16
Cuando Eddie se encaminó al día siguiente al pupitre después de su acostumbrada parada en el retrete, todas las miradas estaban pendientes de sus movimientos. Morrie hizo un alto en su declaración de lo que esperaba ese día de nosotros y esperó con todo el aplomo del caso. Eddie miró el pupitre como si la tapa fuera a morderlo. Por fin, la levantó con delicadeza, buscó a tientas y sacó las gafas. Las abrió de golpe, como una navaja, y por un instante pensé que iba a romperlas por la mitad. Al cabo de un par de intentos, las patillas le encajaron en las orejas y los lentes se asentaron sobre la monumental nariz de los Turley. Parecía un perro pastor escocés con gafas, pero miraba desafiante hacia la pizarra, como esperando a que Morrie escribiera algo que valiera la pena leer.
Casi me esperaba ver a Brose Turley abriendo la puerta a patadas hasta hacerla astillas y despedazando luego a Morrie, miembro a miembro, por haber convertido a su hijo en una nenita cuatro ojos. No pasó mucho tiempo antes de que el remedio secreto para los ojos de Eddie entrara a formar parte de nuestra colección de rasgos humanos, junto con el ceceo de Vivian y el lunar rojo de Antón; las hemorragias nasales de Marta y la malicia de Arabrab; la petulancia de Carnelia y las burradas de Milo; la excitación de Toby, la astucia de Damon y mis extraños pensamientos; el ánimo malvado de Eva y Seraphina; la susceptibilidad de Lily Lee y toda la larga lista de cosas que dábamos por sentadas en la vida de la escuela. En otras palabras, hacía falta algo más que un par de gafas para que Eddie Turley hiciera más amigos. («Ahora que ve, va a pegar todavía mejor», masculló en el recreo Grover). Pero la escuela entera estaba con él, afinada como un Stradivarius, en lo que concernía a su derecho a salirle al paso a esa calamidad que era su padre.
Al final de la jornada, ya en clase de latín, una parte de mí todavía se negaba a concentrarse en el nominativo y el acusativo de pluvia —Morrie no podía dejar de pensar en el pluviómetro y se sumergía en su boletín del servicio climatológico mientras yo hacía ejercicios de las dos primeras declinaciones— y seguía dándole vueltas a la frase: «Quiero que le hagáis la avalancha a Eddie». Cuanto más lo pensaba, más cosas se me ocurrían. Por su cuenta, Eddie no habría recurrido ni en un siglo a algo tan poco masculino como unas gafas: eran para las chicas y los Grover de este mundo. Y, sin embargo, Morrie había corrido muchos riesgos encajándole aquellas gafas al hijo de un hombre que se ganaba la vida con la muerte. Desde luego, no había sido un gesto impetuoso, porque cada detalle estaba planeado de antemano: los tres pares de gafas, el número de chicos que hacían falta para doblegar a Eddie. ¿Se podía decir que alguien era metodecidido? ¿Qué se lo pensaba todo muy bien, y luego seguía adelante y arriesgaba el pellejo? Morrie me vio consultando el diccionario de latín y también el de inglés.
—Las declinaciones no se estudian solas.
—Es que quería buscar algo.
Metodecidido no existía en ninguno de los dos idiomas.
A la mañana siguiente tropecé con una escena que nunca habría podido prever: Rose entró llorando en la cocina. No podía parar de llorar, al parecer, y se acercó arrastrando los pies, con el gorrito colgando de una mano.
—Ven, siéntate. —Me puse en pie de un salto y le acerqué una silla. Bajé la voz para no alarmar a toda la casa—: ¿Qué ha pasado? ¿Te has hecho daño por el camino?
—Es Morrie… —dijo en un susurro lloroso y casi inaudible. Era predecible. Ya decía yo que, tarde o temprano, acabaría pagándola por desafiar y torear a Brose Turley. A juzgar por el estado de Rose, el cazador de lobos debía de haberle aplastado el corazón.
—¿Ha sido grave…? —pregunté, temblando.
—Ha sido horrible —sollozó Rose—. Está en contra de que compre la granja de Eunice.
Las sangrientas visiones se disiparon en mi cabeza. Sin embargo, Rose seguía llorando a mares y necesitaba que la atendiera. Le pasé uno de los trapos de la cocina para que se secara las lágrimas.
—¿Por qué tenía que pasar algo así? —se lamentó—. Que esto se interponga entre nosotros… —Consiguió mirarme a los ojos, con los suyos enrojecidos—. ¿Te lo imaginas? Estábamos hablando de, no sé, el tiempo, y de pronto, al cabo de un momento…
Una vez más le fallaron las palabras.
—¿Os habéis peleado? —dije sin pensar—. No pasa nada, es una pelea entre hermanos.
Eso la hizo llorar con más pena todavía. Fui a buscarle otro trapo y se lo di. Rose arrojó el trapo anterior contra el armarito de la vajilla.
—Ya sabes cómo se pone —balbuceó entre el siguiente chaparrón de lágrimas—. «No me entusiasma la idea de que hagas eso».
Para estar a la vez llorando y hablando entre susurros, era una imitación bastante buena.
El veredicto de Morrie me intrigaba. El mismo estaba instalado y de lo más cómodo en la casita del maestro, orondo como un faisán en una jaula de loro. ¿Por qué no quería que Rose tuviera su casa también? ¿Era mi imaginación, o el comportamiento de los adultos me resultaba cada vez más desconcertante a medida que crecía? Rose soltó otro torrente de lágrimas y fui hacia la puerta.
—Voy a llamar a papá, ¿te parece?
—Espera. —Rose se sonó y logró contener las lágrimas. Tragó saliva y empezó a hablar tan flojito que tuve que agacharme para entenderla—. Si tu padre se echa para atrás y no me da el anticipo para pagar la cuota inicial, estoy hundida, Paul. Prefiero que no sepa que Morrie y yo hemos tenido… un desacuerdo.
Esbozó una débil sonrisa e hizo el gesto de «si-lo cuento-queme-muera», santiguándose sobre el pecho.
—¿Me lo prometes, por favor?
Con todos los secretos que estaba empezando a guardar, iba a necesitar un álbum como los de Damon para acordarme de todos.
—Eh… ¿qué quieres que haga entonces?
Soltó un suspiro, hinchó el pecho y recorrió la cocina con la mirada como si estuviera perdida en un bosque. Cuando volvió a mirarme, parecía algo más tranquila.
—Necesito hablar con alguien que tenga la cabeza en su sitio. Para saber si lo de comprar la granja es una estupidez —el susurro se había hecho más fiero—. Estoy tratando de salir adelante en la vida, pero a veces no me siento segura de mí misma. Con lo inteligente que eres, supongo que tú nunca te has sentido así, pero yo…
—Claro que me he sentido así. Me siento así la mitad del tiempo.
—¿La mitad del…?
—Siempre que estoy en la escuela. Con Morrie. Pasados unos minutos, papá entró en la cocina y bostezó desperezándose.
—¿Dónde está Rose?
—Ha salido a tender los trapos de la cocina.
Rose y Morrie hicieron las paces, nunca supe cómo. A veces la gente lo consigue. Sé que ella pasó todo el fin de semana siguiente limpiando de arriba abajo la casita del maestro. En compensación, Morrie pasó un día entero cargando muebles cuando Rose tomó posesión de la gélida casa vacía que le había dejado al mundo la tía Eunice. Todos fuimos a echar una mano. Tan pronto como nos levantamos, Damon, Toby y yo cruzamos el campo cubierto de nieve endurecida, George acudió a darnos ánimos y Rae se quedó en casa preparando un festín para todos. Incluso papá vino a ayudar en cuanto acabó con sus quehaceres en el establo.
Para el final de ese lejano día de enero, Rose ya era oficialmente nuestra vecina, además de nuestra ama de llaves; papá era su socio, además de su patrón, y Morrie, según me di cuenta, estaba empeñado en sobrellevar con el mejor talante posible aquel romance de Rose con la vida en el campo, lo cual no siempre era fácil.