JULIA
Apuntes para una biografía

JULIA LLEGÓ DE VACACIONES con los niños y al final se quedó en nuestra ciudad. En septiembre, el mes de la derrota polaca, su marido, Szymon —un hombre robusto, con barba negra— se reunió con ella.

Recuerdo a Julia los últimos días de agosto: parecía flotar por la plaza cubierta de polvo, con el ala ancha de su sombrero de paja negro batiendo como si fuese a echarse a volar, delgada todavía, llevando un vestido color arena, guantes hasta los codos del mismo color, elegante, mundana. Tenía el andar ligero, las piernas bien formadas.

«Es asombrosa la capacidad de adaptación de algunas», dice su amigo de la juventud Henio, quien había llegado desde París y, al igual que Julia, se había quedado en la ciudad. «La última vez que la vi estaba viviendo con su marido en el campo», me cuenta Henio (como si yo no lo supiera…) mirando a Julia que se aleja. «Vivían en una habitación alquilada en la casa de unos campesinos. Julia les acompañaba en la faena en el campo, adoptó su forma de cocinar, su manera de vestir —por entonces llevaba faldas anchas y jerséis viejos—, en su vocabulario surgieron expresiones puramente campesinas. Al anochecer, mientras ella ayudaba a la casera a dar de comer a los cerdos, yo mataba el tiempo leyendo a Proust, que se codeaba en el estante con la guía de los primeros auxilios: en el pueblo no había médico. Me asombraba su metamorfosis, dado que la conocía desde pequeña. Proust en su estantería y ella campesina. Y ahora, de nuevo…».

Henio gira la cabeza, coronada por el plumón de sus finísimos cabellos; sus ojos azules expresaban, además de estupefacción, una profunda admiración.

Es la primera hora de la tarde, el sol abrasa. La nueva encarnación de Julia se aleja a paso ligero, envuelta en su vestido color arena y el aleteo negro de sus alas de paja. Nadie sabe, excepto los más cercanos, que no habían sido comprados por ella, que no fue ella quien decidió el corte y el color: son regalo de una prima adinerada. Nadie puede siquiera sospecharlo, pues Julia da la impresión de haber estado vistiendo con las arenas parisinas y las pajas florentinas toda su vida.

A medida que se aleja, la arena se funde con el color de la plaza llena de polvo y, pasado un instante, se divisa tan sólo una nubecilla negra flotando encima de su cabeza bien formada.

Los más supersticiosos hubieran visto en ello una premonición.

—Pero… pero… ¡no es así!

—¿Por qué no? —preguntan los supersticiosos, y se sacan de la manga otra versión más, ésta del pasado más lejano. El hijo mayor había perdido un ojo a la edad de dos años; no sirvieron de nada las visitas a los profesores vieneses: quedó tuerto, con un ojo de cristal con el iris marrón. Cuando observaba algo, giraba la cabeza. El menor, en cambio, llegó al mundo demasiado pronto y durante mucho tiempo hubo dudas sobre si sobreviviría. Más tarde también a él lo llevaron a los profesores; era raquítico, flaco, tenía la cabeza demasiado grande, alargada y oviforme.

—Pero… pero… ¡Cuántos niños nacen prematuros, cuántos sufren de raquitismo, de minusvalías! Eran unos muchachos increíbles, excepcionales. El menor, con catorce años, pasaba horas estudiando a Marx, y el mayor ponía a sus profesores del colegio en situaciones embarazosas con sus preguntas. Y si no hubieran matado al mayor en el bosque y el menor no hubiera perecido en el campo…

—Eso es —dicen los supersticiosos, y desvían la mirada.

Exactamente dos años vivió Julia en la aldea con su marido y sus hijos. Las cosas les iban bastante mal por entonces. Szymon, a pesar de ser ancho de hombros, estuvo mucho tiempo sin trabajo y luego se fue a P., donde algunos familiares le habían buscado empleo en una empresa textil. Un año después Julia fue detrás de él. En P. las cosas seguían adelante, aunque de aquella manera, tampoco para lanzar cohetes, y el menor, Tulek, a la pregunta: «¿Qué es lo que no te gusta?», contestaba sin pestañear: «El cobrador». Julia se convirtió inmediatamente en una mujer urbana. A la hora en la que antes daba de comer a los cerdos, empezó a frecuentar la cafetería para tomarse un café solo, o a visitar con entusiasmo museos y monumentos; de vez en cuando incluso se permitía el lujo de asistir a un buen concierto. En verano se tumbaba en la playa junto al río; pero no en la playa pública, sino en la playa salvaje, la de rocas, porque era más barata.

El segundo año de la estancia en P. ocurrieron dos sucesos que debilitaron bruscamente su simpatía por la ciudad que había admirado tanto por su limpieza y su orden. A su hijo mayor, David, los compañeros en el colegio le dieron una paliza, gritando: «¡Zurra al judío, zurra al judío!». Desde entonces el muchacho empezó a andar encorvado, como si estuviera permanentemente esperando un golpe.

El segundo suceso ocurrió en el bello hall de la filarmónica, y su sentido era igual de contundente, si bien más discreto en la forma. En el descanso, durante el recital de un famoso pianista, Julia oyó una frase pronunciada a media voz: «Ni siquiera aquí podemos librarnos de ellos». Renunció a las dos últimas sonatas de Beethoven, sus preferidas (era una melómana por intuición, sin formación), y abandonó el edificio de la filarmónica para nunca más volver.

Dado que aquel año en muchos locales colgaron letreros de PROHIBIDA LA ENTRADA A PERROS Y JUDÍOS, quedaban sólo los paseos por la orilla del río que rodeaba esta ciudad limpia y germanizada. Los hijos respiraron hondo cuando en junio se terminó el año escolar y la madre empezó a preparar las maletas para las vacaciones. Iban a pasarlas en su natal Z.

La encarnación mundana y urbana de Julia había desaparecido, no quedaba ni rastro de la nubecilla negra sobre su cabeza, pero el rostro del amigo que había venido desde el mismísimo París seguía expresando sorpresa y admiración. Sin embargo, las palabras que pronunciaba no tenían nada que ver con la sorpresa o la admiración. Afirmó, de repente, que Julia tenía una vida muy dura. Como si yo no lo supiera…

★ ★ ★

Llegó el septiembre de la guerra, la radio parloteaba en un extraño lenguaje de abreviaciones y llamadas, la ciudad se llenó de fugitivos que huían de los alemanes, por la calle principal pasaban a gran velocidad las grandes limusinas de los dignatarios repletas de esposas y maletas y decoradas con banderitas blancas y rojas. Las limusinas iban hacia el sur, levantando nubes de polvo y curiosidad general. Nadie tomaba en serio la posibilidad de que la ciudad pudiera ser ocupada por los alemanes. «Tan lejos», decían, «no llegarán».

Un anochecer —todos estaban llenos de aromas y de estrellas fulgurantes—, llegó Szymon, el marido de Julia, más moreno que de costumbre, más peludo, sin afeitar. Había huido a pie, en carretas tiradas por caballos, tenía las piernas llenas de heridas; repetía: «Derrota, derrota». Hablaba de trenes que salían y no llegaban, de carreteras atestadas de caminantes y vehículos, de bombarderos sobrevolándolo todo, de gentes y caballos muertos en los campos.

Julia escuchaba con un oído, enfrascada en sus quehaceres en la cocina; encendió el fuego, puso la sopa a hervir, colocó la olla con agua para prepararle un baño caliente y, a la mañana siguiente, se dispuso a buscar una casa.

Las limusinas pasaron, los locutores de radio callaron, el frente se detuvo y, en la segunda mitad del mes, el ejército ruso cruzó la cercana frontera. «Vienen los rusos (se oía el mismo zumbido en toda la ciudad), vienen a ayudarnos contra Hitler». Tumbados en una de las cuatro torres que antaño habían protegido el castillo de las invasiones de los tártaros, esperábamos a nuestros salvadores y mirábamos hacia la carretera que bordeaba el estanque —el agua lisa y gris, juncos, y a lo lejos, en la colina de la otra orilla, una iglesia ortodoxa blanca—. Mirábamos hacia la carretera desierta y vimos una britchka[22] que claqueteaba, y en ella un hombre pequeño y rechoncho, con un bigote blanco caído, botas altas: el alcalde sármata, noble y judío, salía al encuentro de los salvadores portando una bandeja con pan y sal. El sol se estaba poniendo cuando aparecieron las primeras avanzadillas, algunos soldados saltaron a la orilla, e inclinados sobre el agua, lavaban sus caras y manos. «¡Mirad!», gritaba el hijo menor de Julia, «¡Tienen toallas limpias!».

Al día siguiente, el alcalde sármata judío y los altos cargos de la municipalidad fueron arrestados. Nadie volvió a oír hablar de ellos.

Por la noche tirábamos al río los uniformes de los oficiales que se ocultaban, supervivientes del ejército polaco. Dormían en el comedor, sobre los colchones. A nosotros, los niños, nos vetaron dar paseos hacia la torre.

★ ★ ★

Julia alquiló un apartamento de dos dormitorios y lo amuebló con una mezcla de enseres, «piezas únicas», como decía ella. Lo amuebló de manera informal, aunque muy a su estilo. Confeccionó fundas de varios colores con los viejos vestidos, y los cojines taparon el viejo y gastado sofá. Ásperas mantas cubrieron las camas, un banco de campo encontró su lugar en una esquina y también las flores campestres en sencillos jarrones de barro. Era un paisaje entre campestre y urbano, ella misma era un poco del campo y otro tanto de la ciudad. En una caja guardó las arenas de París y las pajas florentinas, la caja la metió en el armario… Se despojó de su aspecto mundano como una se despoja de la ropa gastada, sin pena ni celebraciones. Empezó a llevar ropa ancha, cómoda y algo descuidada. Engordó.

Por la mañana hacía pasta, picaba repollo, lavaba, zurcía; pero a las cinco de la tarde, invariablemente, preparaba el sucedáneo de café y se lo bebía sentada en el desgastado sofá rodeada de cojines de raso y de amigos, los viejos y los nuevos. Entablaba relaciones al instante, relaciones de diferente carácter. Henio de París, a quien la guerra encerró en Z., y que seguía musitando comentarios sobre la metamorfosis de Julia, era el huésped de cada día; venían a charlar también Antonia, la lavandera, el profesor de Historia del colegio local, y la secretaria de los tribunales, una solterona diminuta y timorata.

Una vez a la semana, el día del mercadillo, aparecían los campesinos en cuya casa había vivido en el pueblo. Venían de visita y para pedir consejo. Como a todos, les agasajaba con galletitas hechas por ella misma, deprisa y siempre demasiado poco hechas, así como el café con pequeñas tazas de porcelana fina, y ellos preguntaban: «Tía, ¿por qué eres tan agarrada? Tienes que comprar tazas de verdad, no esas cosas en las que cabe menos café de lo que puede lamer un gato…». Después pedían consejo sobre si valía la pena vender el caballo Gniady, que cojeaba pero aún servía para trabajar, o sobre si Malanka era o no demasiado vieja para Stiepan… Al despedirse dejaban junto a la pared un cesto cubierto con un pañuelo de flores. Dentro había huevos, queso, mantequilla.

«Ves», decía Julia, «no estamos tan mal, es decir, no estamos peor que muchos otros. Quizá hasta mejor. Siempre hay que pensar en quiénes son los menos afortunados. Recuérdalo».

Szymon trabajaba en el molino, y la ración de harina que le correspondía les alejaba de la escasez que afectaba a todos. Se alimentaban casi exclusivamente de platos hechos con harina y sin duda ésa fue la razón por la que Julia se volvió ancha y deforme. A pesar de la obesidad seguía moviéndose con ligereza y gracia. Envuelta en un enorme abrigo de piel (regalado) ceñido con un estrecho cinturón de cuero, un gorro de lana calado sobre la frente, se parecía a aquellas herederas de fincas que el nuevo poder había expulsado de sus tierras y luego envió al este. Fumaba tabaco malo.

Aquel primer invierno del tiempo de guerra leía a Montherlant, anotando minuciosamente sus observaciones y citas en un grueso cuaderno pintarrajeado con cuentas y listas de la compra. A Montherlant se lo había traído Henio de París. No le gustaba mucho, echaba de menos a Proust, que se había quedado en P. Por la noche, cuando se sentaban a la mesa para cenar ñoquis, se desataban violentas discusiones. Szymon, socialista de Bund, protestaba y se burlaba; sin embargo, el hijo menor, que en aquel tiempo estaba descubriendo a Marx, defendía lo que estaba ocurriendo, y de su hermano mayor decía con desprecio «ese liberal estetizante».

«¿Y tú, mamá? ¿Tú qué dices?», preguntaban. Julia se tapaba los oídos. Hasta que, una vez, la pusieron entre la espada y la pared y entonces dijo que, simplemente, tenía miedo. Miedo de lo que estaba ocurriendo en esos momentos y de lo que ocurriría después.

De acuerdo con sus nuevos pasaportes, emitidos por las nuevas autoridades, estaban clasificados en el «párrafo once» y desde entonces sólo les estuvo permitido vivir en la provincia, lejos de las grandes ciudades. Este párrafo se usaba para controlar a los llamados «sujetos poco fiables», dentro de los cuales se incluía a todos aquellos que, al huir de los alemanes con el estallido de la guerra desde la zona occidental del país, cambiaron su lugar de residencia. El hecho de que Julia, Szymon y sus hijos hubiesen nacido en Z. no tenía ninguna importancia. Para las autoridades eran biezence[23].

Szymon acogió el párrafo con un indiferente encogimiento de hombros. Julia no. Sentada en el sofá con un gran pañuelo campesino de cuadros sobre los hombros, parecía empequeñecida, preocupada, como si no fuera ella. Quiso decir algo, pero se tragó las palabras, sacó un calcetín del cesto y se dispuso a zurcir.

El amigo Henio se levantó de la silla de golpe:

—A lo mejor molesto… querías decir algo… quizá mi presencia…

—¡Dios, qué estúpido eres! —exclamó Julia con su voz ronca por el pésimo tabaco—. Siéntate y calla, bah…

—Seguro que Julia quería resaltar el hecho de que nuestros pasaportes amenazan con la expatriación a Siberia —aclaró Szymon.

Desde detrás del marco dorado de las gafas de Henio se escurrió una mirada azul llena de miedo. El amigo de París últimamente se había vuelto frágil y delgado como un palillo. Trabajaba en el almacén de madera; era vigilante. «No me quejo», solía decir. «Gano una miseria pero tengo tiempo para la lectura». Ahora estaba leyendo a los rusos. Julia le alimentaba con ñoquis.

A Julia y Szymon no les expatriaron, en cambio Henio fue enviado a Siberia en primavera. Aún tuvieron tiempo para llevarle a la estación un saco de pan seco.

—Se perderá allí, es… torpe como un niño —se lamentaba Julia.

—Aún le envidiaremos —contestó Szymon, y más tarde Julia citaría a menudo sus palabras.

Pero aquel día no pensaba en la expatriación, sino en David, su hijo mayor. Pensaba que esos pasaportes le habían cerrado el camino a la universidad.

—Ya lo sé —decía—, es estúpido por mi parte… Pero me da una pena horrorosa el chico… Es tan capaz… soñaba con estudiar una carrera. Es un golpe muy duro.

Szymon saltó, como escaldado:

—¿Un «golpe»? Es mucho más que eso…

★ ★ ★

El día en que David se iba a un pueblo del fin del mundo, hubo una tormenta de nieve y hacía un frío polar. Los trineos se detuvieron delante de la casa, entre risas y gritos. Julia llevaba su enorme abrigo y un cigarrillo en la mano. David se encaramó torpemente al trineo donde ya estaban sentados sus compañeros y compañeras, que, como él, se dirigían al pueblo del fin del mundo, sólo que con otro objetivo. El trineo les acercaría a la estación de ferrocarril, subirían en un tren expreso de larga distancia que, por razones desconocidas, se detendría en aquel pueblo durante un minuto. Normalmente nadie sube y nadie baja, no se sabe para quién se detiene. Los compañeros y las compañeras de David subirán al tren con calma, sin codazos y empujones de la multitud de viajeros que atestaba la estación de la ciudad. Volvían de sus vacaciones de invierno: en pocos días empezaría el nuevo trimestre.

El mismo trineo llevará después a David a la escuela local con una sola aula. David aceptó el puesto de maestro en el pueblo del fin del mundo. Ahora está sentado entre los afortunados, hundido en su enorme abrigo de piel vuelta, ladeando la cabeza para mirar a su madre.

—¿Has metido a Tácito? —pregunta, y Julia asiente con la cabeza.

—¿Y Rojo y negro?

—También —dice Julia con su voz de fumadora.

David añade también:

—Vendré en Pascuas, cuando se derrita la nieve.

La nieve cae espesa, seca, grandes láminas descienden de un cielo muy bajo y completamente gris. El trineo se desliza silenciosamente, durante unos momentos aún se oyen las risas y los gritos, y después quedan tan sólo el silencio, la grisura, el blanco.

★ ★ ★

Beruf[24]? —preguntará poco después un SS.

Lehrer[25] —contestará David, y con la respuesta sellará su destino.

★ ★ ★

Junio de 1941 se está acercando a su final, los alemanes ya están en la ciudad, la sinagoga ya está quemada, las barbas de los judíos píos cortadas, las tiendas saqueadas, el zapatero muerto de un tiro, sentado en su taburete, con el martillo en la mano, y con él otros nueve judíos; las pancartas azules y amarillas con la leyenda HAJ ZYWE WILNA UKRAINA[26] ondean en la calle principal, lacitos azules y amarillos adornan las americanas de los ucranianos que dan la bienvenida a Hitler, por lo que se les obsequia con tres días de libertad absoluta: el derecho a llevar a cabo un pogromo. Las ventanas están cerradas, las puertas bloqueadas. Desde los alrededores llegan noticias sobre sinagogas quemadas, judíos sacados a rastras de sus casas y fusilados. Después de los tres días de libertad absoluta, cae el silencio. La ciudad parece sembrada de erupciones blancas: carteles, órdenes y prohibiciones, y todos ellos repiten invariablemente la palabra Tod[27].

Junio se torna julio, los tilos perfuman el aire, las ranas croan en el río, los perros cantan a la luna, las noches son claras e insomnes. Las erupciones blancas exigen contribuciones. Los judíos juntan oro y plata, reúnen café, té y dinero, mucho dinero. El Landrat[28] reclama cuberterías de plata y porcelana fina; de las ciudades vecinas llegan noticias sobre el oro y la plata, el café y el té, y el dinero, mucho dinero. El oro y la plata, el café y el té han de comprar la tranquilidad y el silencio en la ciudad, una tranquilidad que no es tal, un silencio que no lo es tampoco.

—¡Ingenuos! —grita Szymon—: ingenuos aquellos que lo creen… no es más que una obertura, sólo —vuelve a gritar— ¡el comienzo!…

No dice de qué es el comienzo: ¿para qué iba a decirlo?

★ ★ ★

Julia, Szymon y los muchachos estaban ahora viviendo con nosotros; se trasladaron el primer día desde su piso céntrico a nuestra casa oculta entre los jardines de una callejuela retirada. Ocuparon la antigua habitación infantil, que llevaba un tiempo vacía, y colocaron en ella sólo lo necesario de un día para otro. Las paredes parecen desnudas, la habitación desnuda. El verdor de detrás de las ventanas y la Colina del Castillo constituyen el único adorno de este cuarto. Julia, siempre tan hábil para crear interiores con cualquier cosa, esta vez no hizo nada. Los cojines, los kilim, los jarrones, todo se quedó en el piso anterior. Se llevó la mesa, las camas, cuatro sillas y el armario. Sólo eso. Se acurrucó como a la espera. De esos tiempos bajo el mismo techo la recuerdo como ausente, invisible. Algunos retazos aquí y allá, insignificantes, inexplicablemente registrados por la memoria. Sentada en el banco del jardín, bajo el cerezo, las gafas sobre la nariz, sobre las rodillas un libro que no lee. La oigo preguntar si hay tranquilidad en la ciudad. O bien la veo calentando el kasha en la cocina, y Agafia la mira mal porque no le gustan los intrusos en su reino (son recuerdos, por tanto, de las primeras semanas, pues Agafia seguía siendo la reina en la cocina: todavía no le habían prohibido reinar en un hogar judío). La avena para el kasha la traen los granjeros del pueblo, que cada vez aparecen con menor frecuencia, para pronto dejar de venir. Y otro recuerdo más, ya de tiempos posteriores, cuando íbamos por la calle y, de repente, un coche, una gran limusina descapotable negra, pasa junto a nosotras: es la limusina del Landrat. Y el mechón de cabellos rubios sobre la cara de Slawka, hija del cura ucraniano, su cara pálida de rasgos delicados, la sonrisa altiva y despreciativa en sus finos labios.

—David estaba enamorado de ella —dijo Julia de repente.

Entonces David ya no estaba. No sabíamos que se había enamorado de Slawka. Era una muchacha gorda al principio y luego muy flaca. La amante del Landrat. Siempre de negro, siempre con su pelo seco alborotado. Recuerdo esta escena como si perteneciera a una película: el cuerpo negro del descapotable, la figura negra de la pálida muchacha, su cabello de color trigo. Y oigo la voz de fumadora de Julia.

David murió dos meses después de la entrada de los alemanes, fusilado en un bosque cercano. Después de la guerra, Julia fue al bosque y, siguiendo las indicaciones de los campesinos, encontró el lugar de la ejecución. Era un pequeño claro en el bosque, casi en su límite, rodeado de robles y avellanos. El sitio estaba cubierto de una jugosa hierba. Julia me decía que los campesinos le llamaron la atención sobre la excepcional belleza de la hierba en ese lugar.

Unos meses después se llevaron a Tulek. Le cogieron al amanecer; iba corriendo, con una pala en el hombro, a trabajar en el Ostbahn[29]; fue Julia la que le había entregado la pala gritando que se apresurara. Arrancada del sueño por un grito: Aktion!, la redada, los pies descalzos, el pelo alborotado, la cara petrificada por el terror: le pone en las manos la pala-salvación al hijo, allí estará seguro… Deprisa… Y después mira a su hijo menor, larguirucho, flaco, quinceañero, cómo corre por la callejuela verde y desaparece detrás de la esquina.

Por la noche yacía en la cama inerte, envuelta en una manta gris. Como un saco de tierra. Sonó un susurro cortante de Szymon:

—Dejadnos solos.

Salimos de la habitación de puntillas… La huerta parecía negra, la colina, negra, y un silencio de muerte se apoderó de la calle: una de cada dos casas estaba deshabitada. Los perros ladraban más allá del río en esta noche negra de verano.

De Tulek quedaron tan sólo dos tarjetas, que logró enviar del campo de Janów. En la primera pedía un jersey grueso; en la segunda, veneno. Encontramos las tarjetas después de la muerte de Julia, en una cajita esculpida con motivos de Zakopane y cerrada con una pequeña llave. Además de las tarjetas también había allí un cuaderno escolar con notas escritas con letra grande y contrahecha que se asemejaba a la figura flaca y algo deforme de Tulek. Era el fragmento de un diario. Tulek escribía sobre un amor profundo y no correspondido a una muchacha que se llamaba Ludka. No conseguíamos recordar quién era.

Más tarde, en el gueto, Julia acogió a una niña huérfana, de modo que eran cuatro buscando cobijo junto al estanque, en la casa del molinero, también con el viejo padre de Szymon, quien, casualmente, se había salvado, y que murió de viejo en el escondite. Le enterraron en el patio, de noche y en secreto, temiendo a los vecinos y a los perros. Era invierno, el suelo estaba endurecido por el hielo. Pasaron un año en el desván y nadie, excepto el molinero, sabía nada de ellos. Julia enseñaba a la niña a leer y escribir, Szymon la tabla de multiplicar. En el escondite la niña empezó a llamar «mamá» a Julia.

Un día después de la liberación, Szymon cayó enfermo de tifus. El fuerte y robusto Szymon, que sobrevivió hasta la liberación, murió en la primera semana de libertad. Julia decía que lo había presentido todo y que, cuando le entraron las fiebres a Szymon, supo que la próxima sería su hija adoptiva. Cuidaba del marido y de la niña con la esperanza de contagiarse ella también. «No se sobrevive dos veces al tifus», dijo Szymon en un momento de lucidez. Ya había padecido de tifus durante la Primera Guerra Mundial. Una semana después de morir Szymon, murió la niña. Delirando por culpa de la fiebre, Julia llamaba a sus hijos. Era marzo de 1944.

★ ★ ★

—¡Sé todo sobre ella! —exclama Henio de París, que acaba de volver de Rusia—. Lo sé todo…

La misma mirada celeste, los mismos mechones en la cabeza, que se asemejan al plumón. Jamás he visto llorar a Henio.

—Níobe —musita—. Níobe—. Y llora.

A su lado, una persona bajita, de piernecillas cortas y enérgicas, le pregunta severamente:

—¿Quieres que te vuelva a subir la tensión? —y Henio, obedientemente, deja de llorar.

—Si no hubiera sido por ella —dice en un susurro de confianza—, habría palmado de hambre. (Sin embargo, Henio ha cambiado: antes no hubiese pronunciado la palabra «palmado»…). Y también, ya directamente al oído, con la voz colmada de admiración: «Fíjate, ella no ha leído ni un solo libro en su vida…».

La personita de piernecillas enérgicas es la mujer de Henio. Estos días se van a los Estados Unidos.

Julia, expatriada de las tierras del Este a las del Oeste, trabaja como contable en una fábrica de mermelada. La zona es bonita, intacta después de la guerra, cada ciudad tiene su plaza del mercado, sus viejos soportales, viejas fuentes, todo limpísimo, una estampa perfecta, y alrededor bosques y colinas; entre bosques y colinas, balneario tras balneario; en los balnearios, parques; en los parques, fuentes termales y manantiales (Chopin mismo tomó las aguas y dio un concierto en uno de estos balnearios). Pocos saben lo de los Nebenlager, los pequeños campos de concentración que hasta hace poco estaban diseminados por aquí, y los que lo saben, callan.

Las secuelas de la guerra: un hervidero de gente se precipita por las estaciones, el saqueo continúa y el vodka corre a raudales. En la taberna Del ciervo, el pianista, en cuya cabeza rapada apenas ha comenzado a crecer el pelo, toca cada noche Czerwone maki nad Monte Cassino, «Amapolas rojas sobre Monte Cassino». La encargada de la taberna sobrevivió gracias a los papeles arios, el pianista estuvo en Oświęcim, y las tetudas camareras, embutidas en apretados vestidos negros, ya habían servido aquí la cerveza en los tiempos en los que el Führer miraba desde la pared, y el local se llamaba Zum Hirschen. Era una bella ciudad, con soportales y un viejo puente sobre el río cuyo nombre pasaría a la historia.

Detrás del tercer balneario está la frontera, dicen que «verde», porque no está herméticamente cerrada todavía, sólo entrecerrada: quien quiere irse ha de darse prisa.

Julia llevó a Henio al edificio de la escuela donde acampaban los judíos que querían abandonar el país que se había convertido en el cementerio de los suyos.

—Cuídate —le dijo.

Henio frotaba sus gafas llenas de lágrimas, llevaba todo el día frotando las gafas.

—Estará bien, señora Julia, descuide —replicó la mujer de Henio—. Yo cuidaré de él. Sólo tiene que aprender el oficio. Mi cuñado tiene allí un taller de sastrería…

Henio no dejaba de repetir:

—Níobe…

Julia trabaja como contable en la fábrica de mermelada, colecciona pequeñas tazas de café que inmediatamente regala a los amigos, colecciona cerámica de colores, botones y seda para coser. Dispone de un buen muestrario de botones. Hace visitas a los alrededores, camina por las colinas verdes, viaja a la ciudad derruida para ver las iglesias derruidas de la isla sobre el río y numerosos puentes. Con el silencio selló su propio pasado. Hace de madre de los jóvenes, los jóvenes la quieren. La llaman tía.

—Cuando me levanté después del tifus me dije: «Una cosa u otra…». Como ves, estoy viva. Y eso obliga.

Un instante después añade:

—Al menos obliga por lo que concierne al exterior…

Pero ¿cómo es cuando, por la noche, cierra la puerta de su casa? Desde las paredes de la habitación la siguen las miradas del orondo Szymon y la risa despreocupada de los muchachos, que están sobre el puente de Z. David tiene un libro en las manos; Tulek, una pelota. Bajo el puente murmulla alegremente el agua alborotada.

★ ★ ★

Le escribieron desde Israel, desde los Estados Unidos, desde Australia. No quería cruzar el mar. ¿Para qué? ¿Para quién? Pasó mucho tiempo hasta que, por fin, hizo las maletas. Todavía nadie sabía que el año de su llegada sería el año de una guerra breve, contada por días; y que aquel tiempo que había engullido a los chicos y a Szymon, cerrado a cal y canto con el silencio, que aquel tiempo, concatenado con el tiempo de la guerra de aquí, rompería los diques de protección y golpearía su corazón exhausto y enfermo como una ola iracunda.

Todavía nadie lo sabe y Julia está aprendiendo dificultosamente las letras y palabras ajenas; por las noches, sentada en un banco escolar. De día, a cada rato abre su cuaderno. Aún nadie presiente nada, y Julia renueva las viejas amistades y entabla otras nuevas, contempla los atardeceres en la costa, se sienta bajo el sicomoro y escribe cartas…

En el cielo no hay ni una nube, los días son cada vez más cálidos. Nadie presiente nada y a Julia aún le espera el encuentro con su viejo y envejecido amigo, quien, como muchos, vendrá en Pésaj y se sentará en la terraza del hotel con vistas al mar gris y barrido por el viento simún. Calvo, de ojos celestes: americana de cuadros, palmeras sobre la corbata; le dirá a Julia:

—Ahora leo a los norteamericanos…

—Y de día cose pantalones —añadirá su mujer—. Es un buen sastre…

Julia está fumando un cigarrillo, mira el mar y, con su voz baja, inesperadamente, suelta:

Iam ba iam onía[30]

Cuando el mes de mayo se acerque a su fin y los días se vuelvan aún más calurosos, más dominados por el simún, la historia se precipitará: «Queda cerrado el estrecho, el ejército de la ONU se ha retirado… Escalada, escalada», gritan los locutores en todos los idiomas.

En las arenas de Néguev hay tanques. Llegan difíciles días de espera. Inclinada sobre el mapa respira con dificultad.

—El gueto —dice—, el gueto antes de una Aktion. Salvad a los niños…

Pidió que captáramos la emisora de El Cairo y nos hizo traducir los comunicados emitidos en hebreo.

—¿Cómo sabes que no harán nada? —se indignaba—. Entonces tampoco me creyó nadie… Mira —extendía el mapa—, mira el mapa. Somos una gota, un puntito…

Y de nuevo:

—Niños… niños…

Al atardecer nos sentábamos en el balcón, el aire olía a mandarinas, en el cielo zumbaban los helicópteros, se deslizaban pesadamente los aviones. Se ponía la mano en el pecho.

—Pásame mis gotas —pedía.

El ataque le sobrevino inmediatamente después del armisticio, antes del amanecer. La ambulancia se precipitaba por la ciudad sumida en un sueño tranquilo y profundo de alivio… En el hospital pedía conocer los comunicados de la radio.

Después del segundo ataque ya no abría los ojos, dormitaba. Se volvió pequeña y plana. Sólo una vez levantó los párpados y, totalmente consciente, preguntó con su voz ronca de tabaco, con determinación y claramente:

—¿La sesión plenaria de la ONU ya se ha celebrado? ¿Qué dijo Kosygin?

Esa misma noche llamaba a sus hijos.

★ ★ ★

La anteriormente mencionada cajita esculpida, donde habíamos encontrado dos tarjetas del campo de Janów y el diario de Tulek, guardaba también algunas fotos. En una de ellas Julia está rodeando a los chicos con sus brazos, delgada, elegante, ataviada con un vestido claro y guantes hasta el codo. Tiene la cabeza inclinada, no se le ve la cara. Parece oculta tras las negras alas del enorme sombrero de paja.