17

En nuestra vida de granjeros los inviernos eran como los anillos de los árboles, circunferencias finas o gruesas que luego crecían hasta fijar un patrón en el recuerdo. En el pueblo se hablaba todavía del invierno de 1906 y de la tormenta del día de San Valentín que nos había dejado sin clases toda una semana, mientras la nieve seguía cayendo eternamente y acumulándose bajo los aleros, hasta convertirse en una cortina puntiaguda de estalactitas de hielo. Sin ningún género de dudas, el comienzo de 1910 trajo al mundo el mismo tiempo desangelado de 1909. Solo el viento mostraba cierto ímpetu.

Día tras día, el sol despuntaba empañado tras lúgubres nubes blanquecinas. De camino hacia la escuela, los caballos apenas arrojaban sombras. Con la naturaleza a favor de su récord de asistencia, Toby rebotaba alegre en la silla, como si cabalgara en un poni de feria. Sin embargo, tanto nosotros como los Provonost lanzábamos miradas al cielo de reojo, pues habíamos recibido órdenes estrictas de refugiarnos en la primera casa, fuera de quien fuese, al primer borrón que anunciara una tormenta en el horizonte. Todos los vecinos de Marias Coulee estaban acostumbrados a esos caprichos del tiempo. Sin embargo, el cielo de ese año que acababa de empezar nunca llegó a ser amenazador: se conformaba con ser desapacible. Las pocas veces que llegó a nevar, ni siquiera Damon logró moldear una bola de nieve consistente. Si él no lo conseguía, no podía hacerlo nadie.

Tanto por los campos como por el cielo, aquellas semanas se me han quedado grabadas como una de las estaciones más extrañas que recuerdo. Los días se hacían largos e indistinguibles, como si el viento fuera estirándolos a fuerza de soplar, y, sin embargo, apenas nos alcanzaba el tiempo para seguirle la pista a todo lo que pasaba.

La escuela bullía de cosas en que pensar. Nos llevamos todos una sorpresa cuando Verl Fletcher y Vivian Villard se enamoraron como locos justo delante de mis narices; un día, Morrie había decidido animar el concurso de ortografía pidiendo a los concursantes que eligieran a sus compañeros, y Vivian había voceado alto y claro a su elegido: Ferl. «Vaya, vaya», pensé entonces, y con razón, porque con Verl detrás de mi pupitre y el de Vivian delante, yo ocupaba justo la silla de Cupido. Por suerte, supongo, yo aún tardaba en sentir la lujuria generalizada de la adolescencia, y observaba esos asuntos con relativo desapego. Sin embargo, en los fragores de ese invierno, debí de pasar más de cien notas apasionadas entre los dos tortolitos.

Por otro lado, mis hermanos y yo nos enfrentamos al considerable desafío de convertirnos en Drobnys honorarios. Hasta ese momento, Nick y Sam, los gemelos de tez oscura, y sus hermanas, Eva y Seraphina, que eran aún más morenas que ellos, nunca nos habían prestado mucha atención; probablemente, pensaban que lo mejor que podía decirse de nosotros es que no éramos suecos. Después de la tarde en que nos lanzamos en tropel sobre Eddie Turley, nos adoptaron poco menos que como hermanos de sangre. La situación era inquietante. Los recreos se nos llenaron de ecos gitanos. Al parecer, Damon y yo (incluso Toby) dominábamos oscuras artes sin saberlo. Quizá había sido el liderazgo de Damon en el cuartito de los abrigos, o mi repentino impulso de saltar encima de la monumental avalancha de Eddie. En realidad, sospecho que a los Drobny se les encendió la luz cuando Toby agarró con uñas y dientes el tobillo de Eddie. Ahora, Sam y Nick nos saludaban todos los días en el recreo con un manotazo en el hombro y un «¿Cómo va eso?», y se quedaban flanqueándonos como dos guardaespaldas enanitos. Bastaba con que Toby tropezara con otro niño para que Eva y Seraphina tomaran la justicia por su mano; un día, nuestro hermano tuvo una riña menor con Emil Kratka por el columpio, y ambas hermanas pellizcaron a Emil hasta hacerle moratones. Nuestros nuevos amigos no contribuían precisamente a aumentar nuestro círculo social. Se decía, por no ir más lejos, que a los hermanos Drobny les cosían la ropa interior al comienzo del invierno y por eso nunca se la quitaban, pero, por más que fueran extranjeros, siniestros y despiadados, todavía me acuerdo con cariño de aquellos curtidos gemelos cada vez que necesito tenderle una emboscada en mi departamento a alguna amenaza legislativa.

Luego estaba el propio Eddie, en lo más alto de mi inventario mental de ese invierno. Siempre que echaba un vistazo a mi espalda, lo descubría mirando con cansancio hacia la pizarra, pero mirando. Todavía no acababa de creérmelo, pero parecía que la apuesta de las gafas había dado sus frutos y Morrie había conseguido rescatar a Eddie. También había contribuido el significativo hecho de que Morrie no había salido al recreo el día que Eddie le dio una paliza a Milo por burlarse de sus gafas.

Brose Turley no había dado señales de vida —a pesar de mis poderes adivinatorios— salvo en mis pesadillas.

—¿Alguien sabe qué es esto?

Morrie mostraba en esta ocasión un artefacto compuesto de engranajes y ruedas, con varios brazos de metal que sostenían pequeñas esferas y un cigüeñal que partía de una brillante esfera esmaltada en el centro.

Carnelia había aprendido la lección después del ejemplo del pluviómetro. Levantó la mano y ni siquiera esperó a que Morrie dijera su nombre. —Es una máquina de los planetas.

—Casi —dijo Morrie con generosidad—. Es un modelo mecánico del Sistema Solar. —No pudo resistir la tentación de darle a la manivela, y los pequeños planetas giraron en torno al radiante Sol—. Desde luego, los planetas, incluido el nuestro, son los elementos principales. Técnicamente, Carnelia, y también os lo digo a los demás, a este ingenioso artefacto —un nuevo empujoncito y Venus salió a la caza de Marte, Júpiter y Saturno volvieron a cabalgar nariz con nariz— se le denomina «planetario de mesa».

Y así fue como el invento del barón de Orrey se unió al infalible cometa Halley para alumbrar nuestras clases sobre las ciencias celestes. Comprendí que Morrie no descansaría hasta que empezáramos a pasar la noche en vela, recorriendo con un dedo las constelaciones.

En aquel momento, sin embargo, confiaba también en que a nuestro maestro no se le hubiera ido la mano. Un solo vistazo al calendario prácticamente virgen de la compañía Westwater Mercantile, que estaba colgado en la pared, evidenciaba en qué medida su entusiasmo iba por delante de la propia maquinaria del cosmos. El cometa Halley no llegaría hasta entrada la primavera. ¿Habría agotado el firmamento nuestro profeta de los cielos (y de paso nuestro interés) para cuando el ilustre visitante hiciera su aparición?

Ni por asomo. Justo cuando todos nos moríamos por hacer girar aquella manivela mágica para poner en marcha el carrusel de los planetas, Morrie apartó astutamente el planetario, se inclinó sobre el pozo sin fondo de su cajón y sacó una manzana. Le dio un mordisco y masticó a conciencia delante de nuestras miradas de asombro, y luego, como con reminiscencias de la tía Eunice, declamó con voz profunda:

Una manzana Newton vio caer, y descubrió

en el ligero sobresalto de la contemplación

—o eso dicen (en este mundo no he de responder

por los cálculos de los sabios o su parecer)—

un modo de probar que la Tierra giraba

con natural ímpetu, al que llamó gravedad.

Y fue el único mortal, desde el tiempo de Adán,

que con la manzana y la caída supo lidiar.

Para concluir, Morrie dejó caer la manzana, que se estrelló contra el suelo con un pof.

El truco funcionó. Como nunca. Una epidemia de sonrisas recorrió el aula, contagiando incluso a la mayoría de los de octavo. El momento marcó hasta donde estaba dispuesto a llegar Morrie en sus excursiones por la ciencia del cosmos: si hacía falta llevarnos hasta el Edén para que comprendiéramos la ley de la gravedad, allá iríamos.

—La gravedad está presente en todas partes —nos informó acto seguido, con el aplomo de un maestro de ceremonias del circo—, desde los cielos hasta la tierra bajo nuestros pies. Su fuerza es uniforme, tanto en lo grande como en lo pequeño. Observad.

Recogió la manzana, tomó prestado el lápiz mordido de Josef Kratka, sostuvo los dos frente a él a la altura del hombro y los dejó caer en el mismo instante. Cuando se estrellaron contra el suelo exactamente a la vez, el estudiantado de Marias Coulee parpadeó con interés. Morrie se sacó enseguida del bolsillo un centavo de cobre y un dólar de plata, y los dejó caer, con los mismos resultados.

—Ahora intentadlo vosotros —nos desafió.

Curso tras curso, todos nos lanzamos a experimentar la fuerza de la gravedad. Una pelota y una fiambrera vacía caían a la misma velocidad, pero también una pelota y una fiambrera que estaba llena, según descubrimos con asombro. Una bota y el capuchón de una pluma. La regla y el borrador de la pizarra. A Damon y a Grover se les ocurrió el experimento más diabólico: uno de ellos levantó en alto un saco repleto de carbón mientras el otro sostenía con delicadeza un alfiler. La ley de la caída de los objetos se cumplió una y otra vez, y con ese pie ya firme en la gravedad, Morrie nos fue elevando cada vez más alto, clase tras clase, hacia las maravillas del Universo.

—Copérnico —decía de pronto, como si se acordara de un conocido—, él sí que sabía ver dónde estaba el centro de las cosas.

Y con eso conjuraba de vuelta a la vida todo el sistema heliocéntrico, a Kepler y a Galileo y al singular Tycho Brahe, y nos conducía hasta las lentes de sus telescopios temblorosos, y más allá, hacia los hitos plateados de las constelaciones. En las épocas de la superstición, nos advirtió en otra ocasión, los investigadores de los cielos no habían sido tratados mejor que los vagabundos de la tierra.

—No hay nada que temer, jóvenes estudiosos. Un cometa orbital solamente predice su propia llegada, y no el fin del mundo. Hasta donde sabemos, el cometa Halley ha venido y ha vuelto a irse en más de veinte ocasiones, y el mundo sigue aquí.

Había que concederle que era cierto, pero Morrie decidió enfatizarlo colgando una reproducción de un cuadro de Delacroix en el que el cometa surcaba benignamente el cielo por encima de los labriegos de los campos. Se llamaba El dragón estrellado.

—Es una representación muy bonita del cometa —opinó Morrie.

Ojalá pudiera embotellar esa pasión que Morris Morgan ponía en sus clases de astronomía y entregar una botella a cada uno de los maestros bajo mi jurisdicción. Por supuesto, me gustaría pensar que era nuestra hora diaria de latín lo que afilaba su mente como una navaja, pero sería terriblemente miope. Lo más probable es que, dado que el cometa estaba en camino, Morrie simplemente se puso a la altura de su papel, igual que un actor saca lo mejor de sí en un escenario consagrado. Fuera cual fuese la causa, durante esas semanas del invierno, mientras nuestro astro con cola de dragón recorría millones de kilómetros a nuestro encuentro, Morrie se balanceaba en la cuerda floja de la astronomía, algunos días más que otros, pero sin caerse jamás al suelo.

—Anoche quité el papel de las paredes del salón.

Era un anuncio típico de Rose en nuestros susurrados diálogos matutinos durante aquellos días. Prácticamente echaba chispas de energía ahora que tenía que ocuparse de una nueva casa, ya la tercera, si contábamos la casita de Morrie.

—No me gustaban esas flores moradas del tamaño de una col.

—A mí me hacían pensar en murciélagos aplastados —murmuré como respuesta.

Damon y yo estábamos convencidos de que la tía Eunice había decorado el salón como una cámara de los horrores para espantarnos.

—¿Sabes, Paul? Estoy feliz de haber comprado la granja… Pero he estado pensando en algo. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Sí, eh… creo.

Me eché hacia delante en la silla y esperé, tenso, por si se nos venía encima otro diluvio.

—Los surcos… —dicho así, en un susurro, parecía todo un misterio. El ceño de Rose se redujo a una arruga ínfima, a medida que me refería su perplejidad—. La tierra está ahí, pero cada vez que le pregunto a tu padre cuándo piensa arar, pone una cara rara. ¿Cuándo es normal empezar a arar?

—En la primera luna llena después del equinoccio en que ya no se vea escarcha en la tierra.

—Vale.

—Paul, Paul, Paul.

Morrie no repetía mi nombre más que cuando mis traducciones eran realmente nefastas.

Era viernes, y ambos llevábamos a cuestas una extenuante semana escolar. Los días habían empezado a alargarse cada día más —si uno miraba la pradera desnuda, podía pensar que el invierno estaba en retirada, salvo porque ese invierno nunca se declaró— y el aula ya no resultaba tan acogedora ahora que había más luz. Sin embargo, Morrie seguía enseñándome latín, pese a que debía de preferir descansar en su casa con los pies en alto.

—Vamos a intentarlo otra vez. Trata de seguir el ritmo de la frase, ¿vale? Veni.

—Fui.

Vidi.

—Vi.

Vinci.

—Conseguí la victoria.

—¡No! —Se hundió en el escritorio—. ¿Por qué? ¿Por qué después de dos verbos intransitivos empleas uno transitivo?

Quizá tuviera razón. Hice una astuta modificación:

—Fui victorioso.

Morrie me miró con cara de disgusto.

—¿Por qué no? —me defendí—. Usted siempre me dice que mire la raíz, y en latín «victoria» se dice victoria.

—Un razonamiento impecable —dijo cansado Morrie—, salvo porque has decidido recurrir a la raíz de un sustantivo cuando estamos hablando de un verbo intransitivo. Vinco, vincere, etcétera, como en «invencible». ¿Me entiendes ahora?

Me quedé pensando. La discusión tenía un eco de las negociaciones entre papá y Rose. Uno trataba de usar la lógica pero, al primer descuido, las reglas habían cambiado y te quedabas en el aire, colgando de la brocha.

Ésa tarde, en el repertorio de Morrie no figuraba la compasión.

Soltó una especie de gruñido —tal vez fuera el crujido de la silla— antes de darme una nueva indicación:

—Busca el verbo pertinente. En el diccionario.

Fui hasta el diccionario y volví. Y me di por vencido:

—Vale. Vencí. ¿Morrie? —habíamos acordado que no hacía falta que lo llamara «señor Morgan» en nuestra hora de después de clases si no había nadie por ahí—. ¿Ha ido alguna vez a Roma?

—¿A Roma? Sí, un par de veces… Tres, en realidad —dijo algo ausente. Luego levantó la vista—. Por los guantes. Había que hacer algunos viajes.

La idea de ir a conocer Roma me dejaba sin aliento.

—¿Y estuvo en el Coliseo y lo demás?

—Por supuesto. Tuvo sus días de gloria hace unos dos mil años, pero sigue siendo impresionante. La huella de los siglos está presente. —Se quedó pensando—. La antigüedad es una mercancía extraña: vale más si está en ruinas… Pero nos estamos desviando del tema. —Cogió los folios con los deberes que me había puesto y los miró por encima—. Parece que no te molesta que te feliciten, ¿no?

Dije que no con la cabeza. Amo, amas, amat… Me resultaba más fácil jugar con los verbos latinos que con los Drobny. Morrie miró de nuevo los folios.

—Y parece que estás bastante al día con las declinaciones. Asentí. Yo devoraba las declinaciones… Morrie se arrellanó de nuevo en la silla y volvió a gruñir.

—Entonces, ¿por qué las traducciones siguen saliéndote tan rígidas como un cadáver?

La respuesta estaba fuera de mi alcance. Era apenas un neófito, y no alcanzaba a entender que Morrie me hacía avanzar por el latín a galope tendido, a un paso tan apremiante que el vocabulario que iba aprendiendo siempre quedaba atrás, mordiendo el polvo. Con la ayuda de papá, cada noche me aprendía de memoria diez verbos nuevos. Morrie bien podía ponerme dos o tres de ellos al día siguiente en las condenadas frases que tenía que traducir. —Aquí tengo otra para ti.

Me pareció captar un brillo pícaro en sus ojos cuando se volvió hacia la pizarra. Lux desiderium universitatis, escribió. No parecía demasiado difícil, lo cual me hizo desconfiar.

—Es una de mis preferidas —dijo Morrie—. Una frase clásica de Copérnico.

Copérnico no estaba allí para traducirla al inglés, pero yo sí. Morrie me miró con severidad:

—Voy a darte una pista. No hay que traducirla necesariamente en tres palabras, pero tampoco hay que amontonar verbos pasivos por docenas. Es una frase con un equilibrio encantador. Así que adelante, discipule.

Trabajé en ella durante un rato. Los entresijos del lenguaje me fascinaban ya entonces, pese a que avanzaba a tientas y hacía desgarrones y tropezaba allí donde debían deslizarse las palabras. Finalmente, carraspeé.

—Todo quiere que haya luz.

Morrie frunció los labios, enarcó las cejas y meneó la cabeza.

—Todo desea… —eché marcha atrás—. Todo ansia la luz.

—Según entiendo, estudias latín, Paul, no adivinación —me soltó—. Sigue trabajando en la frase. Te va a venir bien. —Se acarició el puente de la nariz, otra de las posturas que adoptaba para pensar—. Cuando uno trabaja con una lengua, tiene que encontrar un principio rector. Cuando traduzcas, recuerda siempre que hay que trabajar desde el interior de la palabra hacia el exterior para encontrar el equivalente en inglés. Si hace falta, tienes que asignarle otros sentidos parecidos a las palabras, para apropiártela, para hacer tuyo el significado…

—¿Qué quiere decir eso? —Había empezado a enfurruñarme: estaba cansado de que Morrie me tendiera trampas en las dos lenguas—. Cuando fuimos a limpiar el cuartito me dijo que tenía que asignarme una tarea, y ahora parece que tengo que coger esa palabra y cambiarla por otra. Yo creía que «asignar» se refería a los trabajos que uno debe cumplir debidamente.

—Es un caso de homónimos: palabras que se escriben igual pero significan cosas diferentes. —Se detuvo un momento—. De hecho, bien mirado, se trata de un caso de multinomia.

Genial. Ahora, una palabra podía tener todos los significados que quisiera.

Era justo el tipo de cosa que entusiasmaba a Morrie.

—Una interpretación muy apropiada, sí —dijo haciendo tamborilear los dedos—, pero, por otro lado, el verbo «asignar» significa «adjudicar» algo, de tal manera que la persona a la que se le adjudica algo pasa a ser dueño de eso, se lo queda. Quedarse con algo tampoco sería un mal equivalente, en términos coloquiales. —Se llevó la mano al bolsillo y me lanzó una moneda de un centavo—. Toma. Ahora es tuya. ¿Qué acabo de hacer?

—¿«Dar»? ¿«Pagar»? No, espere, ya lo entiendo… Acaba de hacer una «asignación», igual que hace el gobierno de Helena con el dinero de la gente, ¿no?

No podía imaginar entonces que la vida me enfrentaría más tarde a un depredador conocido como «el presidente del comité de asignaciones».

—Te mereces un diez por eso —concedió Morrie, y por primera vez en toda la tarde pareció vagamente satisfecho con mis progresos—. Volvamos entonces a Lux desiderium universitatis

—¡Sooo! ¡Tranquilos!

La orden vino acompañada del tintineo de los arneses, y los caballos de la carreta se detuvieron frente a la escuela. Luego oímos el chirrido familiar del freno de mano.

—¡Tranquilo, Blue, tranquilo. —Papá siempre elevaba el tono con los caballos—. Tú quédate también ahí, Snapper!

Ni Morrie ni yo habíamos previsto aquel finís para nuestra hora de latín. Como mínimo, me había ganado un centavo ese día. —La carroza del joven Catón espera fuera —anunció papá al entrar en el aula—. Pasaba por aquí y se me ocurrió llevarme a casa a Paul.

—Siempre es un placer ver al presidente de la junta escolar —lo recibió Morrie—. Según entiendo, entre las ventajas del cargo está rellenar el cubo del carbón, ¿no es así?

Papá se sacó un papelito del bolsillo y escribió «carbón». Luego hablaron un momento de hombre a hombre, mientras yo recogía mis libros en el pupitre. Estaba listo para irme cuando papá empezó a mirar el aula como si estuviera en un museo.

—Por cierto, Morrie. No recordaba que en nuestro presupuesto hubiera habido una derrama para comprar un planetario o un medidor de lluvia.

—No se preocupe —dijo Morrie con gesto grandioso—. Los he traído yo mismo. Oliver, me parece que me mira con cierto enfado.

Papá estaba visiblemente incómodo.

—Es una irregularidad, como poco, que los maestros tengan que rascarse el bolsillo para comprar material para las clases. Podría haber venido a hablar con la junta y…

—Y habría tenido que contarle a Walter Stinson la historia completa del planetario y también la del Sistema Solar. Y Joe Fletcher me habría preguntado si no podemos recoger la lluvia en una lata en vez de utilizar un pluviómetro. Son hombres bondadosos, pero se toman su tiempo para tomar una decisión, ¿no? —Morrie señaló hacia lo alto, su actual campo de interés—. El cometa Halley no coincide a menudo con nuestras clases de ciencias, como bien sabe. No puedo esperar hasta que se discuta el presupuesto. —Una sonrisa de impotencia afloró entonces a su rostro—. Ya me han acusado alguna vez de ser pródigo con mis propios fondos. No es un crimen capital.

—Hay algo que no me encaja —dijo entonces papá; tal como se estaban poniendo las cosas, volví a poner los libros en el pupitre—. Ésta escuela y nuestros niños son lo mejor que tiene Marias Coulee, pero es obvio que usted está acostumbrado a otro nivel intelectual. —Papá recorrió otra vez el aula con la mirada y se detuvo por fin en el hombre que ocupaba el escritorio del maestro—. Sin embargo, aquí está. Si el sueldo le importa un comino, ¿qué gana estando aquí?

—Me sorprende un poco que lo pregunte. —Morrie parpadeó como si de verdad estuviera sorprendido—. Un trabajo de esta naturaleza es una vacuna preventiva.

Ahora fue papá el que se sorprendió.

—¿Contra qué, si se puede saber?

—Contra la corrosión del tedio. Estoy seguro de que usted ha conocido algo parecido, Oliver. ¿No me contó algo así a propósito de su negocio de acarreos en aquellas calles de Manitowoc que conocía demasiado bien?

Papá se percató de que yo había empezado a prestar atención. Me habría encantado que el debate prosiguiera —el latín me había abierto el apetito para la esgrima verbal—, pero le puso fin.

—En nombre de la junta —declaró— le diré que es una suerte que la vida aquí no le aburra. Tenemos la esperanza de que siga al cargo de la escuela el año que viene.

—La posibilidad existe —se limitó a responder Morrie, pese a que parecía a punto de ronronear de satisfacción.

Yo me había adelantado ya a la posibilidad: el año siguiente Morrie podría enseñarme griego. Después de Roma, ¡Atenas!

—Paul —papá interrumpió mis pensamientos—, trae tus cosas, es hora de irnos a casa.

—Antes de que se marche —Morrie se levantó y le enseñó a papá nuestra libreta de registros climatológicos—, quiero enseñarle algo de interés para los agricultores.

Papá se asomó por encima del hombro de Morrie y repasó en silencio las precipitaciones desde el comienzo del año. Yo ya sabía que eran unos números escuálidos, en más de un sentido. Todavía no habían llegado mis días como inspector general del tiempo, pero según Damon, hasta un escupitajo contenía más agua que la que había recogido nuestro pluviómetro.

Morrie pasó la última página y se volvió hacia papá.

—¿Oliver? —dijo con el mismo tono expectante con que solía llamarnos en clase.

—No es ninguna noticia que viene un año seco. Según parece.

—Yo más bien diría un año árido.

—Venga, Morrie, venga. Cualquier vendedor de tierras que sepa ganarse el sueldo puede confirmarle que la aridez es un seguro contra las inundaciones.

Por la expresión de Morrie, si papá prefería hacer bromas sobre el asunto, ese era su problema. Cerró la libreta de golpe.

—La verdad, no acabo de entender las estaciones aquí en Montana —murmuró—. Todas parecen una larga sucesión de marrones. ¿Cuándo aran ustedes exactamente?

Papá le recitó la ley de la luna llena, igual que yo se la había recitado a Rose.

—Fascinante —fue todo lo que dijo Morrie.

Papá estuvo muy callado en el camino de regreso. Yo iba sentado junto a él en el pescante, lo cual era todo un privilegio, y el atardecer decidió ofrecernos un espectáculo: entre los distintos estratos de nubes, el naranja y el dorado caían a raudales sobre los blancos picos de las Rocosas. Me parecía francamente injusto que el Dique Grande estuviera acaparando toda esa agua —era la nieve de los picos la que iba a surtir la presa y los canales—, pero dudaba mucho que papá quisiera oír aquello en ese momento.

El ambiente en casa no era precisamente tranquilizador. Toby y Houdini estaban peleándose sobre la alfombra del salón y en la mesa de la cocina Damon fabricaba cola de harina para sus álbumes en medio de los periódicos descuartizados. De vez en cuando, un silbidito delataba el ir y venir de Rose, que se daba prisa para irse a su casa. Papá depositó en la encimera el saco con el correo y los alimentos, y sacó los ingredientes de la cena. Judías con jarrete de cerdo, predije con un suspiro, y despejé una esquina de la mesa para dejar mis libros en medio del desorden de Damon. Papá puso el agua a hervir —siempre el primer paso en los guisos de la familia Milliron—, se sentó en su sitio y revisó el correo. Todavía parecía preocupado.

Damon no. Me dedicó una malvada sonrisa, mientras recortaba un nuevo artículo deportivo de su pila de periódicos.

—¿Cómo te fue hoy con Estefi Delis?

Le había puesto ese nombre al latín desde Navidad, después de que yo cometiera el error de explicarle el origen lingüístico de Adeste Fidelis.

—Solo los valientes sobreviven —contesté al estilo romano—. ¿Quién es este matón? —Un boxeador de cejas espesas me miró desafiante desde la página de basura impresa de Damon—. No me gustaría encontrármelo en un callejón oscuro.

—Rube Killian. —Damon le dio la vuelta al álbum para enseñarme el titular que acababa de pegar—: «killian retiene la corona de los pesos medios con un festín de golpes». Lo llaman el Asesino de Ashtabula. Y también Killian el Carnívoro. Y Rube el Destructor.

—Qué simpático. —La abundancia de apodos mortíferos en la galería de malhechores de Damon me trajo algo a la memoria—. Papá, esta noche tenemos que buscar la palabra «multinomia».

Papá no me escuchó. Estaba leyendo una carta con el dedo.

—Maldición.

Viniendo de papá, eso equivalía a la erupción de un volcán. Toby y Houdini se callaron. Damon dejó caer las tijeras.

—¿Oliver? —Rose se asomó al umbral con gesto preocupado—. ¿Ha ocurrido algo?

—El inspector va a venir a hacernos una visita.

—¿El inspector? —Rose lo miró como si un fantasma hubiera entrado en la habitación—. ¿Y viene a inspeccionar…?

—La escuela. Qué otra cosa…

Morrie le dio una palmadita a la carta la mañana siguiente. Era sábado.

—Disculpe, Oliver, pero no veo aquí nada relacionado con mi cometido al frente de la escuela. ¿«La frecuencia inusualmente alta de sustituciones»?

Habíamos acudido en masa a la casita de la escuela. Rose quería venir también y papá no podía quedarse tranquilo dejándonos a mí y a Damon (y, por extensión, también a Toby) fuera de un asunto que prácticamente nos llamaba a gritos: «¡La escuela!». Contestó la pregunta de Morrie como si se tratara de un inocuo problema de aritmética.

—Ah, sí. Eso. Hemos tenido, veamos… ¿cuatro maestros en los últimos cuatro años?

—Cinco —corrigió Damon. Yo añadí:

—No estás contando a Morrie.

—La señorita Trent era la peor —declaró Toby, como si acabara de decidirlo, todavía dolorido por el reglazo que le había dado por hablar en clase.

—Todas acaban casándose. —Papá se pasó la mano por la cara para expresar su impotencia—. Pensamos que con Addie Trent estaríamos curados… —De repente, le lanzó una mirada cautelosa a Morrie—. ¿Usted no tendrá una novia escondida en Minneapolis, verdad?

—No, de momento no soy un hombre casadero. ¿O sí, Rose?

—No, que yo sepa.

Morrie dejó la carta sobre la mesa. Todos nos apartamos de ella sin dejar de mirarla, como si pudiera contagiarnos la rabia. Con el paso de los años, he firmado un gran número de cartas parecidas, y siempre he sido consciente del impacto que tiene el título de superintendente de Instrucción Pública. Entonces aún era inocente y no había ocupado ningún cargo. Simplemente me quedé mirando, como todos, aquella hoja de papel. Rose sacudió la cabeza de mal humor. Sin duda, habría deseado barrer el folio fuera de la habitación.

Morrie fue el primero en recobrar los ánimos.

—Al menos no parece que el coco esté a punto de llegar. —Observó el papel y leyó en voz alta—: «Dado que hay una lista de escuelas pendientes de inspección, un miembro de nuestro departamento visitará Marias Coulee en fecha todavía por definir». Veo que de todos modos la perspectiva no le hace gracia. ¿Por qué, Oliver?

—Para empezar… —papá tomó aliento como si fuera a dar un recital— los inspectores estatales pueden quitarle el trabajo a un maestro después de evaluarlo. Por incompetencia —lo dijo como un epitafio bajo el que Morrie jamás desearía verse enterrado—. Peor todavía, el superintendente de Instrucción Pública también puede disolver las juntas escolares.

Morrie le lanzó una mirada, y también Damon y yo, pero papá aún no había acabado.

—Y eso no es ni la mitad. El Estado puede clausurar una escuela así —chasqueó los dedos—, de un momento a otro.

—¿Clausurar la escuela? —Morrie expresó en voz alta la impresión que nos sobrecogió a todos.

Papá conocía bien el procedimiento:

—Primero tienen que hacer una «inspección», pero sí, si descubre que la escuela no tiene el nivel requerido, el superintendente puede clausurarla. Lo que hacen es retirarle los fondos del comité de asignaciones y usarlos para montar una residencia escolar en el pueblo más cercano, adonde mandan a estudiar a los chicos. Ya ha pasado en el Este del estado. En Ingomar y otros lugares. A los chicos indios los trasladan en bloque.

Una residencia escolar. A Damon y a mí eso nos sonaba al penal de Alcatraz.

—Pues, entonces —Morrie se toqueteó los gemelos de la camisa, como si papá y él estuvieran preparándose para ir a matar un dragón—, será mejor que me luzca cuando venga el inspector. Y usted también, ¿no, Oliver?

—No puede haber ni una mancha. Ni una mota. Y tenemos que empezar por su bona fides.

—¿Por su qué? —preguntó Rose, como si fuera algo a lo que había que darle un buen repaso.

—Creo que Oliver se refiere a mi historial educativo y laboral, querida.

—Ah, eso.

—Primero que todo, la Universidad de Chicago —detalló papá—. Y luego, cualquier cosa relacionada con la enseñanza, en la época en que trabajaba en el ramo del cuero. Eso ampliaría su currículo.

—Aprendimos nuestras lecciones —dijo Morrie displicente, sin acabar de mirar a Rose—. Por eso no se inquiete.

—En otras palabras —papá aún quería dejar en claro que era el presidente de la junta escolar—, cuando el inspector esté aquí hay que vigilar cada punto y cada coma. Hágalo y yo haré lo mismo. —Soltó un suspiro—. Ahora, no todo depende de nosotros. Están también los Estándares.

—Los…

Con gesto sombrío, papá aclaró el asunto:

—Los exámenes estándar del estado, para ver qué saben los niños en comparación con los de otras escuelas.

—Santo Dios —dijo Rose en nombre de todos.

—Si ese inspector le da la lata a Morrie, podemos echarle encima a Sam y a Nick —dijo Damon medio en broma cuando nos metimos en la cama esa noche.

—O a Eva y a Seraphina —dije yo—, todavía peor.

Una semana entera pasó de puntillas, y luego otra, sin que el coco del Departamento de Instrucción Pública se abatiera sobre nosotros. Es difícil que un peligro inminente siga siendo inminente si no se le ve el pelo. Poco a poco, papá empezó a rumiar otros asuntos. Todos tenían el mismo origen: la primavera.

El contagio llegó también a la escuela. Grover y yo sacamos nuestra pelota de béisbol en el recreo un día de cielo azul. (Sam y Nick se quedaron viéndonos lanzar un par de minutos y luego siguieron a Damon hasta el cajón del juego de la herradura, para deleitarse con el entrechocar del hierro contra el hierro). Arabrab se adelantó a las demás chicas y fue la primera en enfundarse unas medias de color beis, en vez de las recias medias grises del invierno. Hasta el aire empezó a cambiar al paso de los petirrojos que pasaban volando a toda velocidad tras las ventanas.

Una mañana, la ventana de la cocina amaneció sin escarcha. Rose entró muy agitada y me preguntó con un susurro:

—¿Cuándo crees que tu padre…?

—Ya no falta mucho —respondí en un suspiro.

Faltaba aún menos de lo que creía. Papá había dejado de suspirar cada vez que alguien hablaba de sembrar: sospecho que, en secreto, se moría por empezar. La estación entraría oficialmente ese domingo, hacía un tiempo perfecto y a la luna no le faltaba ni el ancho de un paréntesis para estar llena; papá sacó el arado del establo y empezó a afilar las cuchillas.

Nos reunimos esa soleada mañana de domingo en la granja de Rose. Rae había venido a hacernos compañía y George a carraspear y a poner pegas: quería ver cómo pensaba arar papá, antes de arar él. Por fortuna, el campo no parecía compartir sus dudas. El calor había derretido los últimos restos de nieve sucia y la tierra marrón yacía desnuda bajo esa costra de polvo típica de los sembrados de secano. Con todo, había que indagar de qué humor estaba la tierra. Papá se adentró en el campo con sus andares filosóficos de granjero, hincó una rodilla en el suelo, cogió un puñado de tierra y lo frotó entre el pulgar y la palma de la mano, como si fuera la tela más fina. Regresó ungido con una sonrisa adonde todos lo aguardábamos.

—Yo diría que está pidiendo a gritos el arado.

—Aquí nunca se ha arado tan pronto. —Las observaciones de George eran tan obvias como su barba.

—Es lo que pasa en los inviernos benignos —dijo papá, como si hubiera vivido cien inviernos parecidos—, uno puede empezar antes con los campos. ¿Por qué no me echáis una mano con el arado? Me voy a arriesgar del todo y voy a poner la cuchilla en la última muesca.

Jamás olvidaré la escena. La primavera colgada del brazo desmadejado del invierno, las mujeres charlando sin sombrero bajo el sol, los gruñidos y el estrépito de los hombres mientras ajustaban la cuchilla del arado. Damon y yo habíamos ayudado a poner los arneses y enganchamos los dos enormes caballos al tiro. Papá encargó a Damon que sujetara las riendas —Snapper y Blue eran los animales más pacientes del mundo, pero había que sujetarles las riendas— y mi hermano me sonrió algo cohibido, con todo aquel poderío animal entre las manos. Dadas mis destrezas como organizador, a mí me confiaron la caja de herramientas, la lata de aceite, el jarro de agua y otros artículos misceláneos, hasta que papá eligiera el misterioso lugar en el lindero del campo que serviría de almacén. Excusado de las labores agrícolas, Toby se concentraba en zarandear a Houdini y no perder de vista su sombrero. Heredábamos los sombreros uno de otro a medida que íbamos creciendo y, en un hito más de aquella primavera, Toby había recibido el sombrero viejo de Damon, que todavía estaba muy bien, salvo que le quedaba grande y se le volaba cada dos por tres en sus refriegas con el perro. Me hice el propósito de meterle una tira de periódico doblada bajo la cinta cuando volviéramos a casa. En mi imaginación, podía oír la voz de la tía Eunice: «Pobre crío, mira que ir por ahí con esa especie de bacinilla en la cabeza».

Morrie hizo su aparición. Yo sabía que vendría. ¿Cómo podía no venir? Había rematado esa semana con una vertiginosa lección sobre el equinoccio de primavera y ahí estaba, presto a tutelar el arado.

Toby y Houdini estuvieron a punto de arrollarlo y se alejaron con un grito y un ladrido de alegría. Le grité a Tobe que se calmara un poco, pero el sombrero y la cola del perro desaparecieron tras el arado en su siguiente carrera.

—Prueba fehaciente de que el movimiento perpetuo es posible —comentó Morrie.

Papá y George lo saludaron sin dejar de apretar el arado y Morrie se arrimó prudentemente a Rae y a Rose. Caí en la cuenta de que, aunque ya habían hecho las paces, era la primera vez que él visitaba la granja desde el día de la mudanza de Rose. Se miraron con una larga sonrisa antes de decirse nada.

—Para ser un peón de labranza, estás francamente preciosa —logró decir por fin Morrie, y le dio un beso en la mejilla.

Ella se le colgó del brazo.

—¿Quién se habría imaginado algo así?

—Yo no, desde luego. —Morrie echó un vistazo al campo, como quien trata de leer un mapa en una lengua olvidada.

—Es un sueño hecho realidad. —Se volvió hacia mí, se echó a reír y arrugó la nariz como para excusarse por hablar de sueños en mi presencia—. Si no te importa que te lo diga…

El alarido de Toby nos dejó helados.