. Cogí los pasaportes con mis manos, Lady. Los he visto. He visto lo que va a matarte. Pensaré en ti y en todo ese orgullo cuando te maten; lentamente, espero.

Ella tenía el ceño fruncido.

El hombre llamó a la puerta. Se abrió.

—Que pases un buen y largo viaje a Yadayeypon, Lady —le dijo.

—Espera —dijo ella mientras levantaba una mano.

Él hizo caso omiso.

—Tienes tiempo de sobra para pensar en lo que esos huhsz te harán cuando te pillen.

—¡Espera! —exclamó ella mientras él salía por la puerta. Saltó de la litera—. ¿Has dicho que…?

—Adiós —dijo el cazador de recompensas mientras el Hijo del Agotamiento sordo y mudo de fuera cerraba otra vez la puerta.

El Lección aprendida rodó por la sabana de la península de Chey Nar todo el día, en dirección norte por antiguos caminos que atravesaban los campos cultivados. Al caer la tarde, el Coche Terrestre había llegado a las estribaciones de las Montañas Cathrivacianas, y comenzaba el largo camino para rodearlas y evitar un paso en el que había que pagar un caro peaje, por lo que tenía que atravesar los bosques de luz de Undalt y Tazdecttedy Inferior; se elevaba sobre sus suspensiones para rozar las copas de los pequeños árboles con la parte inferior, mientras trepaba por las nubes de la meseta del Alto Marden.

El tráfico se detuvo en el peaje de Shruprov-Takandra a la mañana siguiente, cuando el Coche pasó por él; todos los conjuntos de ruedas se elevaron sobre la valla del peaje y después volvieron a bajar para avanzar por la carretera en sí.

Una de las personas del atasco (siempre solía haber una, como mínimo) decidió divertirse un rato saltándose el semáforo y pasando por debajo del Coche Terrestre, en un intento por cronometrar su aproximación y pasar así por debajo de las ruedas. En aquella ocasión el conductor falló; su pequeño coche quedó atrapado en el borde de uno de los neumáticos del lado izquierdo del Lección aprendida, giró y rebotó en el interior de las ruedas del otro lado, de modo que acabó debajo del borde del coche; los neumáticos del Lección aprendida rodaron sobre el automóvil, y lo aplastaron y comprimieron hasta convertirlo en un sándwich de basura de medio metro de alto.

El Coche Terrestre no se detuvo, ni siquiera frenó; la Orden tenía indemnizaciones establecidas para aquel tipo de cosas.

Vadeó el río Vounty cerca de Ca-Blay en medio de una tormenta de lluvia y giró al sudoeste; aquel rumbo lo llevaría a través de la meseta hacia Mar Scarp y las colinas y valles del condado de Marden, en la frontera de la provincia de Yadayeypon.

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Le llevaban la comida en tajaderos o platos desechables. Intentó que los guardias le llevaran algo para escribir, pero no lo consiguió; hizo tinta con algunos frutos secos que venían como guarnición, y usó una uña afilada con los dientes para escribir en la otra cara de la nota de Miz; después la puso en la ranura de la puerta justo antes de la comida de la noche. Todavía seguía allí cuando apareció la comida. Llamó al timbre de la puerta, pero no contestó nadie. Examinó cada rincón de la celda; no parecía haber ninguna forma de salir sin ayuda ni equipo. No había pantalla. Se pasaba la mayor parte del tiempo mirando por la pequeña ventana.

El cazador de recompensas había dicho que había cogido los pasaportes en sus manos. Y parecía enfermo. Ella conocía los síntomas de la radiación desde hacía tiempo; era una de las primeras cosas que el doctor les había contado al unirse a la Armada Antiimpuestos.

Hacía milenios se había puesto de moda el asesinato con plutonio entre las clases gobernantes del sistema (bolígrafos, medallas y artículos de vestir eran los sistemas preferidos para su administración); durante siglos nadie con poder iba sin su monitor de radiación personal, pero se había abandonado la práctica, prohibida e ilegalizada, por ese orden, hacía mucho tiempo. Solo unas cuantas Corpos, administraciones y viejas Casas con buena memoria seguían tomando dichas precauciones.

Ni a ella, ni a Miz, ni a los demás se les había pasado por la cabeza que los huhsz pudieran limitarse a pasar por alto el hecho de que los pasaportes estuvieran contaminados. No se le había ocurrido decírselo a nadie.

No era de extrañar que las misiones de los huhsz se hubieran movido tan rápido. No se habían molestado en llevar ningún mecanismo de contención; simplemente llevaban los pasaportes consigo como si nada y dejaban que los agujeros transmisores de energía que contenían infectaran a quien entrara dentro de su radio de acción con su empapado tributo de antiguo veneno.

Pero ¿por qué Geis no se había dado cuenta? Parecía haber seguido muy de cerca todo lo que había estado pasando; ¿por qué no lo había visto? No lo entendía. Tenía que haberlo sabido…

No importaba. Al margen de lo que hubiera pasado, todo empezaba de nuevo. Había vuelto a hacerlo. Había hecho (o estaba haciendo) que la gente muriera por la radiación. Otra vez. Ocho años después de Ciudad Labio y de la autodestrucción de la Pistola Vaga.

—Maldita —susurró, cuando se dio cuenta. Pensaba o esperaba haber hablado lo bastante bajo como para que el micrófono de la celda no lo hubiese captado.

Estoy maldita, pensó mientras sacudía la cabeza y se volvía de nuevo hacia la ventana de barrotes, negándose a revivir aquel instante de comprensión de hacía ocho años, en la habitación de hotel iluminada por el amanecer, cuando el placer había quedado contaminado para siempre por la culpa.

El Coche Terrestre se movía con mayor lentitud en el Alto Marden, donde el paisaje estaba cortado y dividido en pequeñas parcelas y el campo cubierto de aldeas y pueblos, por lo que había que dar amplios rodeos para evitarlos tanto a ellos como a los estados y enclaves que le hubieran exigido un peaje al Coche.

El Lección aprendida no paraba de cruzar paredes en Marden. Cuando las paredes eran especialmente altas, las grandes ruedas bajo la celda se elevaban tanto que le tapaban la vista.

Los pueblos y aldeas quedaban atrás; las casas eran puntos blancos y de colores que salpicaban las laderas verdes. El Coche Terrestre se metió dos veces en distintos ríos, dio tumbos y se retorció por sus cursos, se agachó bajo puentes, chapoteó en los bajíos y pasó por encima de los estanques más profundos, mientras los eslabones rígidos entre los vagones soportaban a cada uno de ellos, según correspondía.

A la luz del atardecer, el Coche pasó por la orilla del Mar Scodde, sobre campos de gravilla y praderas abiertas en los que distintos animales que pastaban salieron huyendo; las manadas botaban y saltaban sobre la hierba entre balidos y bramidos. Cuando el Coche tomó una curva para rodear la pared de una granja, vio que algunas formas marrones corrían bajo el vagón de cabeza del Lección aprendida, entre los dos primeros grupos de ruedas gigantes.

Había oído que algunos animales corrían delante o debajo de los Coches Terrestres durante horas, hasta que se quedaban sin fuerzas o sus corazones cedían y caían.

Apartó la mirada.

Se levantó el último día que pasaría dentro del Coche. Una línea de nubes blancas colmadas resaltaba las Montañas Airthit, más adelante; detrás estaba Yadayeypon. Las colinas y bosques se fueron quedando sin las tierras de cultivo del condado de Marden conforme el Lección aprendida comenzaba a ganar altura de nuevo. Sharrow había dejado de intentar que le pasaran mensajes; todavía no habían respondido al timbre de la puerta.

Observó cómo los árboles escaseaban y desaparecían; cuando las nubes desgarradas por el viento se abrieron, revelaron picos distantes, afilados y de color blanco brillante. El aire de la celda se enfrió y empezó a costarle respirar. Después atravesaron el paso y descendieron de nuevo hasta los árboles. El Lección aprendida había entrado en la provincia de Yadayeypon.

Se quedó sentada en la celda, que estaba muy inclinada, y tragó y bostezó de vez en cuando para destaponarse los oídos al aumentar la presión, mientras pensaba en cómo podría suicidarse.

Pero no podía ver el suicidio como una forma de burlarlos; sería más parecido a rendirse. Probablemente era lo más sensato, pero sería vergonzoso. Le pareció entender los viejos códigos guerreros que sostenían que, cuando a uno le quitaban toda opción y libertad, todavía era posible confundir al enemigo con una muerte digna, independientemente del terror que se sintiera. Lo cierto es que no se había sentido tan falta de esperanza desde que su nave cayera impotente hacia Fantasma de Nachtel, hacía quince años, pero había sobrevivido a aquello. Por un precio, quizá, pero había sobrevivido.

No había dormido bien por la noche, ya que cada revolución de aquellas enormes ruedas la llevaba más cerca de Yadayeypon, y el miedo y la desesperación crecían en su interior. Se sentó con las piernas cruzadas en la litera e intentó animarse, hasta que la misma desesperación de sus intentos se volvió patética y lloró.

Al cabo de un rato se quedó dormida de nuevo, débil y exhausta, apoyada en el mamparo inclinado que había detrás de su estrecho colchón.

Se despertó de repente y no se atrevió a pensar que aquello fuera lo que parecía. Una explosión sacudió la celda e hizo que le crujieran los dientes; pasó del miedo a la euforia y de nuevo al miedo en un segundo.

Una sacudida la envió directa al techo; aterrizó a cuatro patas sobre el suelo. Podía oír disparos. La celda se inclinó mientras el vagón traqueteaba y daba botes por una cuesta, tirándola a ella y a todas las cosas que tenía dentro. Subió como pudo por la celda para llegar a la litera y se agarró a los barrotes de la ventana para intentar mirar afuera.

La alta sombra del Coche Terrestre salió disparada desde una colina escarpada y cubierta de hierba hasta una lejana línea de árboles; el vehículo iba a estrellarse contra lo que parecían unas paredes de piedra seca. Una estela humeante apareció de repente por debajo del vagón delantero, cruzó un pequeño campo, y se estrelló contra una pared creando una sucia fuente de tierra y piedra. Una onda sacudió la celda e hizo que vibraran los barrotes que tenía entre las manos, mientras que una parte de la sombra del Lección aprendida, a unos cinco o seis vagones de distancia, quedó oscurecida por una nube negra y floreciente. Un relámpago de luz surgió de un extremo de la línea de árboles. Algo explotó en el vagón delante del suyo, y los restos volaron por todas partes: la celda saltó a su alrededor. Un tanque ligero con un deslumbrante camuflaje apareció entre los árboles y bajó a toda velocidad por la ladera hacia el Coche Terrestre; la tierra explotó en el aire delante de él.

Oyó un terrible choque detrás de ella, le pareció distinguir brevemente que la parte delantera de la sombra del Coche se retorcía y que el tanque ligero volvía a disparar, y después la celda se sacudió y levantó, tirándola de un lado a otro como si fuera un dado dentro de un cubilete.

El vagón rodó hacia la derecha seis veces. Ella estuvo consciente todo el tiempo. Luchó contra el deseo de abrazarse y se quedó quieta; se dio golpes por toda la celda, mientras el colchón de la cama y el saco de dormir caían una y otra vez a su alrededor; era como estar atrapada en una secadora. Tuvo tiempo para reflexionar que había mucho que decir en favor de las celdas acolchadas, y que se podía saber cuándo golpeaban el suelo las ruedas, porque el bote era ligeramente distinto.

Se detuvo; permaneció ingrávida un instante, y después se dio contra el suelo acolchado de la celda y se hizo daño en el hombro izquierdo.

El colchón y el saco de dormir le cayeron encima.

Otro golpe enorme sacudió todo el vagón.

Se hizo el silencio.

Se puso de pie con torpeza, se restregó el hombro y se palpó la cabeza en busca de moretones o sangre. Se oían disparos a lo lejos.

Intentó subirse a la litera, pero no había nada a lo que agarrarse. Saltó, se colgó de los barrotes de la ventana y se impulsó hacia arriba haciendo caso omiso del dolor del hombro, pero solo podía ver el cielo azul oscuro de la tarde. Se dejó caer al suelo inclinado en el que se habían convertido la puerta de la celda y la pared del pasillo. Más disparos. Siguió durante un rato; un par de detonaciones sordas sacudieron el vagón.

Intentó llamar al timbre de la puerta, pero no parecía funcionar.

Al cabo de un rato oyó movimiento en el exterior, y después el zumbido del cierre. Se echó a un lado para apartarse de la puerta. Voces.

—Vuélala —oyó decir a un hombre.

Se resguardó bajo el colchón de la cama y se metió los dedos en las orejas; la explosión resonó en la celda con un tono metálico e hizo que le zumbaran los oídos.

Levantó la vista y se encontró en una niebla gris. La puerta había desaparecido. Empezó a toser por los humos acres de la explosión. Donde antes estaba la puerta aparecieron una pistola y la cara de un hombre.

El hombre llevaba un casco blindado pintado con un diseño alucinógeno de color morado y verde. Llevaba unos multivisores negro mate en los ojos y un pequeño círculo pintado en la frente con las palabras «APUNTE AQUÍ» escritas debajo, y una flecha. Frunció el ceño al mirarla.

—¿No nos conocemos? —dijo el hombre.

Ella tosió y se rio.

—Me preguntaba quién podría estar lo bastante loco como para atacar un Coche Terrestre.

Apareció otro hombre. Tenía una cara oscura y redonda, y no llevaba nada en la cabeza, salvo un pañuelo de color amarillo chillón con la palabra «REAL» pintada en ella con lo que parecía ser sangre seca. Frunció el ceño enérgicamente.

Ella lo saludó con la mano.

—Educación —le dijo.

—Educación —contestó Elson Roa con un gesto de cabeza.

El aire de última hora de la tarde era cálido y húmedo; estaban en el trópico y la altitud era de menos de quinientos metros, aunque los vientos predominantes (que se derramaban de los glaciares del corazón del continente) mantenían una temperatura moderada.

Estaba de pie sobre lo que había sido una de las secciones de celdas del Lección aprendida; otro vagón yacía boca arriba sobre su tejado. El fino mono de la prisión se agitaba con la suave brisa, y podía sentir cómo se movía el aire sobre su cabeza rapada. Miró a su alrededor, sonriente, mientras observaba cómo Thrial desaparecía sobre la cresta de la montaña, al oeste.

Algunos segmentos del Coche Terrestre destrozado yacían dispersos por el fondo de un valle seco y escarpado, como piezas de un juguete después de la rabieta de un niño. Algunos vagones estaban boca arriba, y sus componentes de suspensión parecían desnudos y vulnerables, mientras que las ruedas apuntaban patéticamente al cielo cubierto de parches de nubes. El humo y el vapor bajaban del valle con el viento.

Los solipsistas, con sus uniformes chillones, se arrastraban por el enredado collar de cajas abiertas del Lección aprendida. Un par de tanques ligeros y cinco semiorugas estaban quietos sobre las pendientes de hierba que rodeaban el valle central, con los ruidosos motores en punto muerto.

Un grupo de aturdidos Hijos del Agotamiento estaba sentado sobre la hierba, con las manos en el cuello, vigilados por dos solipsistas que parecían estar desnudos bajo la pintura corporal. Había cadáveres cerca de uno de los vagones todavía humeante.

La cabeza de Roa salió de una ventana rota; ella alargó la mano y lo ayudó a salir. Llevaba un pequeño maletín y su mochila.

—Esto es tuyo —le dijo, y le pasó la mochila.

—Gracias —le dijo ella mientras se pasaba la correa por la cabeza. Roa y los otros solipsistas que la habían rescatado se quedaron mirando la escena; Roa se encogió de hombros.

—Vámonos —dijo. Bajaron al suelo por los componentes de la suspensión del vagón. Por todas partes había hombres con uniformes chillones y cuerpos pintados que salían dando tumbos de los restos del Coche para llegar a sus propios vehículos, cargados con el botín.

Siguió a Roa, que se agachó bajo uno de los pasillos de conexión doblados del Coche Terrestre al otro lado, donde un enorme semioruga abierto les esperaba; una unidad de radar giraba sobre un delgado mástil en la parte superior del vehículo. Una cara rubia sonrió desde la parte de atrás cuando vio acercarse a Sharrow.

—Vale, ahora me creo lo de los solipsistas —le dijo Zefla.

—¡Hola, pequeña! —le gritó Miz mientras se daba la vuelta.

—¿Son estas tus apariencias? —le preguntó Elson Roa al subir al semioruga detrás de ella. Sharrow estaba abrazando a Zefla; los otros estaban vestidos como ella, con el mono de la prisión. Miz le sopló un beso; Cenuij chasqueó la lengua y se dio unos golpecitos en un corte de la frente con un pañuelo, mientras que Dloan se quedó sentado cuan grande era y le dedicó una gran sonrisa.

Keteo, el conductor que los había llevado a ella y a Roa a Aïs hacía un mes, estaba sentado en el asiento central del vehículo, agarrado al volante. Se dio la vuelta, la vio, y cerró los ojos mientras canturreaba detrás de su casco de acero pintado de magenta y blanco. La chaqueta de combate era rosa chillón. Un solipsista desnudo (salvo por una boina) y con el cuerpo pintado estaba sentado a la izquierda de Keteo, con un micrófono en la mano.

—Sí —respondió a Roa con una sonrisa, todavía en brazos de Zefla—. Son mis apariencias.

—Vaya, gracias —murmuró Cenuij.

—Entonces será mejor que nos las llevemos también —dijo Roa con el ceño fruncido.

Keteo se dio la vuelta, con aspecto enfadado.

—Molgarin no dijo nada sobre… —comenzó.

Roa le dio un golpe en el casco blindado.

—Conduce —le dijo.

Miz se levantó del asiento trasero del semioruga para abrazar también a Sharrow, pero se vio obligado a volver a sentarse cuando el semioruga dio un salto sobre la hierba. Sharrow y Zefla cayeron sobre el asiento, entre risas. Roa se agarró al soporte de seguridad del semioruga, en el que había una pequeña pantalla holográfica, un par de metralletas pesadas y un lanzacohetes manchado de hollín.

El semioruga avanzó entre botes y sacudidas por el irregular terreno, valle abajo hacia algunos árboles. Roa estudió la pantalla y le dio un golpecito al solipsista con el cuerpo pintado que estaba en el asiento delantero.

—Dile a todos que se acercan aviones —le dijo al hombre tembloroso.

—¡Atención todos! —gritó el hombre pintado al micrófono. Hizo una pausa—. ¡Cuidado con el cielo! —chilló; dejó el micrófono en el asiento y se tiró al hueco para los pies.

Roa sacudió la cabeza.

Un solipsista vestido de violeta y lima que arrastraba una caja larga y negra corrió hacia ellos agitando los brazos. Roa le dio otro golpe al sombrero de lata de Keteo; el semioruga patinó hasta detenerse, escupió césped por las orugas e hizo que todos se cayeran del asiento.

—¡Uf! —dijo Roa al caer sobre el soporte de seguridad. Miró con furia la nuca de lata de Keteo, y después sacó el brazo para meter la caja larga y negra en el semioruga. Le dio otro golpecito a Keteo en el casco y se agarró con aspecto serio cuando el semioruga arrancó con un salto.

Sharrow se agarró al mástil del radar que estaba detrás del asiento y se volvió para observar a los solipsistas que corrían para alejarse del Corre Terrestre y meterse dando tumbos en los semiorugas. Los dos tanques ligeros de colores chillones ya estaban botando sobre la hierba, detrás del vehículo de Roa.

—¿Estás bien? —gritó Miz por encima del ruido del motor de la máquina.

—Sí —respondió Sharrow.

Un avión rugió sobre ellos. Ella se agachó por instinto. Todos observaron la lustrosa forma gris desaparecer sobre las cimas teñidas de ocaso de las colinas de la derecha. Otros tres aviones brillaron sobre el valle, más arriba.

—Ay, mierda —dijo Cenuij.

Roa preparó las metralletas gemelas.

El semioruga se deslizó por la hierba hasta llegar a un camino con marcas de ruedas estrechas, que bajaba hasta un pequeño bosque. El polvo daba vueltas en el aire detrás de ellos.

Oyeron de nuevo el ruido de los reactores, y después una serie de fuertes sonidos de roce. La radio del semioruga graznaba y chillaba.

El camino se hizo más escarpado y comenzó a torcer para seguir un rocoso cauce descendente. Keteo evitó un gran canto rodado que había junto al camino por un centímetro escaso, patinó y casi lanzó la máquina por encima del barranco; después volvió a ponerla derecha y aceleró.

Roa se dio la vuelta y miró el camino por el que el primer tanque ligero había aparecido con su propia nube de polvo. Una serie de fuertes explosiones estallaron tras él. Keteo se salió del camino y se metió en un tramo de hierba en pendiente para esquivar un pájaro muerto.

—Interesante técnica de conducción —le gritó Miz a Sharrow mientras asentía con la cabeza en señal de aprobación. Cenuij cerró los ojos.

—Me sentía más seguro en el puto Coche Terrestre.

Detrás de ellos, el humo se elevó en el cielo azul oscuro, por encima de los árboles. El camino dejaba el bosque y se introducía en la ladera de un amplio valle verde cruzado por muros de piedra y bisecado por un arroyo que salía de una pequeña ladera del valle. El final del valle estaba a medio kilómetro.

—Oh, oh —dijo Dloan, y se dio la vuelta para mirar detrás de ellos. Cenuij miraba con recelo la larga caja negra que Roa tenía a sus pies. Roa metió la mano bajo el soporte de protección y sacó el micrófono del asiento delantero.

—Hola, Solo… —dijo. Un gran estruendo cayó sobre ellos; todos volvieron a agacharse. Sharrow vio al reactor rasgar el cielo sobre ellos. Roa tiró el micro, cogió las metralletas y disparó al avión, ya lejano, con lo que esparció cartuchos vacíos por el hueco trasero para los pies.

—¿Dónde están los misiles? —chilló Roa.

—¡Bajo el asiento! —chilló Keteo. Un zumbido llenó el aire. Sharrow miró a Dloan; se había puesto las manos en los ojos.

Un relámpago de luz los bañó desde detrás. Sharrow medio vio, medio oyó una confusión de movimiento al caer algo sobre la hierba a un lado del camino. Entonces la larga capota del semirouga explotó.

Todo se detuvo. Silencio, mientras los restos caían dando tumbos desde el cielo y lo que quedaba del semioruga se estrellaba contra el camino en una ola de polvo y pequeñas piedras.

El sonido regresó lentamente; empezaron a zumbarle los oídos. Hubo otras cuantas explosiones amortiguadas en la confusión, hasta que el semioruga roto se detuvo por fin. Sharrow estaba en el hueco de los pies e intentaba levantarse; Roa estaba sobre ella, con aspecto aturdido y la cara ensangrentada.

Había humo por todas partes. Vio a Miz; él la ayudó a ponerse de pie y le gritó algo. Dloan ayudó a Zefla a salir del vehículo. Cenuij estaba sentado y parpadeaba con cara de sorpresa.

Después se encontró sobre la hierba y corrió dando tumbos. Creyó haber dejado la mochila atrás, pero la tenía con ella, le daba golpes en la cadera. Siguió a Dloan y a Zef; Miz corría junto a ella. Más atrás, los dos tanques ligeros ardían con violencia convertidos en charcos de brillante fuego naranja bajo las columnas de humo con forma de champiñón.

Otro avión rugió sobre ellos. Las explosiones recorrieron el valle. Sharrow mantuvo la cabeza baja y oyó cómo la metralla siseaba por el aire y se hundía en la hierba.

Corrieron hacia un pequeño corral junto al arroyo. Dloan y Zefla se metieron bajo la pared de piedra del corral. Cenuij la saltó; Sharrow saltó y cayó sobre el círculo de hierba del otro lado. Miró atrás, hacia los restos del semioruga en llamas. Miz estaba ayudando a Keteo a llevar una larga mochila de aspecto pesado. Ella se limpió el sudor de los ojos y miró arriba.

En el cielo sobre las colinas volaba un gran avión, delante de las nubes rojas iluminadas por el sol. Una fila de formas teñidas de rubí cayó de la parte de atrás del avión y se fue oscureciendo a medida que entraba en la sombra de la colina, para florecer en forma de paracaídas antes de esconderse en las colinas en sí.

—Mucho más seguro en el Coche Terrestre, sin duda —murmuró Cenuij.

—Un excelente tiempo de respuesta —murmuró Dloan.

—¿Los reconoces? —preguntó Zefla.

—No —respondió Dloan mientras Miz y Keteo (que cojeaba ostensiblemente y tenía la cara cubierta de sangre) pasaban la mochila por encima de la pared del corral y se derrumbaban sobre ella.

—¿Con quién estamos tratando? —preguntó Miz sin resuello.

—Un ejército mercenario —respondió Dloan—, por decir algo; no los reconozco.

—¿Dónde está Roa? —preguntó Keteo mientras se limpiaba la sangre de los ojos.

Zefla miró por encima de las piedras hacia el semioruga destrozado.

—No lo veo —dijo. Miró a Keteo—. ¿Y el chico de la radio? —le preguntó.

Keteo sacudió la cabeza.

—Nada —dijo; después se arrodilló y miró por encima del parapeto de piedra. Miz estaba abriendo la mochila, sin dejar de echar vistazos al cielo y a su alrededor.

—¿Con qué nos dieron? —preguntó Sharrow.

—¡Abajo! —gritó Miz. Oyeron el chillido de un reactor casi al instante. El suelo tembló bajo sus pies y algunas rocas cayeron del muro de piedra. Esperaron a que los escombros dejaran de caer y levantaron la mirada. Habían abierto un cráter en el lecho del río, unos veinte metros aguas arriba; el agua se empezaba a acumular en el agujero humeante, envuelto en humo.

—Mierda —dijo Cenuij con la pierna en la mano.

—¿Escombros? —le preguntó Zefla mientras se deslizaba hacia él.

Cenuij hizo una mueca. Levantó la pierna y flexionó el tobillo.

—Sobreviviré.

—Los detectores del tanque… —dijo Dloan, pero dejó la frase a medias mientras observaba a Miz sacar una enorme arma de la mochila. Keteo se acercó y sacó otra arma con forma de tubo. Dloan se unió a ellos con los ojos como platos.

Sharrow se sacudió; abrió su mochila y vio el cañón manual. Sacó la pistola y rebuscó entre los cargadores que le quedaban en el fondo de la mochila. Su peluca pelirroja también estaba allí, pero no le prestó atención.

—Mierda, ahí viene otro —dijo Cenuij.

El avión bajó en barrena directamente sobre ellos. Miz levantó la pistola que había encontrado, intentó dispararla, pero no lo consiguió. Sharrow encontró el cargador de proyectiles bipropulsantes, pero era demasiado tarde. Algo cayó del avión dando tumbos. Disparó de todas formas al avión, y la pistola le golpeó la mano mientras el reactor recorría el cielo sobre ellos. Algo silbó en el aire, justo delante del rugido del reactor que se acercaba.

Sharrow se tiró al suelo. Las explosiones hicieron temblar la tierra y la hierba; un ruido como el de un millón de petardos explotó en el aire. Los escombros eran diminutos y sonaban a metálico. Levantó la cabeza primero. Más explosiones resonaron aguas abajo.

—Una puntería horrorosa —dijo Dloan junto a ella mientras cogía una enorme pistola. Sacó un cargador de la mochila, después otro, y después otro.

—¡Bombas de racimo! —dijo Cenuij, y tragó saliva al mirar la zona en la que todavía brillaban y crujían las últimas detonaciones, en la parte inferior del valle—. ¿Son legales?

Keteo le dio un golpe al arma de tubo que llevaba, entre murmullos.

—Se convierten en legales —dijo Zefla— cuando haces algo como atacar un Coche Terrestre con licencia del Tribunal.

Sharrow tiró el cargador vacío y colocó el de proyectiles bipropulsantes.

—¿Creéis que dejarán de bombardearnos? —preguntó mientras buscaba el otro cargador de cohetes en la mochila—. Esos paracas deben estar muy cerca. Miz comprobó la pistola que llevaba.

—No lo creo —respondió.

—Ninguno de estos proyectiles tiene el calibre correcto —dijo Dloan mientras revolvía la otra mochila. Parecía decepcionado.

—Dos más —dijo Zefla, que miraba hacia arriba. Dos formas angulosas y oscuras giraban sobre la escasa luz de la tarde, después parecieron quedarse quietas, cada vez más grandes.

—No deberíamos haber traído esa caja —dijo Cenuij—. Esa caja negra. El Tribunal…

—¡Solo! —chilló Keteo. Señaló el valle.

Sharrow vio dos luces brillantes; se elevaban en el aire sobre dos mástiles, encima de una gran forma oscura. Había más luces encendidas, y la forma oscura se convirtió en un aerodeslizador, con dos (y después, al girar brevemente, cuatro) grandes hélices visibles sobre él.

Keteo gritó de alegría. Dloan se quedó mirando el aerodeslizador.

—¿Cómo han podido traer esa cosa hasta aquí arriba? —preguntó.

—¡Ríos! —dijo Keteo con aire de listillo.

Sharrow volvió la vista atrás, hacia los dos reactores que se acercaban dejando dos delgados tubos grises de vapor detrás de ellos, que se rizaban desde las puntas de las alas en el húmedo aire de la tarde. Miz intentó disparar a los aviones, pero la pistola no funcionaba.

—Mierda —dijo—. Esta cosa necesita una puta batería…

Dloan se volvió para mirar los reactores, dejó la pistola que tenía en la mano y observó las naves, justo cuando una tercera forma giraba en el aire sobre el extremo del valle y se unía a la ruta del bombardeo. Sacudió la cabeza.

—No importa —dijo en voz baja.

Los aviones flotaron más cerca. Sharrow sostuvo el cañón manual con ambas manos, preparada. Dos formas negras colgaban bajo cada una de las alas de los aviones. Los cilindros se soltaron y comenzaron a caer, dando vueltas en el aire hacia ellos.

—Ay, joder… —oyó decir a Miz.

—Adiós —dijo Dloan en voz baja.

De repente, los dos aviones se convirtieron en esferas de color cereza. Los cilindros brillaron con una luz rosa en el mismo instante.

La luz era demasiado brillante. Sharrow cerró los ojos, sin comprender nada. Dloan gritó algo, después chocó con ella, cayó sobre ella y apagó la luz. El mundo vibró y tembló, las ondas de choque le machacaron los oídos, que ya le zumbaban de antes.

El peso que tenía encima se levantó. Abrió los ojos. Dloan estaba de pie junto a ella, con los ojos saltones y la boca abierta.

—¡Dloan! —le gritó ella—. ¡Agáchate!

Dloan se volvió, con la boca todavía abierta. Keteo se puso de pie detrás de él, también con la boca abierta. Miraba el semioruga. Sharrow se puso de rodillas junto a Dloan.

Los dos reactores habían desaparecido. Diminutos restos relucientes caían por doquier y aterrizaban humeantes sobre la hierba que los rodeaba, siseantes en el agua y tintineantes sobre las piedras del corral, como una especie de granizo estrafalario. Zefla soltó un gritito y se sacudió un fragmento al rojo vivo del brazo. Los ecos retumbaban en el valle. Había un largo cráter humeante delante de ellos, en la falda de la colina, deshilachadas serpientes de humo salían de algunas hogueras aguas abajo del corral, y una oscura nube negra surgía de la pendiente de más allá y tapaba en parte la vista del valle hacia el Solo.

El tercer reactor barrió el cielo sobre ellos, subiendo y girando como loco. También él se convirtió en una intensa bola de luz; la explosión sacudió la tierra y los restos cayeron con elegancia sobre la colina en mil piezas ardientes que dejaban un rastro de humo negro tras ellas, como unos enormes fuegos artificiales que hubieran salido mal.

Keteo dio un salto en el aire.

—¡Roa! —chilló mientras blandía en el aire el arma en forma de tubo sin usar.

Sharrow fue hasta el parapeto del corral que estaba cuesta abajo. Parecían estar rodeados de columnas de humo. Valle abajo, más allá de la columna dejada por uno de los aviones estrellados, podían ver el Solo, detenido a unos cientos de metros con los motores encendidos.

El semioruga estaba quieto, todavía ardiendo, en la penumbra bajo la oscura colina. Una luz violeta echaba chispas justo detrás. Se dio la vuelta y miró sobre la ladera, donde ardían los restos. Un punto distante en el cielo estalló en una explosión de luz.

—¡Roa! —chilló Keteo de nuevo. Sonrió a Sharrow, después pareció avergonzado y se encogió de hombros—. Bueno, yo, en realidad —dijo.

Ella sacudió la cabeza.

—¡Joder! —dijo Dloan mirando a su alrededor—. ¡Joder!

—Eso es lo que había en la caja —dijo Cenuij con decisión. Resopló—. Los milagros de la tecnología antigua.

—Oh, tío —dijo Zefla—. Ese loco de Roa se ha metido en una buena.

La luz se extendía por la ladera sobre los restos en llamas del tercer avión. Los impactos rebotaban con un zumbido en una pared cercana.

—Los paracas están aquí —dijo Dloan, y todos se agacharon otra vez.

—Puedo ver a Roa moverse —dijo Zefla, que miraba por un agujero de la pared.

El fuego de respuesta desde el aerodeslizador arrancaba ecos en el valle.

Salieron más disparos de la cresta de la colina y cayeron a su alrededor.

Miz estaba agachado junto a Keteo.

—¿Tienes un comunicador? —le preguntó al joven.

—¡Sí! —le respondió él.

—¿Qué te parece usarlo para decirle a tus compañeros del aerodeslizador que estamos en camino?

—¡Buena idea! —dijo Keteo. Sacó un pequeño dispositivo de la chaqueta rosa de combate—. ¿Solo? —dijo.

Miz se acercó con cuidado a Sharrow, que estaba con el arma apuntando a la cima de la colina.

—¿Arroyo abajo? —le preguntó Miz.

Keteo charlaba muy animado con alguien del Solo.

—Sí —respondió ella—. Arroyo abajo. Cuando quieras. —Se levantó lo justo para disparar a la ladera. Un soldado descuidado bajaba por el horizonte, así que murió recortado sobre él. Sharrow se agachó de nuevo y cambió el cargador.

—¿Todo bien? —le preguntó Miz a Keteo por encima del ruido de las balas que se estrellaban contra el suelo y las piedras.

—¡Todo bien! —chilló el chico—. Nos esperan.

—Vamos —dijo Miz—. Bajemos por el lecho del río. —Señaló con la cabeza la chaqueta rosa de Keteo que, incluso en la oscuridad que empezaba a asentarse, se veía muy pálida—. Esa chaqueta te hace algo llamativo, chico; será mejor que la dejes.

Keteo miró a Miz como si estuviera loco.

Sharrow sacó los bipropulsantes.

Miz la observó y se rascó la cabeza.

—¿Por qué no dejas de juguetear con ella y la disparas de una vez? —le dijo.

Ella lo miró con furia.

—Son BP —le respondió—. No sirven para infantería y son demasiado fáciles de rastrear.

—Ah, perdona —dijo Miz mientras la observaba meter un cargador distinto.

Una pequeña explosión levantó la tierra a diez metros aguas arriba.

—Granada de fusil —dijo Dloan.

Estaba lista para disparar. Miró a los otros.

—¡Vamos! —chilló. Comenzó a disparar. Zefla y Dloan, seguidos muy de cerca por Keteo y después Cenuij, saltaron la pared del corral que daba al arroyo.

Sharrow se volvió a agachar. Cambió de nuevo el cargador, con un zumbido en los oídos y las muñecas doloridas. Miz estaba sentado a un metro de ella, la cara apenas visible, sonriente.

—¡Sal! —le gritó Sharrow.

—Sal tú —le dijo él. Sacó la mano para que le diera la pistola.

—No —respondió ella.

Se dio la vuelta y comenzó a disparar. Algo cayó dentro del corral a un par de metros; Miz se lanzó, la cogió, y tiró la granada de rifle hacia el camino; explotó antes de caer.

Ella miró a su alrededor; la metralla rebotaba en la pared más alejada. Las balas se estrellaban contra las piedras detrás de las que estaban agachados.

—Salgamos los dos —sugirió Miz.

Saltaron la pared, se tambalearon por la hierba hacia el río poco profundo y se metieron en él; se resbalaron con las rocas sumergidas mientras las balas silbaban sobre sus cabezas.

El Solo era invisible, estaba escondido en la hondonada que había dejado al caer uno de los aviones derribados. Las brillantes luces del aerodeslizador iluminaron el polvo que tenían delante y la hierba a ambos lados del arroyo. Un impulso bajo el agua casi los derriba; una granada creó una forma explosiva blanca en el arroyo, más atrás, cerca del corral.

Llegaron al borde de una pequeña cascada y consiguieron subir a la hierba, para después correr hasta la hondonada en la que los restos del avión ardían en pequeños cráteres y el Solo esperaba, con la alta popa girada hacia ellos; la rampa posterior estaba cerrada, pero había una pequeña puerta abierta sobre una escalera de red. Elson Roa trepaba la escalera sobre el volumen de la cubierta del aerodeslizador, que era tan alta como una persona. Los Franck estaban justo detrás de él. Keteo ayudaba a Cenuij, que cojeaba.

Sharrow y Miz corrieron a través de la gran estela de la hélice del aerodeslizador.

—Ojalá apagaran esas malditas luces —jadeó Miz.

Chapotearon por el arroyo otra vez mientras Zefla trepaba hasta la puerta. Cada vez que caía una bala entre ellos lo sabían por la altura del agua que levantaba y por las chispas que saltaban de la parte de atrás del aerodeslizador; el aire silbaba al salir de los pequeños e irregulares agujeros de la cubierta. Dloan esperó a Keteo, después lo recogió y lanzó al chico hasta la mitad de la escalera. El muchacho logró trepar el resto.

Cenuij fue el siguiente y consiguió trepar con las manos.

Sharrow y Miz llegaron a la curva negra de la cubierta del aerodeslizador. Dloan intentó ayudarla, pero ella le hizo un gesto con la cabeza para que subiera él antes. Dloan se detuvo en la subida cuando algo tiró de la tela oscura que le cubría la pierna derecha, pero después siguió avanzando.

—¡Ah! —dijo Miz, y se dio la vuelta. Sharrow miró atrás y vio que él se miraba una mano y después se la escondía detrás de la espalda y la miraba a ella—. Nada —gritó por encima del ruido de los motores, con una sonrisa. La sangre goteaba en el agua detrás de él. Hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera—. Después de ti —le chilló.

Sharrow se puso la pistola en la boca, se cogió a la escalera y trepó. Miz estaba justo detrás. Cenuij los esperaba junto a la puerta y la ayudó a subir. Parecía furioso.

—¿Te lo puedes creer? —Dijo mientras le cogía la mano—. ¡Lo tiró! ¡Pensaba que había dejado de funcionar, así que lo tiró!

Cenuij tiró de ella. Roa estaba más adentro y le chillaba a un comunicador. Dloan estaba sentado en el suelo y se sostenía la pierna. El aerodeslizador se movía. Los disparos rebotaban en la puerta abierta.

Sharrow se puso de pie en el umbral y se agachó para ayudar a Miz. Al principio pensó que Cenuij estaba haciendo lo mismo, pero entonces se desplomó sobre ella y cayó por la puerta.

Ella intentó cogerlo, pero falló; Cenuij cayó junto a Miz, rebotó en la cubierta del aerodeslizador y aterrizó inmóvil sobre la orilla verde del arroyo, con las extremidades inmóviles y abiertas.

Miz vaciló, miró abajo y atrás, mientras la espuma salía despedida bajo la cubierta del aerodeslizador. Cenuij yacía sobre la hierba, mirando el cielo, con los ojos abiertos y las sienes ensangrentadas.

El aerodeslizador siguió avanzando y aceleró; expulsaba grandes nubes envolventes de espuma hacia la hondonada frente a la cascada, y abría enormes agujeros en el humo de los escombros ardientes, todo iluminado por las llamas y por las brillantes luces del aerodeslizador. Roa seguía gritando. Unas manos sostuvieron los hombros de Sharrow.

Vio cómo Miz se ponía tenso y miraba a Cenuij, listo para saltar de la escalera.

—¡Miz! —le gritó ella. Él la miró. La espuma se elevaba sobre él conforme el aerodeslizador aceleraba, entre los ladridos y traqueteos de los motores.

Cenuij seguía quieto; a diez, veinte metros de ellos conforme los latidos de luz se apagaba a su alrededor. Entonces las luces del aerodeslizador se apagaron del todo.

—¡Miz! —le gritó Sharrow a las sombras. Bajó una mano, sintió la de Miz y tiró de él. Ella y Zefla lo metieron por la puerta. La pequeña cascada reflejaba las llamas moribundas de los restos del avión; la hondonada se convirtió en un cuenco de sombras al alejarse el Solo. El cadáver de Cenuij yacía inmóvil en el suelo, una «X» oscura, como algo crucificado, sacrificado a la oscuridad invasora.