15
Muerta, pero todavía sobrecogedora, la tía Eunice ensombreció ese año el final del calendario y el comienzo del siguiente.
El funeral tuvo lugar la semana entre Navidad y Año Nuevo, y segó de un tajo cualquier plan para las vacaciones. En una tumba cubierta de escarcha, no muy lejos de la de mamá, Eunice Mae Schricker descansó por fin, aunque a juzgar por los presentes no había modo de garantizarlo. Papá parecía incómodo en su traje de luto y ponía cara de estar corriendo a marchas forzadas con unos zapatos que le apretaban. Damon tenía la mirada vacía, fija en los agujeros que él mismo iba escarbando en el suelo con las botas. Toby no se nos despegaba y estaba hecho un mar de lágrimas. Y nosotros ni siquiera éramos la familia inmediata. George, del otro lado de la tumba abierta, estaba francamente destrozado. Rae parecía bastante tranquila.
Junto a George se hallaba Morrie, solemne como un estadista en visita oficial. Rose, que estaba al lado de Rae, se había puesto un vestido de seda negra bajo la capa. Noté que estaba temblando pese a que hacía un tiempo inusualmente agradable. Yo mismo me eché a temblar cuando los seis hombres vestidos de luto levantaron el ataúd: las asas eran de bronce, igual que en el sueño en el que papá y Joe Fletcher forcejeaban con un cajón y la tía Eunice se reía en su mecedora porque nosotros tres no conseguíamos bajar del tren. Por lo visto, incluso allí, en el cementerio de Marias Coulee, estaba decidida a decir la última palabra.
El primer lunes de 1910 me encontró en la mesa de la cocina, reponiéndome de un sueño en el que había tres frascos de caramelo duro que nadie, ni siquiera Alf Morrisey, el herrero, conseguía destapar.
Debía de tener mejor cara de lo que creía, porque Rose no me hizo ningún comentario al entrar. Por desgracia, ese día no traía ningún plato, ni un molde de hornear cubierto con un trapo. Seguramente la tía Eunice se habría opuesto a que nos consoláramos así de su muerte, pero esa semana comimos mejor que nunca, gracias a los pasteles y hojaldres que las vecinas le mandaban a Rae y ésta nos remitía con Rose cada mañana.
—Dice Rae que lo siente pero la comida de las condolencias se ha terminado.
Por algún motivo, susurraba con más ímpetu ahora que había empezado un nuevo año, y tenía las mejillas encendidas por la emoción. Sin duda, se había sobrepuesto antes que yo a los espantos del funeral. Se quitó los guantes y la bufanda, se despojó de la capa y se acercó a mirarme, todo en un suspiro.
—¿Qué dice nuestra mitad de séptimo? —Enarcó la ceja, como invitándome a un lugar donde eran posibles las revelaciones—. ¿Listo para volver a la escuela?
—Sí. Supongo.
En realidad, a lo único que quería volver de inmediato era a la hora de latín después de clase.
—¿Has hecho algún propósito para el nuevo año? Sí, ¿verdad? Nosotros siempre los hacíamos… —Yo había visto cambiar así su expresión más de una vez: era como si hubiera tropezado con un espejo del pasado—. Por ejemplo, hubo un Año Nuevo en que me propuse que nunca iba a tener envidia de nadie. Me duró hasta que a la vecina de al lado le regalaron un caballo. —Me sobresaltó con una risita melodiosa que remató en una carcajada—. Sigo pensando que fue una prueba francamente injusta para mi modesta resolución.
—¿Qué propósitos se hacía Morrie? —susurré, animándome.
—No me acuerdo. Probablemente, aprenderse de memoria el almanaque o algo así, ¿no?
Los dos empezamos a carcajearnos, y fue así como papá nos encontró al franquear el umbral.
—Feliz Año Nuevo, Rose, aunque ya veo que el año ha comenzado con alegría. Y buenos días, por cierto.
No solía levantarse tan temprano, pero por algún motivo no me sorprendió. Creo que daba por hecho que el cambio de año podía marcar un nuevo comienzo para toda alma razonable, incluida el alma de un dormilón como papá. Enero tenía que justificar su existencia, ¿no? Las vacaciones habían concluido, las obras del dique se reanudarían a todo vapor para excavar el último tramo del canal y seguramente papá se ocuparía de todos los materiales que los caballos y la carreta pudieran acarrear. Pese a todo, esa mañana tenía todo el aspecto de querer acometer también las tareas pendientes en la granja. Había que remendar los arneses, reparar el arado, remediar las consecuencias de la gravedad en el techo del granero: era una lista tan larga como su voluntarioso brazo, porque, en cuanto comienza un nuevo año, el granjero ya siente en el aire la primavera, el olor del arado y las semillas. No se confesaría nunca que se había hecho un propósito, pero tendrá que hacer frente a una montaña de tareas con toda determinación. Pasó a mi espalda y me acarició el pelo, en busca del ímpetu que una taza de café le daría a su vida nueva.
—He tenido una idea. Y me gustaría consultársela, Oliver. Papá se detuvo en seco y se volvió hacia Rose.
—Y yo que pensé que podía llegar al final de la mañana sin que me consultaran nada. Qué tonto soy.
—¿Puedo? —Rose señaló una silla, casualmente la que Toby solía ocupar en la mesa.
Eso ya era una novedad. Hasta entonces, ni siquiera la más urgente crisis doméstica había requerido una conferencia sentados.
—Por favor.
Papá se hundió despacio en su sitio y me echó una mirada para averiguar si yo estaba compinchado. Abrí mucho los ojos, para aclarar que estaba tan sorprendido como él por la excitación de Rose. Se volvió entonces hacia ella, con la esperanza de que al menos no fuera contagioso.
—Parece un poco inquieta, Rose. ¿Ha habido algún problema?
—Quiero comprar la granja de Eunice.
Papá y yo asistimos boquiabiertos a la carrera de sus palabras. Lo primero que tomó la delantera fue la oportunidad («¿Quién habría pensado que se presentaría algo así?»), luego tomó el relevo el optimismo («¡Solo pensar en tener una tierra que será mía después de haberlo perdido todo!») y el sprint final estuvo a cargo de viejos conocidos: el destino y la fatalidad.
—Todo esto tenía que pasar. ¡Estoy absolutamente segura! La carta que usted mandó contestando a mi anuncio, Oliver, y la manera en que hemos encajado aquí Morrie y yo, y la muerte de la pobre Eunice… —Rose tomó aliento y prosiguió a un paso más dulce y razonable—: Ahora que la casa está a punto y lo tengo todo bajo control, me siento lista para dar un nuevo paso. Sí, eso es. ¿Qué opina?
—Me ha dejado mudo —dijo papá, y así ganó algo de tiempo para pensar en una estrategia, pero tampoco mucho.
Me miró otra vez, pero yo tampoco encontraba las palabras. ¿Rose de vecina en vez de la tía Eunice? Sonaba demasiado bien para ser verdad, pero ¿quién se ocuparía de nuestra casa? Ya puestos, ¿cómo pensaba pagar?
Papá abordó ese tema.
—¿Ha hablado ya con George? No sé por qué se lo pregunto, claro que habrá hablado con él… Lo que quiero decir es: ¿ha hecho ya las cuentas? —George y Rae se conformarían con un pequeño pago inicial —contestó con vehemencia— y, eh…, con cuotas mensuales después.
Las cifras brillaban por su ausencia pero comprendimos que, salvo que ocurriera un milagro, eso significaría otro anticipo considerable sobre su sueldo. Papá trató de entrar otra vez en materia:
—Eunice sacó adelante ese lugar sudando la gota gorda, como dice el dicho, Rose. Estoy seguro de que lo sabe. Hacen falta dos personas para mantener una granja así. —Extendió tanto el brazo que tuve que agacharme: señalaba nuestra casa, donde, sin ir más lejos, habíamos tenido que contratarla a ella—. ¿Supongo que Morrie se embarcaría en esto con usted?
—No.
—¿No?
—No.
Papá apretó la mandíbula. Con la serenidad de un hombre frustrado, le recordó a Rose que el tiempo que llevaba trabajando con nosotros no había cubierto ni de lejos el anticipo que le habíamos dado. Rose encajó el golpe y contestó con una reflexión: ¿No había sido una suerte que llegáramos a ese acuerdo? Ahora, solo tendríamos que hacer lo mismo para que ella contara con los recursos suficientes, que si no le fallaba la memoria equivalían a cuatro meses de sueldo…
—A tres —dijimos a la vez papá y yo.
A cambio, estaría encantada de comprometerse por otro año entero en nuestra casa. Ésa era su idea. ¿No era lógico?
Me sentía como un espectador sordo en un sermón del Hermano Jubal. Papá parecía cada vez menos a gusto con el suelo que empezaba a pisar.
—Una granja es una granja —dijo puntilloso—. Suponiendo que usted compre la de Eunice… ¿cómo piensa trabajarla?
—Había pensado hacerlo con su ayuda. Podríamos sembrar, cómo se dice, a la parte, ¿no?
—Un momento. Pare ahí. ¿Por qué no le correspondería a George ese honor?
—Está cada vez peor del lumbago. Y Rae dice que ya tienen bastante con su granja.
—Eso me suena. Yo también tengo bastante con la mía. Lo siento, pero no estoy interesado en sembrar a la parte.
Lo dijo con tal firmeza que Rose se quedó asombrada.
—Pero ¿por qué no? ¿No sembraba así con Eunice?
—Sí. Y aquí, entre nosotros, estaría encantado de no volver a pisar nunca ese campo. —Dio una palmada en la mesa como para recalcar que no había nada más que hablar.
He estado en más de una discusión a cara de perro, en la política y en el gobierno y en todas las cuevas de ladrones que hay entre los dos, y nunca conocí a nadie que se manejara con tanta habilidad en la mesa de negociaciones como se manejó ese día Rose. No estaba seguro de que el acuerdo nos reportara beneficios a los Milliron, pero no pude dejar de sentir un cosquilleo de admiración cuando posó los codos de su vestido de algodón justo donde Toby solía hacerlo y juntó las manos como si sostuviera entre ellas un secreto. En su voz, había un leve tonito de malevolencia:
—No estoy diciendo que nuestra querida Eunice fuera tacaña, pero hagamos como hagamos las partes, estoy segura de que a usted le correspondería una más generosa de la que ella acostumbraba a darle.
En la frente de papá se abrieron hondos surcos de reflexión. A cualquier granjero le habría pasado lo mismo. No digo que sintiera en ese momento el tirón del arado y de los dólares a puñados, pero casi. Apartó algo imaginario del mantel con la mano y dijo por fin:
—Lo pensaré.
Y comprendí que papa había picado. Para cuando Damon y Toby se precipitaron escaleras abajo porque había que desayunar y era mucho más tarde que de costumbre, ya veía con perfecta claridad los hilos entrecruzados del año que acababa de comenzar: Rose trabajaría en casa para nosotros y papá trabajaría para ella en el campo; el sueldo de ama de llaves volaría en una dirección, y nuestra parte regresaría gateando en dirección contraria. No era de extrañar que Rose silbara ahora una tonada tras otra mientras sacudía el polvo del salón y papá tropezaba con los platos y los utensilios de la cocina como si tuviera la cabeza en otra parte.
—¿Pasa algo? —me preguntó Damon cuando nos subimos a los caballos para ir a la escuela.
—Un montón de cosas. Por el camino te lo cuento.
Y todavía faltaban los propósitos de Año Nuevo. Tampoco Morrie se andaba con chiquitas cuando cambiaba el calendario. Cuando esa mañana entramos en tropel a la escuela, contándonos qué nos habían regalado por Navidad, una cara nueva nos aguardaba delante de la pizarra. El estudiantado de Marias Coulee se detuvo con una mirada estupefacta. Era Morrie, pero sin bigote.
La asombrosa estampa facial desafiaba a toda la escuela. Afeitado, depilado, lampiño, desembozado, desnudo: no había palabras para expresar el cambio que había tenido lugar en la cara de Morrie sin el mágico telón de sus bigotes. Hasta ese momento, yo no tenía ni idea de hasta dónde podía disfrazarse un ser humano. Afeitándose el bigote, Morrie se había quitado años, pero, de alguna manera, parecía también más inteligente, aunque pudiera parecer contradictorio: era una cuchilla bien afilada en un mundo de lana, y así lo anunciaba su radiante labio superior. Cuando el cine se hizo popular, el pícaro rostro de alabastro de Rodolfo Valentino siempre me hacía pensar en Morris Morgan, recién salido de debajo de su bigote.
Algo no había cambiado en él. Todavía tenía el don de la palabra. Con los mismos juegos malabares que en su primer día como maestro, nos abrió las puertas al nuevo año de 1910: esa vez era él, y no nosotros, quien estaba a cargo de las presentaciones.
Entre los rigores del invierno, uno se iba a mitigar: de ahora en adelante, había dos colleras de caballo colgadas en la pared junto a la estufa, una para las chicas y otra para los chicos, de manera que pudiéramos sentarnos encima de algo tibio cuando fuéramos al retrete en esos días helados. Ésta innovación pareció ser del agrado de las chicas, sobre todo.
También anunció que se reanudarían los concursos de ortografía pero ya no habría que liarse a golpes en ellos: eso era cosa del pasado.
Y nos dijo que todos nos convertiríamos en científicos. Para ilustrar el hecho, sacó del escritorio un instrumento parecido a un tubo y lo sostuvo en alto.
—¿Alguno de vosotros sabe qué es esto?
Carnelia se revolvió a mi lado. Tenía alma de emperatriz, pero hasta que la coronaran seguía siendo la hija del agente de la estación agrícola experimental y tenía una idea bastante acertada de qué se trataba. Se inclinó hacia mí imperceptiblemente, como siempre que el prestigio del curso de séptimo se sobreponía a nuestras permanentes rencillas. Al cabo de años de práctica, sabíamos intercambiar susurros inaudibles sin mover apenas los labios.
—Oye, burro —me llamó Carnelia como un ventrílocuo—, parece un medidor de lluvia, ¿no?
—Puede que tengas razón, pedorra —murmuré entre dientes—. Levanta la mano, te toca.
Sin embargo, Morrie estaba tan entusiasmado que no esperó a nadie. Sostuvo aún más alto el artefacto y anunció con voz heráldica:
—Es un pluviómetro.
La intriga permaneció en el rostro de todos.
—Un medidor de precipitaciones —nos ilustró Morrie, sin dejar de acariciar el aparato—. El nombre viene de pluvia, que significa «lluvia» en latín.
Me lanzó una mirada de soslayo: para mi contrariedad, mi vocabulario en latín aún no había llegado hasta ahí. A mi lado, Carnelia se estremecía de satisfacción.
—Con este sencillo pero eficaz instrumento científico —prosiguió en ascenso Morrie— podemos tomarle el pulso a la naturaleza y contabilizar los dones del cielo. Con la veleta que tenemos en el techo y estos otros dos objetos —sacó del cajón un reluciente termómetro nuevo, de treinta centímetros, y una hermosa libreta de registros de lomo dorado—, estaremos equipados para montar la nueva estación meteorológica de Marias Coulee. Cabe decir que necesitaremos un inspector general del clima y os turnaréis en esa nueva responsabilidad.
Hipnotizados tanto por sus palabras como por su nuevo aspecto, esa mañana habríamos seguido a Morris Morgan a donde fuera, inclusive a una clase de aritmética. Sin embargo, acto seguido se acercó a la ventana y miró al cielo.
—Éste es un año especial —dijo en voz baja, como cuando un orador quiere que le presten especial atención—. Un año que solo viene rara vez. Éste año, los cielos hablarán —Morrie se frotó las palmas de las manos— con una lengua de fuego.
Cuando se volvió, sin embargo, nos sonrió, tranquilizándonos:
—Se trata del cometa Halley. Se llama así en homenaje al astrónomo con ojo de lince que lo descubrió. Un prodigio celestial, que atraviesa el firmamento arrastrando una cola de luz. Solo regresa cada setenta y cinco años. Es decir, que la última vez que estuvo aquí no existían los pueblos de la frontera, ni las máquinas voladoras, ni la fotografía. Paraos un momento a pensarlo.
Desde la fila de delante donde Josef, Toby, Inez y Sigrid levantaban el cuello absortos, pasando por las gafas centelleantes de Grover y las trenzas inmóviles de Vivian y Arabrab, hasta el muro de miradas de los de octavo, toda la escuela se detuvo a pensarlo.
Morrie mantuvo la pausa durante un instante perfecto y se volvió de nuevo hacia el cielo de la ventana.
—Halley estará aquí cuando llegue la primavera —de pronto, recorrió pensativo nuestros jóvenes rostros— y tal vez algunos de vosotros tendréis la fortuna de volver a verlo, con el paso del tiempo.
Hice el cálculo en la cabeza y el resultado fue alarmante: para entonces, yo tendría prácticamente la edad de la tía Eunice.
—La astronomía, pues, será nuestro segundo proyecto científico en 1910 —nos explicó—. Cuando estemos más cerca de la llegada del cometa tendremos más que contar sobre el asunto. —Esbozó una sonrisita que nunca se habría abierto paso a través de su bigote—. Os lo puedo asegurar.
Acto seguido, se embarcó en una explicación sobre por qué en el calendario juliano había varios meses a los que había que restar dos días partiendo de los números latinos que les habían dado nombre, para llegar de la forma más directa a la clase de aritmética.
Fue una mañana de escuela sin igual. Y luego la tarde fue una dura prueba.
La primera señal vino cuando, de la nada, Morrie castigó a Damon por estar mirando las musarañas en la clase de geografía.
—Hablaremos después de la escuela, joven —le soltó sin más. Entre los de octavo afloraron sonrisitas malévolas, pero tanto Carnelia como yo y los otros alumnos de sexto, compañeros de Damon, nos quedamos perplejos. Damon vivía en las nubes en términos académicos: ¿por qué castigarlo precisamente hoy?
Mi hermano nos miró desencajado ante aquel juicio sumario. No había pasado ni un momento cuando Verl Fletcher recibió una sentencia igual por sacarle punta al lápiz en el pupitre con su navaja, en vez de ir hasta el cubo de las virutas.
—Está prohibido abrir las navajas en el pupitre. Y esas son las reglas. Le harás compañía a Damon.
La inquietud encrespó el aula como una ráfaga de viento peinando el centeno. Un maestro con un ataque de disciplina es para echarse a temblar, como sabe todo aquel que ha sido estudiante, pero nunca habíamos esperado esa clase de conducta por parte de Morrie. Parecía empeñado en encontrarnos alguna falta y pasó revista sin misericordia a cada curso durante la hora interminable de gramática y luego durante el examen de ortografía. Las bajas no tardaron en acumularse. Sam Drobny cayó por no tener los ojos clavados en su examen. Al cabo de unos minutos, Morrie decidió que su hermano Nick podía hacerle compañía después de clase: por lo visto, era hereditario. Para mantener el equilibrio entre las nacionalidades, castigó poco después a Peter Myrdal, el miembro más joven del clan sueco, pero también el estudiante de quinto más corpulento que podía imaginarse, por haberle hecho una mueca a Nick y a Sam.
Para entonces, ya había quedado claro que nuestro profesor le había declarado la guerra al género masculino. Arabrab incluso había empezado a picarse al ver que Morrie no la elegía como representante de las chicas en su ejército de castigados. La plaga de delitos menores me resultaba incomprensible. Parecía que un monstruo se había apoderado de Morrie. Había leído El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, pero creía que Robert Louis Stevenson se lo había inventado.
Hay momentos en los que uno sabe que si algo puede salir mal, saldrá mal. Me encogí en el pupitre, haciendo fuerza, para tratar de transmitirle la advertencia por telepatía, lenguaje gestual y hasta señales de humo al pobre inocente que estaba sentado en la segunda fila, pero no hubo modo.
—¡Toby! —restalló la voz de Morrie—. ¿Te parece que este es el lugar y el momento para cuchichear con tus compañeros?
—Eh, ah, no.
—Te quedarás después de clase para que llegues a una decisión. —La sentencia cayó sobre mi hermano.
Increíble. Al igual que los Drobny, los Milliron prácticamente podíamos celebrar una reunión familiar después de la escuela. La clase prosiguió a trompicones, con Morrie todavía de patrulla y todo el mundo en alerta roja.
Cuando no faltaban ni diez minutos para el final, vinieron las temibles palabras:
—Eddie Turley. Te quedarás después de clase por tu actitud.
Damon, Toby yo nos dimos la vuelta en la silla, horrorizados.
Primero pensé que Eddie se iba a desmayar. Sin embargo, no era muy probable que los Turley supieran desmayarse. Se levantó a medias en el pupitre, como a punto de huir en pos de la libertad, y luego tragó saliva y se dejó caer en el asiento. Morrie le había disparado las palabras como balas pero, por más que lo intentaba, por una vez yo no entendía por qué. ¡Por su actitud! La sonrisa de imbécil le resultaba tan natural como respirar. ¿Por qué castigarlo a causa de sus músculos faciales, cuando los había heredado de Brose Turley? No cabía duda. Morrie quería suicidarse.
Cuando terminó la jornada y todos salieron volando hacia los caballos, salvo por el contingente de desconsolados que permanecía en los pupitres, Morrie seguía sin aparentar la menor preocupación. No era mi caso. Pese a que sabía que Brose Turley no estaba en los alrededores sino amontonando pieles en las nieves lejanas de las Rocosas, se me habían erizado los pelos de la nuca. Eddie parecía igual de desconcertado y tenía la misma cara de confusión que el día del puñetazo.
Morrie contempló a sus prisioneros y se acarició distraído el labio, como si todavía tuviera el bigote.
—Dado que sois bastantes —comentó, como si él no tuviera nada que ver con ese hecho—, formaremos un destacamento. El cuartito de los abrigos se merece un buen repaso. Eddie, tú ve a llenar los tinteros y vuelve a sentarte en tu pupitre. Los demás, venid aquí un momento.
La cosa no tenía buen aspecto. ¿Cómo se suponía que iba a practicar las declinaciones latinas cuando mi tutor estaba al frente de una cadena de presos? Me acerqué a Morrie.
—Parece que hoy está muy ocupado… ¿Tal vez es mejor que me vaya a casa y empecemos mañana con el latín?
—No, en absoluto. «Exercitus ad Galliam iter faciet, philologe novissime», el ejército marchará sobre la Galia, mi jovencísimo estudioso. No hay nada que temer. Sin embargo, primero tendré que asignarte tu tarea. —Abrí la boca desmoralizado, pero él se limitó a mirarme con toda calma—. Luego nos ocuparemos de las declinaciones.
El cuartito de los abrigos era como el de nuestra casa: todo lo que sobraba en la escuela acababa allí, salvo que había más cosas. De un lado estaba el armario del material, con todos sus recovecos, y del otro la larga hilera de ganchos para los abrigos y algunos de los juegos del recreo que estaban dentro durante el invierno. Rose lo habría puesto todo en orden en, digamos, tres tonadas. No hacía falta un destacamento de siete chicos, y sin duda, yo sobraba en el destacamento.
Sin embargo, ahí estaba, y no podía hacer nada aparte de cerrar la boca y pasar por aquello. Morrie les dio las escobas a los gemelos Drobny y los trapos a Toby y a Peter, y nos asignó a los demás el armario del material. Verl se puso en un extremo y Damon y yo nos emparejamos por reflejo en el otro para ordenar los anaqueles. Trabajamos codo con codo, sin musitar palabra. Al cabo de un rato susurró:
—Te está saliendo bozo, ¿lo sabías?
—Qué gracioso. No sigas.
—No, de verdad. Mira y verás.
Se estiró el labio superior, para poder vérselo por debajo de la nariz. Aproveché la ocasión y le apreté los labios como a un pato para que no volviera a abrirlos. Solo nos faltaba que Morrie nos dejara castigados después de después de clase por hablar.
Finalmente, Morrie vino del aula, cerró la puerta a su espalda e inspeccionó el cuartito. Nos pegamos unos contra otros esperándonos lo peor, dado el mal genio que estaba gastándose esa tarde. Parecía satisfecho. Se volvió hacia nuestro grupito con una mirada reflexiva: casi parecía otra vez el Morrie de por la mañana.
—Solo nos queda un asunto pendiente —nos informó—. Está relacionado con Eddie.
Cambiamos el peso de un pie a otro, esperando el sermón acerca de por qué teníamos que llevarnos bien con un sujeto que sabíamos que era un peligro público. Verl soltó un bostezo. Incluso Toby parecía algo desganado. Morrie se cruzó de brazos hasta asegurarse de que todos lo mirábamos.
—Quiero que le hagáis la avalancha a Eddie —murmuró—. Ahí mismo, en el pupitre.
Nunca nos lo habríamos esperado, pero al instante cerramos filas. ¿Quién iba a dejar pasar la ocasión de echársele encima a Eddie, respaldado por la autoridad de un profesor? A los hermanos Drobny les brillaban los ojos. Verl sacó pecho y Peter soltó un gruñido diabólico, sin duda herencia de su linaje vikingo. Damon estaba simplemente radiante. Toby y yo, hay que confesarlo, cerramos los puños tan expectantes como los demás.
Morrie nos retuvo con un gesto y dijo que necesitaba escribir primero algo en la pizarra. Luego nos daría la señal.
Mientras los demás se agolpaban exaltados en el fondo del cuartito y Damon le asignaba a cada uno una parte del cuerpo de Eddie, me escurrí hasta la puerta y eché una mirada. Eddie permanecía cabizbajo en el pupitre, sin mirar siquiera lo que Morrie escribía con la tiza. La frase empezaba con letra grande y clara, pero luego iba achicándose y al final era diminuta. Tuve que hacer un esfuerzo para leer las últimas tres palabras. Morrie se volvió, me vio y se llevó el dedo a los labios.
—Chicos, podéis salir —dijo con voz cantarína.
Todos nos lanzamos en manada sobre Eddie. Toby y Peter se colaron bajo el pupitre y le agarraron las piernas. Damon, Sam y Nick se encargaron del torso y los brazos, y Verl lo aplastó por detrás. Yo vacilé un instante, y me lancé luego sobre la avalancha. Bajo la pila, Eddie apenas conseguía levantar la cabeza.
—Me voy a chivar a mi padre… —dijo con la voz enronquecida.
Los dos Drobny y Damon le encajaron codazos y rodillazos hasta que Morrie llegó al pupitre y nos ordenó que lo mantuviéramos quieto. Abrió entonces una caja de cigarros y sacó un par de gafas comunes, de las que vendían en la tienda. Se las puso a Eddie.
—¡No me ponga eso! —chilló Eddie forcejeando sin aliento—. ¡Quítemelas!
—Lee lo que he puesto en la pizarra —le ordenó Morrie—. Eddie, ¡lee la pizarra!
Eddie alzó la vista aturdido, parpadeando mucho. Morrie aguardó unos segundos, lo vio fruncir los párpados y sustituyó el primer par de gafas por otro que traía dentro de la caja.
—Ahora intenta leerlo, Eddie. Por favor.
Eddie miró al frente. Y volvió a mirar. Finalmente empezó a leer:
—«Me llamo Eddie Turley y puedo leer esto si…».
Se detuvo ante las tres palabras minúsculas del final, desconcertado otra vez. Todos habíamos vuelto la vista hacia la frase de la pizarra, aunque seguíamos sujetándolo con todas nuestras fuerzas.
Morrie volvió a sustituir las gafas por otro par. Eddie tragó saliva. Y esta vez consiguió leerlo todo.
—«Me llamo Eddie Turley y puedo leer esto si uso estas gafas». Morrie estiró el cuello por entre la avalancha y se plantó justo en el campo de visión de Eddie.
—Se llaman «gafas de lectura», Eddie. No tendrás que usarlas todo el tiempo, ¿lo entiendes? Solo aquí, en la escuela. Si no quieres llevarlas a casa —hizo una pausa, para que calaran las palabras—, por las tardes pueden quedarse en tu pupitre.
Morrie arrancó a Nick Drobny del torso de Eddie. Los demás lo soltamos y caímos en un semicírculo a su alrededor. Eddie seguía mudo, pero no se había quitado las gafas y miraba fijamente a su alrededor como un búho recién nacido. Todos, incluido Morrie, nos habíamos quedado sin aliento.
—Para el resto de vosotros, las gafas de Eddie son un asunto escolar. —En otras palabras, que eran un secreto—. Mañana pondremos al tanto a las chicas y a los demás. ¿Cómo es ese apretón de manos cuando juráis algo en el recreo?
—Escupiendo —dijo Toby, y procedió a hacerlo.