EL SEGUNDO PEDAZO DE TIEMPO

UNA VASTA DISTANCIA separa el viejo y el nuevo tiempo, el espacio entre la primera operación, a la que todavía llamábamos «redada», y la segunda, a la que por primera vez llamábamos con el término correcto: Aktion. El tiempo nuevo no expulsó de golpe al viejo, que estaba acomodado en las costumbres y los pensamientos; fue un proceso lento y apenas perceptible y, sin embargo, implacable y consecuente, que se completó irremisiblemente tras la segunda operación. Esta segunda Aktion tenía ciertas cualidades que la definían con más detalle.

El espacio que separaba las dos operaciones era una zona fronteriza. Empujados al límite del tiempo viejo, poco a poco, centímetro a centímetro, nos desplazábamos hacia el interior de la zona nueva, un progreso que retrocedía cientos de veces en el camino por culpa de esperanzas vanas y enrevesados cálculos, hasta que, sin saber cómo había ocurrido, nos encontramos en poder absoluto del tiempo nuevo, cercados por él definitivamente y de manera artera, hasta tal punto que al principio ninguno de nosotros se había dado cuenta de este estado de sitio.

Al valorar la situación recurríamos inconscientemente a las simplificaciones, llamando, en el lenguaje de la calle, a aquel empujar centímetro a centímetro hacia la zona nueva «represiones», sin intuir que la dosificación y la graduación de los centímetros de represión nos amoldarían a ella, generarían nuevas categorías de pensamiento y reacciones que en el tiempo viejo se hubieran considerado, sin duda alguna, enajenadas.

En nuestra vida diaria conservábamos aún los viejos hábitos y costumbres, tales como desvestirnos antes de ir a dormir o comer juntos en la mesa, y simplemente añadimos unos pocos nuevos. Así, por citar el ejemplo más sencillo, abandonamos el saludo o el inicio estereotipado de cualquier conversación con las palabras: «¿Qué tal estás?», «¿Qué hay de nuevo?», o bien: «Hoy hace calor», sustituyéndolas con frases como: «En T. hubo una operación, ¿está tranquila la ciudad?». O bien: «En el campo de Reckmann mataron a dos chicos». Dicho esto, ofrecíamos té de pétalos de rosa del jardín o cigarrillos de sucedáneo de tabaco, o cebada perlada, a la sazón la base de nuestro sustento.

En nuestro vocabulario brotaron palabras antes desconocidas y extrañas abreviaciones de términos demasiado largos, pero el vocablo Aktion alcanzó el rango de término cardinal, dominante en ese tiempo que algunos, cometiendo un error de ingenuos, solían llamar tiempo de guerra.

El espacio entre la primera y la segunda operación era extenso. Las hojas se desprendieron de los árboles, la nieve cayó abundantemente y el hielo del río que atravesaba la ciudad se rompió con su perezosa corriente, formando enormes charcas en la proximidad de los baños municipales, que, por primera vez —mas no por última—, la noche de la segunda Aktion, sirvieron de granero: allí encerraban la cosecha humana antes de cada transporte.

Fue en la noche en que el hielo se rompió en el río. Se fragmentaba con estrépito, el agua rugía y la voz potente del caudal que llegaba desde el jardín ensordeció los pasos de aquel hombre: le vimos de repente, surgió en la puerta, jadeante y tembloroso. Antes de que hubiese dicho siquiera una palabra, lo supimos: éramos alumnos aventajados del tiempo nuevo, que acababa de empezar. Jadeante y tembloroso, volvió a incrustarse en la oscuridad para, un instante después, resurgir en el umbral de otra casa marcada con la estrella de David, como un mensajero que gritase: «¡Fuego!».

Todavía ignorábamos que esta Aktion era especial, que tenía algo que la diferenciaba de la anterior y de las siguientes, y todos, los mayores y los jóvenes, entre breves alaridos de impotencia, salimos corriendo de la casa hacia el enorme susurro del río, a la oscuridad espesa, confiando nuestro destino a los desnudos arbustos del jardín.

Corríamos en fila india por el sendero empapado, forrado de agua, entre el balbuceo de las olas y los crujidos del hielo, hasta que una llamada nos paró en seco. Alguien gritó: «¡Volved!».

¿Quién llamaba? ¿Quién, con qué palabras nos dijo que no estábamos en peligro porque éramos jóvenes y estábamos sanos, en cuerpo y mente? No lo sé. Una mancha oscura, ninguna imagen, ninguna palabra hasta el momento en que me encuentro de nuevo en la cocina, sentada en el banco junto a la ventana.

Estoy sentada en el banco, mi mano sostiene una rebanada de pan basto, la vela está agonizando, se oye el grito de una mujer y unos dedos aprietan un hombro.

Es la Aktion de los viejos, los enfermos y los minusválidos.

El alivio tuvo que ser enorme, es decir, el alivio según los términos del tiempo nuevo: una condena a muerte que se había revocado de repente. No recuerdo este alivio, pero mi presencia en la cocina es un testimonio irrefutable de que existió: sentada con una rebanada de pan en la mano, el modo en que lo desmenucé sin comerlo, a la luz feneciente de una vela, el único resplandor que diluía la oscuridad.

Hubo también otro resplandor, débil y breve, que duró apenas un segundo, dos, lo suficientemente largo para que pudiera ver unos dedos apretados sobre un hombro tapado con una zamarra hecha jirones y una cara femenina. El destello estuvo precedido por un grito agudo, como de pájaro, igualmente fino, que parecía venir de la calle, y cuanto más cercano más pajaril, menos surgido de una garganta humana sonaba.

Me pegué al cristal de la ventana, tenía la esperanza de que no fuese más que un pájaro nocturno, aplasté la cara húmeda de sudor en el cristal.

Siguiendo el grito llegaron, corriendo, unos pasos desacompasados, primero lejanos, luego más y más próximos. Se paraban cada dos por tres en su carrera, como si el corredor frenase de repente y luego, empujado con fuerza, reanudase el trote. Le acompañaba un grito incesante que, ahora, una vez acostumbrado el oído, ya no era el grito de un pájaro, sino una voz humana, lastimosa y desesperada.

Hubiera pasado desapercibido en la oscuridad, sin nombre, si no hubiera sido por la fina espada del destello que cortó la noche, un pequeño foco blanco como un fuego artificial. Se apagó enseguida, pero conseguí verlo.

Primero, y todo en un segundo, vi el hombro ataviado con la zamarra y los dedos clavados en él, fuertes, agarrotados. Después, pero en un solo segundo, el rostro anciano de Perla, la pescadora, la loca del pueblo, que, con el dinero de las limosnas, compraba peces y los echaba al estanque. Nadie jamás había oído su voz, pues ella misma era tan silenciosa como un pez. Pero ahora chillaba. Gritaba que no quería ir al fusilamiento, pronunciando cuidadosamente esta palabra difícil, con dicción perfecta, sílaba tras sílaba. En el último momento le volvió la cordura y el habla.

Cuando el grito cesó y se restableció el silencio de nuevo, me senté en el banco, mascando el pan terroso a pequeños bocados. En un momento me comí la ración familiar para los próximos días.

Detrás de la ventana se esbozaba el contorno de los abetos y la línea dentada de la valla. Salí al porche, abrí la puerta y me quedé de pie en el umbral. El aire era fresco y húmedo, el susurro del río más suave, probablemente porque el agua había bajado durante la noche. El amanecer resplandecía pálido sobre la callejuela. El cacareo de los gallos interrumpió el silencio e, inmediatamente después, desde el fondo de la calle, surgieron tres figuras. Eran tres mujeres. Dos eran jóvenes y llevaban del brazo a una tercera, una anciana de pelo canoso, de cabeza pequeñita y temblorosa. «Ya está, ya se acabó, mamá, deja de tener miedo. Estás viva, mamá». Oí la voz de una de las jóvenes mientras que la otra, girándose hacia mí, dijo: «Escondimos a mamá en la bodega de las patatas».

A la mañana siguiente llegaron las primeras noticias. Provenían de los ferroviarios polacos, que hablaban de un tren compuesto de vagones de mercancías blanqueados con cal viva; mencionaban el nombre de un pueblo: Bełżec. Jamás habíamos oído hablar de él. El nombre traía a la memoria una canción popular que empezaba con «El pueblo de Belz, mi amado Belz», pero resultó que eran localidades completamente distintas.