Capítulo 29

Pero Roberto continuaba en el hospital. Resultaba imposible que Dafne pudiera verle en la piscina, ni de lejos ni de cerca, por mucho que su madre le permitiera salir.

A pesar de que había pasado más de un mes desde el accidente, los calmantes lo mantenían aún adormilado. Le habían operado para reducirle las fracturas de las piernas, y la operación había sido muy complicada. Unos días después de pasar por el quirófano, habían tenido que volver a intervenirle para injertarle piel en una de las piernas, debido a la pérdida considerable de tejido que sufrió la zona por donde se abrió la fractura.

Los gemelos habían ido a verle. Siempre con cara de preocupación. Con el mismo gesto. Siempre juntos. Idénticos físicamente, aunque completamente diferentes por dentro. Tanto que en su caso fracasaba el principio de los polos opuestos que se atraen. Casi podría decirse que se repelían.

Nunca estaban de acuerdo. Las discusiones entre ellos parecían su única forma de relacionarse. El sí y el no en continuo enfrentamiento. Y sin embargo no sabían vivir el uno sin el otro. Nadie que les conociese, aunque fuera superficialmente, se atrevería a meterse con uno, sin contar que tendría que pelearse con los dos.

Adoraban a Roberto de la misma manera que Roberto les adoraba a ellos. Formaban un trío inseparable. Un triángulo rectángulo con dos lados iguales y uno diferente, que servía para unirlos y para limitarlos. No podía haber mejor combinación, porque los catetos de aquel triángulo también servían para que la hipotenusa tuviera sentido.

Desde bien pequeños, Roberto servía de contrapunto entre aquellos dos hermanos, que por un lado rechazaban su parecido físico, como si se tratase de un peligro para su identidad individual, y por el otro lo utilizaban en su propio beneficio, como si fuese la única ventaja que podían obtener de su condición de gemelos idénticos. No había profesor en el colegio, o amigo del barrio o del instituto, que no hubiera sufrido sus bromas y sus enredos. Excepto su familia y los amigos más íntimos, nadie conseguía distinguirlos.

Los padres de Roberto no lo habían hecho nunca. Les conocían desde los años de la guardería y les habían visto crecer hasta llegar al instituto con sus hijos. Pero no eran capaces de saber quién era cada uno si no se fijaban en unas manchas que ambos tenían en la nuca. La de uno de ellos era un poco más oscura que la del otro.

Cuando eran pequeños, cada vez que los veía aparecer por su casa, el padre de Roberto les gastaba la misma broma mientras les miraba la marca de nacimiento.

—Dejadme ver a cuál de los dos le picó la cigüeña más fuerte.

Pero ahora que eran mayores, y se dejaban crecer el pelo hasta taparles el cuello, nadie podía recurrir ya al truco de las manchas. Resultaba casi imposible reconocerlos.

Aunque a los padres de Roberto no les hacía falta. Para ellos siempre serían los gemelos. Los chicos que habían acompañado a Roberto en todas las fases de su vida.

Y cada vez que acudían al hospital a visitar a su hijo, a pesar de que no podían entrar en la habitación para verle, su sola presencia les animaba y les creaba nuevas esperanzas de que Roberto se recuperase muy pronto de sus lesiones y volviera a su rutina con sus amigos.

Desde el accidente, los padres de Roberto no se habían movido prácticamente del hospital. Debido a su profesión, estaban acostumbrados a convivir con el dolor. Creían entender a los familiares de sus pacientes cuando veían sus caras de angustia ante la enfermedad de los suyos, y siempre procuraban ponerse en su lugar a la hora de pedirles calma y de aconsejarles que se agarrasen con todas sus fuerzas a la última esperanza. Pero ahora que les había tocado a ellos, les resultaba imposible pedirse a sí mismos la paciencia y la fortaleza que les pedían a los otros.

Guardaban las apariencias en el hospital, para no influir negativamente en la recuperación del enfermo y para no contagiarles la ansiedad al resto de la familia, pero cuando se encontraban a solas, lloraban hasta la desesperación, rezando para que aquel accidente no dejara en su hijo secuelas irreversibles.

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Nadie puede explicar lo que se siente ante el sufrimiento de un hijo. La terrible certeza de no poder intervenir. El deseo de sustituirle en la desgracia. La inseguridad. El rechazo de lo inadmisible. Las ganas de llorar. La impotencia ante la espada de Damocles.

Nadie puede explicarlo. Tampoco los padres de Roberto. Aunque, cada vez que se acercan a la cama de su hijo, cuando éste consigue abrir los ojos entre entradas y salidas de la UVI, él sí puede apreciar en sus caras el cansancio, las ojeras, el miedo y la tensión que les está consumiendo.

Nunca había visto a su madre tan pálida. Ojalá no hubiera tenido que verla así. Pero el tiempo no da marcha atrás, aunque lo deseemos con todas las fuerzas.

Y por mucho que él quiera despertar de un mal sueño, nunca podrá volver a aquel paso de cebra, a aquel momento en que se creyó el más malote de todos los malotes. Ya no hay marcha atrás. El cansancio de su madre se lo dice. La tristeza de sus ojos. Su padre. Sus abuelos. Su hermano Kiko. Hay cosas en la vida que no pueden recomponerse una vez que se han roto y, en aquel absurdo duelo con el deportivo, no sólo se había partido él las piernas, el brazo y las costillas, aquella estupidez les había destrozado a todos.