20
La orilla tranquila
Había árboles en densa y oscura profusión desde la cima de la montaña hasta la línea de la marea. El océano yacía liso, negro e inmóvil sobre la orilla silenciosa, como si hubiera caído bajo el pesado hechizo verde del bosque. Un pájaro volaba lentamente sobre el agua, en paralelo a la orilla, como una astilla pálida de las suaves nubes grises, expulsada del cielo y buscando la forma de volver.
A medio kilómetro de la boca del fiordo, la superficie del océano giraba y echaba espuma, para después hincharse y derramarse desde tres formas oscuras y bulbosas.
El submarino de tres cascos subió a la superficie y flotó inmóvil durante un instante; el agua le caía de las aletas y de la rechoncha torre central. Después, una serie de sordos sonidos metálicos repicaron en el agua y, con un remolino que se agitó alrededor de sus lisos flancos negros, la sección central y el casco de estribor se deslizaron lentamente hacia popa y dejaron el casco de babor flotando solo en frente de la orilla.
Una vez situado detrás del casco simple, el submarino volvió a avanzar; usó los delicados impulsos de potencia de proa para introducir su morro redondeado en la popa del casco. Un gran chorro de agua lenta mojaba la parte de atrás del submarino al dirigirse a la orilla, empujando el casco delante de él.
El casco delantero varó en los bajíos de una pequeña playa de arena, en el extremo sur de la boca del fiordo, y su morro negro hemisférico se elevó al empujar una ancha ola a lo largo de los pocos metros de agua que quedaban hasta la pálida cuesta de medialuna. La espuma bañaba la playa y las rocas a ambos lados.
—Espero que lo entiendan; por supuesto, lo he pensado mucho, pero lo cierto es que la seguridad de mi barco y de mi tripulación es lo primero. Por supuesto, está cubierto en el contrato…
—Por supuesto.
—… pero si los llevara más adentro me buscaría problemas. El fiordo es bastante profundo (aunque hay crestas submarinas en ciertos lugares, según nuestro radar) pero es demasiado estrecho; un barco de este tamaño no podría maniobrar. Con el evidente peligro de acciones hostiles, sería temerario aventurarse más. Como digo, tengo que pensar en mi tripulación. Y ahora, si pudiera firmarme aquí… Quiero decir, muchos tienen familias…
—Por supuesto.
—Me alegro mucho de que lo entienda. Nuestros aseguradores nos tienen muy controlados este ejercicio fiscal, se lo juro, y sospecharían con solo apagar el registro gráfico. Créame, ese truco solo funciona las primeras veces. Ah… aquí y aquí…
El capitán sostuvo la tablilla para que firmara los papeles de rescisión del contrato. Sharrow se quitó un guante, cogió la estilográfica y garabateó su nombre. Llevaba un mono de combate aislado y botas hasta la rodilla; se cubría la cabeza con un cálido gorro de pieles balistizado, con las orejeras subidas. Ella y el capitán estaban de pie en la cubierta, cerca de la proa del casco varado de babor; su única hemipuerta estaba abierta, y una rampa había sido desplegada desde el interior hacia el bajío. El primero de los dos grandes camiones todoterreno de seis ruedas arrancó y salió lentamente del casco, bajó la rampa, atravesó el agua y subió a la playa de arenas blancas. La cubierta se movió bajo ellos al pasar el peso del vehículo del casco a tierra firme.
El camuflaje gris y verde del todoterreno parpadeó vacilante durante unos momentos hasta ajustarse, y después se decidió por un insípido conjunto de tonos interfoliados que coincidía de forma perfecta con el color de la arena y de las sombras bajo los árboles. Sobre una de las dos escotillas de la cabina se elevaba un cañón de morro recortado.
El capitán pasó un par de páginas.
—Y aquí, y aquí, por favor —dijo. Sacudió la cabeza y chasqueó la lengua—. ¡Si el fiordo fuera un poco más ancho! —Miró preocupado la boca del fiordo, como si intentara obligar a las laderas de las crestas montañosas a que se retiraran de las aguas oscuras. Suspiró, y su aliento formó vaho en el aire frío y tranquilo.
—Sí, bueno —dijo Sharrow.
El segundo todoterreno salió lentamente de la sección frontal del casco y entró en la playa, con lo que el casco volvió a sacudirse. Zefla hacía señas con el brazo desde la escotilla del tejado de uno de los vehículos.
—Y una última firma aquí… —dijo el capitán, mientras doblaba las copias sobre la tablilla. Sharrow volvió a firmar.
—Ya —dijo.
—Gracias, lady Sharrow —le dijo el capitán con una sonrisa. Se volvió a poner los guantes y le hizo una profunda reverencia. Las gafas de sol que no había necesitado ponerse al salir a la superficie se le cayeron del bolsillo de su chaqueta acolchada. Se agachó para recogerlas, pero sus guantes dificultaban la operación.
Se enderezó y vio que ella le dedicaba una fría sonrisa, con la mano extendida. Él se metió las gafas en la boca, se puso la tablilla bajo el brazo y se volvió a quitar un guante. Le dio la mano.
—Un placer, lady Sharrow —le dijo—. Y permítame que le desee lo mejor en… —Su mirada vagó por los bosques tranquilos y las altas montañas—… lo que sea que la haya traído aquí.
—Gracias.
—Bueno, nos vemos en cuatro días, a no ser que tengamos noticias antes —dijo con una sonrisa.
—De acuerdo —respondió ella mientras se daba la vuelta—. Hasta entonces.
—¡Buena caza! —le gritó él.
Sharrow bajó por una delgada escalera de metal hasta el interior del casco, donde la tripulación de cubierta del submarino se preparaba para recoger la rampa y cerrar de nuevo la puerta; comprobó que no se dejaban nada, y después caminó por la rampa hasta la orilla, donde sus botas se hundieron en la arena.
Justo cuando se volvía para mirar la redonda boca abierta del casco, un chorro blanco de vapor voló por el aire detrás de él, procedente de la torre de mando del submarino. El aullido de la sirena de alarma del navío sacudió el aire sobre la playa y se detuvo mientras la pluma blanca de vapor se quedaba quieta y comenzaba a flotar por el aire. Los hombres que estaban junto a la boca de la sección abierta del casco se quedaron helados. Una voz resonó sobre ellos; la del capitán, sin aliento y nervioso.
—¡Alerta aérea! —gritó por los altavoces—. ¡Se acercan aviones! Repito; ¡se acercan aviones! ¡Abandonen los cascos! ¡Barrenen los dos!
—¡Mierda! —dijo Sharrow mientras giraba sobre sus talones.
Los hombres del casco subieron en tropel la escalera para llegar a cubierta; Sharrow se metió en la cabina del segundo todoterreno. Zefla estaba de pie en el asiento, con la cabeza y el torso asomados por la escotilla para observar el cielo sobre el mar con unos prismáticos de campo de largo alcance. Feril estaba al volante, con aspecto sereno y delicado entre los macizos y prácticos controles del todoterreno.
—Puta mierda —la voz de Miz decía por el comunicador—, ha sido rápido. Creía que no ya no se ocupaban mucho de los satélites de vigilancia.
—Quizá hayamos tenido mala suerte —dijo Sharrow mientras observaba al androide; el todoterreno escupía arena por los seis grandes neumáticos y se arrastraba playa arriba hacia las rocas que rodeaban los arbolillos y la hierba del borde del bosque—. Sigue a Miz —le dijo a Feril. El androide asintió y metió la primera.
El camión dio un salto adelante tras el otro todoterreno y se dirigió a los árboles. Sharrow miró por la ventana lateral para observar cómo los últimos miembros de la tripulación saltaban de la sección varada del casco hacia el casco principal, y después vio cómo el agua que rodeaba la parte de atrás del gordo bote se agitaba, mientras la embarcación abandonaba ambos cascos y se impulsaba hacia popa, rodeándose de espuma. Las pequeñas figuras corrieron por el casco, desaparecieron por una escotilla y la cerraron. El submarino volvía siguiendo su propia estela, y empezó a girar y a sumergirse al mismo tiempo; la sección varada del casco se movía con la espuma, mientras el casco de estribor del que se habían desecho se balanceaba adelante y atrás, en suaves subidas y bajadas al ritmo de las olas.
—¡No hay forma de entrar en esos árboles, joder! —chilló Miz.
—Pues invéntatela —le dijo Sharrow.
—No —oyeron decir tranquilamente a Dloan—. Mirad.
—Hmm —contestó Miz—. Estrecho… —El primer todoterreno giró a la derecha.
—¿Zef? —dijo Sharrow mientras levantaba la vista—. ¿Zef? —gritó. Zefla se agachó sacudiendo la cabeza, con el pelo recogido en una gorra de combate.
—Todavía nada —dijo; cogió un auricular de comunicaciones y se lo puso en la oreja antes de volver a enderezarse.
El todoterreno que tenían delante saltaba sobre las rocas y avanzaba sobre la hierba hacia los árboles; los neumáticos abrían zanjas en la hierba y les echaban tierra encima, mientras subían sobre los elásticos arbolillos y se comprimían entre los troncos más altos que había detrás. Terrones y piedras golpeaban y pegaban en la inclinada barbilla y en la pantalla del todoterreno.
Sharrow miró atrás; el submarino estaba sumergido, salvo por la torre, y se hundía rápidamente en las aguas arremolinadas, mientras continuaba girando hacia popa desde la orilla.
El todoterreno de Miz y Dloan se abría paso a codazos entre los árboles, cada vez más lento.
—Lo tengo —dijo Zefla a través del comunicador—. Un solo avión. Bajo; parece grande… bastante lento.
—¿Crees que nos han visto? —le preguntó Sharrow mientras Feril maniobraba el morro de su todoterreno hasta estar a un metro del vehículo delantero.
—Es difícil saberlo —dijo Zefla. Miz estaba girando su vehículo para entrar en un pequeño claro a la derecha; el camuflaje moteado del todoterreno se oscureció al meterse cada vez más bajo las ramas.
—No hay ninguna señal de que nos hayan visto… —dijo Zefla en voz baja.
—Ya no podemos ir más lejos —dijo Miz. El primer todoterreno se detuvo; Feril paró el suyo justo detrás. Sharrow metió la mano en el hueco de los pies y abrió una larga bolsa con un tosco símbolo antiaéreo garabateado. Sacó un lanzamisiles y se puso de pie en el asiento, abrió la escotilla y sacó la cabeza y los hombros por ella.
El avión era una mota oscura y grumosa que volaba bajo sobre el agua. Donde antes estuviera el submarino, se veía un parche de agua removida cerca del casco flotante abandonado. La imagen del avión se agrandó en la mira del lanzamisiles, se vio borrosa un instante y después destacó con nitidez; le quitó el seguro.
Entonces, algo se movió en la mira, cerca, desenfocado y oscureciendo parcialmente el avión. Sharrow frunció el ceño y apartó los ojos de la mira del lanzamisiles; algunos de los árboles jóvenes que tenían detrás se habían levantado tras quedar atrapados bajo los todoterrenos, y habían formado una delgada pantalla entre ellos y la orilla.
Volvió a escudriñar por la mira, y observó la silueta del avión inclinarse y espesarse. Era un barco volador, más o menos del tamaño de un antiguo bombardero; un par de motores sobre cada raíz de ala y un flotador con puntales en «V» cerca de la punta de cada ala. Seis pequeños misiles bajo las alas. El avión se alejó lentamente, casi con languidez. Ella lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras los árboles.
Sharrow escuchó el ruido de los reactores del avión y el eco distante en las montañas. Volvió a poner el lanzamisiles en espera.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Miz.
—Creo que ha bajado por el fiordo —dijo Dloan. Sharrow se volvió y vio a Dloan en la escotilla del primer todoterreno, que tenía el morro metido en los árboles. Estaba apuntando el cañón hacia arriba, hacia el punto donde había estado el avión.
—¿Ves alguna marca? —le preguntó Sharrow a Zefla.
Zefla sacudió la cabeza.
—No me pareció un vehículo de la Franquicia.
—Vi una de esas viejas cosas en el Muelle Beagh —dijo Dloan—. Mientras negociábamos con el submarino.
—¿Crees que podría ser otra compañía privada? —le preguntó Miz. Lo oyeron gruñir cuando el todoterreno se inclinó un poco hacia atrás e intentó volver a avanzar, para encontrarse de nuevo con la resistencia de los flexibles troncos de los árboles—. Bueno, esto es lo que yo llamo despreciar las leyes de las Áreas —dijo, casi como si se divirtiera—. Entrar en barrena con una antigüedad que parece sacada de un museo de la aviación. Mierda, podríamos haber usado aerodeslizadores, después de todo.
—Da igual —dijo Sharrow—. Podría volver. Vayamos hacia la costa y encontremos un escondite mejor.
—Aquí estamos bastante escondidos —señaló Zefla.
—No del todo —dijo Miz—. Y si alguien nos busca, ese casco les dirá dónde empezar.
—Nuestro valiente capitán dijo algo sobre barrenar los cascos —dijo Zefla.
—Sí, pero el de la playa no va a hundirse mucho.
—¿Zef? —preguntó Sharrow—. ¿Qué crees? ¿Nos ha visto el avión?
Zefla se encogió de hombros.
—En resumen, probablemente… sí.
—Entonces, vámonos —dijo Sharrow.
Dieron marcha atrás con los dos todoterrenos para salir del bosque. La popa del casco varado del submarino se había quedado parada; su cavernosa boca abierta se elevaba sobre la pequeña playa como una expresión de silenciosa sorpresa. El casco desprendido había rodado sobre su parte trasera, y se mecía adelante y atrás mientras se hundía lentamente en el agua oscura.
Los dos todoterrenos se abrieron paso a través de la línea de rocas revueltas y hierba harapienta, entre el agua y los árboles.
El avión había dejado una débil línea de humo de escape de unos cien metros por encima del centro del ancho fiordo. Zefla se quedó vigilando; Sharrow se acomodó en su asiento con el lanzamisiles en el regazo. Miraba a Feril, que estaba sentado, al parecer muy tranquilo, guiando el todoterreno detrás del de Miz y Dloan.
—Perdona todo esto —le dijo Sharrow.
—Por favor, no te disculpes —le respondió el androide, que se giró para mirarla un instante—. Es muy emocionante.
Sharrow sacudió la cabeza con una sonrisa.
—Podría volverse todavía más emocionante si no encontramos dónde escondernos.
—Oh, bueno —dijo Feril, y se volvió de nuevo para mirar el fiordo a su derecha y las altas montañas boscosas que tenían a ambos lados—. De todos modos —dijo mientras manejaba el volante del todoterreno y se abría camino entre los cantos rodados que llenaban la costa pedregosa—. Es un paisaje bastante bello, ¿verdad?
Sharrow sonrió y sacudió brevemente la cabeza. Después intentó relajarse, y le echó un lento y deliberado vistazo al silencio líquido de las tranquilas aguas negras, a la inclinada abundancia de los tupidos bosques y a la morfología rizada y medio escondida de las laderas colmadas de árboles, con sus bordes irregulares recortados sobre la desolación pálida del cielo.
—Sí —suspiró y asintió—. Sí, es bello.
Habían bajado menos de un kilómetro por la ladera del fiordo y no habían encontrado ninguna brecha entre los árboles, ningún canto rodado caído lo bastante grande para esconderlos, ni ninguna otra forma de ponerse a cubierto, cuando Zefla gritó.
—¡Ya vuelve! El barco flotante apareció de nuevo, una mota gris sobre las montañas oscuras, hacia la cabeza del fiordo.
—Por los dientes del diablo —gruñó Miz. Sharrow observó el barco flotante inclinarse y girar hasta ir directamente hacia ellos.
Sacudió la cabeza.
—Esto no es bueno…
—¡Está disparando! —chilló Zefla. Dos explosiones de humo se rizaron bajo las raíces de las alas del avión.
—¡Para! —le dijo Sharrow al androide. Cogió su mochila de debajo del asiento—. ¡Todos fuera!
—Mierda —dijo Miz. Ambos todoterrenos patinaron hasta detenerse.
—Id hacia los putos árboles —murmuró Zefla; se dejó caer de la escotilla, rebotó en el asiento y abrió la puerta de una patada. Saltó al suelo con una pequeña mochila, seguida de Feril. Sharrow saltó desde la otra puerta. Miz salió del primer todoterreno y también corrió hacia los árboles.
—¡Fuera, Dloan! —chilló Sharrow. Iba en dirección a unas grandes rocas cerca del borde del agua. Le quitó el seguro al lanzamisiles.
Dloan estaba de pie en la escotilla del primer todoterreno y apuntaba al avión con el cañón; los dos misiles eran puntos brillantes al final de unas estelas de humo y corrían cerca del agua tranquila y oscura.
—¡Dloan! —chilló. Se tiró entre dos rocas y apuntó con el lanzamisiles.
Los misiles se acercaron como rayos; pasaron de largo de los dos todoterrenos con un chillido y se estrellaron en el bosque, unos cincuenta metros detrás de ellos. Dloan empezó a disparar el cañón; Sharrow pudo ver cada uno de los ocho proyectiles trazadores salir formando un arco para caer en el agua, a unos cien metros del avión, formando salpicaduras blancas, distantes y diminutas. Disparó el misil; se oyó un bang al estremecerse el tubo contra su hombro, después vio un destello y oyó un trueno cuando el misil se encendió, y un pfiucuando salió volando.
El avión seguía volando perezoso sobre el centro del fiordo, quizá a unos dos mil metros; el misil se puso en trayectoria de interceptación.
Dloan había dejado de disparar el cañón.
El misil estaba a un kilómetro, después a quinientos metros.
—En fin —se dijo Sharrow a sí misma—. No le hagáis caso si no queréis, imbéciles.
Una luz lanzó destellos alrededor del morro del barco volador.
El misil voló en pedazos; brilló, se desintegró en el aire y creó una espesa zarpa negra de humo, desde la que docenas de pequeñas garras se arrastraban hacia fuera y hacia abajo, para después caer en el agua formando una nevisca de altas salpicaduras.
—Hijo de puta —jadeó Sharrow. El avión se inclinó hacia ellos una vez más.
Dloan disparó de nuevo el cañón, y las chispas formaron arcos ascendentes. El barco flotante volaba atravesando el creciente bulbo de humo dejado por el misil interceptado. El avión disparó dos de sus propios misiles.
Sharrow miró el todoterreno.
—¡Dloan! —gritó. Lo vio agacharse un poco detrás del cañón. Disparó una última ráfaga de proyectiles, y después abrió la escotilla y corrió por el tejado del todoterreno. Sharrow podría haber jurado que tenía una gran sonrisa en la cara.
Dloan saltó los tres metros que lo separaban del suelo, rodó y se puso a cubierto medio segundo antes de que los dos misiles se estrellasen contra los todoterrenos y los redujesen a astillas.
Debía de haberse agachado. Levantó la cabeza y vio humo y llamas. Los dos vehículos habían quedado arrasados. El suyo yacía de espaldas y ardía con fuerza. El otro todavía parecía poder mantenerse en pie, pero tenía la carrocería medio arrancada, levantada de tal forma que se le veían los tres motores entre los neumáticos despellejados y en llamas. Lo que quedaba se sacudía y crujía con detonaciones secundarias; se volvió a agachar y observó cómo el avión marino se alejaba a medio kilómetros de ellos.
Una línea de humo negro salía de su motor de estribor. Perdía altura y parecía maltrecho y traqueteante. Alguien saltó de los árboles.
Ella se miró la mano izquierda, que tenía apoyada en el suelo. Le dolía. La sacó y miró la sangre; después la sacudió para quitarse la tierra del corte. No parecía serio.
—¡Yuju! —gritó la misma voz desde los árboles. Dloan.
El barco volador se desplazó con dificultad por el aire durante otro kilómetros y ganó altura; después se inclinó y bajó en barrena, se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al fiordo, esta vez en busca de la otra orilla, mientras el humo negro detrás de él se hacía cada vez más espeso, y el avión se acercaba más y más al agua.
El aire crujió y zumbó con las explosiones de los dos todoterrenos destrozados; el humo subía hacia el cielo.
—¿Sharrow? —gritó Miz en un momento de respiro.
—¡Aquí! —respondió ella—. Estoy bien.
El barco volador se estrelló contra el agua, rebotó en una doble cortina de espuma y volvió a caer, se detuvo rápidamente y giró de forma brusca para quedar con la parte delantera en su dirección, a unos mil quinientos metros.
Sharrow se echó la mochila a la espalda y se alejó a rastras de las rocas cercanas a la playa, siempre bajo el cobijo de algunos cantos rodados de pequeño tamaño, hasta llegar cerca de los árboles; entonces se levantó y corrió agachada hasta el punto donde se escondían los demás, mientras observaban arder los todoterrenos y el barco volador hundirse en la otra orilla. Su morro vidrioso y complicado ya miraba al cielo; uno de los flotadores de las alas estaba inclinado fuera del agua, y el otro sumergido.
Se tiró al suelo junto a los otros.
—¿Estás bien? —le preguntó Zefla.
—Sí. Buen disparo, Dloan —dijo Sharrow, mientras se limpiaba la mano ensangrentada en los pantalones del mono.
—Gracias —respondió Dloan con una sonrisa—. Su moderno láser interceptor de misiles no pudo con los anticuados proyectiles de cañón. —Suspiró con fuerza, con expresión de felicidad.
—Sí pero, ¿ahora qué hacemos? —preguntó Miz, mirándola—. ¿Nadar durante el resto del camino?
—Oh —dijo Feril—, mirad. Qué camuflaje más poco ortodoxo. Sharrow miró. Zefla lo hizo con los prismáticos. Gruñó.
—No me lo puedo creer, joder —dijo. Le pasó los prismáticos a Sharrow—. No, no es cierto. —Sacudió la cabeza—. Sí que me lo creo.
Sharrow miró a través de los cristales; el morro de varias caras del barco volador estaba ya muy alto, apuntando al cielo. De las puertas bajo las raíces de las alas podían verse salir a unas tres docenas de pequeñas figuras, que trepaban para entrar en lo que parecían ser botes inflables. Todo parecía un poco confuso.
Sharrow podía distinguir fácilmente las figuras, porque llevaban uniformes de color rosa chillón, verde lima, rojo sangre, violeta brillante y amarillo limón, que resultaban más fuertes y obvios que los botes naranjas en los que se estaban metiendo. Dejó los prismáticos.
—Están locos de verdad —dijo, más para sí misma que para los demás—. Elson Roa y su banda.
—¿Ese maníaco? —dijo Miz con los ojos muy abiertos. Hizo un gesto hacia el avión que se hundía, cuyo fuselaje estaba vertical con respecto al cielo y sumergido casi hasta las alas. Dos brillantes núcleos de color eran apenas visibles a simple vista y se alejaban lentamente del avión hundido para dirigirse a la espesa manta verde de los árboles de la otra orilla—. ¿Es él? —preguntó Miz—. ¿Otra vez?
Sharrow asintió lentamente y dejó los prismáticos en el suelo.
—Sí —respondió—. Otra vez.
La munición de los todoterrenos que ardían siguió explotando durante unos cuantos minutos más; después el fuego empezó a apagarse y las detonaciones cesaron. Se aventuraron a salir de los árboles y buscaron entre los restos de los dos todoterrenos, hasta que oyeron una serie de ruidos apagados y vieron surgir delgadas fuentes en el agua cercana.
—Metralletas —dijo Dloan, mientras observaba la otra orilla del fiordo. El aire crujió y zumbó; pequeñas nubes de polvo saltaban de las rocas que los rodeaban. Se retiraron rápidamente al bosque.
Tenían una tienda de emergencia ligera y raciones de supervivencia en una pequeña mochila que Zefla había rescatado; Sharrow tenía la suya, en la que llevaba el cañón manual, los dos indicadores de la vieja moto y un equipo de primeros auxilios. Miz había rescatado una metralleta mediana y un solo misil antiaéreo. Habían encontrado algo de ropa y unos cuantos paquetes de comida más entre los escombros. Aparte de eso, lo único que tenían era lo que llevaban puesto; monos de trabajo o trajes de excursionismo, una pistola cada uno, un par de cuchillos, un pequeño equipo médico y lo que llevaran en los bolsillos.
—Tendría que haberlo pensado —dijo Sharrow mientras se daba golpes en las sienes con las palmas de las manos. Hizo una mueca de dolor cuando usó la mano izquierda; se había lavado la herida en un arroyo y se había puesto esparadrapo, pero todavía le dolía. Miz también seguía llevando una pequeña venda en la mano, y Dloan cojeaba un poco, igual que ella.
Estamos empezando a parecernos todos, pensó.
Se sentaron en una pequeña hondonada, alrededor de una fogata humeante y débil que finalmente habían conseguido encender con un láser. Aunque era última hora de la tarde, parecía de noche por culpa de los altos árboles que los rodeaban.
—Tendría que haberlo pensado —repitió Sharrow—. Podríamos haber sacado más cosas de los todoterrenos mientras buscábamos un lugar donde escondernos. —Sacudió la cabeza.
—Mira —dijo Miz—. Estamos todos vivos; tenemos una tienda, algo de comida y nuestras pistolas; podemos cazar para comer. —Hizo un gesto hacia el bosque—. Tiene que haber mucha caza por ahí. O peces. —Le dio un golpecito a uno de los bolsillos de su elegante chaqueta de excursionista, que estaba repleta de ellos—. Tengo anzuelos y algo de sedal; podemos hacer una caña.
Sharrow parecía dudar.
—Sí. Mientras tanto, tenemos cuatro días para caminar doscientos klicks —dijo— y llegar a una reunión a la que nuestro capitán probablemente ni siquiera intente asistir.
—Podríamos dejar a alguien aquí —dijo Zefla. Tenía su gorra de combate en la punta de un palo y la acercaba al fuego para secarla. Estaba sentada con las piernas cruzadas, a sus anchas. Dloan tenía la pierna herida estirada delante de él. Miz había acercado una roca para sentarse; el androide estaba en cuclillas y parecía esqueléticamente puntiagudo y anguloso—. Parte de nosotros podríamos ir hasta el extremo del fiordo —siguió Zefla—, mientras alguien se queda detrás para recibir al submarino y decirles que vengan más tarde.
—No tenemos nada para hacerles señales —dijo Sharrow mientras sacaba su teléfono de bolsillo de la chaqueta—. Los cacharros dedicados de comunicaciones estaban en los todoterrenos, y estos no funcionan aquí.
—Bueno —dijo Dloan—, técnicamente sí funcionan, pero las llamadas se transfieren a la Franquicia de Seguridad, así que vendrían a investigar la fuente.
—Sí, Dloan —dijo Sharrow—. Gracias.
—Yo podría hacerle señales al submarino —dijo Feril. Se dio un golpecito en el pecho—. Tengo un comunicador; no es de largo alcance, pero no tengo que utilizar frecuencias de teléfono. Podría comunicarme con el submarino si se acerca a unos cuantos kilómetros, aunque esté bajo el agua.
—¿Podrías ponerte en contacto con él ahora? —le preguntó Miz.
—Sospecho que no —admitió el androide.
—¿Y qué hay de los solipsistas? —preguntó Dloan—. Quizá no se hayan dado cuenta de quiénes somos.
—Miró a Sharrow—. Podríamos intentar llamarles por radio. Ella sacudió la cabeza.
—Por alguna razón, creo que saben exactamente quiénes somos —dijo ella—. De todos modos, no merece la pena romper el silencio.
—Oh, vamos —dijo Miz mientras azuzaba el fuego con una rama—. La gente de la Franquicia no puede haberse perdido el espectáculo. —Asintió en dirección a los todoterrenos destrozados, que ardían sin llama en la orilla, a unos cien metros, detrás de los árboles—. Probablemente estén de camino para recogernos.
—Claro que puede que prefieran lanzarnos una bomba nuclear —dijo Dloan. Sharrow lo miró con furia.
—Entonces, ¿vamos a pie hasta lo que haya al extremo del fiordo o qué? —preguntó Zefla. Sharrow asintió.
—Será mejor que lo hagamos, o Elson y sus chicos llegarán antes que nosotros.
Sacó de la mochila los dos indicadores de la moto.
—Todavía señalan hacia allí; el rango se ha reducido a unos cien klicks. Si los mapas estaba bien y estas cosas son precisas, lo que señalan está en la punta del fiordo. —Guardó los indicadores—. O estaba.
—Qué pena que hayamos perdido los mapas —dijo Dloan mientras flexionaba la pierna.
—Bueno, lo cierto —dijo Feril mientras alargaba a una mano con indecisión— es que he memorizado el mapa de la zona.
—¿Ah, sí? —Miz miró al androide con escepticismo—. Entonces, ¿cuánta distancia hay hasta el extremo del fiordo?
—Yendo por la costa, aproximadamente ochenta y nueve kilómetros —les dijo el androide—. Aunque hay un par de ríos bastante grandes que habría que vadear.
—Dos días de ida y dos de vuelta —dijo Dloan.
—Si me permitís —comenzó el androide. Lo miraron—. Quizá pueda llegar allí y volver en unas veinte horas. —Miró a su alrededor y después se encogió de hombros, casi con modestia.
—Entonces Feril podría adelantarse para explorar —dijo Zefla—. Pero ¿qué hacemos cuando los demás lleguemos allí?
—Si encontramos la Pistola Vaga —dijo Sharrow—, solo tenemos que llamar por teléfono. Cuando las fuerzas de la Franquicia vengan a investigar, les quitamos el medio de transporte que traigan; un avión, probablemente.
—¿Así, sin más? —preguntó Zefla.
—Tendremos la Pistola Vaga —dijo Miz con una sonrisa.
—¿Y si la Pistola no está ahí? —preguntó Feril.
Sharrow miró al androide.
—Entonces tendremos que pensar otra cosa.
—Cogió un trozo de rama y la tiró al humeante corazón del fuego.
Se mantuvieron cerca de los árboles, todo lo lejos posible de la costa, a unos diez metros. El interior del bosque estaba muy tranquilo. El único ruido que oyeron en aquellas primeras horas, mientras la luz de principios de invierno se apagaba poco a poco a su alrededor, fue el del agua que corría por los empinados arroyos salpicados de rocas que cruzaban, y el sonido de las ramas y ramitas que se rompían bajo sus pies.
El suelo del bosque estaba cubierto de árboles viejos y troncos podridos; los árboles estaban inclinados en distintos ángulos, lo que creaba enredos que tenían que rodear. Los claros abiertos por los árboles caídos estaban erizados de nuevos crecimientos y les permitían ver retazos de cielo gris y oscuro.
—Está un poco desorganizado, ¿no? —le comentó Miz a Sharrow, mientras se agachaba bajo un tronco caído, sostenido sobre el suelo por los árboles inclinados que tenía cerca—. Pensaba que los bosques eran solo troncos y agradables alfombras de suave… ¡mierda! —La capucha de su chaqueta se enganchó en una rama y casi lo levantó en volandas. La soltó y miró furioso a Sharrow antes de seguir hablando—. Troncos y una agradable alfombra de suaves agujas.
Ella se agachó bajo el tronco.
—Eso es en las plantaciones, Miz —le dijo—. Esto es el bosque; el de verdad.
—Bueno, pues está muy desordenado, joder —dijo él mientras se sacudía la madera podrida de la capucha de la chaqueta—. Es como si estuviéramos en la puta Entraxrln. —Miró a su alrededor—. De todos modos, habríamos tenido muchos problemas para meter aquí los todoterrenos; puede que hubiéramos tenido que quedarnos en la orilla, con o sin satélites. —Se resbaló con una raíz escondida en la capa de agujas y ramas caídas del suelo, y se tambaleó. Sacudió la cabeza—. Putos solipsistas.
Sharrow sonrió.
Acamparon cuando la luz fue demasiado escasa para ver bien; tenían dos juegos de gafas con visión nocturna, pero dos personas se hubieran quedado sin ellas y no podrían haber viajado muy rápido. De todos modos, estaban cansados tras solo un par de horas de caminata; encontraron una zona llana junto a un arroyo, escondido del otro lado del fiordo gracias a la orilla, y decidieron parar allí.
Sharrow cambió el vendaje de su mano cortada. Dloan averiguó cómo montar la delgada tienda de emergencia. Zefla fue a buscar leña para hacer un fuego. Miz se sentó en una piedra y comenzó a desatarse los cordones de las botas. Tenía los pies rozados; había cojeado la última media hora.
Feril puso leña junto al círculo de piedras que había colocado y después intentó ayudar a Dloan con la tienda, hasta que el hombre lo ahuyentó. Se acercó a Miz y se acuclilló junto a él.
—Malditas botas —dijo Miz mientras intentaba desatar los cordones. Parecían haberse apretado más después de mojarse. Había creído que las botas tenían una pinta muy chula en la tienda de Bahía Beagh; macizas, duras y muy de aire libre, de piel y con cordones de verdad, como algo sacado de una fotografía antigua; pero en aquellos momentos empezaba a desear haberse comprado un par más moderno, con añadidos de espuma con memoria, elementos calefactores y hebillas de apertura rápida. Por supuesto, no había escogido aquellas botas pensando en que tendría que andar de verdad con ellas.
—Supongo que tú no tendrás este problema —gruñó Miz, y miró al androide mientras tiraba de los cordones.
—La verdad es que no —dijo Feril—. Aunque sí tengo almohadillas en los pies que necesito cambiar cada varios años. —Se miró los pies.
—Qué puto lugar olvidado de la mano del destino —jadeó Miz mientras miraba a su alrededor, hacia los oscuros recintos de árboles. Feril también miró a su alrededor.
—Bueno, no lo sé —dijo—. Yo creo que es bastante bonito.
—Ya —dijo Miz mientras intentaba desenredar un cordón que estaba bajo otro—. Bueno, quizá tú veas las cosas de forma distinta.
—Sí —dijo el androide—. Supongo que sí. —Observó cómo Zefla soltaba una carga de madera en el suelo junto al fuego y cómo amontonaba algunos trozos en el centro del círculo de piedra. Usó su pistola láser en baja potencia y haz ancho para secar y después encender las ramas; empezaron a quemarse formando mucho humo.
—Oye —le dijo Miz al androide, con aspecto avergonzado—. Se me están enfriando los pies. ¿Podrías echarme una mano? Feril no dijo nada antes de arrodillarse delante de Miz y desatarle los cordones.
Se sentaron alrededor del fuego en la negra oscuridad de un profundo bosque, bajo unas espesas nubes, a cuatrocientos kilómetros de la huella de espejo de luz solar, la farola o el faro más cercanos. Masticaron sus raciones militares de emergencia. Tenían suficiente para, quizá, un par de días más.
—Cazaremos algo mañana —dijo Miz mientras mascaba una tableta de comida y miraba a los demás, cuyas caras parecían moverse de forma extraña a la parpadeante luz naranja de la hoguera. Asintió—. Mañana abatiremos algo grande y tendremos un asado de verdad, carne de verdad.
—Puaj —dijo Zefla.
—Por ahora no hemos visto nada de nada —le dijo Sharrow.
—Ya —dijo Miz meneando la tableta de comida a medio masticar delante de ella—. Pero tiene que haber todo tipo de presas de gran tamaño en estas montañas. Encontraremos algo.
—Perdonadme —dijo Feril desde lo alto de la orilla del río, a un par de metros por encima de ellos. Su cara de metal y plástico los miró desde arriba, reluciente a la luz del fuego. Se había presentado voluntario para vigilar mientras comían.
—¿Sí, Feril? —le preguntó Sharrow.
—Algo que parece ser un bote inflable acaba de dejar la otra orilla; viene en esta dirección.
Dloan cogió la metralleta y se levantó. Se puso un par de gafas de visión nocturna.
—¿A qué distancia está? —le preguntó Sharrow.
—A unos cien metros de la otra orilla —contestó Feril.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Sharrow.
Bajaron en grupo hasta los árboles que daban a la orilla. Dloan guiaba a Zefla y Sharrow guiaba a Miz, que tropezó un par de veces al pisarse los cordones. Se tumbaron en el suelo; con los visores nocturnos en infrarrojo, Sharrow y Dloan podían ver la firma de calor de la gente del bote.
Dloan encontró un canto rodado y apoyó en él la metralleta, con el cañón apuntando casi a cuarenta y cinco grados.
—Deben estar más o menos a tiro —dijo—. Será mejor que retrocedáis —le dijo a los otros—, por si tienen algo con lo que trazar esto.
Retrocedieron un poco entre los árboles.
Dloan disparó una docena de cartuchos y llenó la noche de luz y sonido; Sharrow tuvo que apagar las gafas debido al brillo de los disparos. No había trazadores en los cartuchos pero, cuando volvió a mirar, pudo ver con las gafas las diminutas chispas de las balas hasta casi la mitad del camino en arco que trazaban sobre el fiordo. Al enfriarse, desaparecían.
—Justo por encima de ellos y a la izquierda —gritó Feril.
Dloan ajustó la puntería y volvió a disparar. Oyeron el sonido de la pistola rebotar en las montañas y precipicios lejanos. Un repiqueteo y un ruido cortante anunciaron que Dloan estaba cambiando el cargador.
—Todavía un poco a la izquierda —le dijo Feril.
Dloan volvió a disparar. Sharrow no vio ningún cambio en la imagen borrosa del visor.
—¡Sí! —exclamó Feril.
Dloan hizo una pausa y disparó de nuevo.
—¡Derecha! ¡A la derecha! —gritó Feril mientras Dloan disparaba. La metralleta quedó en silencio.
—Creo que tienen dificultades —dijo Feril.
Sharrow observó cómo cambiaba la imagen brumosa de las gafas; se hacía más pequeña y, finalmente, al cabo de un minuto, se redujo a la sombra de unas diminutas fuentes de calor en el agua.
—Su embarcación se ha hundido —anunció Feril—. Parece que vuelven nadando a la orilla.
—Buen disparo, otra vez —le dijo Sharrow a Dloan.
—Hmm —dijo él, con tono de sentirse satisfecho.
Se acercó a ellos desde la orilla. Sharrow se dio la vuelta para marcharse cuando Dloan los pasaba, y entonces vio al androide con la vista todavía fija en el otro lado del fiordo. Se puso las gafas, pero solo le mostraban los mismos puntos de calor indefinidos en el revoltijo gris de las frías aguas del fiordo.
Observó unos momentos al androide. No pareció darse cuenta.
—¿Feril? —dijo Sharrow. Él se volvió.
—¿Sí?
—¿Qué pasa? —le preguntó. Miz hizo un ruidito de disgusto y le cogió la mano a Zefla, para seguirla a ella, que a su vez seguía a Dloan de vuelta al campamento.
—Oh —dijo el androide tras una brevísima pausa. Volvió a mirar el agua oscura—. Solo estaba pensando; dado que habría unas ocho o nueve personas en el bote, y que solo siete están nadando hacia la costa, y que lo que parecen ser un par de cuerpos están flotando donde se hundió el bote… —Se dio la vuelta para mirarla a la cara—… creo que acabo de colaborar en un asesinato; dos asesinatos, quizá.
Ella se quedó en silencio. El androide volvió a mirar el agua, y después a ella.
—¿Y cómo te sientes? —le preguntó ella. Él se encogió de hombros.
—Todavía no estoy seguro —dijo, al parecer perplejo—. Tendré que pensar sobre ello. Ella examinó su imagen en las gafas. A aquella distancia, la gente parecía brillar vital, llamativa y obvia al mirarla con las gafas de visión nocturna. El androide era un vago bosquejo de luz en comparación, el cuerpo solo estaba un poco más caliente que lo que lo rodeaba.
—Lo siento —le dijo ella al fin.
—¿El qué? —le preguntó el androide.
—Haberte metido en todo esto.
—Me encantó que me lo pidieras —le recordó él.
—Lo sé —dijo ella—. Aún así.
—Por favor, no lo sientas —le dijo el androide—. Todo esto es… extremadamente interesante para mí. Estoy grabando mucho de lo que ha sucedido recientemente a saturación máxima, para poder reproducirlo, disfrutarlo y analizarlo después. No suelo tener muchas oportunidades para hacerlo. Es una novedad. Me estoy divirtiendo. —Hizo un gesto humano con las manos, las levantó brevemente, con las palmas hacia arriba, desde los costados.
—Diversión —dijo ella con una pequeña sonrisa.
—En cierto modo —dijo Feril.
Ella sacudió la cabeza y miró la débil y filtrada calidez del suelo del bosque.
—¿Debo hacer mi expedición de reconocimiento? —preguntó el androide—. ¿Debo ir a la cabeza del fiordo?
—Todavía no —le dijo ella. Se dio la vuelta para mirar la débil y casi transparente firma de la columna de humo de su hoguera, a treinta metros de ellos, en el interior del bosque—. Me gustaría que vigilaras esta noche, si no te importa.
—Claro que no —dijo Feril. Se dio la vuelta para volver a mirar el fiordo—. Te preocupa que haya otro bote y que intenten repetir el ataque que acabamos de frustrar.
—Exactamente —sonrió—. Has hablado como uno del equipo. —Se rio un poco—. Bueno, más o menos.
Feril retrocedió un poco.
—Gracias —dijo. Asintió en dirección a la cuesta—. Vigilaré desde allí, para poder ver el fiordo y los alrededores.
Fueron hasta allí. El androide se volvió y se puso en cuclillas en el punto que determinó como el de mejor vista.
—Ajá —dijo.
Ella miró también.
Había dos hogueras ardiendo al otro lado del fiordo; dos diminutas motas amarillo fuerte vibraban en la oscuridad granulada. Al quitarse las gafas podía seguir viéndolas por el rabillo del ojo.
Se las volvió a poner.
—Han avanzado más que nosotros —dijo Sharrow.
—Unos tres kilómetros —dijo Feril.
—Hmm —dijo ella. Todavía tenemos otro misil infrarrojo. Podríamos enviarles un desagradable regalo de buenas noches.
—Claro —dijo Feril—. Aunque podrían ser señuelos.
Ella observó las hogueras distantes.
—¿Cuánto les queda para llegar al final del fiordo?
—Ciento nueve kilómetros —dijo Feril—. Hay dos pequeños fiordos que salen del principal por su lado.
—Aunque probablemente todavía tengan un bote inflable.
—Sí; podrían usarlo para cruzar las bocas de los fiordos laterales, aunque podrían ser vulnerables a un ataque con la metralleta.
—Hmm —dijo ella, y bostezó—. Bueno. Es hora de irse a la cama para mí. —Sharrow miró la hondonada donde estaba la pequeña tienda inflable. Se suponía que era cómoda para dos personas y que podría albergar a tres bien apretadas. Solo valía para cuatro si todos se llevaban pero que muy bien.
—Ah —dijo ella—. ¿Te gustaría tener una pistola mientras montas guardia?
—Creo que no —Feril la vio bostezar de nuevo—. Buenas noches, lady Sharrow —le dijo. Sonaba muy formal.
—Buenas noches —le respondió ella.
Cenuij estaba sentado en el camión ardiendo, parecía hosco y suspiraba mucho. Las llamas y la munición que explotaba no parecían dañarlo. Estaba acunando entre los brazos algo envuelto en un chal. Ella reconoció el chal; era uno de los chales de nacimiento de su familia. A ella lo habían envuelto en uno cuando era un bebé, al igual que a su madre, y a la suya antes que a ella… Se preguntaba de dónde lo habría sacado Cenuij y le preocupaba que el bebé que había dentro del chal se quemara con las llamas del camión.
Le gritó a Cenuij, pero él no parecía oírla.
Cuando intentaba rodear el camión para mirar el interior del chal y ver quién era el bebé, Cenuij se movía también, giraba y se agachaba para esconder al niño con el hombro.
Ella le tiró algo; le rebotó en la cabeza y Cenuij se dio la vuelta, enfadado; le tiró el chal y lo que había dentro, y ella alargó los brazos para cogerlo, mientras el chal se abría para dejar al descubierto el fardo volador y caer en las llamas. Lo que ella cogió al vuelo era la Pistola Vaga.
El chal ardía con fuerza entre los escombros; después se elevó y voló descarado por el cielo, como un pájaro herido de láser. Ella acunó la Pistola en los brazos y le cantó en voz baja.
Se despertó con el olor rancio, medio repelente y medio consolador, que desprenden los cuerpos humanos. Se sentó y el sueño se desvaneció de su memoria. Se sentía rígida y cansada; el suelo, en apariencia suave bajo la tienda, escondía rocas, raíces o algo que hacía que tumbarse resultara incómodo, independientemente de la postura. Al girarse se despertaba y (estrujada entre los demás, que dormían igual de mal) probablemente los hubiera despertado también a ellos, igual que ellos a ella. Tenía frío en la parte que daba al lateral de la tienda; la única manta que tenían para todos había desaparecido de su lado al inicio de la noche. Se hizo una nota mental para aceptar la próxima vez la oferta de los chicos de quedarse con los dos sitios exteriores. La herida cubierta de esparadrapo que tenía en la mano le latía con un dolor sordo.
Trepó sobre los otros y abrió la tienda, para encontrarse con una mañana helada y con el sonido del viento que rugía sobre las copas de los árboles. Se estiró y gruñó con hambre y preguntándose qué demonios iban a usar como papel higiénico. Feril la saludó desde su puesto en lo alto de la orilla.
Se cambió la venda de la mano y se echó más antiséptico, consciente de que estaba gastando los suministros del equipo médico más rápido de lo que hubiese querido.
Pareció llevarles un buen rato levantarse a todos y prepararse para salir; tenía la deprimente impresión de que los solipsistas, a pesar de toda su excentricidad marcial, se habrían levantado al alba y ya llevarían un buen rato de marcha; ella los imaginaba cantando canciones militares y tocando tambores.
Por fin dejaron el campamento y avanzaron por el bosque bajo las copas oscilantes y rugientes de los árboles. Les sonaba la barriga. El desayuno había consistido en un cuarto de tableta de comida cada uno; les quedaban siete de aquellas barras sosas, aunque alimenticias.
El fiordo era una extensión gris agitada por el viento y a veces salpicada de blanco que se encontraba al otro lado de los oscuros árboles, a su derecha.
Caminaban por el día. Una vez llovió durante una hora, y las gotas ligeras y rotas los salpicaban a través de los claros de la capa de árboles. Miz quiso parar y buscar cobijo, pero siguieron avanzando. Caminaron por turnos cerca del borde de los árboles, sin dejar de observar la orilla lejana, pero no vieron nada. Habían avistado algunos pájaros, atisbado movimiento en las ramas más altas de los árboles y oído muchos crujidos rápidos y diminutos entre la maleza, pero no habían encontrado ningún animal grande.
El almuerzo consistió en media tableta para cada uno y en toda el agua helada del arroyo que sus estómagos pudieran resistir. Tenían que beber con las manos; Sharrow sintió que se le quedaban dormidas tras la segunda vez. Para cuando terminó de beber, lo único que podía sentir era el corte de la mano izquierda, todavía palpitante.
El androide se sentó paciente junto al arroyo. Zefla estaba en la orilla; Dloan había desaparecido en el bosque, y Miz estaba sentado en una raíz expuesta intentando volver a atarse las botas entre gruñidos.
Sharrow se sentó junto al androide. Le dolían los pies.
—¿Cuánto hemos recorrido hasta ahora, Feril?
—Diecisiete kilómetros —contestó él.
—Solo quedan setenta —dijo ella, cansada—. Demasiado lento. ¿Cuánto tardarías en llegar al final del fiordo y volver desde aquí?
—Estimo que unas dieciséis horas —contestó Feril.
Ella se quedó allí sentada, hambrienta y sucia; le picaba el cuerpo y tenía los pies rozados, la herida de la mano le molestaba como un dolor de dientes. El androide tenía el mismo aspecto de siempre; delicado y poderoso a la vez, suave y duro. Tenía unas cuantas agujas de árbol pegadas en la parte inferior de las piernas pero, aparte de eso, su piel de metal y plástico parecía inmaculada.
—Si vas —dijo ella—, será mejor que te lleves una pistola.
—Si crees que debo hacerlo, lo haré.
—Creo que debes.
—¿Haréis guardia vosotros mismos esta noche?
—Montaremos algún tipo de turnos.
Les contó a los demás que Feril se iba a adelantar. Miz era reacio a dejarle una pistola y pensaba que era peligroso darle también al androide los indicadores, pero todos lo acordaron.
—Ten mucho cuidado —le dijo Sharrow al androide mientras le entregaba los indicadores—. No sabemos lo que hay ahí arriba pero, sea lo que sea, probablemente esté bien guardado.
—Sí —dijo Miz—. Las viejas automáticas pueden llegar a tener el gatillo fácil.
—Tendré cuidado, creedme —dijo el androide.
Sharrow le puso la mano buena en el hombro. El metal cubierto de plástico estaba frío al tacto.
—Buena suerte.
—Gracias —respondió Feril—. Os veré mañana. —Se dio la vuelta y se marchó, con los indicadores y una pequeña pistola láser agarrados al pecho. Corría con rapidez y elegancia entre los troncos de los árboles, y las almohadillas pálidas de los pies relucían con un brillo apagado en la penumbra del bosque. Desapareció.
—Espero que podamos confiar en esa cosa —dijo Miz.
—Podría habernos asesinado a todos mientras dormíamos anoche, si hubiera querido —le dijo Zefla.
—Pero no es tan fácil, ¿verdad? —dijo Miz mirando a Sharrow, que se encogió de hombros.
—Se ha hecho mucho más fácil desde que destruyeron los vehículos —dijo ella—. Veamos qué encuentra Feril allí arriba.
—Si vuelve —dijo Miz mientras cogía la pequeña mochila.
—Ay, deja de quejarte —le dijo Sharrow; se giró para seguir al androide—. Vamos.
Se quedó dormida durante su guardia aquella noche, y tuvo un sueño de fuego y muerte en el que ella y Cenuij caminaban de la mano a través de una oscuridad en terrible silencio; al despertar se encontró con truenos y el parpadeo de los relámpagos entre las nubes y cimas del otro lado del fiordo.
La lluvia fría, que en su sueño había sido sangre caliente, le salpicó la cara. El árbol en el que estaba apoyada crujió y gruñó al viento, fuerte y furioso en la capa de más arriba.
Tembló y se puso de pie, rígida y dolorida. Un dolor de cabeza le latía sordo sobre los ojos. Miró a su alrededor para ver si todo iba bien. El fiordo era una superficie escabrosa y azotada por el viento, visible entre los troncos de los árboles. Al menos, el tiempo hacía poco probable que los solipsistas volvieran a atacarlos desde el agua.
La tienda, detrás de ella en un pequeño declive del terreno, brillaba con una calidez suave y envolvente. Miró la hora en el visor nocturno. Todavía quedaba una hora para poder despertar a Miz y reclamar su espacio entre los otros dos durmientes.
Caminó un poco para intentar mantenerse despierta y caliente. La mano hinchada le enviaba mensajes regulares de dolor por el brazo. La lluvia daba tumbos entre las ramas en grandes gotas, y hacía plaf al caerle en la gorra y en los hombros mojándole la cara. El mono de camuflaje era impermeable, pero algunas gotas le habían resbalado por el cuello, quizá mientras dormía; podía sentirlas insinuar su camino por la espalda y entre los pechos, con una intimidad fría e incómoda.
Se sentó en un tronco caído, con la vista puesta en la superficie del fiordo, agitada por el agua, y escuchó cómo las ráfagas de viento salían de la noche oscura y nublada. La lluvia amainó un rato y reveló los detalles del otro lado del fiordo, de modo que pudo ver el lugar donde habían ardido las hogueras de los solipsistas aquella noche. Aquel par de intensas motas había brillado toda la noche como ojos hoscos desde las profundidades de un antiguo mito y, a pesar de que la orilla por la que viajaban los solipsistas parecía más accidentada y mellada que la suya, las hogueras de los otros brillaban más adelante.
Una gran ráfaga de viento sacudió los árboles sobre ella y soltó unas gotas que le cayeron en la cara. Se las limpió de las lentes de las gafas con la palma de la mano buena.
En el lugar en el que habían ardido los fuegos gemelos de los solipsistas, recortados sobre la oscura alfombra inclinada de bosque, solo quedaba una débil imagen; la última memoria moribunda de la calidez en la ruidosa noche, como si uno de aquellos ojos se cerrara lentamente, sin vida dentro de él.
Observó aquella imagen borrosa e incierta, y (a pesar de que era el producto y el símbolo de la gente que, sin ninguna buena razón aparente, se había convertido en el enemigo) deseó que aquella memoria distante de ascuas prevaleciera frente al frío que se filtraba y hacía que le castañetearan los dientes y le temblara el cuerpo, y frente a las leyes que gobernaban el universo, el mundo y todas las cosas y los cuerpos dentro de él; las leyes de la decadencia, el consumo, el agotamiento y la muerte.
Entonces volvió la lluvia y se abrió paso por el fiordo en altas sábanas, y en aquel barrido intruso extinguió, si no las mismas ascuas moribundas, sí la imagen proyectada de aquel fuego en sus ojos.