12

Desperté con un tapón de algodón en el oído, pero no recordaba que me hubiera dolido el oído el día anterior. Seguí un rato tendido en la cama, con el otro oído contra la almohada, sin acabar todavía de explicármelo. Los sonidos acostumbrados del final de la noche brillaban por su ausencia. Ni siquiera oía el viento azotando la casa: solo el silencio del tapón. Me volví sobre el otro costado y descubrí que tenía el otro oído igual. Nada. ¿Me habría quedado sordo de los dos oídos? Aturdido por el silencio, me senté en medio de la cama. ¿Cómo podía haber perdido el oído en una noche, si ni siquiera lo había soñado? Fue entonces cuando advertí el reflejo cristalino, entre azul y plateado, que se extendía tras la ventana por encima de los cuerpos todavía dormidos de mis hermanos. El tapón de algodón que amortiguaba los ruidos del mundo exterior era una nevada.

Morrie inauguró el día de clase como si el manto de diez centímetros de nieve que había fuera no tuviera nada de extraordinario. Sin embargo, me di cuenta de que se acariciaba el bigote más a menudo.

No suelo dejar que las cosas se me suban a la cabeza, pero pasé la mañana flotando varios centímetros por encima del pupitre que compartía eternamente con Carnelia. En el desayuno, papá había dado fe de que una nevada como ésa, húmeda y copiosa, era ideal para seguir rastros y cazar, y lo más probable era que la nieve permaneciera hasta la primavera en las montañas y al pie de las colinas. Brose Turley tendría que ponerse en marcha para reunir su cosecha invernal de pieles. El propio Eddie nos lo confirmó esa mañana cuando llegamos al colegio: sonreía de oreja a oreja, por primera vez en mucho tiempo, y se entrenaba para su estancia con los Johannson dándoles pescozones.

Pero no solo yo estaba eufórico a causa de aquella nevada copiosa y ligera. Morrie no tardó en enterarse de que el primer día de invierno conmocionaba el estado de ánimo de sus alumnos. Por mucho que tratara de ponernos a prueba en aritmética, todos teníamos en mente una única ecuación: la primera nevada equivalía a la primera guerra de bolas de nieve, divididos en dos bandos. Sin perder su elegancia, finalmente se dio por vencido, nos dejó salir al recreo varios minutos más temprano y se quitó de en medio antes de que lo arrollara la estampida de niños en busca de abrigos, mitones y botas.

Segundos después, Grover y yo ya estábamos acribillándonos con la misma alegría con que jugábamos a la pelota. La nieve transformaba a Damon en un guerrillero de la tundra: le dio a Martin Myrdal con tres bolas mortíferas antes de que se enterara de dónde venían las balas. Los compañeros de Toby se estampaban grandes puñados de nieve y no podían parar de reírse. De un momento a otro, el patio devino una escena como las de esos relojes medievales en los que una comparsa de figuritas avanza por un lado y otra retrocede en el flanco contrario: todos los chicos, desde primero hasta octavo, nos enzarzamos en una batalla furiosa en el centro del patio, y todas las chicas se guarecieron prudentemente bajo los aleros para darnos ánimos y burlarse de nosotros. Las escaramuzas y las emboscadas dieron paso a los fusilamientos. Muy pronto hubo tanta nieve volando por los aires como en el suelo del patio.

La guerra de bolas de nieve era un gustazo, pero de golpe el dios de las travesuras invernales nos ofreció algo mejor. Mientras trataba de esquivar una bola y a la vez agacharse para hacer otra, Nick Drobny resbaló y cayó redondo. Era una suerte como para no creérsela. Al momento, los que estaban a su alrededor empezaron a gritar:

—¡Avalancha! ¡Avalancha!

Nick soltó un grito y trató de levantarse, a sabiendas de lo que se le venía encima. Casi estaba a cuatro patas cuando Miles Calhoun lo aplastó boca abajo contra el suelo e Izzy se lanzó con los brazos abiertos encima de Miles.

—¡Quitaos, dejadme en paz! —chilló Nick (los chillidos eran lo mejor de la avalancha) cuando Antón Kratka y Gabe Provonost se abalanzaron sobre los otros y Verl Fletcher se lanzó sobre ellos.

Parecía una avalancha prometedora: Nick luchaba con todas sus fuerzas para salir de debajo de la pila y los demás se revolvían tratando de hundirlo en la nieve hasta que se diera por vencido. Grover, Damon y otros rodeábamos la pila con cautela, calibrando en qué momento dar el salto: lo más recomendable era acabar lo más cerca posible de la cima de la avalancha. Entonces, ocurrió algo sin precedentes. Provocadora como siempre, Arabrab Rellis abandonó las filas de los espectadores, cogió impulso, dio un salto apoyándose en las manos y, enseñando sus largas medias marrones, se giró en el aire dando tijeretazos y aterrizó de espaldas sobre la pila de chicos, con los brazos extendidos para predicar el evangelio de la avalancha.

No permaneció allí más que un momento —habría sido un escándalo sin precedentes—, pero el sugerente rito de paso ejerció un efecto fenomenal en todos los chicos que merodeaban por los alrededores. Nos arrojamos unos sobre otros, bramando y dando gritos excitados, y la pila creció hasta convertirse en una bola de nieve gigante, mojada y resbaladiza, debajo de la cual todavía estaba Nick.

Dentro de la escuela, el alboroto debía de sonar como el estallido de una guerra. Morrie se asomó al umbral con una bota puesta y la otra a medio poner y nos vio riéndonos como locos.

Dejó de forcejear con la bota y miró el amasijo tembloroso de cuerpos.

—¿Nick? ¿Estás a gusto con esta situación?

—Sí, señor Morgan —se oyó la vocecita de Nick.

Morrie sacudió la cabeza y volvió a entrar. Probablemente había empezado a contar los días que faltaban para la primavera.

A veces, me pregunto si en la educación hay también presagios, como pasa con el tiempo. Durante ese día y el siguiente, mientras la nieve estuvo fresca, yo también abordé con ánimo renovado todas las asignaturas, incluidas las lecciones que me sabía de memoria. Ni siquiera me molestaba tener que sentarme al lado de Carnelia, como si fuéramos dos esclavos encadenados a perpetuidad al remo de una galera. Luego el tiempo cambió, en más de un sentido. La nieve empezó a ensuciarse, el invierno volvió a ser el de siempre, y me embargó un sentimiento que entonces no sabía nombrar pero que más tarde he observado en numerosos estudiantes: había entrado en un pernicioso estado de apatía. Salvo cuando Morrie nos machacaba con algún tema fundamental para cualquier alumno de séptimo del mundo, me distraía leyendo por mi cuenta o adelantaba los deberes para el día siguiente. La trayectoria de las bolas de nieve era lo único que me interesaba estudiar. Para colmo, Damon, Toby y yo habíamos recaído en otra de nuestras temporadas de retrasos y llegábamos galopando cada mañana en el último instante. En la puerta, Carnelia me esperaba iracunda para que izáramos la bandera.

El último día que nos tocaba izarla juntos —no sé si en honor de la ocasión— estaba aún más enfurruñada que de costumbre. En cuanto Damon y Toby se escabulleron dentro del aula y sacamos la bandera del cajón me lanzó un gruñido.

—Uno pensaría que la gente que tiene ama de llaves llega a tiempo a las cosas.

—No me fastidies —yo estaba igual de enfurruñado—, o acabarás llorando.

—Ja ja ja. Qué pesado eres. A ver si vas a dejar caer otra vez la bandera.

—Mira quién habla, dedos de palo. Venga, acabemos de una vez.

Fuimos hasta el asta como si estuviéramos encadenados el uno al otro. La cuerda no quería quedarse recta y Carnelia siguió dándome la lata mientras me ocupaba de estirarla.

—El señor Morgan me puso «mal» en una pregunta —dijo como si fuera también mi culpa—. La de «Usa la inferencia lógica para establecer cuál es el antónimo analógico de «Noel»». Yo contesté: «Vacaciones de verano». ¿Qué pusiste tú?

—«León». Solo hay que pensar al revés, eso te da la…

—Pero ¿qué dices? ¿Es que nunca vas a superar esa historia de los jinetes invertidos?

—Jinetes inversos. Maldita sea.

—No me insultes.

—No estoy insultándote. Es una exclamación. Búscala en el diccionario.

Si las miradas mataran habría habido un doble asesinato al pie del asta. Finalmente logré controlar la cuerda. Sin quitarnos los ojos de encima, ajustamos la bandera con movimientos automáticos, tiramos con rabia de la cuerda y, sin ni siquiera mirar atrás, volvimos a clase y dimos por concluidas nuestras izadas de bandera.

Por fortuna, esa mañana Vivian fue la primera que tuvo ganas de ir al baño. De regreso del retrete, fue derecha al escritorio de Morrie y le susurró algo al oído.

—¿El qué, Vivian? —lo oí susurrar.

Al cabo de un momento, anunció que tenía que ir al armario del material.

—Carnelia, Paul, ¿podéis venir a ayudarme un momento? Los demás continuad con vuestro trabajo.

Lo seguimos hasta el cuartito de los abrigos. Se quedó mirándonos y se cruzó de brazos: nunca es buena señal, viniendo de un maestro.

—Presumo que vosotros dos no estáis a gusto…

Dejé que Carnelia respondiera sola. Parpadeó y contestó por los dos con voz cantarína:

—No menos que de costumbre, señor Morgan. ¿Por qué?

—¿Cómo explicáis esto, entonces?

Morrie abrió la puerta de par en par y nos mostró el asta de la bandera. Alcancé a imaginar lo que le había susurrado Vivian con su acento alemán: «La fandera ondea al refés».

—Estábamos ocupados, eh… hablando —dije, tratando de dar una explicación.

Morrie se mostró implacable.

—¿Tenéis idea de las complicaciones que caerán sobre mí, y que yo haré caer sobre vosotros, si alguien ve el pabellón nacional ondeando boca abajo?

Carnelia y yo echamos a correr hacia el asta como unidos por una yunta. Arriamos la bandera y volvimos a izarla boca arriba en un tiempo récord. Morrie nos condujo de vuelta al aula. Solo Vivian levantó la mirada, pero asintió cuando Morrie se llevó el dedo a los labios.

Sin embargo, al final de la jornada Morrie despachó a todo el mundo y se volvió hacia mí:

—Tú quédate, Paul.

El atropello a la justicia —¿no decía la ley que no se podía juzgar al mismo reo dos veces por la misma causa?— me cogió desprevenido. La reacción de la clase tuvo algo de elegiaco: «¡Ay de mis enemigos!, y ¡ay de amigos!», como decía Edna Saint Vincent Milley. A Carnelia le entró pánico, lanzó una mirada furtiva, luego otra aliviada y se escabulló enseguida por la puerta. Eddie Turley me dedicó una larga sonrisa burlona. Grover se acomodó los anteojos para mostrarme su solidaridad. Toby estaba desbordado. Ya temblaba solo pensar en decirle a papá: «¡Paul está castigado!». Damon me miró desconcertado cuando salió de la escuela, como si acabara de descubrir en mí algo que hasta ese día se le había escapado.

Permanecí enfurruñado en mi escritorio. Morrie ordenó sus papeles y devolvió varios libros a la estantería: los minutos pasaron interminables. Finalmente, volvió la vista hacia mí y empezó a hablar con su tono filosófico:

—Veamos…

«¿Veamos?». Yo estaba demasiado indignado para oírlo pontificar.

—¡No es justo! ¿Por qué no ha castigado también a Carnelia? Fue culpa de ella, sobre todo.

—¿No entiendes por qué? —dijo con cierta afabilidad—. Es una verdad universalmente aceptada que un maestro no puede quedarse a solas con una alumna que está a punto de hacerse mujer.

—¿Carnelia?

—Además —prosiguió, sin darme tiempo para reflexionar—, no te he pedido que te quedaras por el incidente con la bandera, sino para hablar de tus estudios.

Era la mayor herejía que había oído nunca. En vano, traté de recordar qué asignatura estaba dándome dificultades. Para mi sorpresa, Morrie se refería a todas.

—No hay caso: vas irremediablemente por delante. Te sabes las lecciones antes de que las dé, y sabes que es así. No, no intentes hacerte el ingenuo. Tú no eres así.

Era verdad. No sabía fingir en clase, y probablemente tampoco después de la escuela, pero necesitaba defenderme.

—Quizá de vez en cuando, en aritmética, o en gramática… O más bien en geografía. Sí, a veces sé un poquito más de lo que aparento, pero…

—A eso me refiero, justamente. —Morrie levantó impotente las manos—. ¿No te das cuenta de la posición en que me pones? Heme aquí, convertido en maestro, pero con un estudiante que ya se sabe de memoria lo que se supone que tengo que enseñarle. Cada minuto que pasa estoy impidiéndote avanzar hasta donde podría llevarte tu habilidad. —Soltó un suspiro—. He conocido a otros niños prodigio, Paul. Y tú eres uno de ellos. Realmente, lo único que se me ocurre es que te saltes el curso siguiente, y el siguiente. Estás listo para empezar el bachillerato.

¡No, no puede hacerlo! Es decir, no lo haga, por favor.

—¿Por qué no? Te pondrías al día enseguida, y eres muy maduro para tu edad.

Los motivos eran innumerables. Empecé a decir los que se me venían a la cabeza.

—Tendría que… tendría que vivir en la ciudad. Ya no estaría en casa. Y papá… Tengo que ayudar a papá con muchas cosas. Señor Morgan, Morrie… De verdad. Prefiero esperar.

—Al menos deja que te pase a octavo…

—¡No! —Cualquier cosa, antes que la jungla de gorilas de octavo. ¿De cuántas condenas tendría que salvarme ese día?—. Eso tampoco. Por favor. ¿No puedo quedarme en el curso en que estoy?

Morrie señaló el puesto vacío a mi lado en el pupitre doble que albergaba la totalidad de séptimo.

—¿Y seguir con Carnelia hasta la eternidad?

—Me puedo sentar en el rincón. Y aprovechar para leer. Ni siquiera yo me lo creía.

Morrie se cruzó de brazos, pero esta vez no para dar una orden. Se quedó mirándome de hito en hito.

—Eres un desafío, Paul. Todo un desafío.

Observé inquieto los rasgos de su cara: el temblor del bigote, los ojos encendidos. Su mente se había embarcado en un nuevo viaje en globo.

—Ningún maestro podría desear un alumno más entusiasta —afirmó— cuando algo te llama la atención. Por lo tanto, será cuestión de poner tu inteligencia a trabajar. Proclamemos entonces: «Omnia vincit ardor».

—¿Qué significa eso?

—Ya lo verás.