21

—Ahora va a ser nuestro tío además de nuestro maestro, ¿verdad, Morrie?

—¿Cómo?

Lo pillé desprevenido, frotando un trozo de tiza contra la pizarra mientras preparaba el examen de historia del día siguiente para sexto.

—Ah, sí. Vamos a tener que disimular. —La mirada por encima del hombro me instó a concentrarme en la traducción de los doce trabajos de Hércules, de los que llevaba tres—. Cuando tengas ocasión busca en el diccionario de latín avunculus —me aconsejó—, así no tendrás una decepción tan grande si no estoy a la altura de la definición. —Levantó la tiza y se entretuvo un momento más—. De hecho, supongo que sería más adecuado decir que seré vuestro tiastro. Salvo que la palabra no existe. ¿Dónde está Shakespeare cuando más lo necesitamos?

El círculo del amor depende del ángulo desde donde uno lo mire, lo comprendí en el curso de esa semana loca después de que papá le propusiera matrimonio a Rose.

En cuanto llegó a la casa de los Schricker, todavía nervioso y aturdido, y soltó la noticia de que Rose y él iban a casarse, Rae lo miró con cara de estar ya al tanto:

—Pero, claro, por supuesto.

—Me alegro por ti —consiguió decir George.

En la escuela, Damon y yo salíamos al recreo esperando las opiniones que nuestros compañeros habían oído en sus casas. Más de una vez tuvimos que apretar los puños ante un comentario crudo o una mirada lasciva, pero en la mayoría de los casos —los políticos con los que trato ahora podrían aprender algo de educación en un patio de escuela— nuestros compañeros nos hicieron saber que la comunidad respiraba aliviada: por fin, las cosas se regularizaban en casa de los Milliron. Los gemelos Drobny me dieron tantas palmadas en la espalda para felicitarme que acabó doliéndome.

La reacción de Toby fue quizá la más pragmática.

—Rose, ¿podemos seguir llamándote Rose?

Cuando se deslizó en la casa a la hora de siempre, al día siguiente de que papá la asaltara con la pregunta, estaba tan radiante que habría hecho volver la cabeza a un girasol. Yo seguía algo aturdido y me quedé mirándola cuando se detuvo en el umbral de la cocina, como si allí estuviera el altar. Su sonrisa ensoñada apenas se frunció cuando me divisó desde el otro lado del cuarto: su único y sempiterno espectador.

—Ésta mañana me desperté y me di un pellizco —susurró, como si yo se lo hubiera preguntado— para saber si lo que me está pasando es verdad. Parece todo un sueño, ¿no?

—Ya está listo el cacao —dije, eludiendo el tema.

Se deslizó en la silla más próxima a la estufa, en diagonal frente a mí. Comprendí que a partir de entonces ése sería su puesto en la mesa. El puesto donde solía sentarse mamá.

Jugueteó con la taza, sin beber siquiera un sorbo para guardar las formas. Escrutó la taza de cacao como si fuera una bola de cristal.

—A ratos me pregunto… si seré capaz.

Tontamente, pensé que se refería a batir los huevos y realizar otras proezas culinarias.

—No sé, si te revuelve demasiado el estómago…

—No sé cómo se cría a un chico. —Su susurro acalló el mío—. Quiero decir, a un niño, sobre todo si es hijo de otro.

Su arruga entre las cejas se había hecho más honda. En sus ojos asomaba un brillo, como el que había visto en el cementerio en los de papá.

Me sentí como en el banquillo de los acusados. Con la lengua trabada, desorientado, torpe. Después de haber perdido a su madre, ¿cómo se puede empezar a querer a otra de corazón? Podía dorarle la píldora a Rose, pero los hechos seguirían paseándose por la casa encarnados en nosotros tres. Damon era un intrigante, había que aceptarlo. Toby volaba aún en la alfombra mágica de la inocencia y la confusión, y por el camino iba a romper cosas, si no se rompía otro hueso: estaba comprobado. Papá era otra historia, y Rose tendría que juzgarlo por sí misma, pero, hasta donde yo alcanzaba a ver, nosotros tres no éramos precisamente un chollo. Por otra parte, correr aventuras con un negocio de guantes, coquetear con la perdición y subirse a un tren hacia un lugar desconocido del Oeste tampoco eran precisamente las credenciales de una madre. Sin embargo, ni ella ni nosotros tendríamos más remedio que estar unidos, como rezaba ese antiguo dictado del destino, en las buenas y en las malas.

Al final, lo único que en realidad podía ofrecerle a Rose era el beneficio de la duda.

—Papá ya tiene experiencia de sobra criando niños —susurré. Y luego añadí—: En todo caso, a Tobe, a Damon y a mí nos consta por escrito que no muerdes.

Rose soltó una risita, aliviada de que la conversación tomara ese rumbo.

—Fue Morrie el que puso eso en el anuncio. Es un gracioso nato —sacudió ligeramente la cabeza—. Tendré que acostumbrarme a estar sin él. Un poco más.

Me revolví en la silla. Costaba cortar con los hábitos de una vida en virtud de una alianza matrimonial.

—No se la entregaría a nadie que no fuera usted, Oliver —había declarado con galantería Morrie, al enterarse del compromiso.

¿Por qué me recordaba a su rendición de última hora, después de que Rose se hubiera empeñado en comprar la granja de la tía Eunice? ¿Y si (peor todavía) echarse para atrás era un rasgo de familia? Por más que yo no tuviera mucha experiencia, no había nadie más para hacer el diagnóstico.

—Eh, Rose —murmuré, con un soplo de voz—, ya sé que esto es un gran paso, como dicen, pero si, eh, tienes dudas, creo que papá preferiría que las dijeras ahora, y no después…

—No, no, no tengo ninguna —susurró con firmeza—. Tu padre es un hallazgo. —Se sonrojó—. Quiero decir, toda una sorpresa. La mejor de mi vida.

Siempre me he preguntado si Rose ya estaba al tanto el día que papá le propuso matrimonio. ¿Había empezado a silbar la marcha nupcial de Mendelssohn en cuanto nos vio enfilar a los tres por la ruta más larga hacia el cementerio? Si fue así, disimuló por completo cuando volvimos a la granja al galope. Todavía la veo al pie de la poza turnándose con Toby para arrojarle el palo a Houdini, de modo que el perro se zambullera para atraparlo y acabara dándose un baño por minuto. La veo como si estuviera allí, en el Distrito de los Lagos, con el delantal blanco en medio de los colores de la naturaleza, como si fuera una imagen de un poema de Wordsworth.

—Veo que habéis vuelto el mismo día —nos dice otra vez, como si, en general, los hombres no tuviéramos la costumbre de volver a casa.

Recoge el palo, echa el brazo hacia atrás y otra vez lo lanza por los aires. Los varones de la familia Milliron —Damon y yo nos sentíamos bastante mayores después de la conversación con papá— nos acercamos hasta ella codo con codo, sonriendo como tres tontos. Yo habría dado la uña del dedo gordo por oír a papá declarándose, y Damon probablemente las de los dos. No obstante, cumplimos nuestro deber y nos llevamos a Toby, que no entendía nada, con la excusa de que Damon y yo nunca conseguiríamos cazar una ardilla sin su ayuda y la de Houdini. Los dejamos solos a los dos, para que buscaran un terreno propicio: una mujer acostumbrada a mantener a raya toda una casa, y un hombre que se debatía con sentimientos que había jurado no tener nunca. Por lo visto, las dificultades del latín no eran nada comparadas con las del romance.

El cacao se había enfriado. Los dos recordamos dónde estábamos, algo abochornados por los temores que nos habían desbordado en la cocina esa mañana.

Rose se rio por lo bajo.

—No sé dónde tengo la cabeza hoy. Ni siquiera se me ocurrió mirar el cometa.

—Qué lástima. —Eché un vistazo a la ventana, aunque a esas alturas la luz del día ya había acortado las horas en que se apreciaba el cometa—. Ahora le está saliendo una cola nueva.

—No te burles —murmuró, aunque no parecía del todo segura—. A veces eres peor que Morrie.

—Compruébalo tú misma mañana por la mañana —dije, altivo—. Morrie nos lo explicó en clase. —Tracé un largo arco con la uña en el mantel de hule y se lo señalé—: Aquí, al final de la cola, hay un gas que se separa del polvo del cometa. Dicen que lo atrae el Sol, nadie sabe bien cómo pasa, pero a veces la cola se le cae y le sale una nueva. Y eso es lo que está pasando ahora.

Rose no tuvo más remedio que creer en mi palabra, porque esa noche las nubes escondieron el firmamento donde el cometa se afanaba en engendrar su nueva cola. Cuando me asomé a la puerta al otro día, el cielo parecía una pila de ropa sucia acumulada durante semanas, donde lo gris se mezclaba con lo blanco. Caminé esperanzado hasta el campo de Rose y traté de distinguir el gorjeo de los zarapitos, que cuando cantan al alba anuncian lluvia. Ésa mañana no encontraban la partitura, pero tampoco era para inquietarse. En algún momento tenía que llover, ¿no?

Día tras día, partíamos rumbo a la escuela bajo las nubes oscurecidas, seguros de que iban a hacernos falta los impermeables —papá se lo ponía a Toby antes de subirlo a mi grupa, y Morrie volvía a ponérselo cuando lo encaramaba a espaldas de Damon para la vuelta a casa—, pero todas las tardes regresábamos sin habernos mojado un pelo. Ésa amenaza enervante que no llegaba a concretarse duró toda la semana. «Maldita sea —pensé el viernes por la noche—, seguro que va a ser mañana».

Rose se presentó el sábado igual de contenta que en los últimos días. La expectativa le sentaba bien. Se le habían pasado los nervios, y ahora parloteábamos todas las mañanas sobre la nueva vida que nos esperaba a todos. Sin que hubieran llegado a decirlo, ella y papá habían decidido que era más prudente arrancar con el pie derecho ante la opinión pública de Marias Coulee. Habían fijado la fecha de la boda para el primer domingo después del final de clases: no faltaba demasiado, pero sí lo suficiente para dejar claro que no les corría prisa ni la cigüeña venía pisándoles los talones. Por supuesto, por aquel entonces todo eso se me escapaba. Lo único que sabía era que Rose estaba en su propia nube, y también papá. Ésa mañana en particular, dio un brinquito al entrar en la cocina y los rizos le rebotaron alegremente en la frente:

—Parece que va a llover —dijo en un susurro ronco, lleno de esperanza—. Tal vez hoy sí.

—Y vamos a tener problemas —predije, sin preocuparme siquiera de bajar la voz.

Rose no había acabado de sentarse y se detuvo helada. Me interrogó en silencio con los ojos como platos.

—No va a venir, ¿verdad?

El estridente grito venía del piso de arriba y el eco retumbó unos instantes por toda la casa, antes de que lo empujaran fuera los sonoros sollozos de Toby.

—De eso hablaba —dije yo.

Salimos los dos a la carrera de la cocina. Papá se estrelló con algo en su cuarto y apareció en el pasillo metiéndose los faldones de la camisa en el pantalón y aplastándose el pelo con la mano. Se detuvo en seco al ver a Rose y le dedicó una sonrisa inocentona de novio al que le faltan dos semanas para la boda.

—Buenos días, querida. Parece que nuestro paciente tiene una crisis de impaciencia. Ven, sube, más vale que vayas cogiendo práctica. Tú también, Paul. Necesitamos refuerzos.

Cuando llegamos, Damon se había pasado a la cama de Toby arrastrando por el camino las sábanas y las mantas de la nuestra y lo tenía abrazado.

—¿Qué pasa, Tobe? ¿Qué tienes? —le preguntaba con ojos legañosos, pese a que para entender bastaba con mirar por la ventana.

—¡El doctor! —Tobe contuvo indignado las lágrimas para lanzar otra andanada de gritos al vernos a Rose, a papá y a mí, y señaló la ventana gris junto a su litera—. ¡Va a llover y no va a venir! ¿Por qué no podía llover hace dos días?

Era un desespero justificado. El doctor había quedado en venir ese día para revisar el pie por última vez pero, salvo en caso de vida o muerte, ningún médico en sus cabales se habría atrevido a aventurarse en un Modelo T rumbo al diluvio que iba a caer sobre los caminos de Marias Coulee. La niña de los ojos de Henry Ford no estaba a la altura de nuestros barrizales. Al igual que todos nosotros, Toby había visto a suficientes conductores novatos en la cuneta con sus automóviles como para aspirar a que el doctor lo visitara bajo esos nubarrones que prácticamente se arrastraban por el suelo. Sentí una punzada de pena por mi hermano. Por lo visto, después de todas esas semanas, iba a tener que seguir cargando con su pie a cuestas como si fuera de cristal. Y por eso vociferaba.

—No, no es justo —convino enseguida Rose, y se arrodilló para secarle las lágrimas con un elegante pañuelito con las iniciales «RL», nada que ver con el viejo trapo amarillento que la tía Eunice solía emplear para esos menesteres—. Pero el médico va a venir en cuanto pueda. Estoy segura.

No era cuestión de ponerme a dar alaridos pero yo ansiaba con tantas fuerzas como Toby que estuviera en lo cierto. Tenía la espalda casi desollada de llevarlo a la grupa por las mañanas, porque mi hermano no paraba de menearse y revolverse ni un instante. Damon ya estaba más despierto y parecía igualmente acongojado ante la perspectiva de seguir llevando de pasajero a nuestro derviche giróvago. Todos en la familia, incluyendo seguramente a Houdini, estábamos más que deseosos de que certificaran de una vez a Toby como remendado.

Papá, sin embargo, se encontraba ante un dilema. Como granjero estaba deseando que lloviera a mares, pero ahora tenía también un hijo con una decepción de caballo ante la perspectiva de que lloviera y todo quedara embarrado. Lo vi mirar con disimulo los nubarrones grises y luego la carita ensombrecida de Toby.

—Pues iremos a verlo nosotros, Tobe —resolvió con valentía—. Los caballos pueden sacar el carro del barro sin problemas, mientras no caiga una tempestad. Echaré la lona por encima para que no nos mojemos. Y llegarás como un príncipe a la casa del doctor.

—¿D-d-de verdad? —Toby contuvo sus sollozos ante la perspectiva de ir a la ciudad. Se limpió los mocos con la mano, y Rose se apresuró a sustituir la mano por el pañuelo. Toby la miró con veneración entre las últimas lágrimas—. ¿Tú vas a venir con nosotros, Rose?

Rose miró a papá.

—Si puedo ayudar en algo…

—Me encantaría que nos acompañaras. —Papá sacudió la cabeza—. Pero será mejor que te quedes al mando aquí. Anda, Tobe, vístete. Damon, tú también podrías ponerte algo de ropa.

Empecé a ilusionarme con la idea de acompañarlos yo, pero papá me hizo saber que me aguardaban otras tareas en cuanto bajamos por la escalera.

—Hay faena en el establo —dijo con la cabeza en otra parte—. Damon y tú os encargáis, ¿entendido?

Luego soltó un suspiro extraño y se volvió hasta quedar frente a frente con Rose. La miró con determinación, y ella lo miró intrigada. Empecé a recular hacia la cocina para dejarlos solos, pero papá me llamó con el índice.

—Tengo otra tarea para todos. Las cosas de Florence —se inclinó para abarcarme en la mirada—, las cosas de mamá… Hay que sacarlas del armario.

—No, Oliver. Yo no podría…

Hasta entonces Rose no se había topado con ninguna tarea que no pudiera doblegar, pero ahora parecía aturdida. Tampoco a mí me atraía la idea de abrir un armario en el que cada puntada de cada prenda me traería un recuerdo de mamá.

—Hay que hacerlo —nos dijo papá a los dos—. Yo no he sido capaz, y además no sé nada de ropa de mujer. Le pediría a Rae que viniera a ayudar, pero tengo que llegar a la ciudad antes de que caiga el aguacero. —Parecía más decidido que nunca. Le puso las manos sobre los hombros a Rose—. Si algo te sirve, quédatelo —lo dejó claro—; Paul, tú encárgate de separar los recuerdos. Regalaremos lo demás.

Rose y yo nos miramos. No hizo falta nada más. Teníamos que hacerlo y punto.

Papá cogió su impermeable amarillo para ir a enganchar los caballos al carro. Se volvió hacia mí, ya de camino.

—Que Damon os ayude. A lo mejor así se le pasan un poco las ganas de excavar.

Entre tafetanes y algodones, Damon y yo nos asomamos confundidos a la esquina del armario cuando Rose terminó con las demás tareas de la jornada. No digo que los tres hubiéramos estado aplazando la misión, pero ninguno tenía deseos de emprenderla. Por mi parte, tenía la sensación de que iba a volver a ver aquellas prendas en sueños más de una noche.

Por fortuna, Rose comprendió que debía ponerse al frente. Sacó las prendas que estaban más próximas y las tendió en la cama de papá para separarlas.

—Tu madre tenía cosas muy bonitas.

Era verdad, aunque jamás había sido tan aficionada a los trapos como Rose. Los vestidos de diario de mamá, desteñidos de arriba abajo como toda la ropa de catálogo, me resultaban tan familiares como los días de la semana. Había también unos cuantos vestidos más elaborados («Ponte uno de esos delantales, Flo —solía bromear papá—, esta noche hay un baile en la escuela»), que parecían casi nuevos.

Comprendí por qué la tarea había sido demasiado ardua para papá. Damon y yo recordamos sus instrucciones e intentamos que Rose se quedara con varias prendas. Ella nos daba las gracias emocionada pero las rehusaba una y otra vez. Finalmente vaciló cuando Damon bajó del estante una estola de piel de zorro.

—Es de la época en que vivíamos en Wisconsin —dijo muy serio al reconocerla.

Sentí que debía repetir el ofrecimiento.

—¿No te la quieres quedar? —insistí con torpeza—. Aquí los inviernos son realmente fríos.

—Es preciosa —dijo Rose, no sé si por diplomacia, o de verdad, o las dos cosas a la vez—. Me encantaría quedármela. Cuando Damon se la entregó, acarició la piel y nos sonrió:

—La guardaré para ocasiones especiales.

La limpieza empezó a ir más rápido. Algunas cosas fueron indultadas, de otras nos deshicimos: esto al montón para la sociedad misionera, esto para trapos. Apartamos un bonito vestido de cuadros que Rose pensó que podía sentarle bien a Rae. Todo marchaba sobre ruedas hasta que Damon estiró la mano hasta el fondo del armario y sacó el vestido de boda de mamá.

Nos quedamos mirándolo los dos, sin atrevernos a decir nada. Rose salvó la situación:

—Se lo guardaremos a vuestro padre. Dámelo, lo envolveré y le buscaré un cajón.

Los tres nos quitamos un peso de encima. Rose recogió el vestido y lo puso en la cama para doblarlo. Damon exploró el cajón del tocador donde mamá solía guardar sus pañuelos y sus saquitos de olor y yo dejé volar mis pensamientos. Recalaron en la eterna procesión de hombres y mujeres que habían caminado juntos hasta el altar desde la época de los romanos, según mi concepto de la historia.

Nuptiae primae… Lo siento. Pensaba en tu primer matrimonio, Rose. Apuesto a que tú llevabas también un vestido precioso, ¿verdad?

En ese momento, Rose pasaba justo frente al espejo del tocador. Hizo un alto y sostuvo el vestido a la altura de sus hombros, contemplándose en el recuerdo.

—Fue un día mágico. Era un vestido magnífico, de satén blanco —dijo en tono soñador—. Y Casper siempre se veía guapo con…

El silencio se abatió sobre los tres como un eclipse.

Sentí un cosquilleo en la nuca. Miré inquieto a Damon, pero él se había quedado mirando el espejo. En el reflejo, Rose se había tapado la boca con la mano.

—¿Estabas casada con Casper Llewellyn? —Damon no pudo contenerse—. ¿Con El Rayo?

Dio un brinco para ver de frente a Rose y yo avancé por reflejo un par de pasos. Se había puesto tan blanca como el vestido que tenía en las manos.

—Caray —repuso sin mucha convicción—, ¿es que solo puede haber un Casper Llewellyn en el mundo?

—¡Sí, era él! ¡Estoy seguro! —Damon tenía los ojos como platos. Y probablemente yo también—. Rose, ¿por qué nunca nos dijiste…?

La respuesta nos sobrecogió al instante.

—El corto muelle para un paseo largo —prosiguió Damon—. ¿Rose, a ti te…? ¿Vosotros…?

—Cuéntanoslo.

Era mi voz, pero a duras penas resultaba reconocible. Rose parecía igual de abrumada. Dejó el vestido de boda sobre la cama y se echó hacia atrás.

—¿Ése era el negocio de los guantes? —insistí.

Estaba acorralada y lo sabía. Se ajustó las mangas sobre las muñecas con un gesto parecido al de Morrie. Sus palabras sonaron extrañamente remilgadas.

—Casper ganó el campeonato después de derrotar a los mejores. Podéis pensar que fue una mentirijilla, pero…

Damon empezó a gesticular pero no le salían las palabras. Tuve que decirlo yo:

—Te persiguieron y te escapaste.

—Por favor, Paul, Damon, no fue así… —Tomó aliento y luego se derrumbó—. Vale, fue un poco así. Ciertas personas estaban buscándome, o más bien buscando el dinero de las apuestas, porque creían que lo tenía yo, y nos pareció que lo mejor era, ¿cómo decirlo?, desaparecer de la escena y venir aquí… —Se interrumpió asustada al ver la expresión en mi cara—. Paul, ¿estás bien?

—¿Morrie tuvo algo que ver en todo eso?

Soltó un tenue suspiro de alivio, al ver involucrado a alguien más aparte de ella misma y su marido, el boxeador que amañaba sus combates.

—No, Morrie… ¡Vamos! —Hizo un gesto como para ayudarse a convencernos—. Morrie no sabía nada. Puedes estar tranquilo. Era simplemente, como diría él, nuestro factótum general. Un acompañante. Fueron Casper y su representante quienes arreglaron la pelea que perdió… —Se dio cuenta de que sonaba demasiado frívolo y se echó parte de la culpa—: Me lo contó a mí, claro.

Se sentó en el borde de la cama y se puso a jugar con el encaje del vestido, como si el encaje pudiera revelarle algo.

—Él sabía que era un libro abierto para mí —prosiguió, cansada—, así que vino y me dijo: «Ganarse la vida boxeando es muy duro, pero esta vez vamos a forrarnos». Yo no debería haberlo hecho pero le dije que sí. Si uno se para a pensarlo, los apostantes también se lo tenían merecido…

Se dio por vencida al oír sus propias palabras.

—Esto no le va a gustar a papá —se adelantó Damon.

Vaya que no iba a gustarle. No le hacía ninguna gracia que lo engañaran —era parte de su carácter, tal vez del de todos los hombres— ni siquiera por su bien. Si las mentirijillas de Rose conseguían ofuscarlo (y era más que probable), podía sentirse obligado a volver al cementerio para una nueva conversación con mamá, y la conclusión podía ser opuesta a la de la visita anterior. Lo sabíamos todos.

No obstante, a diferencia de El Rayo Llewellyn, Rose no pensaba rendirse sin pelear. La tremenda historia que acababa de confesarnos me tenía anonadado, pero no pude dejar de admirar el brillo que se encendió en sus ojos cuando nos miró de frente a Damon y a mí.

—¿Hablamos en la cocina?

Nos pusimos en marcha sin decir palabra. Y nos sentamos a la mesa.

Apoyé los codos para anclarme al mantel, a sabiendas de cómo se las gastaba Rose en esas situaciones. Damon se revolvió en la silla. Cinco minutos antes estábamos encantados con nuestra nueva madre; de repente, teníamos delante a una mujer manchada por su pasado.

Rose frotó el pulgar contra un molino del mantel, sopesando sus pensamientos. La arruga entre sus cejas se hundió aún más. Damon y yo aguardamos escépticos, ansiosos, a que lo contara todo.

Encontró por fin las palabras y empezó a hablar casi en un susurro, como solíamos hablar los dos.

—Damon tiene toda la razón. A vuestro padre no le haría ninguna gracia enterarse de todo esto a estas alturas, pero ¿en qué momento podía decírselo? ¿Ama de llaves prófuga busca escondite? No es un anuncio que inspire mucha confianza, ¿no? Luego llegué aquí y me pareció absurdo ponerme en entredicho. Y de paso a Morrie. —Agitó la mano en el aire con un gesto de impotencia—. Mi intención no era casarme con vuestro padre, de verdad; no fue así para nada. Ya había tenido bastante con un marido, pero empezamos a conocernos y ahora… —retornó al gesto de impotencia—. Le quiero. Creedme, por favor. No le haría daño por nada del mundo.

—Pero Rose, ¿no lo ves? —dije, aturdido—. Por más que tú adores a papá, seguimos teniendo un problema. ¿Acaso no te busca la policía?

—Por supuesto que no. —Volvió también al tono remilgado—. Nadie se enteró de que la pelea estaba arreglada, aparte de los apostantes. —Los despachó por los aires con otro gesto de la mano—. Y solo se enteraron porque fueron lo suficientemente idiotas como para dar en el clavo.

Era difícil encontrar una réplica. No obstante, las cosas se veían así bajo otra luz. En mi cabeza, desde el momento en que Rose había mencionado el dinero de las apuestas, seguía retumbando la profecía de la tía Eunice: las amas de llaves eran todas unas ladronas. Sin embargo, ¿qué más podía robar Rose? Por muy bajo que hubiera caído en los días de perdición en que amañaba combates de boxeo, nadie con su inteligencia se tomaría el trabajo de desvalijar nuestra granja. Y había algo más que no dejaba de sobrecogerme. Si no se hubiera ido de la lengua, Damon, yo y Toby (¡Toby!) habríamos seguido encantados con la idea de que ocupara el lugar de mamá, y papá jamás se habría preguntado si había escogido a la mujer indicada. ¿Por qué teníamos que hundirnos todos a causa de ese tropezón? La honestidad podía ser la mejor política, pero los costes eran elevados.

—Ésas cosas, lo que hicimos… —siguió Rose—, nada igual va a volver a pasar nunca. Ya sé que para ciertas personas puede que eso no disculpe lo que hizo Casper —sabíamos a quién se refería: a papá—, en fin, lo que hicimos los dos, pero él lo pagó con la vida. Y yo me subí a ese tren para dejarlo todo atrás. Tenéis que creerme, es la verdad. Pero ¿podíamos creerla, en realidad?

—Paul —Rose se concentró en mí, tras intuir que era el más férreo de los dos—, las únicas personas que están al tanto de esto somos nosotros tres.

Damon chasqueó la lengua, compadecido. Me lanzó una mirada angustiada. Entonces no habría sabido ponerlo en palabras, pero comprendía que, si yo aceptaba silenciar el pasado de Rose, mi hermano se atendría a ese pacto a rajatabla. Guardaría el más absoluto secreto, haría lo que hiciese falta, más allá del más solemne apretón de manos con escupitajo, con tal de que saliéramos adelante. Lo miré a los ojos y vi que, para él, no podíamos permitirnos perder a Rose.

Pero ¿qué podía ver él en mis ojos?

El cerebro me crujía por el esfuerzo de distinguir lo que estaba bien de la simple mojigatería. Damon se revolvió en la silla una vez más. ¿Cómo habíamos acabado metidos en esa situación? Los temidos hermanos Milliron, Puñetazo y Mucha Labia. Era más que posible que el asunto estuviera muy por encima de nuestras capacidades: ahí estábamos los dos, debatiendo si papá debía casarse o no y si íbamos a tener o no una madrastra. Sin embargo, la decisión había recaído sobre nosotros.

Me volví hacia Rose, tratando de decidirme. Con las mejillas ruborizadas, los ojos de color castaño nublados por tantas emociones encontradas, estaba más memorable que nunca.

—¿En serio vas a dejar atrás todo eso? ¿Lo juras?

—Lo juro.

—¿Con la mano en el corazón?

—Que me partan dos rayos seguidos si no es verdad. ¿Qué más puedo decir, Paul?

Damon casi soltó un suspiro de alivio.

—Trato hecho. No te preocupes, Rose. Los dos sabemos mantener la boca cerrada, ¿verdad, Paul? Nunca en la vida había asentido tan despacio.

Todavía teníamos que ocuparnos del establo. De vez en cuando caían goterones del tamaño de una moneda de medio dólar y decidimos ponernos los impermeables. Sin embargo, cuando salimos de la casa la lluvia no acababa de caer.

—Tiempo de mierda —rezongué, y noté que Damon me vigilaba por el rabillo del ojo.

Limpiamos de excremento los pesebres de los caballos, repusimos la paja en el suelo y subimos por último al pajar, todavía sin decir palabra. Damon cogió su horca y lanzó la alfalfa justo dentro del comedero y yo cogí la mía y la dejé caer prácticamente brizna a brizna, absorto todavía en la cuestión de papá y Rose. Con la misma precisión, hicimos a un lado las horcas y nos juntamos en el centro del pajar. Junté una pequeña pila de heno y me senté encima.

—Vamos a pensar esto con cuidado.

—Más nos vale —convino Damon—. El Rayo Llewellyn… ¡jo! —Lanzó al aire un gancho salvaje que habría hecho atravesar la pared a cualquier adversario de El Rayo—. Ahora prácticamente va a ser de la familia. Quién lo diría…

—Pero si era una especie de delincuente, Damon.

—Sí, vale. Menos por eso. —Se puso serio—. Seguro que Morrie se dio cuenta de que habían amañado el combate, ¿no?

—Por favor, claro que tuvo que darse cuenta. Si uno tiene una hermana que está casada con el campeón mundial de los pesos ligeros y su cuñado vende una pelea y lo matan por eso, acaba enterándose.

—Eso fue lo que pensé —dijo Damon a la defensiva—. Pero entonces, ¿por qué cuando… cuando le mostré mi álbum de recortes…?

—No entiendo por qué no dijo nada. Ojalá lo entendiera, pero ya has oído a Rose: no tuvo nada que ver. Eso es lo que cuenta… —Se me vino una idea a la cabeza—: ¿Dónde estaba el muelle desde donde lo tiraron?

—Creo que en Chicago.

—Brrrr. En el lago Michigan. Pero ¿lo ves? Morrie, la Universidad de Chicago, luego lo demás… —Estiré la cabeza hacia la portezuela del pajar, como si la respuesta estuviera escrita en las nubes. Aún seguía lloviendo sin llover, y a ese paso no acabaría de llover nunca—. Morrie estaba ahí. Rose fue a pedirle ayuda porque estaban persiguiéndola los apostantes. Y los dos se escaparon a Minneapolis. Se escondieron, pero ella tampoco podía quedarse allí porque los tipos que mandaron a Casper de paseo podían seguir su rastro. Morrie estuvo cuidándola hasta que Rose recibió nuestra respuesta al anuncio, y luego vino con ella en el tren para protegerla. Así debió de pasar todo.

—¡Has dado en el clavo, Paul! —dijo Damon, maravillado. Estábamos tan abstraídos en la conversación que solo oímos el carro cuando llegó a la puerta del establo. Toby bajó dando brincos, y nos enteramos de la noticia antes de que pudiera anunciarla a gritos:

—¡Paul, Damon! ¡Ya puedo montar a caballo! ¡Tengo el pie curado! —Subió corriendo por la escalerilla para unirse a nosotros.

Papá ató las riendas y bajó del carro, y nos sonrió a Damon y a mí.

—Espero que hayáis contado las gotas de agua para el registro climatológico de Morrie —vociferó, como si aquella sequía pasajera fuera la única travesura que el destino le estaba gastando.

El viento empezó a soplar esa noche. La casa gemía como un artrítico dando vueltas en la cama, y eso mismo hacía yo. Sin lugar a dudas, había sido un día lleno de emociones, pero Damon y yo habíamos hecho lo que teníamos que hacer, ¿o no? Rose nos había prometido con la mano en el corazón que esta vez decía la verdad, ¿o no? Morrie se había comportado como todo un romano, acompañándola en el tren, firme a su lado, ¿o…?

Me quedé dormido en algún punto de las vertiginosas revoluciones de mi mente.

En los vastos anales de mis sueños, el de esa noche no tiene igual. Todos los habitantes de Marias Coulee, al parecer, se habían reunido delante de un muelle. El muelle daba al Dique Grande (por aquel entonces yo tenía una noción más bien imprecisa de qué era un muelle) y encima de él había un cuadrilátero de boxeo. En la esquina opuesta del cuadrilátero, un hombre ataviado con guantes y pantalones de boxeo aguardaba recostado contra las cuerdas. En la esquina más próxima, papá se ocupaba de dar salida a nuestros boxeadores. Eddie Turley se abalanzó enfurecido sobre el otro, que lo sacó del cuadrilátero de un puñetazo («¡Plof!»), y no supe si debía aplaudir o no. «¿Habéis visto eso?», decía la gente todo el rato, y yo trataba de ver, pero no era fácil, porque al mismo tiempo tenía que contestar a las preguntas del inspector escolar, Harry Taggart. «Presta atención, mozalbete». Yo seguía tratando de estar atento a una cosa y a la otra. Tenía en el regazo una pizarra negra e iba escribiendo con tiza las palabras que me dictaba Taggart. Lux. Desiderium. Universitatis. «Eso ha estado feo», dijo Taggart, y levanté los ojos para ver a Milo, que había caído también por K.O. Papá estaba arrastrándolo por los pies fuera del cuadrilátero. ¿Dónde estaría Rose? De repente, papá se inclinó sobre mí, consternado. «Necesitamos que subas, Paul. Ya sé lo que te dije sobre las peleas, pero con un puñetazo bastará». Taggart se cruzó de brazos, resoplando. Damon me puso los guantes, primero el izquierdo, porque daba buena suerte. Miré por encima de él con ansiedad. El otro boxeador era más alto que yo, pero no tanto como me había esperado. Damon me empujó luego hacia el muelle y pasé entre las cuerdas del cuadrilátero. «¡Nuestro siguiente retador es Paul Milliron! —anunció una voz—. ¡En la otra esquina, el campeón mundial de los pesos ligeros!». Al final del muelle, el campeón estaba lanzando golpes al aire. Era parecido a alguien, pero solo alcancé a ver a quién después de que soltara una andanada de molinetes. Estaba todavía de espaldas a mí e hizo algo muy curioso: se quitó un guante, y luego el otro, y los arrojó los dos al agua. Acto seguido, se calzó discretamente dos puños de hierro. Uno en cada mano.

«¿Morrie?», grité en medio del sueño. Me senté de un salto en la cama.

El cacao no servía de nada a esa hora temblorosa de la madrugada. Apoyé la frente contra el frío cristal de la ventana y escruté el mundo insondable que se extendía más allá de Marias Coulee: también era inútil. Las nubes se habían disipado y si no hubiera tenido la cabeza hecha un lío me habría hecho ilusión ver al cometa de vuelta, surcando más bajo el cielo pero centelleando aún como una bola de fuego en la oscuridad ¿Cómo podía ser que lo único diáfano que conseguía atisbar fuera un astro que estaba a millones de kilómetros de la Tierra? «¿Morrie? No, no podía ser…».

Para entonces ya llevaba despierto una eternidad. El sueño no regresa después de que uno se despierte de un sueño así en la madrugada. Mi cabeza se negaba a despejarse. ¿Había sido una premonición?, ¿una retrospección? ¿Alguna otra clase de percepción? Empezaba a desesperarme. ¿Cómo podía estar muerto Casper Llewellyn, sepultado bajo los negros titulares que yo mismo había leído en el álbum de recortes de Damon, si seguía viviendo a sus anchas tras el rostro familiar de Morrie? ¿Estaría volviéndome loco? ¿Acaso mis sueños me habían llevado a las puertas del manicomio?

El reloj de la cocina dio una suave campanada, y lo miré con angustia. Media hora, no faltaba más para que llegara Rose. No podría mirarla a la cara otra vez sin saber a ciencia cierta quiénes eran ella y el difunto señor Llewellyn, si es que en realidad estaba muerto y no seguía siendo su esposo. Tenía que averiguarlo. Fui al cuartito de los abrigos y busqué la linterna.

Conseguí encenderla después de un par de intentos, porque seguía con las manos temblorosas. Ya en la escalera empecé a calmarme. La escalera no era un problema: conocía de memoria cada crujido y cada peldaño. La parte difícil me esperaba en el dormitorio. Necesitaba apenas un haz de luz para encontrar los álbumes de recortes, pero no demasiada luz porque despertaría a mis hermanos.

Me colé por la puerta como si el cuarto fuera a escaparse. Con infinita delicadeza, deposité la linterna en una esquina del umbral, de modo que el haz iluminara el suelo como una alfombra. De momento todo iba bien, pero aún no había llegado a ningún lado, ¿o sí? Damon solía dejar sus álbumes amontonados sobre la cómoda. Me acerqué reptando hasta allí y traté de no hacer ruido al respirar. Por primera vez agradecí que Damon hibernara cada noche; Toby era el que me inquietaba. Si se espabilaba de repente y me preguntaba qué estaba haciendo, y luego Damon abría los ojos, y papá acababa despertándose por el alboroto y subía de mal humor a pedirnos explicaciones, como habría hecho cualquier padre, todo estaba perdido.

Estaba a un paso de la cómoda cuando Toby resopló, se rascó la nariz y soltó un bostezo. Me quedé congelado, de puntillas. Por fin, se dio la vuelta y volvió a respirar acompasadamente.

Levanté los álbumes uno por uno, escudriñando la penumbra en busca del correcto. Descifrar las letras de molde en los artículos recortados era como tratar de leer un gráfico de optometrista en una mina de carbón, pero gracias al Cielo a los articulistas de boxeo les encantaba poner K.O. en grandes titulares. Le pedí disculpas a Damon mentalmente y me escurrí fuera de la habitación con su álbum de combates.

Me instalé de nuevo en la mesa de la cocina y recorrí las páginas con frenesí buscando el apellido «Llewellyn» en los titulares. Estuve a punto de saltármelo.

Wolger fulmina al Rayo

en el último asalto

Volví a leer el título. La fotografía del cuadrilátero después de la pelea, con el vencedor levantando la mano como un gladiador y el vencido escondiendo la cara y escabullándose entre las cuerdas en la esquina contraria, me intrigó todavía más. La contextura, la estatura, el peso… aquella silueta indistinta se parecía mucho a la de Morrie, pero ¿tenía el pelo del mismo color? Una foto en blanco y negro impresa en un periódico no da para muchos matices.

Solté un suspiro de exasperación. Seguía igual de confundido. Sin embargo, no hay palabra impresa que no atraiga mis ojos y antes de darme cuenta me lancé sobre la crónica de la pelea y seguí leyendo hasta la puntuación, asalto por asalto. Más abajo había un recuadro en letra aún más pequeña, donde solían estar las estadísticas de los partidos de béisbol. Evidentemente, mi desconocimiento del boxeo podía llenar una página entera. Papá nunca habría estado solo en la esquina, como en mi sueño; por lo visto, en cada esquina había un montón de encargados y ayudantes. Estaban los jueces. El arbitro. El cronometrador. El representante de Wolger, sus segundos, su entrenador, que figuraban primero ahora que era el campeón. El último párrafo daba los nombres del séquito del ex campeón Casper Llewellyn, como si fueran el peso muerto al final de una caña de pescar. No era muy probable que incluyeran a un cuñado que hacía las veces de factótum, pero los recorrí uno por uno con el dedo. Me detuve ante el último vestigio diminuto e imborrable de tinta:

Representante: Morgan Llewellyn