UNA TARDE EN EL CAMPO

NATALIA, MASZA Y YO estábamos sentadas bajo el cerezo cargado de frutos oscuros y dulces, en el huerto estrecho y recogido. En el fondo se hallaba una casa pequeña y humilde. Los padres de Natalia, a la que habíamos ido a visitar, llevaban dos meses alquilando una de las habitaciones.

El padre de Natalia era sordo, y por eso, en su casa de antes, situada en la calle principal de la ciudad —una casa oscura, repleta de muebles pesados—, se hablaba siempre muy fuerte. Pero aquí, en la habitación junto al acogedor huerto frutal, Natalia y su madre hablaban en susurros, a pesar de que la capacidad auditiva del padre no había cambiado. Me sorprendió mucho este murmurar de voces, habitualmente altas, y vi la sonrisita del sordo, intimidado por el silencio que fluía de los labios en movimiento, que jugueteaba con la cadeneta del reloj desplazándola con los dedos como un rosario, al tiempo que movía ligeramente la cabeza. Su rostro no había perdido esa expresión de bondad, era la misma que yo recordaba de los tiempos en que sus allegados forzaban sus cuerdas vocales para abrir el estanco mundo de la sordera. Era inusual este musitar alrededor de él, sumido en silencio, ignorado, caído en la inopia. La madre de Natalia preguntaba en voz baja:

—¿La ciudad está tranquila, decidme, está tranquila?

En cambio él, indicando el huerto, exclamaba:

—Menudo jardín que tenemos aquí, cuánto verdor…

La madre de Natalia, con su rostro moreno y preocupado, de un gesto suave pero decidido, empujó al marido hacia el interior de la casa y cerró la puerta. Después volvió a preguntar: «¿Hay tranquilidad? ¿De verdad…?».

Natalia estaba sentada con la cabeza gacha, callada. En su cuello aparecieron manchas rojas como el día del examen de Lengua que daba acceso a la universidad. Con el flequillo recortado en línea recta sobre la frente y pecas sembrando la nariz, seguía pareciendo una niña buena. Era la más callada de la clase, y no fue hasta el examen final del bachillerato cuando sorprendió a todos con su redacción, titulada: «Paisajes en la literatura polaca». El profesor de Lengua Polaca se quedó boquiabierto, dijo que era un ensayo magnífico y, mirando atentamente a Natalia, como si la viera por primera vez, afirmó:

—Deberías, sin lugar a dudas, estudiar Filología Polaca… El cuello de Natalia reaccionó a las alabanzas del profesor con aquella erupción de manchas rojas, y su amiga Masza, sentada a su lado, estalló en risa:

—¿No estará bromeando, señor profesor? ¿Filología Polaca? ¿Una judía?

Masza era atrevida y contestona, todo lo contrario de la callada Natalia, que después de este triunfo pasajero se apuntó a los cursos de corte y confección en la universidad de la ciudad vecina. Estuvo cortando y cosiendo justo un año. Después estalló la guerra. Yo también me había ido a la ciudad vecina y volví un año después. Sólo la atrevida y sarcástica Masza no se había ido a ninguna parte, porque en su casa escaseaba el dinero. Daba clases particulares.

De modo que estábamos sentadas las tres juntas en el pequeño huerto, junto a la humilde casa campesina a la cual se habían mudado los padres de Natalia con la esperanza de que el traslado les salvara del desastre. Los exámenes, los viajes y los retornos se quedaron lejos, en un mundo que dejó de existir. Por eso, en un primer momento no comprendí —tampoco Natalia— qué tenía en mente Masza al decir que nos envidiaba.

—Os envidio por ese año —dijo—. Jamás había sentido envidia, sólo ahora… Ahora sí…

La madre de Natalia apareció en el umbral con un plato de tortitas hechas con una harina oscura.

—Son para vosotras. Comed —dijo, y volvió a preguntar una vez más—: ¿La ciudad está tranquila? ¿De verdad?

Natalia le lanzó una mirada implorante.

—Mamá, te lo pido por favor —y, tocando con los dedos su cuello ardiente, explicó en voz muy bajita:

—Mamá pregunta sin cesar si hay tranquilidad en la ciudad. Como si eso tuviera alguna importancia… Nunca había sido así…

—Ninguno de nosotros es como antes —Masza se rio breve y ruidosamente.

No conocíamos esa risa suya. Las tortitas eran duras e insípidas, las mordíamos con dificultad.

—¿Qué acabas de decir? —Se acordó Natalia—. ¿Qué es lo que nos envidias?

—He dicho que os envidio este último año de antes de la guerra, cuando no estabais aquí… Ese año que habéis pasado solas. Nueva ciudad, nueva gente…

—No sé qué es lo que imaginas, Masza… ¿Acaso no te dije que más de una vez había tenido ganas de tirar la toalla y volver? Cursos de corte… Ah, qué aburrimiento… Tienes una imagen completamente falsa…

—Sé muy bien de qué estoy hablando y qué es lo que imagino —interrumpió Masza con voz irritada—. Y ella —dijo indicándome a mí—, creo que también lo sabe…

Quise decir que creía que lo sabía, pero no lo hice, tampoco miré a Masza, sino que me quedé contemplando la llanura detrás de la cual se ponía el sol. El cielo enrojeció, los cristales de las ventanas se tiñeron del color de las cerezas dulces. Detrás del cristal se veía la bondadosa cara del padre de Natalia. Nos hacía señales con la mano.

La puerta de la casa se abrió de golpe, esta vez la madre de Natalia no dijo nada, no preguntó nada, sino que se acercó corriendo a la cancela y permaneció largo rato acodada en la cerca de madera, con el rostro dirigido hacia la ciudad.

—Me pareció oír unos gritos —dijo a la vuelta—; pero no, está todo tranquilo.

El resplandor de la lámpara de petróleo iluminó el interior de la habitación. El padre de Natalia abrió la ventana y gritó:

—¿No os molestan los mosquitos, niñas?

—Mosquitos, mosquitos… —se enfadó su mujer—. Tiene mosquitos en la cabeza…

Masza inclinó hacia mí su cara plana y redonda como una hogaza de pan. Sus ojos buscaron los míos.

—Dicen que has tenido un novio allí: ¿es verdad?

—Sí.

—Cuéntame… ¿De veras es tan… tan bonito?

—¡Masza, cómo puedes…! —exclamó Natalia.

—Tenemos que volver —anuncié, y Masza se levantó obedientemente.

Natalia nos acompañó hasta la carretera. El anochecer era fresco, la niebla se tejía sobre los campos. Caminábamos de vuelta a casa rápidamente. Un chiquillo pasó a nuestro lado gritando en ucraniano: Zydiw bijuf[39], y estalló en risa, satisfecho con su broma.

La ciudad callaba. Justo después de pasar el puente nuestros caminos se separaban, y allí Masza se detuvo. Su cara, blanca en la oscuridad, parecía una máscara.

—No te enfades… —me dijo—. Compréndelo: simplemente, me da una pena horrible que yo… que ya nunca…

Doblé la esquina de nuestra calle y corrí; de lejos se veían los pinos delante de la casa, que parecían negros. Corría pensando: «Pobre, pequeña Masza», y cuando alcancé el porche de la casa, pegué el dedo al timbre como si fuera de extrema urgencia, para poder abrir el cajón lo más pronto posible y sacar de su interior las cartas que me sabía de memoria, y leerlas, leerlas…