4

Troncada

Como muchas otras rarezas golterianas, la Troncada era básicamente una pirueta fiscal.

Jonolrey, el segundo continente de mayor tamaño de Golter, se extendía sobre Phirar desde Caltasp. La región de Piphram le debía la raíz de su nombre a la misma palabra de un idioma perdido que había servido para bautizar el océano de Phirar. Tiempo atrás, Piphram había sido un estado poderoso, la primera nación comercial del planeta, que controlaba casi toda la marina mercante del mundo. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo; después había pasado a ser otra pieza más del mosaico de enredadas Áreas Libres autónomas, no menos próspera ni llamativa que cualquiera de las demás.

La capital administrativa de Piphram, que por pura coincidencia resultaba estar dentro del área que cubría su contrato, era la Troncada.

La tierra bañada por el sol se deslizaba bajo el pequeño reactor, verdes y marrones fluían bajo las alas en forma de uve, mientras el avión desaceleraba y ajustaba su posición en el centro de la pendiente cónica de descenso.

Sharrow observó a Dloan a los mandos del avión; estaba sentado en el asiento del piloto del reactor alquilado y estudiaba las pantallas de instrumentos. Había pilotado manualmente el avión durante el despegue y el ascenso desde Regioner y había querido aterrizarlo también; pero en la Troncada ya conocían demasiado bien a la gente que intentaba aterrizar sin ayuda en el Campo de Transporte, e insistían en los aterrizajes automáticos. Dloan iba a asegurarse de que todo fuera bien.

Zefla, en un asiento frente al de Sharrow, jugueteaba con los controles de la pantalla de la pequeña cabina; saltaba de un canal a otro para producir una sucesión confusa de imágenes y explosiones de sonido.

Sharrow miraba por la ventana la tierra moteada de nubes que se movía lentamente bajo ellos.

—… ado con el doctor Fretis Braäst, presidente del Colegio Universitario Huhsz de la Facultad Eclesiástica de Yadayeypon.

—Vaya, vaya —dijo Zefla; subió el volumen. Sharrow levantó la mirada hacia la pantalla y vio a un presentador muy acicalado que hablaba con la cámara; detrás de él, en la pared del estudio, había un gigantesco y ligeramente granuloso holograma de la cara de Sharrow—. Eres una estrella, chica —dijo Zefla con una sonrisa radiante. Dloan se dio la vuelta para mirar. Sharrow miró la pantalla con el ceño fruncido.

—¿Y esa es la mejor foto que han podido conseguir? Debe de tener diez años; mirad mi pelo. Agh.

La ampliación de la cara de Sharrow fue reemplazada por el holograma en directo de un anciano de aspecto cuidado, pelo blanco y barba blanca. Tenía ojos brillantes y una sonrisa comprensiva. Llevaba una toga académica gris claro, adornada con discretos aunque numerosos distintivos a un lado del cuello.

—Doctor Braäst —dijo el presentador—. Es algo terrible, ¿no? Aquí estamos, a punto de comenzar el segundo decamilenio, y su fe quiere cazar y matar (de hecho, someter a una muerte ritual) a una mujer que nunca ha sido convicta de nada, cuyo único crimen parece ser haber nacido, y haber nacido mujer.

El doctor Braäst sonrió brevemente. —Bueno, Keldon, creo que ya sabrá que lady Sharrow tiene una serie de antecedentes por diversos crímenes en Malishu, Miykenns, de hace…

—Doctor Braäst —el presentador sonrió con pesar y miró la pantalla que tenía apoyada en la rodilla—. Se trata de delitos menores de alteración del orden público; no creo que se puedan usar unas multas de hace quince años por pelearse e insultar a un policía como excusa para…

—Lo siento, Keldon —sonrió el hombre de pelo blanco—. Solo intentaba que la información fuera lo más precisa posible.

—Bien, de acuerdo; pero, volviendo a…

—Y me gustaría recordarle que el uso de estos pasaportes no es un dogma de los huhsz; se trata de un proceso civil con un pedigrí de más de dos milenios; lo que nos dice (y lo que tenemos que aceptar) es que se trata de una respuesta civilizada al problema del asesinato y a los posibles trastornos que acarrea.

—Bueno, creo que mucha gente diría que todos los asesinatos deberían ser ilegales… —Quizá, pero se descubrió que su codificación causaba menos trastornos que las acciones paralegales.

—Bueno, bueno; no estamos aquí para discutir sobre la historia legal de… sobre la historia legal, doctor; estamos hablando del destino de una sola mujer a la que parecen decididos a perseguir y acosar hasta la muerte usando todas las influencias y recursos de su fe, que son muchos.

—Bueno, estoy de acuerdo en que, a primera vista, puede resultar un hecho terriblemente desafortunado para la dama…

—Sospecho que la mayoría de la gente lo diría de forma algo más fuerte…

—Aunque estamos hablando de una dama relacionada con el Incidente ocurrido en Ciudad Labio hace ocho años…

—Pero son solo rumores, ¿verdad, doctor Braäst? Tácticas de desprestigio. No la han condenado por nada de eso… De hecho, ganó dos demandas contra otros tantos servicios de pantalla por haberla implicado en el Incidente de Ciudad Labio…

—Puedo entender que les asuste que les pase lo mismo…

—Pero nada de esto cambia el hecho de que quiera a esta mujer muerta, doctor Braäst. ¿Por qué?

(—Eso está mejor —dijo Zefla mientras asentía con la cabeza).

—Keldon, se trata de un desafortunado asunto que se remonta a varias generaciones atrás, a un acto de profanación, violencia y violación llevado a cabo contra una de nuestras antepasadas…

—Una versión de los hechos que siempre ha negado enérgicamente…

—Claro que la han negado, Keldon —dijo el pequeño doctor, al parecer irritado—. Si me deja terminar…

—Lo siento, continúe.

—En el que las tropas del clan Dascen secuestraron a una joven virgen del templo, hirieron de gravedad a varios miembros de nuestra orden y llevaron a cabo numerosos actos de profanación destructiva, algunos de ellos de una naturaleza tan obscena y depravada que no puedo repetirlos aquí…

—Como he dicho antes, lo niegan todo…

—Por favor, déjeme terminar; esta desgraciada chiquilla fue violada y golpeada por el duque Chlea, que la obligó a casarse con él y a darle hijos. Cuando esta pobre criatura mancillada intentó volver junto con sus gemelos a la seguridad del templo que conocía desde niña…

—Bueno, ahora de verdad, doctor Braäst; la historia es bastante clara en este punto; los huhsz… los partidarios de los huhsz, mejor dicho, simplemente atacaron…

—La historia es la gente, los archivos y la memoria humana y, por lo tanto, no es infalible, Keldon; nosotros contamos con la guía divina, y eso es lo único que hay.

—Pero doctor Braäst, seguro que, independientemente de la versión que usted se crea de esta trágica historia, no existe necesidad alguna de seguir adelante con esta deuda de sangre.

—Pero no somos nosotros —respondió el hombre de pelo blanco con voz razonable—. Esta confundida y desgraciada mujer juró enemistad eterna a nuestra fe; juró, de hecho, que asesinaría al próximo Profeta Encarnado si apareciera durante su vida y, además, comprometió a toda su línea al mismo juramento; que la violaran y después la adoctrinara la tribu Dascen en una atmósfera de odio y ateísmo bien podría explicar tal abominación, pero no puede excusarla.

»Al principio, nuestro Patriarca estaba dispuesto a hacer caso omiso de este ultraje, pero el mismo Dios, en una visitación de las que suceden menos de una vez por generación, le habló y le dijo al santo Patriarca que solo le quedaba una opción; la sangre debía pagarse con sangre. Sin lugar a dudas, la tolerancia debe pagarse con tolerancia pero, del mismo modo, la intolerancia debe pagarse con intolerancia.

»El Mesías no puede nacer hasta que esta amenaza haya desaparecido, o hasta que se haya reparado la profanación. Se realizó un juramento, se inició una vendetta, y todo partió de la línea femenina de la familia Dascen. Puede que piensen que pueden rescindir su imprudente maldición sacrílega (de hecho, entiendo perfectamente que quieran hacerlo), pero me temo que no se puede jugar con la palabra de Dios. Hay que hacer lo que hay que hacer. Incluso si no obtenemos los pasaportes, aunque estoy seguro de que los obtendremos, no es un tema en el que podamos transigir.

—Por supuesto, doctor Braäst, los cínicos podrían decir que el verdadero objetivo de todo esto es asegurar la recuperación de la que es ahora la última Pistola Vaga, el tesoro principal robado de…

—La naturaleza exacta del tesoro es irrelevante, Keldon, pero fue un acto de piedad que Dios, a través del Patriarca, permitiera que la devolución de este dispositivo (que, debería añadir, nunca fue usado por los huhsz, para los que tiene un valor meramente ceremonial) pudiera poner fin a esta trágica deuda de sangre, al menos por nuestra parte.

—Pero doctor, al final todo se reduce a lo siguiente: ¿puede este tipo de razonamiento, ya sea histórico o no, justificar realmente una práctica bárbara a estas alturas del milenio? Sea breve, por favor.

—El barbarismo siempre está con nosotros, Keldon. Ciudad Labio sufrió un acto de barbarismo sin precedentes hace ocho años. Lo que nos vemos obligados a hacer no es algo bárbaro; es la voluntad y la piedad de Dios. Tenemos tan poco derecho a rechazar este deber como a descuidar nuestra adoración del Altísimo. Lady Sharrow, aunque podamos sentir lástima por ella como persona, representa un insulto viviente para todos aquellos seguidores de la Creencia Verdadera y Sagrada. Su destino no está abierto al debate. Es la última de su línea; una criatura triste, estéril y desfigurada cuya miseria ha durado demasiado tiempo. Cuando finalmente liberemos su espíritu, cantará de alegría al verse rescatada de su tormento precisamente por nosotros. Espero con ansia el eterno instante en el que su voz se una a la de los Bienaventurados cuya conversión se produce después de la muerte; la suya será una exaltación contenida y, sin embargo, eterna. Sin duda, todos debemos desearle lo mismo.

—Doctor Braäst, se nos ha acabado el tiempo. Gracias por sus palabras.

—Gracias, Keldon.

—Bueno —dijo el presentador tras volverse de nuevo hacia la cámara, con las cejas alzadas y un leve movimiento de cabeza—. Ahora, la guerra en Imthaid…

Zefla apagó la pantalla. Dloan se volvió hacia los mandos del reactor. La Troncada era un enorme cristal de hielo metálico que brillaba en la distancia, al borde de la tierra y el mar.

Zefla se dio la vuelta para mirar a Sharrow, pasando una larga pierna por encima del asiento.

—Vaya puñado de gilipollas religiosos. —Sacudió la cabeza y el pelo rubio se balanceó sobre ella—. Cuando acabe todo esto serás una puñetera heroína, Sharrow, y ellos van a quedar como los capullos hijoputas histéricos que son.

Sharrow miraba desconsolada la pantalla oscura y asentía.

—Solo si no me cogen —dijo; se dio la vuelta y miró por la ventana, donde la periferia de la Troncada se elevaba hacia el avión en descenso como un conjunto de enormes dedos relucientes.

El avión aterrizó en el Campo de Transporte sin incidentes.

Cuando el estado de Piphram entró en declive tras su era de esplendor y riqueza, hacía ya siglos, muchos de los barcos que habían compuesto su flota mercante se habían vendido, otros muchos se habían desguazado, y cientos de ellos habían acabado almacenados. A casi todos los barcos almacenados (de todo tipo, desde graneleros de millones de toneladas hasta los más delicados y exquisitos yates privados) los habían llevado a casa, para depositarlos en una ancha laguna en la costa de la provincia Phirarian de Piphram, donde esperaban la llegada de mejores condiciones comerciales.

Más tarde, un modesto auge inmobiliario en la cercana franja costera que ocupaba desde las Montañas Nevadas a la costa salpicada de lagunas hizo que subieran los precios de las propiedades, y los impuestos sobre la vivienda de Piphram, punitivos a lo largo de toda su historia, exageraron los efectos. Entonces alguien, tras descubrir un agujero en la situación fiscal de las lagunas, pensó en usar un par de viejos transbordadores de coches como residencias flotantes temporales.

Los dos transbordadores varados o, mejor dicho, su situación marginal, resultaron ser una semilla; dentro del caos de la increíblemente complicada ecología económica de Golter, las finanzas (junto con sus relevantes manifestaciones materiales) tendían a concentrarse y cristalizarse casi de forma instantánea alrededor de cualquier región en la que las condiciones para la obtención de beneficios fueran tan solo un milímetro más prometedoras que en las demás.

De este modo, la Troncada había pasado de ser unos cuantos cascarones oxidados a convertirse en toda una ciudad en menos de cien años; al principio los barcos estaban amarrados formando grupos y la gente se movía entre ellos en pequeñas embarcaciones, pero después los barcos se unieron entre sí. Algunos estaban soldados; también se habían añadido unidades secundarias de alojamiento, oficinas y fábricas encima y entre ellos, de modo que la identidad individual de la mayoría de los barcos comenzó a desaparecer entre la emergente topología de la ciudad en continua conglomeración.

La Troncada se componía ya de muchos cientos de barcos y cada pocas semanas se les añadía uno nuevo; se había extendido hasta los límites de la primera laguna, para después salir al mar y tomar posesión de otras tres lagunas a lo largo de la costa y, finalmente, convertirse en el hogar de más de dos millones de personas. Su principal aeropuerto (que podía moverse como una sola unidad para que siempre estuviera en las afueras) consistía en cuarenta petroleros unidos por los laterales, con las cubiertas desnudas, pulidas y reforzadas para soportar a los estratos y al resto de transportes aéreos. Su puerto espacial, arrumbado desde hacía tiempo, era una colección de antiguas plataformas petroleras que se elevaba sobre el extremo meridional de la ciudad; sus muelles eran unas cuantas docenas de diques secos, graneleros con grúas y barcos auxiliares obsoletos de la flota militar.

Ocho antiguos portaaviones, restos de una armada comercial, formaban el Campo de Transporte, donde aterrizó el reactor ejecutivo de alas en forma de uve.

Remolcaron rápidamente el pequeño avión y lo bajaron para almacenarlo en las entrañas de uno de los superpetroleros que servían como hangares complementarios de los antiguos portaaviones.

Sharrow, Zefla y Dloan observaron el viejo barco mientras un auxiliar de vuelo bastante alto, encorvado y de barba cerrada cargaba su equipaje en un ruidoso carrito. El tiempo era cálido y húmedo, y el sol estaba alto en un cielo ligeramente brumoso.

—Días, señores —dijo el auxiliar respirando con dificultad y señalándolos con la cabeza—. Su primera visita en la Tronca, ¿eh?

—No —dijo Sharrow con el ceño fruncido.

—La mía sí —dijo Zefla con una sonrisa radiante.

—Vaya, que una dama tan encantadora no se haya pasado antes por aquí es casi pecado, si me permite decírselo, señora —le dijo el auxiliar a Zefla. Cogió el mando de la parte delantera del carro y comenzó a alejarse con el carro chirriando detrás—. Hace ya unos buenos años que no tenemos el privilegio de recibir a dos damas tan bellas en la vieja Tronca. Se le alegra a uno el día solo de ver a dos muestras tan encantadoras del género femenino, vaya que sí, y ya era un día de los buenos. Pero solo con verlas lo han mejorado del todo, preciosas damas, como digo. Y en serio.

—Es usted demasiado amable —se rio Zefla.

—Y hablador —murmuró Sharrow.

—¿Decía, señora?

—Nada —respondió Sharrow. Siguieron al alto auxiliar de vuelo por la cubierta del campo, en dirección a la superestructura que había sido el puente de mando de uno de los viejos portaaviones, reconvertido en la zona de llegadas. Una fila de carros cargados de equipaje les bloqueaba el camino. Dloan los miraba con recelo.

Zefla miró a su alrededor con el ceño fruncido. —Creía que Miz dijo que… Un sonoro acorde musical reventó tras los carritos de equipaje; una bandada de aves marinas de color blanco, inmutables ante la llegada del reactor, salió volando entre chillidos al llegar hasta ella el eco del sonido. Los carritos se pusieron en movimiento cuando una pequeña unidad de tracción empezó a tirar de ellos desde un extremo, para dejar a la vista a una banda ceremonial de veinte miembros que estaban sentados detrás, todos vestidos con uniformes rojo brillante y oro, soplando instrumentos relucientes y extremadamente ruidosos.

Sharrow reconoció la melodía, pero no podía recordar el nombre. Miró a Zefla, que se encogió de hombros. Dloan, pendiente de todo, estaba de rodillas con una enorme pistola en las manos aunque, por el momento, apuntaba al suelo. La banda se levantó y comenzó a avanzar hacia ellos, todavía tocando. Dloan había pasado a centrar su atención en el auxiliar alto y barbudo, que ya no andaba encorvado y se estaba quitando la chaqueta. Tiró el sombrero al aire y se arrancó la barba.

Dio un paso adelante, hincó una rodilla en el suelo delante de Sharrow y tomó su mano entre la suyas.

—¡Mi señora! ¡Nuestra líder! —exclamó, y le besó la mano. La banda los alcanzó en tropel y los dejó atrás, con los instrumentos oscilando de un lado a otro, arriba y abajo. Dloan se había puesto de pie y se guardaba la pistola. Zefla se reía con las manos puestas sobre las orejas. Sharrow sonreía y sacudía la cabeza; Miz se metió la mano en la camisa y sacó un ramo de flores para entregárselo. Ella las aceptó y se las llevó a la nariz, mientras Miz se ponía en pie de un salto.

Era alto, de extremidades ágiles, y la cara marrón pálido (enmarcada por un pelo liso y rubio) parecía más joven de lo que se merecía y casi resueltamente despreocupada. Tenía ojos chispeantes y hundidos en una red de finas arrugas, una pequeña nariz aguileña y una gran boca sonriente de labios generosos y dientes irregulares.

—¡Idiota! —le gritó Sharrow entre risas; la banda rugía y daba vueltas a su alrededor.

Él extendió los brazos con una mirada inquisitiva. Ella se puso los tallos de las flores en la boca para sostenerlos con los dientes y fue a abrazarlo.

—¡Qué tal, preciosa! —le gritó por encima del ruido de la banda, tras lo cual la cogió en volandas. Dio una vuelta con ella, y le guiñó un ojo a Zefla y después a Dloan mientras lo hacía. Su sonrisa resplandecía a la luz del sol y parecía rivalizar en tamaño con la cubierta del portaaviones.

Dejó a Sharrow en el suelo, sin soltarla; ella inclinó la cabeza para depositar las flores en el hombro de Miz con un gesto extrañamente animal que hizo que a él le temblara un poco la cara; un leve gesto entre el deseo y la desesperación. Desapareció en un instante y solo lo vio Zefla. Las flores cayeron entre Miz y Sharrow, acunadas entre sus pechos.

—¡Me alegro de verte, jovencita! —le gritó él.

—Ya no soy tan joven —le dijo Sharrow.

—Sabía que dirías eso.

—Bueno, nunca he podido ocultarte gran cosa.

—Había muchas cosas que no querías ocultarme —Miz la miró con lascivia. Movió las cejas.

—Oh —dijo ella chasqueando la lengua y apartándose de él. Las flores cayeron sobre la cubierta; él las recogió con un movimiento diestro y, con una expresión de falsa ofensa, se las llevó al pecho. Cerró los ojos y se giró para inclinarse formalmente ante Zefla y entregarle las flores. Zefla las cogió y se las tiró a Sharrow; mientras Miz observaba la trayectoria, Zefla dio un paso adelante y lo abrazó. Lo cogió en volandas y empezó a dar vueltas con él en brazos, en medio de la ruidosa y reluciente banda que los rodeaba.

—¡Guaaa! —lloriqueaba Miz mientras Zefla giraba cada vez más rápido.

Dloan sonreía; Sharrow reía.

—Ah, lady Sharrow.

—Hermano Señor.

—Supongo que deseará conocer el resultado de nuestras deliberaciones con respecto a su propuesta.

—Sí, por favor.

—Me alegra poder comunicarle que los Hermanos han accedido. Cuando se nos entregue la propiedad, su hermana será liberada.

—Hermanastra. ¿Y los gastos?

—Bueno, lo que suele llamarse Escala Comercial Dos, si no me equivoco. ¿Le parece aceptable?

—Supongo que sí.

—Haremos que una agencia redacte el contrato en sí; ellos aclararán los detalles con usted o con su abogado. Encontrará su número adjunto a la grabación de este mensaje.

—Gracias. Los llamaré ahora mismo.

—Por supuesto. A sus pies, mi señora.

El ancho rostro del holograma sonrió con hipocresía.

Soplaba un viento fresco que hacía que las hileras de banderines se agitaran en alegres filas sobre el impresionante cielo azul. El mar temblaba, como cubierto de lentejuelas, y los pequeños yates rozaban las brillantes crestas de las olas como piedras planas, con las velas henchidas y blandiendo rayas chillonas y brillantes diseños frente a la masa de espectadores. La multitud que llenaba las barandillas de los barcos o que se sentaba en las selectas barcazas gritaba a la brisa y agitaba sombreros y pañuelos; tiraban serpentinas y encendían ruidosos fuegos artificiales.

Los yates doblaban la boya de señalización, escorándose hasta que sus bordas tocaban el agua; después se enderezaban, volvían a colocar sus velas para el nuevo tramo y volaban hacia la siguiente boya con el viento justo detrás de ellos. Los spinnakers florecían, uno por uno, cerrándose y llenándose como los pechos de exóticos pájaros tropicales. Algunas tripulaciones encontraban el momento para saludar a la multitud; la gente rugía de nuevo, como si intentara llenar las alegres velas con su aliento.

Miz condujo a Sharrow entre los grupos de gente que charlaba en la barcaza, mientras saludaba con la cabeza a las caras que reconocía y, de vez en cuando, intercambiaba algunas palabras, pero no se detenía para presentarla. Estaba vestido con unos pantalones cortos tan brillantes que hacían daño a la vista y con una camisa de manga corta solo un poquito más discreta que los vítores de la multitud que abarrotaba las barcazas de espectadores. Sharrow llevaba un vestido largo de gasa de color verde pálido, gafas de sol y una sombrilla; Miz le llevaba la mochila.

Muchas de las personas a las que adelantaban se daban la vuelta para mirarlos, preguntándose quién sería la nueva acompañante de Miz. Nadie parecía conocerla, aunque algunos pensaban que les parecía extrañamente familiar. Miz cogió un par de bebidas de la bandeja de un camarero, dejó una moneda y después señaló con la cabeza un bar de pontones, en el que unas cuantas barquitas redondas estaban amarradas como capullos en sus ramas; pagó una, caminó por la rampa hasta la cubierta flotante (sin dejar de saludar con la cabeza a los ocupantes de algunas de las otras barcas) y colocó las bebidas en la mesa central de la barca. Ayudó a subir a Sharrow.

Se sentaron y observaron un rato el bullicio de la regata, mientras sorbían sus bebidas y probaban los dulces y canapés que les traían los camareros; los vendedores de refrescos en canoas y sampanes también se deslizaban entre las barcas para vender sus propios productos.

Sharrow había descrito brevemente la situación durante la cena en el hotel la noche anterior, y le había pedido que lo consultara con la almohada. Ellos y los Franck habían cenado juntos en el restaurante situado en la chimenea circular de un viejo barco de crucero, y habían disfrutado de las luces de la Troncada que parecían girar bajo ellos.

Habían bailado, habían subido a tomar unas copas y algunos inhalantes a la impresionante suite de Miz, con vistas a un puerto deportivo inundado de luz, y después, mientras los Franck daban un paseo por la cubierta, él la había acompañado a su habitación, le había dado un beso en la mejilla y se había marchado, caminando de espaldas y lanzándole besos al aire. Ella casi deseaba que se hubiera intentado quedar, o que le hubiera pedido que volviera con él a su habitación, pero no lo había hecho.

Sharrow apartó la vista de la llamativa regata y miró la cara sonriente y bronceada de Miz; hizo girar su parasol.

—Entonces, ¿qué has decidido, Miz? ¿Vienes con nosotros?

—Sí —le respondió él asintiendo con rapidez. Ajustó el toldo de la barca y después se quitó las gafas de sol—. Pero primero tengo un pequeño negocio que atender aquí. —Le dedicó una amplia sonrisa, mientras sus ojos azul acero centelleaban.

Ella se rio al ver su expresión; era de una picardía tan infantil…

Sharrow pensó que parecía tan joven, saludable y guapo como siempre. Había una especie de energía dentro de él, como si su vida llevara un impulso más fuerte que la de los demás; el niño pobre de los barrios de Speyr había salido de la nada y seguía subiendo, rebosante de ideas, de planes y de travesuras en general.

—¿Qué tipo de negocio? ¿Llevará mucho tiempo? —le preguntó ella mientras hacía girar el parasol para observar el dibujo de luces y sombras que proyectaba en la cara abierta y ansiosa de Miz.

Él se mordió los labios, sacó una mano por el lateral de la barca y mojó los dedos en el agua.

—Solo es una pequeña operación de limpieza —dijo él, mirándola—. En realidad, quizá pueda acelerarla ahora que estáis todos aquí; adelantarla un poquito, si me ayudáis.

Ella frunció el ceño con la mirada fija en el agua, donde la mano de Miz formaba estelas.

—¿Una operación de limpieza? ¿Te has metido en el negocio del acondicionamiento marítimo?

Parecía desconcertada.

Miz se rio.

—No, no me refería a ese tipo de limpieza —dijo, casi avergonzado.

Ella asintió.

—Oh… esa otra clase de limpieza.

—Sí —respondió él.

—¿Qué es lo que quieres limpiar?

Él se deslizó sobre el asiento circular hasta llegar a su lado, lo que hizo que se inclinara la barca. Le puso la barbilla en el hombro y le habló con suavidad al oído, que quedó al descubierto tras apartar la masa de pelo negro. Miz respiró su perfume con los ojos cerrados y después notó que ella se apartaba. Él suspiró y abrió los ojos. Ella se había girado para mirarlo de frente por encima de las gafas oscuras, con los ojos como platos.

—Repíteme eso —dijo. Él miró más allá del asiento de Sharrow y después formó las palabras con los labios sin llegar a decirlas en voz alta.

Ella hizo lo mismo, y él observó cómo movía los labios.

«¿El Apéndice de la Estrella de la Corona?», decían sus labios. Abrió los ojos más todavía. Él asintió. Sharrow le apuntó al pecho con un dedo y movió los labios para formar las palabras: «Estás como una puta cabra».

Él se encogió de hombros y se retrepó en el asiento.

Ella soltó el parasol y dejó las gafas oscuras en la mesa, después se puso una mano bajo la axila y la otra sobre los ojos.

—Debe ser temporada alta para los buscadores de Antigüedades imbéciles —dijo ella en voz baja.

—¿No admiras mi ambición? —se rio Miz.

Ella lo miró.

—Creía que nosotros íbamos a por algo difícil. Creía que el… artículo del que estás hablando era imposible de robar.

—Susurra esa última expresión —dijo él en voz baja mientras le echaba un vistazo a las otras barcas que los rodeaban—. Aquí solo se aplica a una cosa.

—¿Qué vas a hacer con él cuando lo tengas?

—Bueno, todo empezó cuando un comprador anónimo se puso en contacto conmigo —dijo Miz alegremente—. Pero creo que pediré un rescate por él a las autoridades competentes. Puede que sea más seguro.

—¡Más seguro! —dijo ella entre risas. Él pareció dolido—. ¿Por qué? —le preguntó Sharrow—. ¿Por qué lo haces? Creía que te iba bien aquí.

—Y me va —respondió él, al parecer sintiéndose insultado. Hizo un gesto con la mano—. Soy rico; no necesito hacerlo.

—¡Pues no lo hagas! —dijo ella entre dientes.

—Demasiado tarde para echarse atrás —replicó él—. Tengo pillado a un oficial que me va a ayudar; está muy emocionado con todo el tema.

—Oh, por todos los cielos —gruñó ella.

—Es muy, muy fácil —dijo él mientras se acercaba de nuevo a ella—. Yo también pensaba que era una locura cuando me lo sugirieron por primera vez, pero cuanto más lo analizaba, cuando descubrí dónde y cómo lo guardan, me di cuenta de lo fácil que iba a ser. Sería una locura no hacerlo.

—En otras palabras —dijo ella—. Te aburrías.

—Na —respondió él mientras agitaba una mano y ponía cara de sentirse adulado.

—Entonces —siguió ella—. ¿Cómo propones organizar esta misión probablemente suicida?

—Oye, pequeña —respondió él con una sonrisa radiante y abriendo los brazos—. ¿Soy o no soy el Tecnorrey?

—Claro, después de todo, eres el Tecnorrey, Miz —le dijo ella algo indecisa—. Pero…

—Mira; está todo organizado —volvió a bajar la voz y se sentó más cerca—. La parte técnica está terminada, de verdad; solo hace falta reunir los últimos toques de la parte humana que he estado preparando —la miró con cuidado, para ver cómo lo estaba haciendo—. Mira —dijo tras probar su mejor sonrisa—, todo irá bien. Te lo digo en serio; joder, ni siquiera armaremos follón. Ni siquiera sabrán que la cosa ya no está hasta que yo se lo diga; tengo un plan realmente precioso, y cuando acabe me agradecerás que te haya dejado formar parte de lo que no es tanto un robo como una obra de arte en sí misma, de verdad. Te lo juro. Y, como te he dicho, hasta puedo adelantarlo ahora que estáis aquí, de modo que todo habrá acabado para cuando tengamos que empezar a huir de los huhsz. Si me ayudáis. ¿Me ayudaréis?

Ella parecía desconfiar en extremo.

—Si me puedes convencer de que el plan es viable y de que no nos pasaremos el resto de nuestras vidas comiendo plancton y empujando las bombas de mano de algún buque-prisión, sí.

—Ah —Miz se rio y se dio una palmada en la rodilla—. No hay ningún peligro de que ocurra eso.

—¿No?

—Na —sacudió la cabeza con convicción—. Nos matarían a los tres y a ti te entregarían a los huhsz para cobrar la recompensa.

—Vaya, gracias.

Él pareció sentirse súbitamente presa del más profundo arrepentimiento.

—Jo, perdona. Ni siquiera ha tenido gracia, ¿verdad?

—¿Me ves reírme? —Se volvió a poner las gafas de sol y sorbió su bebida.

Miz frunció los labios.

—Todo este tema de los huhsz —dijo—. ¿No existe otra solución?

—O consigo ir por delante de ellos durante todo un año o les consigo su Pistola Vaga —se encogió de hombros—. Eso es todo.

—¿Se los puede comprar?

—Claro que sí; dándoles la Pistola.

—¿Pero no con dinero, por ejemplo?

—No, Miz. Es un dogma; fe.

—Ya —respondió él—. ¿Y? —Parecía realmente desconcertado.

—La respuesta es no —respondió Sharrow con paciencia—. No se les puede comprar.

—De todos modos —dijo Miz mientras le daba golpecitos en el hombro con un dedo y ponía cara de sabio—. El Tecnorrey ha encontrado la forma de frenar a los chicos malos. —Le guiñó un ojo.

—¿Ah, sí?

—¿Has estado alguna vez en el desierto de K’lel?

Ella negó con la cabeza.

—¿Y en la ciudad de Aïs? —le preguntó Miz con una sonrisa.

—Demasiado árida para mi gusto —respondió ella, también con una sonrisa, mientras recorría con los dedos el pie de la copa—. Lo cierto es que, muy en el fondo, soy una chica húmeda.

Miz cerró los ojos un instante.

—Por favor —dijo con un suspiro teatral. Se aclaró la garganta—. Hablo en serio —se volvió a acercar a ella—. Esos pasaportes son de los extra-especiales del Tribunal Mundial, ¿no? ¿De los imperdibles esos, con esa extraña especie de agujero arremolinado?

Ella frunció el ceño.

—Me estás perdiendo con tanta jerga técnica, Tecnorrey. Él le dio una suave palmada en el muslo.

—Ya sabes a lo que me refiero; los agujeros de nanoeventos que quedaron después del accidente del ITA. Cada uno de los pasaportes incorpora uno de ellos, ¿no?

—Sí —respondió ella.

—¿Y saldrán de Yada para ser iniciados en el Santuario Mundial de los huhsz?

—Supongo que sí, pero…

Él se echó hacia atrás y se dio un golpecito en la sien.

—Tengo un plan maquiavélico, mi líder —le dijo a Sharrow. Ella sacudió la cabeza con un suspiro.

—Y yo que pensaba que habrías ganado sensatez con la edad.

—Dios no lo quiera —respondió Miz con una sonrisa—. Y, de todos modos, tú eres la que quiere ir a por un libro del que no se sabe nada desde hace un milenio, sin tener siquiera el incentivo de un contrato lucrativo, con la mera esperanza de que te lleve de algún modo a una Pistola Vaga.

—Sí —repuso ella bajando la voz y acercando la cara a la de Miz—. Pero el libro solo está perdido; no se trata de la joya mejor guardada del puto planeta. Miz descartó la distinción con un gesto de la mano, como si fuera una mosca molesta.

—¿Acordaste un contrato con los chicos de la Casa del Mar?

—Hablé con ellos esta mañana. Escala Dos.

—Ajá. ¿Lo llevan ellos mismos?

Ella negó con la cabeza.

—Una agencia llamada El Torreón.

—¿El Torreón? —Miz frunció el ceño—. Nunca había oído hablar de ellos. —Yo tampoco; deben de ser nuevos. Parecen saber de lo que hablan.

—De todos modos, ¿qué se supone que es ese maldito libro? —preguntó Miz enfadado—. El PU; ¿de qué va? Sharrow se encogió de hombros.

—La única parte del texto conocida es la dedicatoria; eso te da una pista muy vaga pero, cuando se puso de moda que las casas nobles encargaran libros únicos, la idea era que el contenido permaneciera en secreto. Si te sirve de algo, por los nombres que se mencionan, se supone que este «único» es el mejor de todos.

—Hmm. Esperaré a que hagan el holograma —se encogió de hombros—. Y, de todos modos, ¿por qué piensas que puedes encontrarlo, cuando nadie más lo ha conseguido?

—Gorko —respondió Sharrow—. Y Breyguhn.

—¿Qué? ¿Tu abuelo?

—Sí. Según Breyguhn, Gorko descubrió dónde estaba el libro, pero no intentó cogerlo. Se supone que ha dejado algo que indica dónde está o dónde estaba. Breyguhn afirma que ella sabe cómo acceder a la información.

Miz se lo pensó y después dijo:

—Mierda, sí, el libro. Eso es lo que buscaba cuando se coló en la Casa del Mar, ¿no?

—Sí. Y ahora piensa que está tras la pista —Sharrow se encogió de hombros—. O puede que me esté gastando una buena broma.

—¿Una broma? —Miz parecía intrigado.

Ella sacudió la cabeza.

—Espera a escuchar cómo se supone que tengo que acceder a la información que ha encontrado Breyguhn.

—Dímelo ahora; odio que me atormenten así.

—No.

—¡Dímelo! —dijo él acercándose más y haciéndole cosquillas en la cintura.

Ella ahogó un chillido e intentó alejarse mientras le golpeaba la mano.

—¡Déjalo! ¡Compórtate! —Sostuvo el vaso delante de ella—. Mira esto. ¿Ves? Vacío.

Él dejó de intentar hacerle cosquillas y miró a su alrededor en busca de un camarero, con una enorme sonrisa en la cara. Su expresión cambió cuando volvió a mirar la rampa de la barcaza.

—Ah —dijo—. Hay alguien que quiero que conozcas. Será un segundo. —Saltó de la barca, que se balanceó.

Ella lo observó marcharse y caminar por el pontón mientras saludaba a la gente que lo llamaba desde otras barcas.

Sharrow se acomodó en el asiento y fijó la vista en un punto lejano, donde otro brazo de la Troncada relucía bajo el sol, reflejando la luz de las mil ventanas de un bloque de apartamentos flotante. El Apéndice de la Estrella de la Corona, pensó. Dios mío. Tenía la desconcertante sensación de que todos se estaban perdiendo; Miz intentaba permanecer joven involucrándose en aquel plan absurdo para robar uno de los tesoros más seguros del sistema; Cenuij perseguía a chicas con cicatrices en Labio; Zefla se colocaba todas las noches y Dloan se estaba convirtiendo en un adicto a la pantalla. En cuanto a ella, simplemente se estaba haciendo vieja, enfangada en banalidades.

Apareció un camarero con una bebida en una bandeja. Ella miró a su alrededor y vio que Miz estaba en el otro extremo de la rampa, hablando con un hombre alto y rechoncho que llevaba una toga ceremonial azul y dorada; los colores de la Troncada. Los dos hombres caminaban hacia las barcas, mientras el oficial asentía tolerante con la cabeza ante las bromas de Miz. Un pequeño séquito de oficiales menores los seguía. Ella sorbió su bebida mientras el grupo se acercaba. El oficial hizo un pequeño gesto con una mano enguantada y llena de anillos; sus adláteres se detuvieron en el pontón, unos cuantos metros más atrás, y se quedaron allí bajo la luz del sol, intentando parecer dignos, mientras él y Miz caminaban hasta la barca donde ella estaba sentada.

—Lady Sharrow —dijo Miz—. El honorable vicevigilante Ethce Lebmellin. El oficial se inclinó lentamente, con el grado justo de atención que indicaba que no estaba acostumbrado a hacerlo. Sharrow asintió.

—Mi señora, es un placer conocerla —dijo el Vicevigilante. Su voz era alta y suave; la cara era más esbelta que el cuerpo que se insinuaba bajo la larga toga formal. Los ojos eran oscuros y fríos.

—¿Cómo está? —dijo ella.

—¿Me permite que le dé la bienvenida a nuestra humilde ciudad?

—Por supuesto que sí —contestó ella—. ¿Se unirá a nosotros, señor?

—Nada me haría más feliz, querida señora, pero me temo que tengo que atender algunos asuntos de estado que requieren mi presencia. Quizá en otra ocasión.

—Quizá —respondió ella con una sonrisa.

—Señor Kuma —dijo Lebmellin volviéndose hacia el otro hombre.

—Por triplicado, señor Lebmellin —dijo Miz en voz baja. Sharrow frunció el ceño y se preguntó si habría oído bien. ¿Triplicado?, pensó.

No hubiera podido oír la palabra, de no ser porque Miz la había pronunciado con mucho cuidado. El oficial de la toga no parecía desconcertado en absoluto; se limitó a mirar un segundo al otro hombre y a decir:

—Triplicado —también en voz muy baja.

Miz sonrió.

El oficial se volvió hacia ella, se inclinó de nuevo y después volvió por el pontón hasta la barcaza, momento en el que su séquito se giró para seguirlo como pollitos a su madre. Miz se sentó otra vez en la barca, con aspecto de estar muy satisfecho de sí mismo.

—¿Es ese el oficial que has comprado? —dijo Sharrow en voz baja. Miz asintió.

—Un cabrón muy astuto; no le confiaría ni a mi perro. Pero es el tipo que puede estar en el lugar correcto en el momento correcto, y está deseándolo.

—Entonces es verdad que vas a seguir adelante con esto, ¿no?

—Por supuesto que sí.

—Y el, ah… la palabra que empieza por T; ¿una contraseña?

Miz soltó una risita tonta.

—Algo así —la miró—. Ji, ji, ji —dijo.

—Estás loco —le dijo Sharrow.

—Tonterías. Funcionará.

—Desbordas un optimismo ilimitado, Miz —dijo ella; sacudió la cabeza.

—Bueno —dijo él encogiéndose de hombros—. ¿Por qué no? —Entonces le pasó por la cara el asomo de una duda—. Solo hay un detalle ligeramente preocupante que he observado hace poco. Bueno, las últimas semanas. —Se tiró del labio inferior con los dedos—. No estoy seguro de que sea una filtración de seguridad de por sí, pero me preocupa un poco.

—¿El qué?

Él se giró para colocarse de nuevo frente a ella.

—Ya sabes que tienen esas carreras de siales en Tile, ¿no?

—Sí —respondió ella—. Les sacan los cerebros a los animales y los reemplazan con cerebros humanos.

—Sí, cerebros de criminales, Tile sigue estando poco civilizado. En fin —tosió—. Alguien parece estar fijándose en mis meteduras de pata para ponerles nombre a los siales.

—¿Qué?

—Por ejemplo, hace tres semanas tuve un cargamento de, em… antiguos circuitos electrónicos, de naturaleza legal delicada, para trasladar en un todoterreno desde Deblissav hasta Meridian. Cuando el coche atravesaba el paso de una sierra llamada Los Dientes, fue atacado con minas y lo saquearon. Los asaltantes escaparon —se encogió de hombros—. Dos días más tarde, el ganador de las carreras de Tile se llamaba Dolor de Dientes Eléctrico.

Ella se lo pensó.

—Un poco cogido por los pelos, ¿no? —dijo con sorna.

—Ha habido otros —contestó él. Parecía realmente preocupado—. He hecho que mi agente lo investigue, pero no podemos averiguar cómo lo hacen. Los establos mantienen los nombres en secreto hasta la carrera, y después deciden un nombre en el mismo día; se supone que para evitar las trampas. Alguien está consiguiendo que los nombres de los caballos tengan que ver con las cosas que me salen mal. Y no entiendo por qué.

Ella le dio una palmadita en el hombro.

—Trabajas demasiado, querido.

—Ya sabía yo que no debía contártelo —dijo él tras apurar su copa. Señaló la de ella con un gesto—. Vamos; coge tu copa y vayamos a ver el final de la carrera.

Abandonaron la pequeña barca, que se quedó meciéndose sobre las olas. Sharrow hacía girar el parasol mientras caminaban de vuelta hacia la barcaza; el agua parecía dar palmadas y tragar saliva sobre los listones y boyas de la pasarela, y sobre los cascos circulares de las barcas.

Thrial era el sol. Rafe era poco más que una gota fundida, mientras que M’hlyr era macizo en la única cara que siempre daba al exterior. Fian estaba lo bastante frío cerca de sus inamovibles polos como para que existiera hielo, a pesar de que la mayoría de los metales fluirían como agua en su ecuador. Trontsephori era más pequeño que Golter; un mundo nublado de agua cuyos sistemas meteorológicos eran de una simplicidad tan clásica que parecían una mala simulación. Speyr era casi tan grande como Golter, terraformado cinco milenios antes. Y después estaba Golter, con sus tres lunas, seguido de un cinturón de asteroides; después Miykenns, colonizado incluso antes que Speyr, seguido de los gigantes del sistema; Roaval (con anillo y luna) y Phrastesis, rodeado de escombros todavía sin depositar tras la enigmática destrucción de sus lunas durante la Segunda Guerra. Después estaba el pequeño gigante, Nachtel, con su fría y casi inhabitable luna, el Fantasma de Nachtel. Plesk, Vio y Prenstaleraf formaban el sistema exterior, cada uno de ellos más frío, rocoso y diminuto que el anterior, a modo de puntos suspensivos al final de una frase. Escombros y cometas variados completaban el sistema.

Thrial era un anillo de oro blanco puro con venas de platino engarzado; se abría sobre unas bisagras ocultas hechas de lo que parecía ser diamante .13 extrusionado. Los planetas colgaban de lazos de un mercurio alotrópico igualmente inverosímil, y cada uno estaba representado por una muestra perfecta de la piedra preciosa relevante según la astrología piphrámica, calibrada de forma precisa para indicar el tamaño del planeta a escala logarítmica. Las lunas eran diamantes rojos, los asteroides eran polvo de esmeraldas y los cometas un fleco de fibras de carbono oscuro acabadas en esferas microscópicas de oro blanco. La distancia de Thrial estaba representada mediante líneas de ancho molecular, grabadas de algún modo en los lazos ambivalentes de mercurio.

El Apéndice de la Estrella de la Corona, que era como se llamaba el collar desde hacía cuatro o cinco milenios, era sin lugar a dudas la joya más preciada de todo el sistema, contando tanto las existentes como las extraviadas. Por sí solo, gracias a su valor totalmente incalculable, el Apéndice de la Estrella de la Corona era el aval teórico para la moneda de la Troncada, para las garantías comerciales y para los bonos de las compañías de seguros. Solo su valor fundido y fragmentado podría haber mantenido a una familia noble de extravagancia media durante un siglo, más o menos, o incluso haber comprado el nombre de una casa menor, pero ese elemento de su precio era insignificante comparado con su valor intrínseco como algo precioso y misterioso que había sobrevivido de algún modo (y, en la medida de lo posible, había sido a menudo parte de) la frenética, enredada y febril historia de Golter.

Nadie sabía exactamente quién o qué lo había creado, para quién, cuándo o cómo.

Ni tampoco sabía nadie lo que era la Estrella de la Corona en sí, si es que había existido alguna vez. En Golter era igual de probable que, de haber existido, la Estrella estuviera escondida, rota o simplemente perdida.

Dondequiera que hubiese acabado la Estrella de la Corona, fuera lo que fuese, no cabía ninguna duda sobre el paradero de su Apéndice; estaba guardado en una cámara blindada especial dentro de un acorazado cerca del centro de la Troncada. Solo lo sacaban en contadas ocasiones, bajo fuertes medidas de seguridad; nunca jamás lo llevaba nadie puesto, y la inexpugnabilidad de su cámara (que en realidad era una caja de seguridad giratoria gigantesca, fabricada con tres mil toneladas de blindaje) se había convertido en los últimos años en una leyenda casi tan fabulosa como la del mismo collar.

Ethce Lebmellin observó desde su lujoso asiento en la tribuna cómo los dos ganadores de la regata recibían los vítores de la multitud mientras ascendían los escalones hacia él. El primer premio era una antigua y recargada copa de plata; estaba dispuesta delante de él, reluciente a la luz reflejada de las olas. El toldo de alegres rayas ondeaba y se agitaba en la brisa.

Lebmellin miró la copa, estudió su propio reflejo en su superficie curva y pulida. Un premio bastante estúpido para un pasatiempo bastante estúpido, pensó. El tipo de cosas con las que solían perder el tiempo las clases medias, con la idea de que así lograban algo en la vida.

Dentro de él creció un sentimiento familiar de asco y amargura. Se sentía usado e injuriado. Era como aquella copa; aquella chuchería decorativa y decorada en exceso. Como ella, lo habían sacado para atender a ciertas tareas ceremoniales, lo admirarían un instante, lo usarían y después lo volverían a empaquetar sin pensárselo dos veces. Los dos estaban emperifollados, tenían poca utilidad aparente y estaban huecos. ¿Para eso había trabajado tanto?

Había pasado varios años en las Facultades de Diplomacia de Yadayeypon, había estudiado con dedicación mientras los listillos de clase baja se reían de sus laboriosos avances, y los educados herederos de las casas principales (y de las casas menores mejores que la suya) se mofaban de su ropa pasada de moda.

Y, ¿qué había recibido tras todas aquellas largas noches de estudio, tras todas las vacaciones no disfrutadas, tras todas aquellas burlas y miradas maliciosas? Una calificación mediocre, mientras que unos se habían abierto paso a través de borracheras, ronquidos y fornicaciones hasta llegar a un éxito extraordinario, y a los otros les daba lo mismo, ya que su simple nombre les garantizaba un puesto en algún negocio de la familia.

Dudaba que alguno de ellos lo recordara.

Un sinecura; un puesto de suma insipidez en una pequeña ciudad-estado de excentricidad pueblerina. Probablemente era justo lo que sus brillantes compañeros esperaban de él.

Se levantó para entregar la copa a las dos caras frescas y sudorosas. Dejó que le tocaran los guantes y que le besaran los anillos ceremoniales, aunque lo que realmente deseaba era apartar la mano y limpiársela, mientras sentía que todo el mundo lo miraba y pensaba en lo estúpido que parecía. Pronunció unas cuantas palabras predecibles y vacías, y después les entregó a los dos hombres su premio hueco. Ellos lo sostuvieron en alto y recibieron más vítores. Él miró a la multitud con desprecio.

Algún día me aplaudiréis a mí, pensó.

Se dio cuenta de que estaba sonriendo, pero supuso que era lo más apropiado, dado el regocijo general.

Pensó en aquel ladronzuelo venido a más de Miz Gattse Kuma y en aquella altiva aristócrata de ojos burlones y desdeñosos. ¿Queréis usarme para conseguir nuestro tesoro?, pensó, todavía sonriente, con el corazón latiéndole cada vez más rápido. ¿Creéis que podéis comprar mi toga y mi cooperación sin comprar al hombre que hay dentro, con sus propios deseos, ambiciones y planes? Bueno, pensó. ¡Tengo una pequeña sorpresa para vosotros, amigos míos!