7

—Buenos días, jóvenes estudiosos.

Nuestras tres docenas de oídos escolares tardaron un lapso considerable en adaptarse al nuevo saludo. Hasta ese día, la jornada había comenzado siempre con el «¡Callaos, niños!» que la señorita Trent empleaba cada dos por tres. Tras unos minutos de reloj de contemplar al portador de la inesperada voz al frente del aula, el irregular coro de voces de la escuela de Marías Coulee respondió por fin a Morris Morgan:

—Buenos días, maestro.

Morrie hizo una ligera venia. Rose le había lavado la camisa, y se la había planchado, y estaba tan inmaculadamente limpia que los puños casi crujían. Quizá no contara demasiado, pero sin duda la escuela había ganado en elegancia al sustituir el desgarbo de la señorita Trent —¿cómo se haría llamar ahora?, ¿la Hermana Jubal?— por aquel maniquí de sastre. Morrie se elevaba ante nosotros como un mensajero de los lejanos países de nuestros libros de texto, donde los primeros ministros lucían ternos de tweed y corbatas del tamaño de una servilleta. Sin contar, por supuesto, con el gran bigote imperial.

Me revolví en el asiento mientras la mirada colectiva del aula permanecía en el personaje que estaba al frente de la habitación. Por mi experiencia en ambos frentes del aula, sé que en esa mirada hay duda, asombro, emoción, esperanza, algo de temor y algo que se acerca a la adoración: ésos son todos los ingredientes de ese primer encuentro entre el maestro y aquéllos cuyo destino es sentarse y aprender. Morrie acarició un trozo de tiza mientras recorría con la mirada su legión. Empecé a inquietarme todavía más. Al cabo de tantas horas al pie de la pila de leña, ya conocía casi todos sus tics, y sabía que en ese trocito de tiza estaba fraguándose un pensamiento desmesurado, de genio a punto de salir de la botella.

Fuera lo que fuese, sin embargo, consiguió contenerlo un rato más.

—El primer deber de hoy —el alma se nos cayó a los pies, pero al instante volvió a ascender— es para mí: tengo que aprenderme vuestros nombres. —Se volvió entonces hacia la pizarra, con la gracia de un patinador de hielo—. A cambio, os diré el mío.

El orgullo que me deparaba mi caligrafía empezó a flaquear con cada trazo del nombre. Morrie tenía una letra ágil, exquisita, digna de una placa de cobre. Se volvió de nuevo al instante.

—Si sois tan gentiles, poneos de pie y presentaos uno por uno, para que pueda asociar los nombres y las caras. Empezaremos por este apuesto joven que está sentado en la primera fila.

Josef Kratka estuvo a punto de enredarse con los pies y tartamudeó su nombre, cohibido ante semejante honor. Los demás alumnos de primero se levantaron uno tras otro, temblorosos y tan indistinguibles como unos patitos. Los de segundo ya empezaban a diferenciarse. Inez Provonost se puso en pie de un brinco como un soldado, y Sigrid Peterson apenas asomó la cabeza para pronunciar su nombre con su marcado acento. Emil Kratka martilleó las sílabas de su nombre como retando a los demás a que lo contradijeran. Morrie dejó escapar una sonrisa furtiva cuando Toby se levantó y se identificó con entusiasmo.

—Sally Emrich, señor —enunció la principal rezongona de la escuela, inaugurando la lista de tercero. Bajo el liderazgo improbable de Morrie, el primer día de escuela se había puesto en marcha. Incluso yo tenía que admitir que todavía no había sido un fiasco.

La idea había sido de papá, y había conseguido convencer a los demás miembros de la junta escolar. Desde el primer instante, la idea de emplear a Morrie para lo que faltaba del año me había llenado de aprehensión. Para empezar, lo que faltaba era casi todo el año, y con que tuviera un lapsus como el de los leños iba a convertirse en un hazmerreír, al igual que nosotros cuatro. Y para terminar, nunca en su vida había enseñado en una escuela.

—¡Qué divertido! —había dicho Rose, cuando papá le ofreció el empleo a Morrie.

—Estoy un poco falto de práctica en lo de solicitar un empleo —dijo Morrie, nervioso. Miró a Rose buscando apoyo—. Los guantes eran una cosa de familia…

—No nos ha quedado nada —le recordó Rose con tristeza.

—Eso no importa —dijo papá, esquivando el tema—. No necesitamos un vendedor, sino a una persona muy bien instruida. ¿Cuál es la duda? Ése puesto de maestro le viene como un guante, si me permite.

El razonamiento pareció persuadir cuando menos a Rose.

—Si Oliver les habla de ti…

—Oliver, me parece que le corre demasiada prisa asignarme un rol digno de los héroes de la Antigüedad —caviló Morrie—. «Con gusto aprendía y con gusto enseñaba». No estoy seguro de saber desempeñar la segunda parte.

Papá bien habría podido desempolvar también a Chaucer y lanzarle un gancho con el resto de la cita: «Digamos pues que era un filósofo. / Pero el oro escaseaba en su alforja». Se contentó con darle una palmadita en el hombro:

—Lo consultaré con un par de personas.

La reunión extraordinaria de la junta escolar de Marías Coulee que provocó la fuga de Adelaide Trent tuvo lugar esa misma noche en nuestra cocina. Como era de esperar, papá nos mandó a nuestra habitación y, como no era menos predecible, nos parapetamos en nuestras posiciones habituales de la escalera para escuchar. Al momento, Joe Fletcher se preguntó en voz alta por qué un hombre como Morrie no parecía haber seguido ninguna carrera profesional.

—No estará loco de atar, ¿verdad?

—No más que tú o yo, Joe —dio fe papá—. Ponte a discutir con él y te las desearás para que sea un poco menos cuerdo.

Walt Stinson dio voz a la siguiente sospecha:

—¿Y la botella? ¿Es aficionado a humedecerse las amígdalas?

Papá lo negó con firmeza:

—Hasta donde me consta, no la toca jamás.

Yo habría podido contarles que Morrie prefería embriagarse con el saber. Y era de eso de lo que había que preocuparse. Los niños tienen olfato de tiburón para detectar las rarezas de los maestros, y como Morrie se dejara llevar por sus excursiones mentales en clase, nosotros tres empezaríamos a añorar la época en que Rose era el único tema de conversación en el recreo. Con todo, aún más que las pullas, lo que más me inquietaba eran las consecuencias para el propio Morrie. Si quedaba marcado como un tipo ridículo, la cosa iría mucho más allá del alumnado de Marías Coulee. Nuestros vecinos no eran mala gente, hasta donde yo podía discernir a esa edad, pero nunca faltaba alguien dispuesto a ensartar una mariposa con un alfiler.

Damon estaba igual de inquieto. Presentía, con razón, que tener a Morrie en el aula todos los días sería radicalmente distinto a comentar juntos hazañas deportivas. La reacción de Toby era la contraria: en su opinión, que Morrie ocupara la silla del maestro era lo segundo mejor que podía pasarnos, siendo lo primero que la ocupara Rose. Con nuestros anhelos encontrados, escuchamos mientras papá despachaba todo un arsenal de argumentos de diverso calibre para persuadir a sus compañeros de la junta de que Morrie era el hombre al que había que recurrir.

Walt Stinson acabó retomando el punto inicial de Joe Fletcher: la brecha aparente entre los méritos de Morrie y su situación actual.

—¿Cómo es que no ha conseguido nada mejor que los trabajitos que le da Eunice Schricker? No puede ser que le guste tanto hacer ejercicio.

—Lo único que puedo decir es que él y su hermana son fanáticos del trabajo. —Papá soltó un suspiro que podría haber ensanchado las paredes de la cocina—. Las cosas están claras, señores. La maestra se ha ido, tenemos aquí mismo un hombre que puede ocupar su puesto, y sucede que ese hombre es un pozo de conocimientos. Os pregunto: ¿qué podría ser más lógico? ¿Estáis preparados para votar?

Morrie consiguió pasar lista sin contratiempos hasta sexto, el populoso curso de Damon. La primera en levantarse fue una chica retraída que se sentaba delante de mí y a la que todos llevábamos en un rincón del corazón por el largo trayecto que cabalgaba sola hasta su casa cada tarde.

—Wiwian Willard —dijo haciendo una tímida reverencia.

El índice de Morrie se detuvo en su periplo por la lista de alumnos de Marias Coulee. Le dio un golpecito al papel, como animándolo a que lo ayudara.

—Disculpa, Lillian, creo que no te tengo en la lista. —Wiwian— repitió ella.

—¿Miriam? —Morrie hizo otro intento.

Una risotada estalló en la parte de atrás, donde estaba la guarida de los de octavo. Morrie los miró con interés.

—Un voluntario, y además lleno de alegría. Justo el mensajero que los dioses suelen enviar cuando hace falta una aclaración. —Le clavó los ojos a Milo Stoyanov, el autor de la carcajada—. Ilumínanos, te escuchamos. Milo miró a un lado y al otro. Lo habían pillado desprevenido.

—Se llama Vivian.

De reojo, Morrie detectó a una tal «Villard, Viv.» en su lista.

—Ah —se excusó con un gesto—. Mea culpa, Vivian. No tua culpa.

Todo el mundo parpadeó, excepto Damon, Toby y yo.

Morrie cogió un segundo impulso y recabó airoso los nombres desde Isidor Provonost hasta Miles Calhoun. Barbara Rellis se levantó entonces de un salto y se identificó con tono insolente. Todos los chicos de más de nueve años sabíamos ya que había venido al mundo a romper corazones. Morrie la ubicó en la lista y asintió satisfecho, pero Barbara no se sentó.

—¿Maestro? ¿Puedo cambiarme el nombre? ¿Solo para la escuela?

Cualquiera que conociera a Barbara habría podido decirle a Morrie que no era buena idea.

—¿Qué nombre quisieras ponerte?

—Arabrab.

Morrie se había preparado para una carcajada general, pero nadie se rio: estábamos todos igual de intrigados. Morrie buscó una solución en medio del silencio expectante:

—Técnicamente, Barbara (si me lo permites, usaré de momento tu nombre habitual), estás pidiendo que te pongamos un apodo invertido. «Arabrab» vendría a ser tu nombre al contrario, ¿me equivoco? ¿Por qué quieres que te llamemos así?

—A algunos chicos los dejan ser jinetes inversos —dijo con una inocencia tan diabólica que me entraron ganas de ahorcarla—. Así que a mí se me ocurrió ponerme al revés al menos mi nombre.

Me puse tan colorado que me pareció que la cara se me iba a abrasar. A un codo de distancia, como cada día, Carnelia Craig soltó una risita.

Morrie consiguió acallar el súbito debate —Barbara, o Arabrab, había conseguido que la mitad de la clase la apoyara, y al instante la otra mitad se había puesto en contra— y optó por reflexionar sobre la cuestión.

—Los nombres encierran un gran poder —anunció, cruzándose de brazos, como siempre que pensaba en profundidad—. Trasmiten nuestra esencia, sobre todo cuando uno los redondea con un sobrenombre más o menos elaborado. Pensemos en Ricardo Corazón de León. En la Divina Sara Bernhardt. En McCoy El Auténtico. —Levantó la vista un instante hacia Damon—. No debemos tomarnos a la ligera la manera en que nos llama el mundo, y por eso, señorita Rellis, te pediré que busques algo más apropiado. Por lo demás, está el asunto de la lista —le dio un nuevo golpecito a la lista—, los hábitos de la comunidad y, como imaginarás, tus padres.

El ambiente de conjura que había precedido a la carrera de espaldas regresó con esa palabra a la habitación. Todos miramos a Morrie muy callados.

—Necesito saber —siguió deliberando Morrie— si hay algún precedente para cambiarte el nombre. ¿Hay alguien más al que llamen por su apodo aquí, en la escuela?

—Yo. —Miles Calhoun levantó la mano lo más alto que pudo.

Morrie lo miró consternado.

—Miles, estoy seguro de que acabas de informarme de que tu nombre es Miles.

—Así me llama todo el mundo, pero en realidad me llamo Héctor. Y así es como me llaman en casa.

—Pero entonces…

Hice un leve gesto con la cabeza. Morrie lo advirtió antes de adentrarse en un pantano sin salida, dado que todos llamábamos Miles a Héctor por su costumbre de decir cosas como «me ha pasado miles de veces» o «tengo miles de cosas que hacer».

Se detuvo a tiempo y volvió al asunto en discusión.

—Si logras convencer a tus compañeros, te llamaremos Arabrab hasta nuevo aviso —dictaminó con talante salomónico, e incluso los que no querían que Barbara se saliera con la suya quedaron impresionados.

Miró otra vez hacia los pupitres de sexto y respiró con alivio ante la perspectiva de retomar la lista porque el siguiente estudiante era Damon. Sin embargo, yo estaba mejor informado. Damon me había guiñado el ojo mientras Barbara, o Arabrab, hacía su jugarreta, y ya me veía venir la nueva ocurrencia: iba a pedir que le cambiaran el nombre a Nomad. No había empezado a decirlo cuando volvió la vista hacia su compañera de pupitre y se puso de pie.

—¡Aaaaaah! ¡Se está desangrando!

El alarido le habría puesto los pelos de punta a un muerto. Pese a su fascinación por los deportistas que tenían un final macabro, le tenía pavor a la sangre, igual que papá. Sentada a su lado, Marta Johannson estaba en perfecto estado, pero de las fosas nasales le salían dos hilillos rojos que oscurecían su labio superior. La escuela de Marías Coulee había visto sangrar más de una nariz a causa de un puñetazo, pero la hemorragia espontánea de Marta causó sensación de inmediato. Mientras Damon reculaba tratando de apartarse, Grover Stinson se inclinó por encima de él, calándose las gafas para ver mejor. Las hermanas Drobny, Eva y Seraphina, esbozaron dos sonrisas afiladas como puñales.

—Creo que voy a vomitar —anunció Arabrab.

—Como vomites te voy a dar —le prometió Eddie Turley.

Milo soltó otra carcajada que estremeció el aula.

—¡Un momento! ¡Silencio todos!

Morrie fue a toda prisa hacia Marta, y miró al pasar hacia el pupitre de séptimo, en busca de una explicación.

—Le pasa de vez en cuando —dijimos a la vez Carnelia y yo, como curtidos veteranos.

Morrie hincó una rodilla al lado de Marta. Arrancó una hoja de su cuaderno e hizo una bolita a toda prisa.

—Métete esto debajo de la nariz y tenlo ahí. Eso es.

Contenida la hemorragia, limpió los restos de sangre con un pañuelo húmedo como todo un profesional. Todo pasó en un tiempo récord.

Regresó resoplando a la pizarra y volvió a coger la lista con determinación. Me pregunté si llegaría a darnos la primera clase del día, que era aritmética, antes de que acabara su primera jornada al frente de la escuela.

Impresionados quizá por su destreza ante la sangre, el resto de los de sexto dijeron sus nombres sin rechistar. Carnelia y yo, la población total de séptimo, tardamos un segundo en presentarnos. Quedaba por sortear la maraña de los grandullones de octavo. Tanto Cari Johannson como Milo Stoyanov habían perdido un curso, y Eddie Turley había perdido dos. Los tres tenían ya algo de pelusa sobre el labio, como si al cabo de tantos años atrapados allí, en la escuela, hubiera empezado a salirles musgo. Martin Myrdal y Verl Fletcher se habían hecho hombres antes de tiempo y eran bastante más listos que los demás, pero tenían sus arranques adolescentes y también con ellos había que andarse con cuidado. Me pareció que incluso Carnelia estaba interesada en la suerte que podía correr Morrie ante semejante pelotón. Aunque no nos dábamos tregua, compartíamos el tácito alivio de no tener que vérnoslas cada día con los brutos de octavo.

Desentumeciéndose, se levantaron uno por uno de aquellos pupitres demasiado pequeños y dijeron sus nombres. Morrie se detuvo un instante al llegar a Eddie Turley. Incluso sentado, se veía que Eddie era una amenaza para la sociedad. Se tomó su tiempo y se puso de pie con mala cara, para demostrar que no tenía inconveniente en humillar al nuevo maestro.

Pero Morrie tenía la suerte del principiante. Cuando Eddie volvió a aposentarse en su asiento, faltaba un último alumno y resultó que era Verl Fletcher. Antes de que volviera a sentarse, Morrie lo asaltó con una pregunta:

—Si me disculpas, Verl… ¿Por casualidad conoces el origen de tu apellido?

—No.

—¿No? Entonces, permíteme que te cuente que fletcher viene de flecha. Y el flechero, fletcher, desempeñaba un oficio vital.

Nadie aparte de mí había visto antes a Morrie lanzándose en pleno vuelo desde el trapecio. Sin embargo, todos comprendían por instinto que tenía que agarrarse algo más arriba si no quería caer quién sabe dónde. Y el propio Verl parecía algo incómodo con la idea de tener un árbol familiar lleno de flechas.

Morrie avanzó inmutable hacia el desgarbado estudiante de octavo.

—Verás, Verl, los flecheros eran los herreros que se ocupaban de hacer flechas. Los Caballeros de la Mesa Redonda, los cazadores, Robin Hood, todos los arqueros dependían de su habilidad para dar en el blanco. —Morrie cogió la regla con la que la señorita Trent solía aporrear el tablero para que prestáramos atención e imitó a un arquero tirando de la flecha antes de lanzarla por los aires—. De hecho, hoy seguimos usando la medida que idearon esos antiguos flecheros, por así decirlo. Por ejemplo, ¿qué medida tiene mi «flecha», Verl?

Morrie mantuvo paciente la postura.

—¿Una vara? —adivinó Verl.

—¡Exacto! Y de aquí viene el nombre de esa unidad de medida. La tela que se usaba para hacer el traje de un arquero tenía que medir lo mismo que la flecha, ¿lo ves? ¡Mira!

Morrie se quitó la chaqueta, sostuvo un extremo a la altura de la oreja y estiró el otro brazo como si empuñara un arco: la tela medía una vara justa. Todos los presentes habían visto alguna vez a sus madres o al dependiente de la tienda de Westwater midiendo un rollo de tela con el brazo; por fin entendíamos por qué. Las chicas que sabían coser, como Carnelia, corroboraron la sabiduría doméstica de Morrie encogiéndose de hombros. Toby y sus colegas habían empezado a mirar con nuevo respeto sus brazos de arquero. Verl parecía un poco mareado por acabar de ser armado caballero.

Morrie volvió a ponerse la chaqueta, se ajustó los puños y regresó al territorio habitual del maestro, al lado de la pizarra.

—Ya puedes sentarte, Verl. Muchas gracias. Creo que con esta excursión a la época en que surgieron las medidas, podemos pasar a clase de aritmética.

Implacable, Rose se hizo cargo de la casita del maestro en la parte de atrás de la escuela. No dejaba de rezongar y menear la cabeza, ante el descuido que iba observando por todas partes.

—Los volantes no me gustan —declaró acerca de las cortinas que había puesto la señorita Trent, y abrió la ventana de par en par para que entrara el aire—. Se llenan de polvo. Oliver, estoy segura de que la junta escolar…

La mirada de papá fue elocuente: ahí estaba Rose otra vez, con su disposición excepcional. No obstante, se palpó los bolsillos buscando dónde escribir: «cortinas nuevas». Toby, Damon y yo nos internamos en el antiguo territorio vedado, en busca de los secretos de la señorita Trent. Damon, sobre todo, estaba convencido de que nuestra anterior maestra fumaba cuando no la veían: «¿Si no, por qué tiene ese aliento?», solía insistir. Aún no había dado con el escondrijo donde tenía los pitillos. Toby colaboraba a ratos en la búsqueda y el resto del tiempo seguía como una sombra a Rose, que barría y sacaba el polvo. La responsabilidad de acarrear el agua me había seguido desde casa. No había acabado de llenar el barreño y el tanque de la estufa cuando Rose blandió de nuevo el cubo de la fregona en mi dirección:

—¿Paul, te importaría…?

Una vez más, salí camino de la bomba de agua de la escuela. Me topé con Morrie, que venía de la carreta con una caja de utensilios domésticos que Rose había declarado imprescindibles.

¿Habría en el equipaje de Thoreau un pincho para tostar malvaviscos?, me pregunté, al ver el artilugio asomando fuera de la caja.

—Gracias al Cielo la casa es pequeña —me susurró Morrie al pasar, cual un criado de Rose a otro.

Se hacía tarde y estaba ya entrada la estación. La luz de peltre que anticipa el invierno caía sobre la parcela de la escuela cuando emprendí el último viaje en busca de agua. El polvo cernía ya las largas sombras. A juzgar por el aire, esa noche iba a helar. No había un alma en el patio. En vez de la estampida de la hora del recreo oía mis propios pasos. Di la vuelta a la escuela y deposité el cubo bajo el asta de la bandera pero, por algún motivo, no empujé todavía la palanca de la bomba.

Quizá ocurrió porque estaba en ese momento de la vida en que uno todavía es niño pero ya empieza a ser un hombre: de repente, tuve conciencia de todo a mi alrededor. Era como si la escuela de Marías Coulee, con la altura del asta y la profundidad del pozo, fuera el eje de cuanto abarcaba la mirada. Recuerdo que pensé que Toby y Damon podían venir a buscarme. Si quería guardarme ese momento para mí, más me valía abrir los ojos a la luz menguante de la tarde. Traté de abarcar el mundo entre dos horizontes manejables. Por un flanco los tajos de los riscos que escondían el río Marias limitaban mi campo de visión. Por el otro, estaba el llano emborronado que daba a Westwater y las parcelas de regadío. Más cerca, me fijé en las muescas de sombras que surcaban el pastizal donde pastaban a diario nuestros caballos. Quizá fue ese dibujo lo que me hizo fijarme por primera vez en esas marcas que veía a diario: entre la hierba los surcos se dispersaban hacia cada hogar donde había un niño, y convergían todos justo en aquel punto del patio donde me hallaba inusitadamente solo.

Pasarán más de mil años antes de que me olvide de ese sentimiento. La certeza que tuve en ese instante de que aquella escuela rural era el centro de nuestras vidas: su poder se extendía más allá de los alumnos que esa mañana habíamos respondido a la azarosa lista de Morrie, aunque fuéramos el componente primario del aula, esos pollitos de campo a los que tanta falta nos hacía la educación. Todas las personas que conocía habían invertido algo en esa pequeña escuela. Papá había sido el pilar de la junta durante años (y según como se llevara la cuenta, tenía tres o cuatro o cinco trabajos más). Él y los otros hombres de Marias Coulee habían levantado el verano anterior la casita del maestro y ellos mismos habían construido la escuela, que ya empezaba a envejecer, a la llegada de los primeros colonos. Cada mañana, las madres, con el corazón y el alma en vilo, hacían montar a sus pequeños, que no les llegaban a la cintura, en unos caballos para que cabalgaran durante kilómetros. Una enciclopedia ambulante llamada Morris Morgan había llegado hasta nuestra aula. Rose se había hecho cargo de la casita y, en las dependencias escolares de Marias Coulee, el polvo nunca volvería a ser el mismo. Una parte de la vida de todos estaba ligada al cuadrado solitario del patio de recreo, a esa pequeña parcela de horizonte.

Allí, de pie junto a la bomba, todavía no acababa de comprenderlo todo, pero estoy seguro de que ya entonces intuía cuánto significaban esas huellas en la pradera, esos senderos que llevaban hasta la escuela. Ésos senderos delimitaban un vecindario que se medía en kilómetros cuadrados y en chimeneas tan separadas como señales de humo. Yo diría, si me preguntaran ahora, que aquellos alumnos que, cada día, se dirigían a caballo hacia aquel alto en la pradera tenían la misma certeza y parecidos objetivos que los constructores de carreteras que se orientaban por la torre distante de una catedral. Y, sin embargo, en la reunión de esta noche, mi deber será borrar esas mismas huellas que han trazado los años en todos los distritos escolares de Montana.

—Ya iba a mandar una patrulla a buscarte —dijo Rose cuando llegué trastabillando con el cubo lleno de agua.

De inmediato hizo buen uso del agua: Rose tardaba menos en fregar el suelo que otras mujeres en pensar en fregarlo. Papá volvió entonces de lo que había ido a hacer en la carreta y observó desde el umbral la casita impecable y a su nuevo inquilino. Morrie estaba depositando sus calcetines de seda en el áspero armario de pino y, más que nunca, parecía fuera de lugar. Papá tragó saliva, como todo hombre que ha corrido un riesgo desmedido, y se decidió a concluir la jornada.

—¿Hay algo más que la junta pueda hacer por usted dentro de sus más que limitadas capacidades, Morrie? —dijo con cautela, e incluyó en la mirada a Rose—. Hasta ahora, tengo anotadas las cortinas, un relleno nuevo para el colchón, sellador para las ventanas y mechas nuevas para las lámparas.

Morrie respondió al vuelo:

—Una persona para el servicio doméstico.

Papá estaba husmeando su lista. Damon, investigando en los armarios de la cocina, con Toby de ayudante. Estoy seguro de que nadie más advirtió la mirada que intercambiaron Morrie y Rose. Yo no tenía hermanas, de modo que no podía comparar, pero me sorprendió cuánto se habían dicho sin palabras cuando Morrie enarcó la ceja y ella ladeó la cabeza, sosteniendo largamente la mirada. Era suficiente para comprender que, aunque fueran parientes tan cercanos, un hombre y una mujer tenían que vérselas con muchas más cosas que un elenco de hermanos como el nuestro. No podía adivinar si la respuesta de Rose iba a ser una rosa o un perdigón.

—No creerás que voy a abandonarte, ¿o sí? —contestó por fin—. Seguiré ocupándome de todo, como de costumbre.

—Damon —voceó papá, volviendo la cabeza— deja de hacer eso o vas a acabar con todos los cajones. —Nos lanzó luego una mirada a Toby a mí—. Poneos los abrigos. Es hora de ir a casa, nos esperan las delicias de la cena. ¿Viene en la carreta con nosotros, Rose?

Rose no parecía haberlo oído. Recobró la compostura y le lanzó otra mirada cargada de intención a Morrie.

—Me quedaré.

Morrie sopesó un momento la respuesta y se espabiló como si acabara de ocurrírsele una idea.

—Quedaos todos a cenar. Insisto.

La familia Milliron al completo detuvo sus pasos. Papá fue el primero en recobrar el don de la palabra.

—¿Usted sabe cocinar?

—Por supuesto. —Morrie ya se había despojado de la chaqueta y estaba arremangándose—. Cocina de soltero, pero un conocido mío fue chef del Harrimans. Te acuerdas de Pierre, ¿Rose? Bueno, da igual, me enseñó un par de trucos para sacar adelante una cena. Veamos, me parece que en la fresquera hay una pata de venado. —Empezó a revisar la alacena, más bien vacía—. Tenemos también fideos, macarrones, en realidad, pero se acercan. Las cebollas están un poco resecas pero nos servirán también. ¿Qué os parece un estofado de venado? Voy a ir calentando el agua mientras Rose pone la mesa… ¿Por qué ha vuelto a ponerse el sombrero, Oliver? ¿He dicho algo inadecuado?

—Necesito un poco de aire fresco.