EL UMBRAL

EL PORCHE ERA DE MADERA, totalmente acristalado, con enormes ventanales. Hasta hacía poco las ventanas tenían visillos amarillos que recordaban el sol del mediodía. No era un color relajante para la vista, aunque sí alegre y tierno y que armonizaba a la perfección con las capuchinas que florecían en los arriates redondos y alargados, cultivadas personalmente por la madre. Este año tampoco había capuchinas. Despojada de los visillos y las flores, la fachada de la casa tenía un aspecto inusual y lamentable. Incluso estos detalles tan pequeños parecían probar que habían llegado tiempos extraños. La cancela, siempre cuidadosamente cerrada, pendía colgada de una bisagra, como si fuera el cuerpo de una persona desmayada, y las ventanas estaban cerradas a cal y canto, a pesar del maravilloso tiempo veraniego. La callejuela de la casa fluía soñolienta sobre los baches hacia los prados y el río, siguiendo la línea de verdes jardines y casitas de planta baja. Era la primera hora de la mañana del apenas recién comenzado mes de julio de 1941, la primera mañana silenciosa y tranquila después de días de gran pánico. Hacía apenas una semana los rusos habían abandonado la ciudad. Hacía una semana habían entrado los alemanes. Ya habían llevado a cabo el primer pogromo.

Elżbieta salió a hurtadillas de la casa. El ambiente en el porche era fresco, finos hilos de humedad corrían por los cristales de las ventanas. Se sentó en el sillón de mimbre, pálida pero tranquila. Constantemente pensaba en sus padres, que habían sido sorprendidos por la guerra en L., y tenía un solo deseo: que regresaran lo más pronto posible. Le parecía que con ellos volvería el orden y la tranquilidad, que todo sería como antes… casi como antes. Todavía era muy joven.

Cada día le ponía la correa a Czing y salía de paseo a las afueras de la ciudad.

—La playa es más segura —le explicó a Kuba—. Allí no llegará ningún alemán. ¿Crees que se les ocurriría pensar que los judíos pueden querer bañarse ahora?

Junto al río reinaba el silencio. Los álamos brillaban al sol, entre grises y verdes, esbeltos como columnas; el agua fluía perezosa, cubierta por las frezas dispersas y grises de las ranas. La arena despedía calor.

A menudo volvían al anochecer. Les daban la bienvenida las calles vacías, la atmósfera de cansancio y alivio después de un largo día. De los tugurios llegaban voces beodas, canciones cantadas en un idioma duro y ajeno.

—Nunca me gustó el alemán, ni siquiera en la escuela —se confesó ante Kuba—. Dime, ¿acaso no tenía razón?

Kuba calló, sonriendo. Era mucho mayor, sabía mucho más que Elżbieta, y tenía un conocimiento más preciso del mundo. La cogió delicadamente del brazo y la abrazó. Ella no se resistió. Le brindaba una sensación de seguridad.

—Mañana iremos al pueblo a por las patatas —dijo ella al despedirse delante del porche—. Tengo que comprarlas antes de que lleguen mis padres.

Sólo de pensar en ellos le entraban ganas de llorar. Ahora no, quizá más tarde, de noche, cuando nadie la ve…

Al día siguiente, trajeron las patatas con una carretilla.

—¡Dos sacos! Suficiente para mucho tiempo —estaba contenta—. Haremos pierogi[1] y tortitas de patata. ¿Te gustan las tortitas?

La arruga desaparecía de la frente de Kuba cuando oía su voz y veía su cara joven, bronceada por el sol del verano.

Las tías y el tío le reprochaban a Elżbieta su comportamiento. Se mantenía a distancia de ellos, al igual que de todos los asuntos pavorosos e incomprensibles. Se había encerrado en su mundo, cuya entrada protegía celosamente. Viviendo bajo el mismo techo, apenas se veían. Elżbieta no cruzaba el umbral de aquella habitación, la de ellos, repleta de emanaciones de un tiempo hostil.

En vano intentaban explicárselo, abrirle los ojos, como decían. «¡Por ella todo resbala como el agua! ¡En la cabeza sólo tiene esos paseos suyos! En los tiempos que corren quiere ir de paseo. En estos tiempos…».

Los campos olían a manzanilla y a tomillo. Kuba y ella estaban tumbados en la hierba, aplastada y aromática, viendo pasar las horas.

—No puedo —dijo Elżbieta—. No puedo aceptarlo…

Kuba sacó del bolsillo una caja con tabaco, lio un cigarrillo, lo encendió.

—¿Aceptar qué? —preguntó.

Ella se sentó, con la mirada dibujó un semicírculo por todo el horizonte. Al este se veía el oscuro bosque de Lubianiec. Recordó la excursión escolar en el mes de mayo: con las flores en el pelo, empezó a reír. «¿Por qué te ríes?», le había preguntado la maestra. No quiso decírselo.

—¿Qué es lo que no puedes aceptar?

No contestó, pero preguntó:

—Y tú, Kuba, dime… ¿tú también amas tanto la vida?

Caminaban por la orilla, tal y como lo habían hecho antes, iban a la playa y a la pradera. Compraban manzanas a los campesinos y se las comían a lo largo del día. Al anochecer, Agafia hacía pierogi y ponía la fuente humeante en la mesa que había junto a la ventana. Detrás de la ventana crecían los lilos, detrás de los lilos estaba el jardín, detrás del jardín, el río. A veces, cuando yacía en la cama en medio de la oscuridad, sin poder conciliar el sueño, le llegaban trizas de conversaciones desde la habitación de las tías. Unas exclamaciones, unos suspiros. Entonces se tapaba los oídos con la almohada y estallaba en llanto. Czing, asombrado, lamía sus pies.

★ ★ ★

Dos jóvenes SS llevaban una hora desvalijando la casa. Metían en las maletas todo lo que les caía en las manos: cubiertos de plata, tapices, cuadros y porcelana. El tío había ido a trabajar y sólo quedaban las mujeres en casa. Las tías intentaron quejarse, pero, tras haber sido duramente recriminadas, se retiraron a su cuarto, que tampoco se salvó del pillaje. A Elżbieta, la propietaria legal de la casa, la obligaron a presenciar el saqueo, servirles de guía e indicar dónde estaban las cosas. Subieron incluso al desván y se llevaron el cuadro de la mujer desnuda: un regalo que sus padres habían recibido en alguna ocasión, y que, como no soportaban, habían dejado en el desván. Se colgaba únicamente cuando el desafortunado benefactor venía de visita. A los SS el desnudo les gustó sobremanera. Riéndose, tocaban con la fusta los pechos de la mujer sentada con total indiferencia. Finalmente, cuando toda la casa hubo adquirido el aspecto de un campo de batalla, ordenaron que se les sirvieran una botella de vino y dos copas.

—Yo se lo llevo —susurró Agafia a Elżbieta.

Elżbieta salió a hurtadillas de la casa. El ambiente en el porche era fresco, finos hilos de humedad corrían por los cristales de las ventanas. «Volved de una vez», dijo dirigiéndose a sus ausentes padres. Permaneció sentada, pálida, muy fatigada. De la casa llegaban la risa fuerte y vulgar de los alemanes y los murmullos de rabia de Agafia. Después oyó un chasquido de cristal roto; se lo imaginó: habían roto las copas. Después oyó el ruido de sus pasos: se iban. La llamaron pegando un grito. Se puso de pie, de espaldas a la casa, tenía delante la callejuela sombría.

—¿Dónde está tu padre? —se acordó uno de ellos. Ella ni le miró, sumida en la contemplación del extenso castaño en el jardín del vecino, el boticario.

—Dein Vater!

—Mi padre está en el trabajo —mintió, sin dejar de contemplar el árbol.

En ese momento vio que algo se movía a lo lejos. ¿Un gato? Primero avistó una cara de niño, con los ojos atemorizados. Pensó: «¡Qué joven! ¿De dónde habrá salido? ¿Ahora? ¿Una semana después de la batalla?». El chico emergió por completo: el uniforme desgarrado, sin gorra, con el pelo alborotado como si acabara de despertarse de un largo sueño. Miró alrededor: la callejuela estaba vacía. A Elżbieta el grito se le atragantó.

Bitte —dijo con esfuerzo, invitando a los SS otra vez dentro—. Hay una habitación más…

Was? —chilló el mayor—. Vete a ver, Hans…

El muchacho ruso se acercaba a paso lento, era evidente que le fallaban las fuerzas. Veía claramente los galones y sus manos llenas de heridas.

Fertig! Ya hemos estado allí —informó el más joven.

Na, dann ab[2]! —Dijeron que más tarde vendrían con coche, señalando las maletas repletas, para que no las tocaran. Se dirigieron hacia la puerta.

Elżbieta pensaba febrilmente: tengo que detenerlos hasta que el chico pase, debo retenerlos…

Bitte —empezó tímidamente.

—¡Cállate! —cortó el mayor, convencido de que quería pedir que no se llevasen alguna cosa.

El muchacho se dio cuenta cuando estaba justo delante del porche: se encogió y echó a correr. El más joven de las SS lanzó un grito y le alcanzó corriendo.

—Ven —el mayor empujó a Elżbieta—. Vas a traducir.

—Preguntan dónde estabas escondido —dice Elżbieta. En ese momento tenía la voz suave y tierna de una hermana de la misericordia.

—Schneller, schneller[3]

El soldado calló. Elżbieta no soportaba mirarle a los ojos.

—No tengas miedo —le dijo—. No les diré nada, no tengas miedo…

Él movió los labios, susurró algunas palabras. Elżbieta comprendió sólo una: zizn. Vida.

—¿Qué ha dicho? ¡Traduce!

—¡Dejadle! —gritó con desesperación.

—Ich bitte, ich bitte[4]

El mayor de los SS la miró fijamente. Sus ojos eran azules como el cielo.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince.

—Yo veinte. Y ya he matado a diecisiete. Éste de aquí será el décimo octavo. ¿Has visto alguna vez cómo se hace?

Elżbieta se retiró con lo que le quedaba de fuerzas —¡huir!—, pero sintió cómo el fuerte brazo le rodeó el cuello, la mejilla tocaba algo frío, algo que el SS llevaba en la mano.

—Schau mal, das ist so einfach[5]

Antes de cerrar los ojos, vio la mirada del chico, desconcertada, última.

Por la noche, Agafia y ella lo enterraron debajo del castaño, en el jardín del vecino, el boticario. En las habitaciones de las tías la luz ya estaba encendida, el kasha[6] hervía en el fuego, llenando toda la estancia con su aroma. Había varias personas sentadas a la mesa.

—… Y después mataron a Goldman y a su hijo pequeño… —dijo el tío en voz muy baja.

Elżbieta entró en la habitación sin el menor ruido y ocupó un sitio en la mesa.