8

—¿Lo ve? —Damon estaba enterrado entre los huesos de bisonte a los pies del peñasco. Era la tarde del siguiente domingo, y Houdini y él eran los campeones en nuestras excavaciones—. Mire, las negras tienen los bordes cortados de otra forma.

Cuesta creer que algo tan inocente fuera más tarde el punto de partida de una de mis pesadillas más atroces. Llegada la noche, la mente hace lo que se le antoja.

—Es lo que se conoce como biselado, Damon —le dijo Morrie—. Muy observador de tu parte haber notado la diferencia.

Se arrodilló en la tierra y se caló el sombrero marrón para protegerse del viento que soplaba en la hondonada. Casi parecía que iba a rezar, mientras le daba vueltas en la palma de la mano a la punta de flecha que le había dado Damon. Toby irrumpió en la escena orgulloso como un gatito que ha cazado su primer ratón y le mostró un hueso intacto de bisonte. Morrie lo depositó con delicadeza junto a la punta de flecha y la punta de lanza que yo había sacado de un banco de arcilla.

—Tendrían que haberos contratado a los tres para desenterrar Troya —comentó Morrie—. Son unos hallazgos soberbios.

Nuestra única espectadora cacareó con desaprobación. Me reí.

—Parece que no piensa lo mismo.

En el descenso hasta el Barranco de los Búfalos, habíamos espantado a una hembra de urogallo, que ahora se daba aires en lo alto de una piedra, reiterando su disconformidad con nuestra presencia.

—No sabía que la tía Eunice estaba invitada. —Damon soltó el chiste todavía enfrascado en el cementerio de huesos.

—Eso no lo he oído —dijo Morrie, frunciendo los labios.

Toby había echado a correr de nuevo y llamaba a Houdini para que lo ayudara a excavar. Sin embargo, Houdini parecía haber recordado sus deberes caninos y levantaba el morro hacia la urogalla, gruñendo y alzando una pata. El pájaro podía ser tonto pero hizo caso de la indirecta y remontó el vuelo, aleteando hasta lo alto del risco. Me quedé mirándolo con cierta admiración. No era nada fácil trepar de regreso por la cara escalonada del Barranco de los Búfalos. Por muy ágil que fuera Morrie, ya no tenía la seguridad de un niño para saltar de piedra en piedra como una cabra. Me pregunté de nuevo si, después de todo, Damon había tenido una buena idea invitándolo a venir.

De momento, Morrie parecía imbatiblemente juvenil y estaba entusiasmado con los tesoros que rescatábamos. La hondonada se hallaba justo debajo del risco y estaba repleta de huesos de búfalo, tan antiguos que habían adquirido el color de las piedras: era el filón principal de nuestras puntas de flecha. ¿Cuántas veces habrían acudido a cazar allí los pies negros a lo largo de los siglos? Pensé una vez más, como sigo pensando ahora, que hacía falta mucha destreza para arrear una manada de asustadizos búfalos y hacerlos saltar por el barranco que se alzaba sobre nuestras cabezas.

Pero los búfalos ya eran cosa del pasado y los pies negros poco más o menos (los pocos que quedaban vivían confinados en la reserva del otro lado del río), y su viejo coto de caza estaba a disposición de cualquier niño con vocación de excavador. Escupí a una punta de flecha más clara para quitarle el polvo, y Morrie sostuvo otra vez la negra ante mis ojos.

—Corrígeme si me equivoco, Paul, pero no he visto ninguna piedra de este color en los alrededores.

Me tragué el siguiente escupitajo. En esas ocasiones comprendía los sentimientos encontrados que asaltaban a papá cuando Morrie desplegaba su erudición. Siempre era estimulante estar en su compañía, pero «siempre» podía llegar a ser demasiado.

Con todo, no había salido mal librado de las sesiones con la leña, ¿o sí?

—Yo tampoco —dije para ayudar a esclarecer el origen de la piedra, y lo miré con todo el interés que requería el caso. Aunque fuera domingo, estábamos de nuevo en clase.

—Juraría que es obsidiana —caviló Morrie—. Piedra volcánica.

Eso sí me sorprendió. En la parte de Montana donde vivíamos la geografía era diversa, pero nunca había oído que hubiera volcanes.

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —prosiguió Morrie, sopesando la punta de flecha en la palma de la mano—. ¿Te importaría hacer una conjetura?

Me detuve un momento a pensar. Tal vez esos jinetes inversos de los que yo había sido miembro honorario sin saberlo recorrían las praderas buscando pelea con sus enemigos.

—¿Es una flecha de otra tribu y los pies negros la recogieron después de una batalla?

—Casi. Yo diría que llegó hasta aquí gracias al comercio. —En los ojos de Morrie se había encendido la profunda luz del pasado—. La ruta principal debió de ser el Misuri. —Señaló en la dirección donde el Marias y otros ríos tributarios de la región confluían en el gran río—. Las tribus debían de acudir desde todos los rincones de las praderas para cazar búfalos aquí. No vivían en guerra constante y, de vez en cuando, se montaban en sus caballos para comerciar.

Dicho por Morrie, sonaba casi heroico: una incursión a través de la pradera para intercambiar la misteriosa roca negra por… ¿una túnica de piel de búfalo? Los pelos de la nuca se me pusieron un poco de punta. «Desde todos los rincones de las praderas». No le había dicho una palabra, pero Morrie estaba conjurando sin querer los senderos que había vislumbrado junto al pozo de la escuela.

Sostuvo otra vez la punta de flecha en la palma ahuecada y examinó los riscos a nuestro alrededor.

—Éste debió de ser un Mediterráneo, un cruce de caminos —murmuró, y luego sonrió resignado, como si papá metiera baza—; pero en tierra firme y seca, claro está.

—Por cierto… Creo que ya deben de estar a punto de volver a casa, Morrie.

La estación agrícola experimental había organizado una exhibición de lo último en arados, probablemente con la idea de darles algo con que soñar a los agricultores de secano durante el invierno. Papá y George habían convencido a Rae de que fuera con ellos para charlar después con los demás y, para decepción pasajera de Toby, Rose había preferido acompañarla en vez de revolcarse con nosotros entre los huesos de búfalo.

Morrie sacó su reloj y se puso en pie de un brinco.

—¡Toby! Ten la bondad de devolver a su sitio los huesos grandes. Tu padre ha dicho que solo puedes traer a casa los restos de búfalo que te quepan en el bolsillo, y Rose piensa igual. Lo has hecho muy bien, Damon.

Damon odiaba que lo apartaran de sus excavaciones. Por otro lado, era el día de su gran triunfo como arqueólogo. Cuando Morrie nos había pedido prestadas unas cuantas puntas de flecha para utilizarlas en clase —sabía el Cielo qué arsenal de saber pensaba desplegar después del número de los flecheros—, Damon no había visto ningún inconveniente en que la escuela tuviera su propia colección.

Se sacó del bolsillo de atrás un saquete de harina y depositó dentro nuestras muestras, con todo el aplomo de un traficante de joyas. Estaba tan eufórico con el botín que habría podido trepar en dos brincos de vuelta a lo alto del barranco.

—¿Listo para escalar? —se acordó de preguntarle cortésmente a Morrie.

—Ahora lo sabremos. —Morrie soltó un suspiro y pasó por encima de la osamenta de un bisonte que se había despeñado justo por donde íbamos a trepar.

Me inquieté. Sin embargo, Morrie logró llegar de una pieza hasta donde teníamos atados los caballos. Se detuvo resoplando después de la escalada, pero aún entonces echó un vistazo a los alrededores:

—Qué escenario más majestuoso —declaró.

Desde lo alto de los peñascos, sin duda lo era. Hacia el Oeste, las cumbres de las Rocosas ya se blanqueaban con las primeras nieves y se extendían hasta el infinito como una flotilla de icebergs bajo el cielo oscurecido del final de la tarde. Todas las colinas del mundo se amontonaban con los matices del ocre entre ellas y nosotros. Casi a nuestros pies, los enebros salpicaban las rocas desnudas del risco y, más abajo, el viento hacía cabecear las rosas salvajes. Nuestro paisaje se lucía ante nuestro invitado, deparándonos una nueva satisfacción a Toby, a Damon y a mí.

Nos dirigimos a nuestros caballos cuando Morrie recuperó un poco el resuello, pero antes de que llegáramos a montar, Houdini empezó a gañir. Por lo general eso quería decir que quería algunos mimos pero reculó de un salto cuando Toby se le acercó. Echó a correr de vuelta hacia el borde del barranco, con los morros pegados al suelo.

—¡Houdini! —lo llamó Toby—. Ven aquí, perrito chiflado.

El perro buscaba algo inquieto, yendo y viniendo a lo largo del risco. Y cada vez gañía más fuerte.

—¡Houdini! —Toby empezó a indignarse—. ¿Quieres que te dé un cachete?

—Ven aquí, Houdini. —Era mi turno—. La urogalla ya no está.

Damon optó por un método más directo y soltó un silbido agudo entre los dientes. Houdini levantó una oreja pero luego siguió husmeando a la vera del precipicio.

Miré a Morrie y comprendí que no sabía nada de perros. Sin embargo, había que hacer algo. Toby no iba a quedarse tranquilo si dejábamos atrás a Houdini.

—Voy a traerlo —dije, y eché a andar hacia el tozudo perro—. No, Tobe, tú quédate aquí.

Houdini movió la cola con aire de culpabilidad al verme venir, pero no cedió. Era un cachorro de tamaño considerable y, pese a que yo no tenía problemas con las alturas, quería evitar un tira y afloja justo al filo del vacío. Me arrodillé a unos pasos y empecé a darme palmaditas persuasivas en la rodilla.

—Ven aquí, Houdini, ven.

Volvió a gañir y meneó otra vez la cola, casi llorando, pero no se movió.

—¿Qué te pasa, Houdini?¿Es en serio, o vienes aquí o… ¡Booom! El estruendo de un disparo de rifle retumbó en nuestros oídos.

Estaré para siempre en deuda con Damon. Se acercó en dos zancadas al borde del precipicio y me agarró por los faldones de la chaqueta justo cuando yo me había lanzado sobre Houdini. El forcejeo del perro, el esfuerzo de cargarlo, los tirones de Damon, el estruendo todavía reciente del disparo y el vacío del risco, todo se amalgamó en un atávico instinto por luchar y sobrevivir. La fortuna tiene el corazón duro; pero, por un instante, nosotros fuimos más duros todavía. Como fundidos por el miedo en una sola voluntad, saltamos los tres hacia atrás y caímos unos sobre otros. Morrie había cogido de la mano a Toby. Estábamos ya en tierra firme y, no sé en qué momento, acabé tapándole los morros a Houdini con las manos: se quedó callado, aunque no dejaba de gemir. Tardamos varios segundos en comprender que seguíamos vivos. Nos asomamos juntos al borde del precipicio y observamos lo que solo el perro había presentido.

Se me juntaron en la garganta todos los remolinos del meandro del río de abajo. Allá, en lo más ancho de la hondonada, venía galopando el gran caballo gris de la carrera de espaldas. El jinete inclinado sobre el lomo acababa de introducir un nuevo cartucho en el rifle. Una silueta gris más pequeña brincaba más adelante tratando de escapar. En cuanto la silueta enfiló hacia un paso entre los riscos, el rifle volvió a tronar y un pequeño geiser de polvo estalló justo delante de sus patas. Volvió a correr entonces hacia el centro de la hondonada, delante del implacable caballo gris.

—¿Qué demonios está…? —soltó Morrie, como si le hubieran volcado encima agua hirviendo.

No había acabado de pronunciar las palabras cuando el animal perseguido empezó a zigzaguear a través del prado, encogiendo la cabeza, desesperado. El jinete tenía tiempo de sobra para tirar de las riendas y volver y disparar, pero prosiguió con su persecución.

Con voz entrecortada, le expliqué a Morrie qué estábamos viendo:

—Brose Turley. Está cazando un lobo.

El maratón de zigzags siguió adelante. Damon observaba boquiabierto y Toby se había arrastrado a mi lado para abrazar a Houdini. Morrie estaba aún más confundido:

—Pero… ¿los persigue hasta matarlos de cansancio? ¿No se supone que tiene licencia para poner trampas?

—El lobo se ha soltado. ¿No ve que arrastra una trampa?

El cazador y su presa se habían ido acercando bajo el risco y se veía el instrumento de destrucción, colgando de una pata trasera del lobo. Quién sabe cómo, había logrado arrancar la estaca —escarbando con los dientes, o tal vez a empellones—, pero los dientes de la trampa estaban royéndole el hueso. Avanzaba a trompicones con las tres patas buenas y la trampa cerrada sobre la otra, arrastrando la cadena y la estaca de hierro.

—Me está dando miedo, Paul —me susurró Toby—. Si fuera Houdini… Sería horrible.

Se quedó mirándome para saber si estaba bien sentirse así y con un gesto le di a entender que sí. Nadie que haya crecido en una granja con animales podría ponerse de parte de un lobo, pero uno puede estar en contra de que el hombre atormente a otras criaturas.

El arma volvió a disparar. Ésta vez el tiro alejó al lobo de nuestra posición, hacia una ladera de rocas que se alzaba del otro lado del Barranco de los Búfalos.

—Está empujándolo a algún lugar —deduje—. ¿No es así, Damon?

—Hacia el desfiladero. Va directo allí.

Brose Turley no había levantado la vista ni una vez. Se dirigía hacia el lobo con las riendas, con las rodillas, con todo el cuerpo, como un jockey en una carrera.

La lucha del lobo se hizo más ardua a medida que subía por la ladera. En cuanto trataba de guarecerse tras una roca, una bala silbaba sobre su cabeza. Turley fue empujándolo hacia el interior del desfiladero, y el animal se vio sin lugar para correr, rodeado por tres empinados muros de piedra. Lo vimos girar en redondo, tambaleándose a los pies del precipicio, con la trampa asomando y desapareciendo tras las rocas del suelo. Luego, dio un salto hacia la cara del risco, arañando las rocas con las patas para izarse hacia lo alto del cañón. Y cayó de espaldas sobre el lomo.

Turley se lanzó sobre él con el caballo y disparó otra vez para obligarlo a ponerse de pie. El disparo hizo trizas una roca a un palmo de su cabeza. El animal se internó entre las piedras, arrastrando su grillete.

En medio de la brutal persecución, Morrie se había acuclillado junto a nosotros y nuestro perro aterrado. Su voz aún reflejaba incredulidad cuando preguntó, a nosotros o al mundo:

—¿Por qué no le pega un tiro y le ahorra el sufrimiento? Damon era nuestro experto en cosas macabras.

—No sacará un buen precio si la piel tiene un agujero. Era una de las respuestas. La otra acudió a mí durante la noche, con la cruel claridad de los sueños. Yo estaba al otro lado de un corral hecho de rocas y huesos; entre las piedras asomaban fémures y costillares, era una mezcla entre un escenario y la hondonada de los búfalos. Los Turley, padre e hijo, caminaban en círculos en el centro del corral, vigilando los lobos que habían cazado. Yo los seguía desde lejos tratando de mirar, pero Eddie me advirtió, no sin cierta amabilidad: «Quédate fuera, Milliron. Nos encargaremos nosotros». Llevaba un sombrero deforme y lo agitó para provocar a los lobos. «Sabemos cómo lidiar con ellos», dijo, como si estuviera echándose un farol en el recreo. «Ya basta de perder el tiempo —dijo Brose Turley—. Vamos a desollarlos». Sacó un cuchillo. Los lobos se amontonaron como ovejas. Uno por uno, los Turley los arrastraron hasta el centro del corral tirando de ellos por una pata trasera y los desollaron. Brose les ponía la rodilla sobre el cuello y Eddie los agarraba por la cola. Alguien apareció a mi lado mientras los despellejaban y arrojaban las pieles en una pila. «Están manchándolo todo de sangre». En la voz de Rose había una nota de desaprobación, pero ¿qué hacía allí Rose? Era Morrie el que debía venir… Nunca falta un elemento ilógico en los sueños. Sin duda, era Rose, pues llevaba su delantal. «Pero ¿por qué lo hacen?». Yo no tenía respuesta. Parecía que me había tragado la lengua. Cada tajo sangriento de Brose Turley arrancaba un gemido y derramaba más sangre, y la pila de pieles seguía creciendo. En medio, no sé si vivos o muertos, los lobos yacían despellejados, con las tripas fuera. Es horrendo. «¿No te parece que es horrendo?», repetía Rose indignada, mientras mirábamos entre los huesos del corral. Por supuesto que era horrendo, le podría haber dicho, nada más horrendo que un hombre que actúa sin remordimientos.

Todavía faltaban varias horas para los sudores de esa noche. Brose Turley seguía allí, en el centro de las largas sombras del desfiladero. Los cuatro lo observábamos. Y también Houdini. El lobo siguió trastabillando con su cadena a cuestas hasta que la estaca se atascó entre dos rocas. Cayó exhausto, con la pata rota extendida detrás. Satisfecho, Turley sacó de las alforjas un grueso palo rematado con una herradura y se bajó del caballo. Era evidente que había hecho lo mismo muchas veces.

Se acercó al lobo, azuzándolo con el palo, y el animal le lanzó varios mordiscos con fuerzas desfallecientes. Turley saltó entonces sobre él como un rayo, le encajó el palo detrás de las orejas y apoyó todo su peso sobre él para mantener quieto al animal. Sin perder el equilibrio, levantó un pie y le estampó la bota en el pecho, aplastándole el corazón.

—Qué bestia —profirió Morrie.

Todos supimos que no se refería al lobo.