Capítulo 21

El ordenador de Paula se convirtió en el refugio al que Dafne acudía todas las tardes para tratar de obtener noticias sobre Roberto.

Después de las clases particulares, que por supuesto su madre se empeñó en buscarle, y que la mantenían sujeta a la silla una hora y media bajo su permanente vigilancia, se dirigía a casa de Paula y subía corriendo los veinte tramos de escalera que la separaban del ordenador. Aquel momento era el único del día que le merecía la pena vivir, cuando apretaba el botón de encendido y colocaba la mano derecha sobre el ratón.

Al cabo de unos segundos, se oía el acorde de cinco notas que indicaba que el ordenar se había encendido, que le daba sentido a todas sus tardes.

Aquella musiquilla, que acompaña al saludo de bienvenida a los usuarios del mayor fabricante de software del mundo, se convirtió en lo único interesante del día. Un sonido característico, impersonal, idéntico al de otros ordenadores que utilizaban el mismo sistema operativo. Un sonido monótono, sin alma, pero al que ella se aferraba como se aferran los náufragos a cualquier objeto capaz de flotar.

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Desde la ventana de la habitación de su prima, se veían las azoteas de los edificios cercanos, con sus tendederos alineados en perfectas filas paralelas, arqueados por el peso de la ropa.

Un sinfín de pinzas de colores y multitud de antenas, de diferentes formas y tamaños, recortaban el cielo.

Hacía un calor insoportable. No se detectaba el más mínimo movimiento en los tendederos, ni en las copas de los árboles que sobresalían entre los edificios. Su madre le había contado que su padre, en esos días tórridos en los que no sopla el viento, decía que los árboles parecían pintados. En eso mismo pensaba Dafne mientras miraba por la ventana de Paula.

Una ciudad pintada bajo un azul blanquecino, intenso, que no dejaba pasar ni una brizna de aire. Un cuadro en el que resplandecían aquellas sábanas tendidas, bajo un sol de justicia, como el que abrasa a los que se pierden en el desierto.

Aquel sería el primer verano que la familia no iría a la playa para visitar a sus abuelos. Su madre se había empeñado en que ella debía recuperar en septiembre las siete asignaturas que le habían quedado pendientes, y no la dejaba tranquila con sus monsergas de «ponte a estudiar», «aprovecha el tiempo», «mira que después te vas a arrepentir», etc., etc., etc. Siempre con la cara larga. Con las facciones caídas hacia abajo, en un gesto que no se sabía si era de enfado o de amargura, con el que pretendía que cayera sobre ella todo el peso de la culpa.

Era tanta la presión que llegó un momento en que, para que la dejase en paz, no volvió a rechistarle. Recibía las clases de la profesora particular como si realmente la escuchase, y hacía los deberes en el salón, tal y como le gustaba a Teresa.

Y después, mientras pasaba las hojas del libro como si estuviera estudiando, se dedicaba a pensar en Roberto. Le encantaba imaginar el mensaje que la esperaría en el ordenador de Paula cada tarde. Un mensaje que no acababa de llegar nunca, pero con el que se negaba a dejar de soñar.

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Los días eran tan tediosos que parecía que se imitaban a sí mismos. Como si el que empezaba lo hubiera vivido exactamente igual al que había terminado. En la casa sólo se respiraba calor, quietud y tristeza. Su madre y su hermana Lliure apenas hablaban, ni entre ellas ni con Dafne; al único al que se dirigían era a Trufi, que casi no salía de su cesto para protegerse del calor, y Lucía siempre estaba en casa de una amiga, donde se quedaba a dormir un día sí y otro también desde que le habían dado las vacaciones. Era la única que parecía feliz de toda la familia.

De vez en cuando, Cristina llamaba por teléfono y se pasaba las horas muertas hablando con Lliure o con su madre. Muchas veces terminaban llorando las tres. Parecía como si no fueran a verse nunca más, cuando, en realidad, Cristina volvería al final del verano, por muy lejos que ahora se encontrase. ¡Y a eso le llamaba Lliure un problema! Como si haber suspendido siete asignaturas, y esperar con toda su alma un mensaje que nunca llegaba, pudiera compararse con nada. Como si aquel verano, en el que no se movía una hoja, no estuviera siendo el más horrible de su vida.

Su madre la llamaba a las nueve y media, sábados y domingos incluidos. Se levantaba, se duchaba, desayunaba, se sentaba frente a la mesa del salón hasta las doce y media con los libros abiertos, iba a darse un baño en la piscina de Paula, volvía a casa, comía, veía la tele hasta que llegaba la profesora particular, volvía a ponerse frente a los libros en la mesa del salón, y después iba otra vez a casa de su prima, tras subir uno a uno los escalones hasta el décimo piso, rezando para que le cambiara la suerte aquella tarde y desesperándose cada día más, cuando comprobaba que Roberto no enviaba una sola señal que indicara que seguía pensando en la chica de los ojos de gato.

Era como si se lo hubiera tragado la tierra.