LA DIRECCIÓN
EL TELEGRAMA LLEGÓ a las ocho de la mañana. Aún estaba en la cama, no tenía ganas de levantarse. Ahora odiaba los domingos. Era un día vacío, difícil de llenar. Se levantaba lo más tarde que podía, una vez que el ajetreo doméstico se hubiera calmado, que se hubieran terminado las carreras al baño y a la cocina. Eso solía durar mucho, dado que residían en el piso tres familias distribuidas en tres grandes habitaciones. Él ocupaba un cuartucho minúsculo, al parecer un antiguo cuarto de la criada, cuya única ventaja consistía en que era sólo suyo. Por otra parte, no había sitio para poner otra cama y sólo una vez, cuando llegaron los familiares de los dueños de la casa desde más allá del río Bug, tuvo que aceptar por la noche a un niño de doce años para el cual prepararon un colchón en el suelo.
Fue casi la mejor noche que pasó en esa casa: habitualmente dormía nervioso, tenía pesadillas, a menudo se despertaba por la noche y se quedaba despierto hasta el amanecer. Aquella noche, cuando junto a su cama, en un colchón, durmió este «pequeño» —decían «pequeño» aunque era un mocetón bien grande—, le pareció que Henryk había vuelto y estaba durmiendo a su lado, cansado y un poco extraño, un poco mayor, más «hecho un hombre». Escuchaba la respiración del muchacho y observaba su cabeza oscura apretada contra la almohada. ¡Con qué facilidad se deslizó en esta mentira impuesta por la imaginación! No luchó contra la conmoción y, por primera vez desde su regreso, sintió calor dentro de su cuerpo. Aquella noche durmió plácidamente, más tranquilo que el pequeño, que se estremecía y gemía en sueños.
La mañana fue dura. Evitaba la mirada del muchacho cuando éste, charlatán y curioso, quiso conversar con él. Se excusó con que tenía prisa, porque había, como siempre, cola para el baño, y salió de casa sin lavarse, sin afeitarse, aún más huraño y cerrado que de costumbre.
El aire fresco le despejó. Se reprochó duramente ese accidente sentimental de su naturaleza fría y racional. Por la tarde encontró la habitación recogida, y la dueña, agradeciendo su amabilidad, anunció que los familiares se habían ido a la Baja Silesia. Recibió con alivio la ausencia del muchacho, pero, de nuevo, pasó una mala noche y, en contra de lo habitual, tomó un somnífero. Sería una locura creer que Maria y el muchacho estaban vivos. Siete meses de búsqueda escrupulosa, de cartas, anuncios, visitas a conocidos y extraños: ni un rastro. Todo se interrumpía el 10 de mayo de 1943. Porque hasta este día logró, basándose en conversaciones y relatos, reconstruir toda la vida de su mujer e hijo durante la ocupación. No faltaba ningún eslabón: primero Varsovia, la calle Hoza, el primer piso en zona aria y el apellido Wisłowska. Después, el chantaje, el traslado a Cracovia ya como Kowalska, y finalmente el regreso a Varsovia (no lograba entender por qué volvieron), una habitación en la casa del ingeniero Z. y un puesto de trabajo en la oficina de correos.
El 10 de mayo, a las diez de la mañana, Maria salió de casa con el niño. Nadie más les vio después, nadie preguntó por ellos. A partir de ese día sólo se extiende la oscuridad y el silencio.
—No quiero parecer cruel —dice el ingeniero Z.—, pero creo que la única explicación es que se toparon con algún bestia que los denunció.
—¿Y una redada? ¿No pudo haber sido una redada? —replicaba a todos aquellos que recibían su loca persecución de los muertos con un encogimiento de hombros o con la compasión que creían que merecía un hombre desesperado.
Hace un mes abandonó la búsqueda. En la maleta se amontonaba una columna de escritos, formularios y cartas, cuya respuesta siempre era «No». Llevaban sellos de la Cruz Roja y la Cruz Blanca, la oficina de Repatriación, Joint, Hias; sellos suizos, londinenses, alemanes. Hace un mes cerró la maleta con llave; y aceptó la condena a muerte. Dejó de preguntar, de empeñarse en reunirse con mucha gente, de coleccionar biografías de la guerra. Aceptó el puesto de trabajo en una oficina y en poco tiempo se ganó la opinión de trabajador diligente y compañero poco sociable. En las encuestas personales escribía: «Viudo».
Y entonces llegó. Su primera reacción fue agarrar un cigarrillo, pero sus manos temblaban con tanta violencia que era incapaz de encender la cerilla. Cayó de nuevo sobre las almohadas, débil y tembloroso como alguien después de pasar una enfermedad grave.
—Ya les había dicho —susurraba—, si les dije…
La noticia la envió la delegación de la Cruz Roja en Varsovia, desde donde, en repetidas ocasiones, había recibido respuestas contrarias a lo que decía el telegrama que acababa de llegar. Probablemente la dirección de Maria había tardado todo este tiempo en llegarles; las cartas desde el extranjero tardan, muchas se pierden por el camino, así que no hay que extrañarse. Una y otra vez, infinitamente, levantaba la hoja blanca con el torcido papelito pegado: MARIA KRANZ E HIJO, CAMPO UNRRA 94, OTTLINGEN, ZONA AMERICANA, ALEMANIA.
«Ocurrió como me lo había imaginado: les atraparon en una redada callejera, les llevaron a un campo de trabajo o a trabajos forzados. Yo lo sabía, presentía que estaban vivos…».
Se imaginó en un enorme hall de la estación de una ciudad desconocida, se vio bajando del tren, corriendo hacia ellos dos. Maria con su vestido claro, que tanto le gustaba, y Henrys… Henrys tenía la cara y el pelo oscuro del niño que había dormido en su habitación. En los labios sintió una gota ligeramente salada. «Estoy llorando», pensó con alegría. Una hora más tarde, al despedirse de la dueña del piso, le pidió que hiciera una llamada a su oficina para explicar su repentina ausencia.
—¿No puede esperar hasta mañana? —preguntó sorprendida más por la rapidez de los acontecimientos que por la noticia, muy frecuente en estos tiempos—. Prepararse para el viaje tranquilamente, comprar víveres; es un viaje tan largo… ¿No sería preferible pedir un permiso? Es tan peligroso cruzar así la frontera, vaya. O mejor aún, escribir a su mujer para que venga ella aquí…
La escuchó educada y pacientemente; estaba ya totalmente equipado: un jersey grueso, una cazadora, mochila. Repitió: «Sólo le pido, por favor, que llame a la oficina…».
Actuó con celeridad, lógica y firmeza. Abandonó la ciudad en el primer tren que salía hacia el suroeste. Tras estudiar el mapa, llegó a la conclusión de que lo más cómodo sería cruzar la frontera en los alrededores de uno de los balnearios, donde las colinas densamente arboladas garantizaban el máximo de seguridad. Además, le pareció ridículo pensar en los peligros en este momento, cuando acababa de encontrar a su mujer y su hijo.
La pintoresca ciudad donde se bajó del tren, sus callejuelas empinadas y sus soportales no atrajeron su atención ni por un momento. Esperaba su autobús en un tugurio lleno de humo; a través de los sucios cristales se divisaban los tenderetes en la plaza de la estación. Compró cigarrillos, guardó en la mochila bollos y manzanas. Cuando tomó asiento en el autobús, todo el día le pareció un sueño del cual no lograba despertar. Se asustó y probablemente emitió un gemido, porque su vecino de asiento le miró atentamente y dijo, revelando su acento de Lvov:
—¿Y usted qué? ¿Está enfermo?
El autobús llegó a su destino. Caminó dos kilómetros por la carretera y después giró hacia el bosque.
Se caminaba bien al atardecer. El aire puro de la sierra suavizaba el peso de la respiración, los músculos trabajaban elásticos y hábiles. Ahora sí, ahora podía imaginarse una conversación infinita con Maria. Antes no. Cuando estaba muerta jamás le hablaba.
La tierra en el bosque era húmeda y olorosa. Caminaba pausadamente, con el paso firme de un caminante experimentado. No se detuvo hasta llegar a la cima. Colmado de una felicidad tácita miró el cielo y las estrellas. Exclamó: «¡Maria!», y el eco le respondió.
Estaba a punto de llegar. Tras dos días de travesía los ojos le escocían, los pies se le habían hinchado. Viajó en trenes, coches, y un buen tramo caminando. Avanzaba sin ver nada alrededor. Pasaba con indiferencia junto a los nombres de ciudades conocidas, sordo a los sonidos de un habla extranjera, sin caer en la cuenta de que el país donde se hallaba era tierra hostil.
Pasados dos días aparecieron de nuevo las montañas, suaves, verdes, de formas redondeadas. Allí, al pie de estos montes, estaba Maria.
En la Wirtschaft le indicaron el camino sin problema. El campamento de UNRRA estaba situado en el antiguo cuartel de las SS, en las afueras.
—Eine wunderbare Gegend[33] —ensalzó una alemana recién salida de la peluquería, sentada detrás de la barra. En la cervecería reinaba un ambiente fresco de orden, las mesas de madera y los bancos relucían, pulidos con los traseros de los bebedores de cerveza. La alemana tenía las uñas de color sangre, la radio emitía un concierto de violín de Bach. Salió rápido de allí como si le persiguiera alguien.
Cruzó el puente sobre el río, pasó al lado de las últimas casas de la ciudad. El día llegaba a su fin, los coches ya encendían los faros. Pasada la curva, junto a la pared del bosque, se hallaban unas casas de color claro. Pretendió acelerar el paso, pero el corazón no se lo permitió. Respiraba rápidamente, como después de una larga carrera. Una especie de flojera se apoderó de sus piernas. Lo sabía: no era el cansancio. Se secó el sudor de la frente y en el pañuelo afloraron manchas húmedas y sucias. Sin detenerse encendió un cigarrillo. Tenía miedo.
El guardia con uniforme americano le preguntó en polaco:
—¿A quién viene a ver? —y luego indicó un edificio de una sola planta—. Allí está la administración y allí tienen el registro, pero ahora está cerrado.
Explicó caóticamente su caso, que no podía esperar hasta mañana, que, por favor, ya, enseguida…
Se sentó en la escalera y esperó. Delante se extendía una enorme explanada rodeada de edificios, en el césped se habían sentado mujeres con niños pequeños, por los senderos circulaban grupitos de gente. Alguien tocaba la armónica. En medio de la plaza se erigía un sólido poste con la bandera blanca y roja.
—¿Es usted quien busca a Maria Kranz? —oyó una voz masculina. Se incorporó de un salto. Tenía la garganta seca, atenazada por un espasmo. Asintió con la cabeza.
—Doña Maria es nuestra enfermera. Vive en el cuarto bloque, habitación número 15.
Dio las gracias, se echó la mochila al hombro y, aunque el hombre se quedó esperando alguna explicación, no dijo ni una palabra y se encaminó en la dirección indicada. Caminaba consciente de estar despertando curiosidad; la gente se paraba a su paso, lo miraba. Recordó que hacía tres días que ni se afeitaba ni se lavaba… Su cazadora era gris y estaba sucia, los zapatos envueltos en una gruesa capa de polvo. Antes de entrar en el cuarto bloque se detuvo y respiró profundamente una y otra vez. Al respirar sintió dolor en el corazón.
Subió a la primera planta, miró el número de la puerta al lado de la escalera: el diez. Es decir, es la quinta puerta.
No fue capaz de llamar a la puerta enseguida. Se quedó quieto, escuchando. La habitación estaba sumida en el silencio, un fino haz de luz se escurría por una rendija. Quería gritar: «¡Maria!», pero sus labios estaban como helados. En la planta baja se oyó el crujir de la puerta y una voz de mujer dijo: «Józek, para ya! ¡Qué cruz con este niño!», y a continuación sonó el llanto de un niño. Fue entonces cuando presionó ligeramente la manilla. La puerta se abrió suavemente, sin oponer resistencia. En la habitación había una lamparilla encendida junto a la cama. En la cama, envuelta en una manta gris, descansaba una mujer. Una mujer desconocida.
Se detuvo en la puerta, respirando pesadamente. La mujer levantó la cabeza: vio sus cabellos claros, muy claros, formando pequeños rizos. No era joven.
Él se agarró a las migajas de esperanza, aunque ya sabía que era en vano.
—Estoy buscando a la señora Kranz. Maria Kranz… —E inesperadamente, incluso para sí mismo, añadió—: Soy su marido.
Vio los ojos de la mujer dilatados de asombro repentino: de un salto se levantó de la cama, aunque se controló enseguida y dijo tranquilamente:
—Es una equivocación. Usted está buscando a otra mujer. Mi marido está muerto.
Él dio algunos pasos y, sin quitarse la mochila del hombro, se derrumbó pesadamente sobre la silla.
—¡Equivocación! —rio con amargura—. Ella ha muerto, no está… y usted me dice «equivocación».
La mujer se acercó, él veía su cara fatigada, ajada.
—Ella era joven… joven y bella… —dijo, y enseguida añadió:— Perdóneme… Llevo tres días caminando…
—No hay nada que perdonar —la mujer se encogió de hombros—. ¿Cree que no le comprendo? Pero ¿cómo es que tiene mi dirección?
Sacó el telegrama del bolsillo, se lo tendió sin decir una palabra. La mujer lo leyó, y lo dejó sobre la mesa. Él no volvió a guardarlo.
—La Cruz Roja, claro. Sí, hace un mes les escribí otra vez. Sigo con la esperanza de que aparezca alguien de la familia… Pero que usted haya venido así, a ciegas… Tendría que haberlo verificado antes y no venir así, como… como una polilla atraída por la luz…
«¿Cómo podía dudar?», pensó. El mismo nombre, apellido. E hijo.
En voz alta dijo:
—Una vez más le pido perdón. Ya me voy…
★ ★ ★
Volvió a la ciudad. Caminaba con dificultad, a paso lento, de repente débil y sin fuerzas. «Me duele todo», pensó. «Qué dolor más sordo…». Ya era de noche, las calles parecían desiertas, sólo la Wirtschaft en la explanada, donde hacía poco había preguntado por la dirección, estaba bien iluminado. Temía no tener fuerzas para llegar hasta allí. Se detuvo, buscó apoyo en el brocal del pozo. De nuevo pensó: «Qué dolor, dolor sordo…».
Desde el fondo de la plaza sumida en penumbra salió corriendo una joven con un vestido claro; corría a paso ligero, pasó junto a él, cerca, muy cerca, y luego desapareció en la oscuridad. El corazón le latió con tanto ímpetu que tuvo que ponerse la mano en el pecho para tranquilizarlo. Así, con la mano sobre el corazón, se quedó esperando. «Volverá, me llamará… Como antes…».
En la Wirtschaft no había ni un alma. La camarera de uñas de color sangre estaba leyendo un libro, la radio estaba en silencio. Se desplomó sobre el banco, ocultó la cara entre las manos y se quedó sentado, inmóvil. La alemana, sin esperar el pedido, puso una jarra llena de cerveza delante de él. Bebió ávidamente, de un trago, hasta el fondo.
—Sie fahren weg?[34] —preguntó ella cuando le pagó la cerveza—. Es una pena. Este lugar es tan bonito, tan pintoresco… De nuevo vendrán los turistas, nuestros viñedos son famosos en todo el país… Wein, Weib und Gesang[35]…
La miró: su mirada la asustó tanto que dio un paso atrás. La noche era fresca. Llegó a la estación en el momento en que el brazo verde del semáforo se levantaba. Subió al tren, sin saber adonde le llevaba; ocupó el asiento junto a la ventana, detrás de la cual se derramaba la oscuridad espesa e insondable.