20
—Veníos los dos conmigo hoy, ¿vale? —nos dijo papá de repente el sábado por la mañana—. Tengo que subir al Dique Grande a cobrar.
A Damon y a mí nos entusiasmó. Nos apresuramos a terminar las gachas mientras papá subía a contárselo a Toby, que todavía estaba durmiendo. En otra habitación, Rose estaba a punto de rematar su primera tarea del día: le había silbado When I See That Evening Star hasta terminar con ella.
—¿Por qué yo no puedo ir? —dijo Toby, como era de imaginar.
—Hoy nos corre algo de prisa y no podemos llevarte en la grupa. —El tono de la voz de papá era inapelable—. A estas alturas ya no vale la pena correr riesgos con el pie. Solo falta una semana para que el doctor venga a echarte la última mirada… Seguro que quieres que te dé el alta del todo, ¿no?
—Sí, pe-pe-pero… Rose acudió al rescate.
—¿Toby? —lo llamó desde el pie de las escaleras—, ¿me ayudas a contar los cubiertos? Tengo que limpiarlos hoy. Y más tarde yo te ayudo a llevar a Houdini a nadar, ¿vale?
—Eres un encanto, Rose, una perita en dulce —dijo papá, aliviado.
—No me gusta que me comparen con nada que crezca en los árboles —contestó ella en voz baja, y volvió al instante a sus quehaceres.
Papá regresó a la cocina sonriendo de oreja a oreja.
—No os quedéis ahí sentados con esas orejas largas —nos dijo a los dos—. Nos vamos.
Sonreía todavía radiante después de que ensilláramos y enfiláramos uno al lado del otro el camino hasta el Dique Grande, con el sol de la mañana calentándonos las espaldas. Por lo general, solo la lluvia pone contento a un agricultor de secano, pero últimamente el humor de papá se había adelantado al buen tiempo. Yo ya no sabía qué pensar. Por las mañanas, aparecía por la cocina antes de que Rose y yo dejáramos de susurrar para tomarnos el cacao. Y eso no era nada. Pasaba el día con una expresión soñadora en el rostro, como si la vida hubiera vuelto a comenzar. En cuanto a la faena de la granja —de ambas granjas—, era como si volviéramos a estar en Año Nuevo: no había manera de atajar a Oliver Milliron cuando se le cruzaba en el camino un trabajo. Por lo visto, también esa mañana había zarpado viento en popa rumbo a la vida, hubiera cosecha o no.
Los tres conformábamos una estampa que ya no se ve por los caminos. Un hombre más bien grandote, que por la manera de montar debía de ser granjero, con el sombrero bueno y cierta manera de otear a lo lejos. Dos niños, casi de la misma talla, pero en absoluto gemelos. Brioso e impulsivo como Paint, su potro pinto, Damon podía alzar las piernas de los estribos y todo si una idea lo asaltaba en plena marcha. Yo iba encima de Joker, sin mover apenas un músculo, pero me debatía por dentro en un tira y afloja sin cuartel ante mi última clase con Morrie.
—¿Y esto? —Morrie observó con ojos desconfiados el folio no pedido que le había deslizado sobre el escritorio. Sin duda aún recordaba el episodio de «la vaca, valla redonda».
—Estoy trabajando con los numerales.
El latín había vuelto a su horario natural, después de la escuela, y estábamos solos.
—Terminarás siendo más romano que los romanos —dijo, como si no acabara de gustarle la idea.
Sin embargo, estaba de un humor inmejorable desde su éxito clamoroso con el inspector escolar y la Noche del Cometa. Papá se había dejado llevar por el entusiasmo y había prometido subirle el sueldo el año siguiente. Comprendí que iba a perturbar esa paz, pero no podía quedarme callado.
Morrie hizo a un lado su volumen de Shakespeare y echó un vistazo a la letra de imprenta:
Mark Twain
MDCCCXXXV - MCMX
Morrie levantó la vista al instante.
—Por desgracia, en esta ocasión no se trata de una noticia exagerada —había dicho al empezar la jornada, al día siguiente de que Damon la descubriera en el periódico—. Ha fallecido un gran hombre y aparentemente el cometa se ha llevado en andas su ataúd. Pero detengámonos en esa palabra, «aparentemente».
Se lanzó luego a un sermón sobre los presagios que eran coincidencias, albures de la probabilidad. A todas luces, estaba sorprendido de que por propia voluntad volviera a pelearme con los números, además en latín. Con todo, examinó mis esfuerzos:
—Veamos, mil ochocientos treinta y cinco a mil novecientos diez, sí, es correcto. Has acertado una vez más, philologe novissime.
No obstante, yo no quería que me felicitara por ser un joven estudioso.
—¿Morrie? Eso da setenta y cinco años justos. Desde la última vez que… ¿lo entiende?
—Seguro que me habría ido bien en Tasmania —se quejó Morrie—, no me cabe duda. —Me miró con ojos perfectamente impasibles, decidido a corregir mi error—. Ahora no te me pongas tú supersticioso, Paul. En cualquier conjunto de circunstancias puede haber más de una coincidencia. Lo sabes, ¿verdad? Cuando se sacan conclusiones de ella, simplemente se les asignan significados. —Le dio un golpecito a mi hoja de papel—. En este caso, se reducen a una coincidencia entre la fecha del nacimiento de un hombre famoso y la fecha en que ha muerto, por desgracia. Nada más ni nada menos.
No me estaba diciendo nada nuevo; en mis sueños, nunca tropezaba con una coincidencia que no hubiera ansiado conjurar. Sin embargo, tanto en el sueño como en la vigilia, hay situaciones en que uno no puede dejar de rumiar el significado de las cosas. Y yo no podía evitarlo en ésta, por mucho que Morrie repitiera que era una coincidencia. El hecho de que Mark Twain hubiera venido al mundo con el cometa Halley y se hubiera marchado con él trazaba un paréntesis en el firmamento que daba mucho que pensar.
—Ahí va esa cosa —dijo Damon en cuanto el Dique Grande apareció al final del camino.
Como siempre, avistaba las cosas el primero. Papá y yo tardamos varios segundos en registrar la estructura distante que parecía reptar muy despacio. Era la excavadora a vapor que atravesaba el llano de Westwater rumbo a un vagón de ferrocarril. El artefacto había dejado en su estela canales y diques laterales donde ya se acumulaba el agua para irrigar: la lluvia regulada, por así llamarla. ¿Quién habría dicho entonces que esos proyectos eran el futuro? Ni siquiera cuando el cielo cedía y regaba nuestros sembrados, como finalmente ocurrió esa primavera, era suficiente. En realidad, nunca sería suficiente. Y, sin embargo, de una forma u otra, el secano sobrevive hasta hoy en parajes de Montana como el nuestro. El acero del arado tarda en mellarse más que ningún otro.
Damon y yo vagamos un rato por los restos del campamento mientras papá hacía las cuentas en la oficina. Ya habían desmontado casi todas las demás tiendas: los peones se habían marchado, como el Hermano Jubal. Los Provonost habían trasladado la suya a la nueva estación agrícola, donde su padre iba a arar en los cortafuegos hasta que terminara el año escolar.
—Los voy a echar de menos el año que viene —dijo Damon, muy serio.
Isidor, Gabriel e Inez nos habían anunciado que en el verano se mudarían a Gros Ventre, al pie de las montañas.
—Yo también. Pero Gros Ventre tampoco está al otro lado del mundo. Tal vez volvamos a verlos.
—Tal vez.
Papá salió de la gran tienda con pinta de traer buen dinero en los bolsillos. Era bastante probable que lo necesitáramos. La contabilidad de la familia Milliron ya tenía dificultades para mantenerse al día con papá al frente de una sola granja. ¿Qué ocurriría ahora que había sembrado también la tierra de Rose si había sequía?
El afable hombre que se subió al caballo entre Damon y yo parecía ajeno a tales preocupaciones. Quién sabe en qué andaría pensando: en todo caso, tenía cara de satisfacción. Mientras cabalgaba a su lado, deseé que esa paz interior fuera hereditaria. De regreso, teníamos el cementerio justo delante y traté de no mirar hacia allí. No quería abrirle otra puerta a la tía Eunice, ahora que ya no dormía en su cama embrujada en casa de Rose.
No habíamos recorrido un trecho muy largo cuando papá tiró de las riendas como si se le hubiera ocurrido una idea.
—¿Y si hacemos una carrera? Eso sí, tendréis que ser considerados con un anciano.
—¿Si no corremos sentados para atrás te parece suficiente? —Damon no perdió la ocasión de lanzarle una pulla.
—Crío impertinente —dijo papá, pero siguió sonriendo—. Venga, el derbi de los Milliron. De aquí hasta el final de la cerca.
Formamos a lo ancho del camino y en cuanto papá dijo: «¡Ya!», los tres taloneamos los caballos en las costillas. Y partimos al galope. Lo digo todavía, no hay mejor lugar que el lomo de un caballo cuando uno tiene la edad que teníamos Damon y yo. Me agaché sobre el cuello de Joker, con la crin aleteándome en la cara como una bandera. Paint corría a nuestro lado nariz con nariz, con Damon guiándolo pegado a la silla. Papá no nos daba ventaja, pero rebotaba en los estribos más que los dos juntos, como suelen hacer los mayores. El final de la cerca se aproximaba a nosotros con cada tranco.
Damon se lanzó en pos de la victoria, y llegó primero. Joker y yo lo apretamos, pero no batallamos palmo a palmo, como aquella vez con Eddie Turley y su enorme caballo gris. En algún momento de ese año —quizá mientras leía a Fabio Cunctator, maestro de la postergación—, había decidido ahorrarme de vez en cuando un triunfo, para cuando realmente valiera la pena. Eso sí, me aseguré de ganarle a papá.
—Morrie tenía razón —resopló, cuando cruzamos la meta y aflojamos el paso—. Sois los dos de una tribu de jinetes locos. Y muy pronto Toby estará otra vez brincando detrás de vosotros. ¿Qué puede hacer un padre ante eso?
Lo que hizo fue enfilar su caballo hacia la entrada del cementerio.
—Ya que estamos aquí… —Su despreocupación era fingida, y nos dimos cuenta—. No tardaremos mucho.
Damon y yo nos miramos igual de sorprendidos. Hacía tiempo que no íbamos al cementerio. De hecho, no habíamos vuelto desde que la tía Eunice encontró el reposo eterno, si es que podía llamarse así.
El camposanto de Marías Coulee estaba en lo alto de una loma y los caballos acometieron al paso la cuesta, resoplando por el esfuerzo inesperado. Un chorlito gris atravesó en zigzag el camino, arrastrando penosamente el ala para engañarnos y alejarnos de su nido. Sobre las tumbas, la hierba cabeceaba movida por el viento con una extraña vivacidad. Papá se puso al frente y avanzamos en fila india para no pisar las sepulturas. Damon se revolvió inquieto mientras desfilábamos despacio entre las lápidas. Tampoco yo me había sentido nunca a gusto en aquellos largos corredores de mármol y granito, entre las piedras pacientes que nos aguardan a todos.
La lápida de mamá estaba al final de una fila. Desmontamos de los caballos.
Con gesto resuelto, papá se inclinó ante la tumba y arrancó los dientes de león y las malas hierbas. Quitó los líquenes aposentados sobre el epitafio. Damon y yo esperamos indecisos detrás. Todavía no entendíamos nada, pero parecía que papá no quería ayuda.
—Damon, Paul… —dijo de pronto—. Tengo que contaros algo. No digáis nada hasta que termine, ¿vale?
No sonaba nada bien, pero los dos asentimos parpadeando.
Papá se pasó las manos por el rostro, como si no quisiera ver la lápida que teníamos enfrente. Las dejó caer despacio. Las palabras le costaban esfuerzo y le temblaba la voz.
—No he podido evitarlo. He hecho todo lo que he podido, pero he acabado enamorándome de Rose. Tal vez fue por todo ese tiempo que se quedó en casa mientras Toby estuvo en cama. O tal vez es que soy lento y no me di cuenta, pero ya no hay caso. Estoy perdidamente enamorado de ella, como un… —se detuvo casi demasiado tarde, antes de decir «escolar»—… como un potrillo.
No sé qué vio Damon mientras miraba boquiabierto a papá. Yo veía el rostro de aquel hombre que había dado un paso de gigante hacia el Oeste, con todas sus posesiones, a bordo de un vagón de emigrantes del Great Northern Railway. Veía a Oliver Milliron, arrastrado por el profundo deseo de dejar el mundo conocido y embarcarse hacia una tierra incógnita.
Papá tomó aliento con dificultad.
—Voy a llenarme de valor para pedirle a Rose que se case conmigo. Os he traído a los dos aquí para decirlo en el lugar más difícil de todos. Para ver si era capaz.
Hasta el viento dejó de soplar. El silencio se hizo más hondo, y papá trató de recobrar la compostura.
—Bien, ¿qué decís vosotros? —Nos miró con ansiedad—. Si Rose se une a la familia, las cosas no serán iguales que con mamá.
—Yo digo… —Sentí que tenía que hablar. Sorprendentemente, Damon no parecía confiar en su propia voz. Papá me lanzó una mirada—. Digo que vamos a oír silbar bastante más a menudo.
La pausa fue larga antes de que papá decidiera qué cara poner. Poco a poco, el conato de estornudo que anunciaba la risa se abrió paso en su nariz. No creo que el comentario lo mereciera, pero se rio hasta que se le saltaron las lágrimas.