SABINA BAJO LOS SACOS
Apuntes para una biografía

SABINA ERA FLACA Y ALTA, de mirada timorata, como si supiera de antemano que nada bueno podía ofrecerle el mundo ni la gente. Sus ojos tenían el color de los nomeolvides silvestres, no de los de cultivo, cuyo color es más claro. Era de su padre de quien había heredado ese azul intenso que atraía la mirada. Su pelo era fino, liso y sin vida. Una vez se había tocado con un enorme sombrero de paja de su hermana vienesa, y todos constataron que, de esa guisa, se asemejaba a aquellas inglesas de las carreras de caballos de Ascott. Nadie de la familia había estado jamás en Ascott; las semejanzas las sacaron de la revista Die Bühne, a la que estaban suscritos en casa. Por lo visto las inglesas eran flacas y planas como Sabina, tenían los ojos claros y transparentes y andaban llevando esos imponentes sombreros. Sabina recibió ese indudable cumplido con una mirada de espanto. Pasó toda su vida en casa de sus padres en la pequeña ciudad de Galitzia, sin contar el periodo de su matrimonio, que no había durado ni dos años. Inesperadamente volvió a casa con un niño de medio año y dos enormes maletas.

Ese matrimonio, hay que decirlo, había sido amañado por un casamentero muy solicitado en la zona. Sabina tenía entonces veinte años. Su regreso fue precedido por una carta de Paul, el marido, empleado de un banco. El padre de Sabina, tras haber leído la carta, se quedó sentado en la mesa un largo rato, pensativo; después dobló cuidadosamente la carta en cuatro y la deslizó dentro de la cartera. Era un hombre sosegado, de modales irreprochables, alto y delgado. Sabina tenía de su padre no solamente el color de los ojos, también la altura y el cuerpo delgado. Era asimismo un hombre sabio y pío, observador de las tradiciones, de una tolerancia excepcional en aquellos años para con sus hijos, a los que permitía vivir según sus convencimientos e ideas.

—¿De quién es la carta? —le preguntó su mujer, Betty, una persona bondadosa como su marido, aunque muy diferente en cuanto a la sabiduría, y entrada en carnes, con esa clase de obesidad que parece blanda.

—Del marido de Sabina. Sabina vuelve. El matrimonio se acabó.

Betty emitió un grito ahogado.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Incompatibilidad de caracteres.

—¿Cómo es posible? Sabina, tan callada y pacífica, tan tranquila…

—No tiene importancia cómo sea. La incompatibilidad de caracteres es una fórmula que facilita el procedimiento del divorcio. El matrimonio se acabó, y punto. Por favor, no te pongas nerviosa, Betty, recuerda lo de tu corazón…

Fue solo a buscar a su hija a la estación y, de camino a casa, le preguntaba con cautela. Ella contestaba sin ganas, la carreta claqueteaba, la niña lloraba. Sí, era una niña. Tenía los ojos de la madre y del abuelo.

—¿Estabas mal con él?

—Mal.

—¿Es verdad lo que ha escrito?

—Él me pegaba.

—Pregunto si es verdad…

Sus miradas se encontraron. Sabina aguantó la del padre, no contestó. Él no insistió. Siguieron el viaje en silencio hasta llegar a la ciudad. En ese momento, Jakub W. acarició el pelo siempre lacio de su hija, y después se inclinó sobre la niña que lloraba y dijo sonriendo, en un idioma que utilizaba en sus conversaciones con Betty, lectora de novelas de amor ambientadas en Viena: Ein süßes Kind[36].

Betty, acalorada, esperaba en el umbral de la casa. Al ver a la hija y al bebé se puso a llorar.

—Querida hija, a lo mejor esto se arregla, en el matrimonio las cosas a veces son así…

—No mamá, nunca volveré con él. Jamás.

La voz de Sabina era seca. Jamás la habían oído hablar con tanta determinación.

Durante la cena charlaron sobre la niña que, cansada por el prolongado llanto, se durmió al fin. En un momento, la madre, todavía con la cara ruborizada, preguntó a la hija:

—¿Por qué me miras así?

—¿Yo te miro? —se sorprendió Sabina.

Betty no sabía explicar a qué se refería, y tampoco resultaba fácil de precisar: lo que la abrumaba era la nueva, asustada mirada de Sabina, que le quedaría para toda la vida.

Se fueron a la cama pronto. Antes de acostarse, Betty se tomó una dosis doble de sus gotas y, recostada en sus amontonadas almohadas, esperó que su corazón se calmara. Pensaba: «Jakub lo solucionará, encontrará la salida…». Este pensamiento tranquilizador la trasladó al sueño.

En cambio, su marido se levantó de la cama, abrió la ventana, acercó la butaca y encendió un cigarrillo. Una falena entró en la habitación, aleteó debajo de la pantalla de la lámpara de su mesilla. De noche Betty siempre cerraba las ventanas, le daban miedo los insectos nocturnos y los chillidos de los murciélagos cuando volaban bajo. Él se quedó escuchando. La habitación de Sabina estaba en silencio.

«Pobre niña… y yo, el viejo tonto… ¿Para qué la casaríamos con ese fantoche? “Se negaba a cumplir con sus obligaciones matrimoniales…”. ¡Obligaciones! Pobre Sabina… Y yo que quería lo mejor para ella, tan distinta de sus hermanas y hermanos, la única —lo pensó así—, la que peor salió… Pero nunca hubiera sospechado que llegaría a pegarle, ese…».

Se quedó largo rato pensando, en su vida había pasado mucho tiempo pensando, y ciertamente por eso no había llegado lejos; sólo alquilaba un humilde aserradero en las afueras de la ciudad, cerca del bosque. Cada día se dirigía allí en la calesa, bondadosamente sonriente, erguido como una vela, con las manos apoyadas en el bastón culminado con un pomo de plata.

Al día siguiente del regreso de su hija, Jakub W., a la vuelta de la serrería, se bajó delante de la casa del abogado y mantuvo con él una conversación de dos horas de duración. El divorcio se tramitó sin problemas y sin la participación de Sabina, cuyo papel se redujo a la firma de algunos documentos en el bufete. Tras conseguir el divorcio no mostró alivio, lo cual no significaba que no lo hubiese experimentado. No exteriorizaba sus sentimientos nunca, ni siquiera con la niña: nada de besos ni caricias en presencia de terceros, todo lo contrario que el abuelo, quien, aunque de manera algo tímida y reprimida, no dejaba pasar ninguna oportunidad de mostrar a su nieta ternura y amor.

(Qué poco sabemos de la verdadera Sabina, ni siquiera si ha existido una Sabina distinta de la que conocimos, la verdadera… Da hasta vergüenza. Se escurre por los caminos laterales de la memoria, aparece e instantáneamente desaparece, no llama la atención con su persona, ni siquiera lo pretende. Sólo los últimos momentos, y hablando con más exactitud, las últimas horas entre la mañana y la tarde de su último día, se grabaron en mi memoria con una imagen que perdura. Y ni siquiera los vi con mis propios ojos, tan sólo oí a alguien relatarlo, y por casualidad.

En esta imagen no están Sabina ni su hija Dora. Ambas están escondidas bajo un montón de sacos vacíos en el pasillo del Judenrat[37]. Todavía están allí. El SS borracho entrará dentro de un momento).

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Fluye por la ciudad el ya conocido riachuelo de corriente raquítica y monótona. La vida de Sabina se parece a él. Vive con sus padres, ayuda en casa: sólo un poco, porque Betty no quiere despedir a la fiel cocinera de tantos años. Cuida del niño, corre a la biblioteca a buscar novelas de amor para su madre y, de paso, sin buscar mucho, pide libros para ella; con el tiempo leerá ávidamente todo lo que caiga en sus manos, tanto a Courths-Mahler[38] como a Dostoievski. Los días de mercado compra en la plaza una barra de mantequilla envuelta en una hoja de repollo; compra de cualquier manera, sin probar si está fresca, como lo hacen todas las amas de casa. Apresuradamente mete en la cesta fruta y verdura. Su figura plana y roma destaca entre las respetables señoras que practican el ritual de la compra en el mercado con unción y esmero. Apenas llega a la plaza cuadrada (y los días de mercado también multicolor), aún jadeante (siempre camina con paso apresurado, como si tuviera mucha prisa), lanza a los conocidos un breve «Buenos días», y ya desaparece.

También se diferencia por su ropa. Lleva vestidos elegantes, regalo de sus hermanas vienesas, desde por la mañana y para ir al mercado, y además lo hace de la misma manera que compra: despreocupadamente, sin el cuidado que, al fin y al cabo, merecen esas ropas. Cuelgan sobre ella como sobre una percha. Hay quien afirma (amistosamente) que Sabina se viste con una elegancia despreocupada, no meditada, porque no tiene cabeza para eso…

Las hermanas vienesas —ya casadas, con carrera, una incluso con el título de doctora— vienen en verano, procedentes del gran mundo de los teatros y las óperas. En casa señorea el alboroto y el aroma de perfumes desconocidos. «Deberías sin falta buscarte un trabajo», le dicen a Sabina; también dicen que debería obligatoriamente leer a Karl Kraus y, por supuesto, a Thomas Mann, La montaña mágica, por ejemplo. Su padre susurra: «Lasst sie doch in Ruh, dejadla en paz…». Sabina parece preocupada.

A Sabina le gustan mucho las visitas de sus hermanas. No les tiene envidia: no hay en ella ni una gota de envidia. Sin embargo, cuando se van, respira con alivio. Y cuando un día vaya con el padre a la ciudad, al teatro o a la ópera, volverá desilusionada. Se dará cuenta de que sus hermanas viven allí de manera humilde, en vías de conseguir algo. Por la mañana van a trabajar, vuelven al anochecer, hacen colas de dos horas delante de las taquillas de la ópera y, luego, pasan otras tres en el gallinero… El domingo cogen sus mochilas y hacen caminatas. También frecuentan diversas reuniones. Una de las hermanas es «roja»; la otra, «blanca y azul»; a veces, discuten acaloradamente. A Sabina, las ideas blancas y azules le parecen más cercanas.

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La pequeña Dora iba al colegio. A la vuelta preguntaba: «¿Dónde está mi padre, por qué yo soy la única de la clase que no tiene papá?». (Del empleado de la banca se perdió la pista). Hasta que, un día, encuentra la solución: «Les he dicho a los niños que el abuelo Jakub era mi padre».

Era grandona, contrahecha y fea. Después sorprendería a todos con la belleza de su tez blanca, entre rosada y blanca como la leche, dándole un aspecto de soñadora. Eso sería ya en los tiempos en que los transportes a Bełżec salían uno tras otro y reinaba el gran miedo, y el gran hambre. Durante las comidas —pan, cebada o alpiste—, Dora elevaba los ojos al cielo y entonces, en su rostro soñoliento, blanco y rosado, aparecía una expresión de deleite.

Tenía diez años cuando su abuelo Jakub cayó enfermo. Estaba postrado en la cama con una pomada negra sobre la cara: le dijeron que tenía… rubéola. Preguntaba estupefacta: «¿Por qué está negro?». Le daba miedo la cara negra del abuelo sobre las sábanas blancas, le parecía el diablo con su barba puntiaguda. Cuando pidió que fuera a verle, ella huyó. Esa cosa negra mató a su abuelo.

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Después de la muerte del marido, Betty ya no salía de casa, y abría cada vez menos las páginas de sus novelas de amor. Sentada en la butaca del balcón de la segunda planta, llevando un vestido negro con chorrera de encaje alrededor del cuello, majestuosa y bondadosa, miraba desde arriba el jardín de la iglesia del monasterio y las cabras blancas mordisqueando el césped.

Sin buscar, sin preguntar, Sabina encontró una ocupación: literalmente, le cayó en las manos. La ocupación era voluntaria y consistía en recoger los pagos mensuales de las mujeres asociadas en la organización sionista femenina, WIZO, a la cual ella misma también pertenecía. De modo que, cada mes, recorría las casas, hacía recibos, y dos veces al año —en Janucá y Purina— ayudaba en la organización de veladas y fiestas.

Solía estar sentada junto a la entrada de la sala alquilada especialmente para este fin, y vendía las entradas. Esta ocupación más que modesta desempeñaba un papel importante: constituía el sucedáneo de los contactos sociales. Hablando de su «trabajo» se animaba. Tenía poco que decir y, como antes su mirada, era asustadiza.

Durante el baile anual de la fiesta de Purina, a Sabina, que vendía las entradas, se le acercó un hombre y preguntó si podía sacarla a bailar.

—No bailo —contestó la verdad, con voz ligeramente temblorosa.

—En tal caso, la invito a tomar un café…

La orquesta local tocaba un vals de Strauss y Sabina experimentó una extraña sensación de irrealidad ante esta escena, como si estuviese trasplantada desde alguna novela de amor. Le parecía estar leyendo un libro.

—Ahora no puedo —su voz temblaba levemente— porque los invitados están llegando todavía, pero dentro de media hora con mucho gusto me tomaría un café…

—Entonces, dentro de media hora la secuestraré —contestó el hombre, y desapareció.

Después de su partida, Sabina vivió un momento de agitación interior: sentada inmóvil, mirando al frente con la mirada más asustada de lo habitual (como si supiera por descontado que nada bueno podía esperarle). El momento de ensimismamiento duró poco porque, de pronto, vio a la vecina, Sara, la manicura, corriendo por el pasillo, pálida, con el abrigo echado sobre los hombros, que gritaba:

—Rápido, doña Sabina, rápido…

Sabina se acercó la mano a los labios y, apretándola, encerró el grito. En casa encontró a Dora encogida en la esquina del sofá, petrificada de miedo. En el dormitorio, sobre el montículo de almohadas yacía su madre, Betty… muerta.

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Las hermanas vienesas no vinieron al entierro de la madre. En este tiempo, vigiladas por la Gestapo, limpiaban las aceras y los váteres de la ciudad de los teatros y las óperas. En las cartas escribían: «Huye, vete a Palestina, allí nos veremos», y justo antes de la guerra abandonaron Europa. Dora desde hacía tiempo estudiaba hebreo, lo cual, habida cuenta de la entrega con la que Sabina trabajaba en WIZO, así como la simpatía por las opiniones blancas y azules de su hermana, parece indicar que tenía algunos planes al respecto. Cuando estalló la guerra, la ciudad fue ocupada por los rusos y ese periodo de casi dos años lo vivió sin un rasguño, y sin empleo: la herencia de los padres bastó para una vida modesta. Tras la ocupación alemana se sumió en el pánico y se sintió paralizada por el miedo.

La primera y la segunda Aktion las sobrevivieron en el escondite; la tercera ya no.

Muchos años después de la guerra, décadas después… por casualidad se supo…

(«Por casualidad»… «Décadas después», estas expresiones vuelven siempre, como notas al pie de tantos y tantos destinos individuales).

Se supo que se las habían llevado muy de mañana, justo después del inicio de la Aktion de las SS en la ciudad, sitiada por un Einsatzkommando, y las recluyeron junto a los demás en el edificio de los baños públicos. Se supo que los camiones arribaron al anochecer y el silbido del tren a Bełżec se oyó desde la estación con la llegada de la noche. Es lo que se supo.

En cambio, la imagen de Sabina y Dora en el pasillo del Judenrat, debajo de un montón de sacos vacíos para harina que servía para hacer un pan correoso, permaneció desconocida durante décadas.

Sólo después de la guerra, cuando la memoria de aquellos tiempos, en contra de lo acostumbrado, en vez de palidecer, volvió a encenderse, un hombre encontrado «por casualidad», un turista de Australia, oriundo de la ciudad, desveló la imagen.

Sólo él podía hacerlo, porque también él, igual que ellas, había estado debajo de los sacos, en el mismo pasillo, pero en otro rincón, fuera del campo de visión del SS, a la derecha de la entrada. Ellas estaban hacia el lado izquierdo. Qué enorme tuvo que ser su desesperación, qué violenta la llama de esa energía ciega, loca… Seguramente con dificultad, Sabina intentaba escurrirse hacia el boquete abierto en la pared justo por encima del suelo (un agujero pequeño, no apto para todos), arrastrando detrás a Dora —¿Se habría quedado muda? ¿O acaso lloraba?—, agarrándola de la mano, porque era a Dora a quien quería salvar, no a sí misma. Seguro.

Aquel australiano oriundo de la ciudad, ya pesado y canoso, entonces joven y hábil, se arrastró por el agujero en la pared y corrió detrás de ellas, hasta que los tres alcanzaron el edificio del Judenrat. Un pasillo estaba vacío, con dos montones de sacos. Poco después yacían en sus rincones, invisibles bajo los sacos. Unos pasos corrían al lado, se oían gritos y llamadas…

Un SS borracho (su balbuceo chillón daba cuenta de su embriaguez) entró corriendo, en un ataque de rabia beoda pegó una patada a uno de los montones de sacos. Golpeada por la bota —¿madre? ¿hija?— no pudo retener el gemido. El SS deshizo la montaña de sacos, sacó a ambas a la luz del día —o más exactamente del anochecer, porque el día llegaba ya a su fin— y las mandó por el camino de vuelta hacia donde habían huido por la mañana.

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Pocas veces recuerdo a Sabina, pero últimamente más.