5
El Dique Grande, nuestro incipiente Gran Canal. No recibía muchos turistas del perfil de Rose y Morrie pero incluso en domingo en el camino de carga que llevaba a las obras se levantaba una polvareda; la fiebre de excavar la tierra no conoce el Sabbat. Varias carretas nos rebasaron a toda prisa mientras Toby, Damon y yo jugábamos a identificar el establo de Westwater al que pertenecían, según los ejes de las ruedas fueran rojos, verdes o blancos. Por los trajes de lanilla negra y las camisas de cuello extraño, los pasajeros formaban parte de la reciente colonia de belgas que había recorrido un tercio del mundo atraída por la promesa del agua que el Dique Grande iba a traer a esas tierras. Cerca del final del viaje, nos encontramos con un ejemplo de autolocomoción, como habría dicho Morrie. Un modelo T, que todavía entonces era una estampa exótica, se cruzó con nosotros por el camino, con cierto riesgo para la carreta y el propio vehículo, que iba rebotando entre las rodadas de los carros.
Rose parecía tomárselo todo como si fuera un paseo por el parque, quizá con algunas sacudidas. Llevaba un nuevo vestido de seda, del mismo color que su nombre. Morrie iba bastante más desarreglado: traía la ropa vieja de faena de George, que le iba un par de tallas grande. ¿Se había puesto colonia? ¿Sería que arrastraba todavía un tufillo de su aventura en el gallinero? De vez en cuando, papá miraba de reojo a sus turistas y nos lanzaba miradas a nosotros, que le habíamos sacado la visita al dique al cabo de mucho insistir, como preguntándose qué había sido de su sencillo trabajo de acarrear materiales. Sin embargo, no le costaba ningún esfuerzo participar en la conversación, y de tema en tema llegamos a lo alto de la suave cuesta que daba por el norte al ancho llano de Westwater.
—¡Huy! —dijo Rose.
—¡Por Dios! —soltó Morrie.
Supongo que todo ser humano se ha quedado alguna vez sin respiración delante del último artefacto llamado a revolucionar el mundo. Pese a que sea una experiencia común a nuestro destino, o a nuestro hado, como lo llamaba también Morrie, nunca olvidaré la visión de aquella colosal excavadora de vapor en medio de la pradera. Sin duda, era lo más grande que había pasado por allí desde los días en que corrían los dinosaurios. El largo cuello de metal se divisaba desde kilómetros a la redonda, cavando el canal principal del Dique Grande. Las orillas desnudas del canal se extendían a lo largo de kilómetros, como si la máquina fuera un barco embrujado que navegara en tierra firme. En el trayecto hasta el monstruo, mientras Toby cotorreaba al oído de Rose, y Damon examinaba a Morrie sobre las proezas futbolísticas de los Granates de Chicago, y papá se ocupaba de las riendas para evitar los baches, me quedé pasmado observando el movimiento rítmico de la enorme pala, que se fue acercando cada vez más, hasta que fue visible que con cada mordisco arrancaba del suelo una carretada entera de tierra.
Morrie me interrumpió el trance. En un momento en que Damon se quedó sin aliento, o sin más jugadores de fútbol, se inclinó a través del asiento hacia papá:
—Yo no soy agricultor, Oliver. —Era tan obvio que Rose soltó una risita—. Pero ¿no parece existir cierto conflicto entre este concepto de la agricultura —inclinó la cabeza ante el Dique Grande y su creciente entramado de canales, destinados a irrigar treinta mil hectáreas de tierras nuevas— y Marias Coulee?
—Y yo que lo tenía por un tipo de ciudad —replicó papá—. Ahora resulta que sabe distinguir entre los cultivos de regadío y los de secano. —Dicho esto, suavizó un poco el tono—. En realidad, no hay conflicto. Es la misma diferencia que existe entre el whisky puro y el diluido. A los que sembramos en secano nos gusta puro.
—De todos modos, no salgo de mi asombro —insistió Morrie. Rose, que estaba sentada entre los dos, se echó hacia atrás para no interferir en el debate. Morrie volvió a señalar los kilómetros de ingeniería hidráulica del proyecto de irrigación—. Si para sembrar aquí se necesita todo esto, ¿por qué ustedes no necesitan nada parecido en sus campos?
—Nuestra fórmula es la lluvia.
Morrie sabía apuntarse un tanto cuando hacía falta. Sin decir palabra, enarcó las cejas y extendió la mano como cuando uno quiere saber si hará falta el paraguas. Desde su llegada a Montana, no había caído ni una sola gota de lluvia.
Papá tenía que hacerle frente o plegar velas.
—El cultivo de secano almacena la lluvia cuando llueve —explicó, citando el evangelio de los colonos de su generación—. Seguramente, un hombre tan observador como usted habrá notado lo profundos que son los surcos en los campos de Marias Coulee, ¿verdad? Sirven para atrapar la escorrentía y retenerla en el suelo.
—¿De verdad? ¿El propio suelo actúa como depósito? Pero, entonces, ¿cómo es que existen los desiertos?
—Porque, que yo sepa, nadie les pasa el arado. —Si Morrie buscaba instruirse en materia de cultivos, papá iba a darle unas lecciones—. El cultivo de secano tiene detrás bastantes investigaciones. El Estado lleva años haciendo pruebas; tienen institutos de técnicas de arado y nos mandan los últimos resultados de las estaciones experimentales y demás. En resumidas cuentas, sacamos cosechas muy respetables, aunque nuestras tierras supuestamente sean áridas.
—Es interesante —admitió Morrie, o al menos pareció admitir— que un instrumento como el arado haya domesticado así la naturaleza. Y la Historia misma, si a eso vamos.
Me di cuenta de que Rose lo observaba con aprensión. Sin duda, su hermano había tenido escarceos anteriores con la Historia. Una vez más, Morrie señaló el Dique Grande y sus tierras prometidas.
—Uno pensaría —cuando Morrie pensaba en voz alta casi podía oírse la idea remontando el vuelo, como cuando baten el aire las alas de los cisnes silbadores al volar bajo—, pensaría que a lo largo de todos los siglos de los que existen anales, la gente ha intentado llevar agua a sus tierras.
—Tal cual —dijo papá, ahora afable ante los procesos mentales de Morrie—. Nosotros también llevamos el agua a Marias Coulee, pero nuestro depósito es el cielo. Excepto un año, veamos, sí, fue en 1904, nuestras cosechas han estado justo al nivel de…
En la parte trasera de la carreta, la mayor parte de la conversación nos entraba por un oído y nos salía por el otro. Estábamos ansiosos por encontrarnos con los Provonost. No había pasado ni un día desde que nos habíamos visto con Izzy, Gabe e Inez, pero la idea de visitar la tienda en la que vivían y curiosear con ellos por las obras del dique —y comentar otra vez todos juntos mi portentosa carrera contra Eddie Turley— parecía un plan inmejorable para el fin de semana.
La vida nos superó una vez más. En cuanto la carreta se adentró en el bullicio del campamento, Damon divisó una gran carpa de lona al final de las tiendas e interrumpió con un gemido a los adultos:
—¡No nos contaste que había un circo!
—No es un circo como el que te imaginas —respondió papá, volviendo la cabeza para enfilar hacia un capataz que le hacía señas desde el depósito de mercancías—. Es uno de esos predicadores ambulantes, el Hermano Jubal, según se hace llamar. Supongo que se llamará Jubileo. —Se volvió hacia Rose y Morrie—: recluta bastantes fieles en estos campamentos. Nunca faltan obreros con resaca y otros síntomas del pecado, sobre todo después de la noche del sábado. Además, no les pagan nada mal —enfatizó papá, lanzándole una indirecta a Morrie—, y seguro que eso se nota a la hora de la colecta.
Se volvió luego hacia nosotros, que estábamos a punto de saltar a tierra en busca de diversión.
—No quiero tener que buscaros por todas partes a la hora de la comida. Portaos bien en la tienda de los Provonost y estad de vuelta aquí a mediodía, ¿entendido?
Prometimos —la mano sobre el pecho «y si no que me muera»— que no nos retrasaríamos.
Dejamos a Rose en el pescante, sola y airosa como un mascarón de proa en un muelle, y salimos a la carrera a buscar a nuestros amigos. ¡Nos habían soltado en el Dique Grande! ¿Qué gracia podía tener el famoso parque de Coney Island en comparación? El campamento desbordaba todas nuestras expectativas: había arrieros diciendo palabrotas, caballos sudorosos, capataces frenéticos y, por encima de todo el polvo y el bullicio, la torre de la excavadora rugía y chirriaba estruendosamente, comiéndose la tierra de la pradera.
—A que esto es mejor que el circo, ¿eh, Damon? —concluyó Toby cuando rodeábamos la cocina del campamento, como nos había indicado Isidor.
La tienda de los Provonost estaba al final del camino, con la puerta de lona abierta, dándonos la bienvenida. Sin embargo, en cuanto nos asomamos dentro nos paramos en seco. Tenía que haber algún error. Los Provonost iban vestidos de domingo.
Por lo visto, los habían condenado a ir a la boda de un pariente en la ciudad. Isidor, Gabriel e Inez salieron a la carrera a recibirnos, tan desconsolados como impecables, y su madre anunció a su espalda que lo sentía mucho, pero que tenían que marcharse a Westwater en cuanto el señor Provonost enganchara los caballos. Esperamos sin saber adonde ir, unos y otros incómodos, hasta que la carreta apareció. Nos despedíamos ya con caras largas cuando Isidor se detuvo antes de subirse a la parte de atrás: —Tenéis que echarles un vistazo a los poseídos del pastor —dijo, como si lo hubiera meditado largamente—. Os va a dar repelús de verdad.
La carreta no había doblado todavía la esquina del rancho cuando Damon tomó la palabra:
—Vamos a echar un vistazo, ¿no?
—Papá no nos dijo que no fuéramos —razoné—, ¿o sí?
Toby puso su grano de arena:
—Yo no lo oí.
—¡Deteneos pecadores! ¡Pensad antes de seguir adelante! ¡Volved, volved sobre vuestros pasos!
La profunda voz del Hermano Jubal nos hizo retroceder medio paso cuando nos acercábamos a la parte trasera de la carpa. Los sermoneadores como él, sin embargo, tenían un mérito: si alguno de sus preceptos lo hacía a uno dudar, no tardaban en ofrecerle otro. Al cabo de un momento bramó:
—¡Hoy os traigo la enseñanza más feliz! ¡Contra la Providencia no hace falta luchar!
Fue entonces cuando entramos.
Isidor hablaba en serio. Los poseídos del pastor, como los llamaba, se estremecían sobre sus talones como si soplara a través de ellos el viento de los Cielos. Todos tenían los ojos clavados en el Hermano Jubal, subido al espacioso pulpito que suele exigir toda religión.
—Guau —suspiró Damon, arrastrando un pie por el suelo cuando entramos.
Entendí lo que quería decir. El suelo estaba cubierto de paja, por si alguno de los fieles, conmocionado al ser tocado por el espíritu religioso, se veía en la necesidad de revolcarse. Los tres nos amontonamos al abrigo de uno de los postes de la carpa.
—¡La Biblia! —vociferó el Hermano, blandiéndola—. Yo os pregunto, hermanos y hermanas, os hago la única pregunta que os harán a las puertas de la salvación: ¿habéis hecho uso de este poderoso libro? Si la respuesta es que apenas os la habéis puesto encima del corazón para detener una pequeña hemorragia nasal… Amigos míos, os estáis metiendo en un buen lío para toda la eternidad.
Mientras iba y venía, se detenía y giraba en redondo, traté de precisar a quién me recordaba. En un momento dado hizo una pirueta y se quedó de perfil, con su Biblia en alto: tal vez algo menos viejo y menos panzón, era la viva estampa de William Jennings Bryan, por quien papá decía que había que votar en todas las elecciones presidenciales (cosa que prácticamente había hecho). El mismo traje de sepulturero, la misma corbata escuálida. Eso sí, en talento acrobático ganaba de calle el Hermano Jubal. Llevaba un cuarto de hora balanceándose sobre los talones y de pronto cruzó la tarima como un rayo, se paró en seco al pie de una mesita donde había una jarra y un vaso, y proclamó:
—Del nacimiento al funeral, desde la cuna hasta el cajón, ¡solo la Biblia puede salvaros de las llamas!
Toby me dio la mano con timidez. Hacía tiempo que no me la daba.
El Hermano hizo un alto para depositar el Libro en la mesita —de algún modo, sus pausas eran tan estrepitosas como sus prédicas, y la congregación mantenía el compás—, levantó la jarra y sirvió el líquido en el vaso.
—Te apuesto a que es pis de pantera —me susurró Damon al oído.
Fuera o no una muestra de nuestro notable aguardiente local, el Hermano Jubal le dio un buen trago. Se secó la boca con el dorso de la mano, con gesto masculino y sudoroso, y de pronto pareció recordar algo.
—¡Nuestro himno! ¡Aún no hemos elevado al Cielo nuestras voces!
Ciertamente, él había elevado un poco la suya. La congregación, con manos tensas, desplegó y alisó al unísono los folios con las canciones.
Era una decepción que nadie se hubiera revolcado todavía por el suelo, pero a los tres nos gustaba la música. Damon nos sonrió de medio lado y tamborileó con el pie como un violinista de una banda country, y Toby ahogó una risa. El Hermano acometió la canción con un bramido grave que casi nos peina el pelo para atrás:
La batalla hemos de librar
en las tierras de Montana…
La congregación entraba entonces con el coro:
¡Danos fuerzas, oh, Señor!
—Paul, mira, ahí está…
—Chist, Toby, estoy intentando escuchar.
El Hermano Jubal hinchó el pecho como un cantante de ópera y reanudó el canto:
El coyote, nuestra trompeta.
El Dique, nuestra trinchera…
—Damon, Paul…
—Puedes esperar hasta el final, Toby.
Damon optó por ser más directo y le apretó los labios para dejárselos como el pico de un pato, como solíamos hacer cuando alguno de los tres se iba de la lengua.
¡Señor…!
Toby logró librarse de los dedos de Damon.
—Pe-pe-pero es que allá está…
¡Oh Señor…!
Damon y yo miramos por fin a donde señalaba el pesado de nuestro hermano. Del otro lado de la carpa, en la parte de atrás, dos figuras desgreñadas sobresalían por encima de las cabezas inclinadas de los fieles. Eran Brose Turley y Eddie.
¡Danos fuerzas!
A Damon se le quitaron las ganas de hacer el tonto. A mí se me puso la mente en blanco. Brose Turley sostenía la partitura del himno a la altura de la nariz y mascullaba al compás del canto. Sin embargo, Eddie no parecía interesado en la música. Miraba embobado a su alrededor y era cuestión de tiempo que diera con nosotros. Finalmente nos vio. Parpadeó y volvió a mirar: seguíamos siendo nosotros. Susurró algo con urgencia al oído de su padre e incluso se llevó la mano como por reflejo a la pernera, en el universal gesto de «tengo que ir a mear». Brose Turley frunció las cejas y le señaló la salida con la cabeza. Eddie enfiló derecho hacia nosotros.
—Vámonos —murmuré. Damon y Toby ya estaban más que listos para marcharse.
Conseguimos salir de la carpa, pero no había esperanza de escapar de Eddie. Se nos echó encima como un perro de presa cae sobre un ciervo lastimado.
—¡Malditos fisgones! —Me agarró por el hombro y me dio la vuelta como si no pesara nada—. ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Habéis venido a restregarme lo de la carrera?
Con el tupé de los domingos repeinado con agua, parecía aún más grande y amenazador que montado a caballo.
—Cálmate —le dije—. Papá tenía que traer unas mercancías y vinimos con él.
—Ya, claro. Ha venido a traer las mercancías a la carpa del predicador, ¿no?
—Déjanos en paz, ¿vale? —Puse voz de tipo duro, pero Eddie no pareció impresionado—. Entramos por curiosidad, nada más.
Damon había empezado a balancearse de un pie a otro, clara señal de que se estaba enfadando. Yo aún trataba de calmar las cosas, cuando le oí decir buscando guerra:
—Además, ¿qué te importamos nosotros? ¿No están esperándote ahí adentro para salvarte?
Eddie dio un largo paso hacia Damon.
—¿Te van a meter dentro del agua, Eddie? —preguntó de repente Toby, que se había quedado sin aliento de solo pensarlo.
—¿Meterme dónde?
—No son bautistas, Toby… —le aclaró Damon—. Baptistas —corregí yo.
—A éstos les dan ataques, ¿no es así, Eddie? Por cierto, ¿has tenido algún trance divertido? ¿Cómo llevas las convulsiones?
Por si Eddie no lo hubiera entendido, Damon removió los ojos, lanzó un gruñido reverente y entró en un espasmo de temblores y espumarajos.
Eddie se puso colorado. Parecía a punto de reventar, pero cuando reventó no fue como esperábamos.
—Mi padre me obliga a venir. —Dejó caer las manos a los lados, en señal de impotencia—. Para sacarme el diablo que llevo dentro. Eso dice.
Damon dejó de sacudirse. Toby miró a Eddie conmovido, buscando algún signo de que el diablo estuviera a punto de salir. Por la expresión de mi cara —y eso fue un error— Eddie debió de darse cuenta de que yo también lo compadecía.
Nuestra compasión, si es que fue eso, lo enardeció de nuevo.
—Si os chiváis en la escuela os voy a… —fue alzando la voz con la amenaza.
—¿A qué? —volvió a retarlo Damon—. No puedes ponerle un dedo encima a Paul, ¿recuerdas?
Cerró los puños, uno después del otro. Se quedó mirando el mentón de Eddie, como calibrando el golpe. Incluso yo había conseguido darle un puñetazo, ¿o no?
—A mí puede que me des una paliza —el sentido común de Damon discutía ahora en voz alta con su temeridad—, pero te vas a acordar de la pelea.
Di un paso adelante.
—No le diremos nada a nadie, Eddie. No es asunto nuestro.
—¿Y por qué voy a confiar en vosotros? —resopló.
Toby entró en acción. Se escupió en la palma de su manita y la tendió al encuentro de la zarpa de Eddie Turley.
—A ver si os desfogáis un poco bajando el heno —dijo papá mientras desenganchaba los caballos.
Damon y yo habríamos podido ayudar, pero estábamos ocupados armando jaleo. Toby echó una carrera hasta casa con Houdini. Era un milagro que las vigas del establo no estuvieran sacudiéndose al compás de nuestro entusiasmo. Durante todo el trayecto desde el Dique Grande, a espaldas de los sensatos adultos del pescante, no habíamos dejado de intercambiar sonrisas gatunas: conocíamos un secreto de Eddie Turley. No importaba que nunca fuéramos a contárselo a nadie. Lo sabíamos. Y había algo más: ese secreto era un valioso recurso añadido al gran repertorio de la familia Milliron, división juvenil. Desde entonces, y hasta el final de los tiempos, bastaba con que Damon removiera los ojos y se estremeciera un poco para que Toby, él mismo y yo nos riéramos a carcajadas.
De repente, Damon dejo de forcejear conmigo y se llevó la mano a la oreja como si se hubiera quedado sordo.
—¿Heno? ¿Freno?
Por algún motivo me pareció desternillante. Papá se volvió hacia nosotros cargando los arreos de los caballos, con esa cara que ponen los padres para decir que hablan en serio. Sin embargo, Damon ya se había escurrido escaleras arriba hacia la pila de heno. Me pareció prudente ayudar a papá a colgar los arreos en los clavos. A tenor de lo que le había oído decir antes de que dejáramos a Rose y a Morrie en casa de los Schricker, ese día había llegado al límite de su tolerancia. Sus esfuerzos para persuadir a Morrie de que el Dique Grande era el lugar lógico para que buscara empleo habían topado con una resistencia cortés pero infranqueable.
—Creo que prefiero la soledad de las jornadas en el campo —había dicho Morrie, ya veterano de varias escaramuzas semejantes—. George siempre encuentra alguna tarea para mí en casa de su madre. Realmente es notable. Y si usted alguna vez necesita una mano, Oliver, le ofrezco estas dos.
—Oliver —interrumpió Rose, mientras papá sopesaba la oferta—. Tengo que pedirle un favor para la próxima vez que vaya a la ciudad. Es por el polvo.
Los cuatro Milliron nos volvimos sin querer hacia el vaporoso velo de polvo que levantaba la carreta: todos los vehículos de Montana arrastraban una polvareda igual durante siete meses al año. El polvo era algo tan cotidiano en nuestras vidas que nadie se molestaba en comentarlo.
—El polvo no me gusta —añadió Rose con decisión.
Papá le lanzó una nueva mirada perpleja al crónico banco de niebla marrón que brotaba de las ruedas de la carreta.
—No sé qué podría hacer yo…
—Digo dentro de la casa. Sería más fácil mantenerla limpia si no entrara el polvo todo el tiempo. La próxima vez que vaya a la ciudad, ¿podría traer cinta aislante para corrientes?
—Cinta aislante para… —Pese a que papá solía distraerse leyendo cada noche un par de páginas del diccionario, tardó varios segundos en entender—. ¿Se refiere a esas tiras de corcho para las ventanas?
—Sí, creo que sí. Mi pobre marido decía que se llamaba «cinta aislante». —No habíamos tenido noticias del difunto señor Llewellyn en un par de días, pero ya había regresado—. Los galeses realmente tienen un don con las palabras… Es hereditario, además, ¿no es así, Morrie?
—E imborrable —confirmó Morrie, y le dio una de sus palmaditas en el brazo.
—Seguro que no tardará ni un momento en clavar unas cuantas tiras en los marcos, ¿verdad, Oliver? —perseveró Rose—. Como le digo, sería una bendición para la limpieza de la casa.
Papá no tenía escapatoria. No podía estar en contra de una bendición para la limpieza de la casa. Morrie, solícito, preguntó cuántas puertas y cuántas ventanas teníamos y, tras computar a la velocidad del rayo, anunció que necesitábamos unos cincuenta metros de tiras para aislar nuestro hogar del polvo.
¡Chofff! Una cascada de heno que se precipitó dentro de los pesebres interrumpió mis recuerdos. Papá dio un respingo.
—¡Damon! Que caiga dentro del comedero, ¿de acuerdo? Contempló con exasperación la costosa alfalfa que ahora yacía en el suelo del pesebre entre boñigas de caballo. Oí la orden cuando ya iba hacia la escalera:
—Sube y trata de controlar a ese lunático mientras les pongo el agua.
—Ahora me toca a mí —le dije a Damon, y me metí dentro de la pila de heno. Me cedió la horca y el campo de batalla, y se dejó caer de espaldas, como si el heno fuera un estanque. Era como para tumbarse así, y estirar los brazos, y disfrutar: últimamente habíamos tenido tanta suerte que yo mismo no podía dejar de sonreír mientras lanzaba el heno con todo cuidado a través del agujero, para que cayera en el comedero.
—¡Ja! ¿Puedes creértelo? —suspiró Damon, todavía maravillado—. Mira que encontrarnos con Eddie ahí, en la carpa, con esos locos. Seguro que con ese puñetazo que le diste lo dejaste arrepintiéndose de sus pecados.
—Ya está, Damon.
—¿Ya está qué? ¡No te pases de modesto! ¡Puñetazo Milliron!
Hizo una pantomima de un puñetazo monumental, con tanta ferocidad y tal ímpetu que cayó rodando entre la alfalfa.
—¡La cara que puso Eddie cuando lo golpeaste! No me extraña que luego corriera como un palurdo, todavía debía de estar atontado…
De repente nos percatamos del silencio que reinaba en el establo. Habríamos tenido que oír el sonido de la bomba mientras papá llenaba el bebedero de los caballos.
Damon se acercó a cuatro patas a atisbar por el borde del pajar. Trastabillé a su espalda, por miedo a mirar.
Papá había vuelto al establo por un cubo, y estaba mirándonos. Mi hermano y yo nos quedamos pálidos.
—Bajad. Ahora mismo.
El reflejo inmediato era salir pitando, pero no había escapatoria. Nos cuadramos, un criminal al lado del otro, delante de nuestro padre. No me atrevía a mirarlo a los ojos y tampoco quería mirar al chivato de mi hermano. Damon estaba estupefacto.
—Fue que… Paul… Nosotros…
—Hasta donde entiendo, Paul es el involucrado —dijo papá con voz pétrea—. Métete en casa, Damon. Ahora.
Se volvió luego hacia el banquillo de los acusados. Yo ya tenía escrito «culpable» en la cara.
—Tú y yo tenemos que hablar.
Me escoltó hasta el granero y nos sentamos encima de los sacos de avena: la sesión prometía ser larga.
—Paul solo quería… —balbuceó Damon telegráficamente desde la puerta del establo—. Él no quería…
—Damon —rugió papá—, voy a decirlo solo una vez más. Vete.
El silencio se espesó a nuestro alrededor. Papá se volvió otra vez hacia mí:
—Veamos. Según entiendo, ¿tú le pegaste primero a Eddie Turley?
—Sí, señor.
Papá parecía apesadumbrado.
—Por caridad, Paul. Se supone que Damon es el fanático del boxeo de la familia. ¿No puedo fiarme tampoco de que mi hijo mayor no pierda los estribos?
—Estuve una semana aguantando, de verdad, pero luego Eddie habló demasiado. Y por eso le aticé. Papá soltó un suspiro.
—¿Cómo que habló demasiado?
—Estaba molestándome… —Hice una pausa.
—Suéltalo de una vez.
—Molestándome con Rose.
La expresión de su rostro cambió. En ese momento pensé que tal vez había esperanzas. Ya a esa edad comprendía que, en algún nivel, papá había decidido ignorar los rumores que podían circular sobre un viudo que empleaba a una mujer sola en su casa. Las circunstancias habían jugado a favor: todo el mundo podía ver a Rose cuando volvía cada tarde a su habitación en casa de George y Rae, y su propio hermano oficiaba de carabina por si hacía falta, pero no cabía duda de que Oliver Milliron, que era toda una institución en Marias Coulee, de vez en cuando tenía que hacerse el sordo. No le importaba si el afectado era solo él, pero no se le había ocurrido que también nosotros tendríamos que enfrentarnos a cotilleos desagradables.
Me escrutó con la mirada.
—No quiero demasiados detalles, Paul, pero ¿qué dijo exactamente Eddie? Se lo repetí, palabra por palabra. Papá hizo una mueca.
—Qué pobreza de vocabulario. Hijo, en ese tipo de situación, tienes que fijarte en quién te está hablando… —Pero no solo parecían preocuparle las habilidades lingüísticas de Eddie Turley—. Y de esta famosa pelea tuya… ¿no te ha quedado ni un rasguño?
—No, señor.
—¿Ya Eddie?
—Quedó un poco magullado.
Una nueva preocupación invadió la cara de papá.
—La próxima vez que decidas machacar a uno de tus compañeros, trata de recordar quién es su padre, ¿de acuerdo? Brose Turley no se anda con tonterías.
—Nunca se va a chivar de que yo le pegué, papá.
—¿Ah, no? ¿Y cómo va a explicar las magulladuras?
—Probablemente va a decir que su caballo hizo un extraño y lo tiró al suelo.
—¿Es lo que dirías tú si estuvieras en su situación?
—Más o menos.
Me lanzó una mirada severa, sacada directamente del manual del buen padre. Luego procedió con su mejor tono de conferenciante:
—El código de honor de la escuela no te va a salvar el pellejo siempre…
Podía haberle dicho que funcionaba a la perfección, salvo si Damon se iba de la lengua, pero yo quería parecer la viva estampa de la atención.
—Si esta situación vuelve a presentarse —estipuló—, quiero la verdad, ¿me oyes?
Asentí con vigor. Los sermones no solían venir acompañados de azotes, ni de faenas extra en casa, ni de una condena al exilio en mi habitación después de cenar ni de ninguna otra clase de castigo. Y, de momento, parecía que iba a librarme con un sermón.
—Tampoco quiero que te metas en más peleas. —Papá estaba llegando ya al final—. Ni una sola palabra más acerca de Puñetazo Milliron o como te llames.
—No, señor.
—¿Está todo claro?
—Sí, señor.
Se levantó y echó a andar hacia la puerta del establo, pero entonces hizo un alto.
—¿Qué es esa historia de una carrera de caballos?
Ésa noche, después de la azotaina y un sermón tan largo que era todo un castigo, mi padre me mandó a la cama sin cenar, y yo contemplaba abatido el mundo, que había cambiado en ese instante en el pajar. Mi cabeza, todo mi ser, eran preguntas. ¿Por qué papá no había estado manipulando la bomba oxidada cuando Damon se había ido de la lengua? ¿Por qué, en la escala de castigos de Oliver Milliron, era peor ganarle a alguien una carrera a caballo que darle un puñetazo en la mandíbula? Ya puestos, ¿por qué era peor galopar mirando de espaldas que de frente? («¿Cómo? —había alzado la voz papá—. ¿De espaldas?»). ¿Cuál era la nueva tarea que iba a encomendarme después de la escuela, al día siguiente y al siguiente? Con tal de que no fuera ordeñar las vacas… ¿Por qué todo aquel episodio me había pasado justo a mí, en vez de pasarle a Damon?
«Aquello en la naturaleza del universo —me parecía oír a Rose citando inspirada el diccionario— que obra sobre los sucesos para que sean como son». Si aquello era una muestra cabal de mi destino, no quería averiguar el resto.
Damon y Toby se acercaron casi de puntillas, como si estuvieran visitando a un inválido. Damon se tendió a mi lado y estuvo un minuto debatiéndose por dentro. La voz le temblaba cuando por fin le salieron las palabras:
—Paul, si tú quieres bajo ahora mismo y le digo a papá que la carrera fue idea mía.
Arrastrar conmigo a un cómplice de mi criminal carrera para atrás solo servía para multiplicar el suplicio, no para librarme de él.
—Cállate, ¿vale? —Y me volví dándole la espalda.
Para seguir con las preguntas sin respuesta, ¿por qué, si las lágrimas no se oían, oí a Damon llorando en ese mismo instante? Del otro lado de la habitación, Toby gimoteaba en solitario. Yo tenía los ojos resecos y no quería quedarme dormido, por miedo a los sueños.
A la mañana siguiente, Eunice Schricker salió a ver su leña para el invierno, entresacó el primer leño y descubrió que medía un metro. Todos y cada uno de los leños de las tres cuerdas, que estaban perfectamente apiladas, medían un metro.
—Lo recuerdo con toda claridad —se defendió Morrie, cuando George lo trajo esa tarde a casa, en busca de consejo para aplacar las iras de la tía Eunice—. Ésas fueron las dimensiones que estipuló usted, Oliver —se detuvo un momento a reflexionar—. Sí, me pareció un poco peculiar que los leños para hacer fuego tuvieran que ser tan largos, pero supuse que la intención era mantener la pila a resguardo de la nieve.
Papá todavía tenía el gesto endurecido por su sesión de la víspera conmigo. Se le endureció aún más.
—La próxima vez que suponga algo así pregúnteme primero, ¿de acuerdo, Morrie?
—Mamá está que echa humo —informó George. Eso no era una novedad para ninguno de nosotros, aparte de Toby—. No quiere volver a ver a Morrie en su granja. Ni en la mía. Probablemente tampoco en la tuya.
—Puede ser —dijo papá un tanto hosco—. Pero le alegrará ver al culpable cortando otra vez todos esos leños en trozos de treinta centímetros para la estufa. —Se volvió hacia Morrie, que inclinó la cabeza para dar fe de que entendía qué era un trozo de madera de treinta centímetros—. Para que se sienta todavía mejor —papá siguió dispensando justicia—, tengo un voluntario que va a echar una mano, ¿no es así, Paul? A partir de mañana te encontrarás con Morrie en casa de Eunice después de la escuela.
—Tiene su lado bueno —me dijo Rose, compadecida por la mañana, cuando se enteró de la segunda parte del castigo—. No te vas a aburrir por no tener con quién hablar.
Tres cuerdas de leña no son poca cosa cuando hay que deshacerlas, llevar cada leño al caballete, fijarlo al través y serrarlo al compás con la persona que está al otro extremo de la sierra, y levantar la sierra y cortar otra vez y volver a hacerlo de nuevo, y así hasta el último leño de la pila. No tardé en desear que papá me hubiera condenado a ordeñar las vacas.
Ésta vez Morrie no quería correr riesgos. Antes de empezar cortó una vara de exactamente treinta centímetros. La ponía luego al lado de cada leño y marcaba con un lápiz de carpintero dónde debíamos serrar.
—¿Por qué tenemos que hacerlo así? —protesté, al ver cuánto tiempo tomaba el procedimiento—. Los leños para la estufa nunca salen tan parejos.
—Por mi limitada experiencia con la señora Schricker —argumentó Morrie—, diría que solo podremos defendernos luego si somos obsesivamente precisos.
La tía Eunice, en efecto, bajaba todos los días a vernos trabajar. A veces incluso dos veces al día. Durante las primeras inspecciones nos deteníamos para escuchar la larga lista de imprecaciones que recaían sobre el «incompetente» de Morrie y el «golfo» que era yo. Más adelante, seguíamos serrando.
Una tarde, sin embargo, salió a darnos un repaso destinado a durar varios días, porque tenía que ir en tren hasta Great Falls para que le mirasen los dientes. Morrie no tenía idea de lo que nos esperaba, pero yo reconocí en seguida el programa completo de los domingos, que solía culminar con el lamento: «Falta poco para que me muera». La condena resonaba en cada sílaba cuando nos advirtió que, al volver a casa, vendría a revisar la pila de leña, de modo que más nos valía estar esperándola a su regreso, pasado mañana. La tía Eunice no solía santiguarse, pero sus palabras surtieron el mismo efecto cuando concluyó con un suspiro y su ya patentada frase final: «Si es que sigo viva».
Morrie hizo un alto con la sierra, como para establecer el vínculo entre nuestra eficiencia y el destino que se había adjudicado la tía. Se acarició pensativo el bigote.
—Yo no me preocuparía por eso en absoluto, señora Schricker —dijo con toda cortesía.
La tía estaba acostumbrada a que en ese punto George y los demás le aseguraran entre murmullos que estaba sana como una manzana. Semejante ejercicio de franqueza por parte de Morrie la tomó por sorpresa.
—¿Por qué no?
—Si para entonces está muerta, no la esperaremos.
La tía Eunice se quedó sin habla y trastabilló en retirada: nunca pensé que sería testigo de algo semejante. Hasta donde podía con mis trece años, empecé a preguntarme qué otros desacatos podía disimular Morrie bajo su bigote. Según había dicho Rose, en su vida de guantes elegantes ella y él y el difunto señor Lewellyn se habían dejado arrastrar a la perdición. Sonaba bastante excitante pero ¿qué significaba eso en realidad? Nada parecido a cortar una pila de leña, desde luego. Sin embargo, eso a Morrie parecía traerlo sin cuidado. Todavía parecía totalmente fuera de lugar cuando acometía cualquier faena, con la ropa vieja de George y el soberbio sombrero marrón manchado de sudor, que apenas tenía ala y no servía para cubrirse del sol. Trabajar con un hombre así era a la vez, y más o menos en igual medida, estimulante y exasperante. Podía volverme loco con la leña, como si en vez de leños estuviéramos apilando diamantes (hasta Toby podía apilar leña sonámbulo), y al instante siguiente se embarcaba en una excursión mental que me dejaba sin aliento. Si un zarapito pasaba por ahí, el largo gancho de su pico daba pie a un comentario sobre las versátiles herramientas de la naturaleza que Darwin había observado entre los pinzones viajando por las Galápagos. El silencio de la tarde en nuestro rincón en la pradera lo hacía preguntarse por qué Thoreau, en su ansia de soledad, no había ido hacia el Oeste, por el camino de Oregón.
—¿Quién es Thoreau? —le pregunté, para enterarme en el acto de que uno podía nombrarse a sí mismo inspector de tormentas y pasarse la vida vagabundeando. El cerebro de Morrie nunca se daba un descanso, ni siquiera cuando los dos dejábamos de serrar, lo cual sucedía con más frecuencia ahora que la tía Eunice no estaba en la granja.
Viéndolo en perspectiva, no estaba mal que Morrie me atiborrara de conocimientos después de la escuela, donde ahora yo estaba desconcertado. Empezaba cada día con amargura, seguía enfadado con Damon, cosa que a él lo entristecía, y eso dejaba en medio a Toby, preocupado por los dos. En el recreo ya barruntaban que tenía líos en casa: mi nueva fama había empezado a declinar antes de que yo empezara a disfrutarla. Eddie Turley se pasaba los recreos vigilándonos a los tres pese a que le habíamos dado nuestra palabra más solemne, sellada con un escupitajo. Y tampoco me ayudaba que la señorita Trent anduviera inusitadamente alegre y liderara gozosas sesiones de canto en las dos horas semanales de declamación. Llegué a preguntarme si tenía un sexto sentido con los Milliron: siempre que alguno de nosotros tenía problemas, estaba radiante.
Fui recortando la larga semana con la sierra hasta que, el viernes por la tarde, a mitad de nuestra jornada con la leña, Morrie se quedó mirándome:
—¿Con qué sueñas, Paul?
Pero ¿sería posible? ¿No me engañaban los oídos? Un adulto me preguntaba por las correrías nocturnas de mi mente. Además, había tenido un sueño que, más que ninguno, exigía público. Empecé a serrar cada vez con más ferocidad mientras se lo confiaba a Morrie: iba andando por un camino cuando sentí un enorme alboroto detrás de unos montículos que había a un lado; al acercarme vi corriendo a su alrededor a dos personas y a una jauría de lobos —primero los hombres perseguían a los lobos, pero luego los lobos perseguían a los hombres, me cuidé de explicarle a Morrie—, y por más que yo buscaba un palo para lanzárselo a los lobos no daba con el palo y todos seguían correteando alrededor de la roca, y cuando les gritaba que, si no paraban, iba a pegarles con un palo, una cabeza caía rodando desde detrás de la roca. Y en ese momento desperté.
Miré expectante a Morrie por encima del caballete de serrar. Estaba pasmado.
—Quise decir, ¿qué sueñas hacer de mayor, Paul?
La decepción fue colosal. Morrie hizo a un lado el trozo de leña recién cortado, lo reemplazó por otro y lo marcó con el lápiz antes de volver a mi sueño.
—Tengo entendido que en Viena están estudiando esa clase de sueños, Paul, pero me temo que no puedo darte ninguna orientación. Yo más bien tiendo a soñar despierto.
Realmente era como papá. Me lanzaba un rayo de luna, cuando yo necesitaba la más plena iluminación. Volví abatido a la sierra. No habíamos dado ni un par de golpes cuando Morrie volvió a hablar.
—No quiero parecer entrometido, pero… ¿qué hiciste para que te castigaran con estas tres cuerdas de leña?
—Nada especial.
—Pero supongo que algo hiciste.
—No quiero que se entere mucha gente.
—Te guardaré el secreto.
—Fue por una pelea en el recreo… En realidad no fue una pelea, porque el otro era mucho más grande que yo, y por eso decidimos echar una carrera a caballo, una carrera un poco especial. Yo gané la carrera y papá me castigó.
La injusticia del caso salía a la luz.
Para mi sorpresa, la sierra había dejado de moverse. Pensé que habíamos topado con un nudo del leño, pero no: Morrie la sostenía con firmeza, mirándome de hito en hito. En sus ojos había una luz desconocida, un destello como el de un pararrayos bajo el sol.
—Cuéntame más cosas de esa pelea y esa carrera especial.
El mantel de hule recibió más codazos esa noche que en toda su vida. Acabada la cena, me quedé en mi sitio como una roca, apoyé la cabeza en ambas manos y fingí leer Ivanhoe, para demostrarle a papá que no bastaba un montón de leña para doblegar mi voluntad. Damon hundió el mentón en los puños y se dedicó a escrutar su partida de solitario de dominó, sin mover siquiera las piezas. Toby se sostenía la cara con sus manos regordetas, pateando el aire debajo de la silla. Parecíamos tres monos, tapándonos los oídos para no oír nada malo. En la cabecera de la mesa, papá repasaba las cuentas de sus acarreos hasta el Dique Grande y nos lanzaba alguna que otra mirada antes de volver a los números. La mesa se estremeció cuando sonaron los golpes en la puerta. Todos nos sobresaltamos.
Papá fue a abrir y nos amontonamos detrás para mirar. Morrie estaba de pie en el umbral, con una linterna en la mano: juraría que tanto él como papá pensaron en Diógenes, el filósofo que buscaba, lámpara en mano, a un hombre honesto por todo el mundo. Ninguno lo mencionó.
—Quisiera pedir prestado algo de lectura —dijo Morrie—. Dice Rose que tienen bastantes periódicos.
Con toda seguridad, Rose le había dicho que teníamos demasiados periódicos: éramos una casa de lectores. Papá recibía por correo el Denver Post del domingo, que con suerte llegaba el jueves o el viernes siguiente, el Great Falls Leader, que salía todos los días, y la Westwater Gazette, que era semanal, y varios vecinos nos mandaban otros diarios con el cartero cuando ya los habían leído; todos tendían a acumularse.
—Puede coger cualquiera de los que Damon no ha descuartizado —le ofreció papá. Se acordó al momento de la etiqueta de la vida en el campo—: Por favor, pase, siéntese un momento con nosotros.
Morrie lanzó una mirada anhelante hacia el recibidor y siguió luego a papá a la cocina, donde estaba hirviendo el café. Damon y Toby volvieron de un brinco a sus sillas, casi radiantes por la perspectiva de que algo alegrara el ambiente, e incluso yo me animé con la visita, aunque había pasado varias horas serrando leña en compañía de Morrie. Con todo, no había manera de prever las consecuencias de tenerlo allí (cómo olvidar todos esos leños de un metro de largo) y mantuve la distancia cuando empezó a conversar con papá. El clima de Montana comparado con el de Minneapolis, la situación escandalosa del país, los curiosos senderos de la naturaleza humana: fueron saltando de tema en tema, como los dos conversadores veteranos que eran. Los tres los mirábamos de un lado al otro de la mesa, como espectadores de un partido de tenis, y he de confesar que no me esperaba (eso sí, papá tampoco) el siguiente giro de la charla:
—¿Conoce usted las proezas militares de los indios crow, Oliver?
—Me parece que no, ¿por qué?
—Eran los guerreros más temerarios de las planicies del norte —dijo Morrie, con el tono cantarín que acompañaba sus explicaciones de más altos vuelos—. Y los más valientes entre ellos eran los jinetes inversos. Creo que tiene usted uno en casa.
Me quedé petrificado. Lo único que me faltaba con papá era hacerme célebre como guerrero temerario de las planicies del norte.
Pero ya no había manera de parar a Morrie:
—Sospecho que, en realidad, tiene toda una tribu. —Damon y Toby volvieron la vista hacia los rincones más distantes de la habitación—. Sin duda usted ve el paralelo entre los indómitos jóvenes crow y sus propios hombres, ¿verdad, Oliver? Se lanzaban a la batalla montados de espaldas.
La noticia antropológica hizo parpadear a papá.
—¿Y por qué iban a…?
—Yo diría que el ser humano hace cosas así para trascender la vida corriente —sentenció Morrie, como si fuera lo más razonable del mundo—, ¿no cree usted? Para descubrir los propios límites, los límites del valor, de la fuerza de voluntad. Para arar en un surco más profundo de la vida, por así decirlo, ¿no?
Papá dibujó un lento círculo con su taza de café en el mantel de hule.
—Sé que lo hace con buena intención, Morrie, pero simplemente no quiero que mis hijos se rompan el cuello.
—Hasta donde yo veo, todos tienen el cuello intacto —señaló Morrie—. Y, según entiendo, el adversario de Paul aceptó las condiciones de la carrera y también salió entero.
—Y usted piensa que yo tendría que pasar página y dejar atrás este episodio de jinetes inversos, ¿verdad?
Papá sopesó el asunto pero parecía tener sus dudas. No me atrevía ni a respirar, por miedo a inclinar la balanza.
—Eso pienso. Los guerreros aprenden de la experiencia. He batallado suficiente tiempo al lado de Paul contra la pila de la leña y Eunice Schricker, y me parece que se ha vuelto un joven soldado muy prudente.
Quizá la invocación de la tía Eunice hizo reflexionar a papá sobre las dimensiones del castigo. Algo cambió de pronto en su expresión.
—Tendría que haber sido abogado, Morrie —dijo al cabo de una larga pausa—. Lo pensaré.
Un cosquilleo de alivio nos recorrió a los tres. Damon ya no pudo contenerse:
—¿Quiere que le muestre mi álbum de recortes, Morrie? Tengo al entrenador Stagg, y a todos…
—Sería un honor, Damon, pero no sé si… —Morrie miró a papá, por si ya era hora de dar por concluida la noche.
Papá señaló con un gesto hacia nuestra habitación, el reino de los álbumes de recortes.
—Id todos. Salvo nuestro famoso jinete inverso. Paul, necesito que me ayudes con un par de cobros.
Con la cabeza todavía dándome vueltas tras el giro de los acontecimientos, reuní mis útiles de escritura. Papá me pasó en silencio las cuentas pendientes y escribí las cartas de cobro. En la cocina no se oía más que el rasgueo de la pluma y el roce de los papeles de papá. Del piso de arriba llegaban las exclamaciones de Damon, nuestro fanático de los deportes, y el murmullo más melodioso de la voz de Morrie. Puse la última carta a secar y me quedé en mi sitio en vez de salir corriendo escaleras arriba, sin saber todavía qué terreno pisaba con papá.
Al cabo de un rato, que él parecía haber estado calculando, levantó la vista de las cuentas. Apoyó las manos en el borde de la mesa y se echó hacia atrás, como para tener una visión mejor del jovencito sentado al otro lado.
—Cuando termines de cortar la leña con Tucídides —dijo en voz baja—, daremos por cerrado el tema de la carrera, pero eso no significa que tengas permiso para montar de espaldas. Nunca más. No os estoy criando a los tres para que seáis payasos de rodeo, ¿entiendes?
—Sí, señor. Entiendo.
—Lo que ha dicho Morrie acerca de trascender la vida corriente es completamente válido, pero hay otras maneras de hacerlo sin matarse.
—Estoy de acuerdo, papá. De verdad.
—Paul. Hijo. —De pronto papá tragó saliva—. No sé cómo podría arreglármelas sin ti. —Empujó la silla hacia atrás y se plantó frente a la cafetera y los fogones para que yo no pudiera verle la cara—. Ahora vete. Tengo que terminar la contabilidad.
Cuando subía las escaleras, probé a modular las dos palabras con los labios: «guerrero inverso». «Completamente válido —había dicho papá—. Pero». ¿Cómo se suponía que podía resolver esa paradoja? Habría sido mejor ser como Damon, que vociferaba apasionado y había pasado ya de los recortes de fútbol a los de boxeo. Parecía bastante apropiado, una vez concluida la evaluación de mi caso.
—Tiene un nombre divertido y todo, pero ¿sabe cuál era mi preferido antes? Casper…
… El Rayo, sí, ya lo veo aquí. —Morrie se aclaró la voz, sin duda agotado por el esfuerzo de estar a la altura del entusiasmo de Damon—. Hay que ver… estos redactores de titulares son despiadados como cosacos. ¿«El Rayo: un corto muelle para un paseo largo»? De verdad…
Por lo general, Damon se habría contrariado al oír la frase: tenía un gusto shakespeariano por los héroes con final macabro. El beisbolista que se había caído del coche bar de un tren. El futbolista que se había abalanzado sin pensar contra un oso de circo. Por lo que mi hermano contaba a la hora de dormir, éstos eran los desafortunados que acompañaban en el álbum al boxeador en cuestión, que, según toda evidencia, había vendido un combate por el título y había acabado en el fondo del mar después de que alguien lo empujara desde un muelle. Para ser francos, no era la clase de guerrero inverso que yo aspiraba a ser. Sin embargo, aún recordaba que a Damon se le había roto el corazón al enterarse de que ya no podría seguir la carrera de El Rayo. No quise interrumpir ahora que Morrie, siempre atento, procuraba consolarlo.
—Tal vez dio un paso en falso, por así decirlo —concluyó Morrie con delicadeza—. Pero antes de eso fue un boxeador sin parangón.
Yo sabía que «sin parangón» significaba algo así como «sin igual». Pensé que debía tomarme también esa noche como una noche sin parangón. Damon, sin embargo, había entrado de lleno en las comparaciones.
—¿Cree que El Rayo le hubiera ganado a McCoy El Auténtico?
—Si los nombres de pila ganaran las peleas —sopesó Morrie—, supongo que sí.
Una vez más su voz había adquirido el timbre de las grandes disquisiciones, como podía reconocer su fiel espectador de la pila de leña. Esperé en el umbral para escuchar adonde iba a parar esta vez.
—Por ejemplo, Casper contra Harry: salta a la vista que el primero noquea al segundo en el primer asalto, ¿no? Sin embargo, los apodos reflejan una esencia, una personificación engrandecida del personaje.
Desde el umbral, Puñetazo Milliron escuchaba con atención.
—No —concluyó Morrie, como si estuviera contemplando la pelea en un cuadrilátero de otra dimensión—. El Rayo habría fulminado a McCoy, estoy seguro. En no más de tres asaltos.
Cuando entré en la habitación, los tres eran todo un cuadro. Damon y Morrie estaban encorvados sobre los álbumes abiertos de par en par y, a su lado, Toby estaba medio tumbado en la mesa, con los ojos a punto de cerrarse. Nuestro invitado se acariciaba pensativo el bigote mientras Damon recorría con el dedo las sagradas escrituras del verdadero fanático del deporte: la letra pequeña de las estadísticas, impresa en negrita debajo del texto de la noticia.
—Cuando perdió esa vez con Ned Wolger no podía creérmelo. Mire, aquí están los puntos por asaltos, ya lo tenía ganado…
Damon se percató de mi presencia. Se volvió a mirarme en seguida, mientras buscaba a tientas otro álbum.
—Paul —se le quebró un poco la voz—, acabo de pegar los recortes de la Serie Mundial, ¿quieres verla?
Sabía que el béisbol era el único deporte que me interesaba. Pensé que valía la pena aflojar. Pasara lo que pasase, Damon iba a seguir siendo mi hermano.
—Claro.
Pero antes tenía que decirle algo a Morrie, por haber acudido esa noche a interceder por mí. No tenía idea de cómo empezar a darle las gracias.
—Morrie, yo…
—Ha sido un placer, Paul. Tal vez tengas que devolverme el favor algún día. —Resiguió con el índice la letra pequeña, hasta dar con la alineación de los Piratas de Pittsburgh, que ese año fueron campeones—. Honus Wagner, El Holandés Volador. Vaya, ése sí que es un apodo inquietante.