Capítulo 11

Cristina siempre llamaba la atención. Su sueño era dedicarse al mundo de la moda, primero como modelo, y después como diseñadora. De momento lo había conseguido. Desfilaba en algunas pasarelas con modelos para jovencitas y había logrado que algunas agencias admitieran los books con los que trataba de darse a conocer.

Era una de esas chicas en las que todos se fijan. Una belleza. Su piel morena y su pelo castaño oscuro contrastaban con el azul de unos ojos que cualquiera hubiese querido para sí. Se parecía a su madre y a su hermana mayor, pero tenía una peculiaridad que la hacía distinta, y que se daba con frecuencia en las mujeres de su familia. El iris le ocupaba una parte del globo ocular mayor de lo normal, y la forma alargada en que se le estrechaban las pupilas con la luz le daban a sus ojos un aspecto felino frente al que resultaba difícil permanecer indiferente.

Por otro lado, sus labios carnosos y su dentadura grande y perfectamente alineada, podrían llegar a ser la envidia de muchas modelos profesionales a las que ella admiraba.

No sabía que había heredado el color de los ojos de su familia paterna. Creció pensando que su padre era otro. Compartió con sus hermanas el dolor de haberle perdido sin que les diera tiempo de construir su recuerdo, y se lo imaginó como siempre se lo había descrito su madre, como un padre cariñoso que murió antes de haber cumplido la promesa con la que había recibido el nacimiento de cada una de sus hijas, la de que él las haría felices. Teresa nunca la sacó del error. Y a su hermana Lliure tampoco. No les mintió, porque ella nunca les dijo que el padre de sus hermanas pequeñas fuera su padre, pero tampoco les dijo que no lo fuera.

Las mayores dieron por hecho la desgracia que las había convertido en huérfanas a los ojos de todos; las pequeñas nunca se plantearon que podría ser de otra forma; y la madre calló como se callan las vergüenzas que no pueden confesarse, y olvidó como se olvidan los malos recuerdos, tapándolos con otros que se encargan de construir el pasado. Su segundo marido había muerto de una septicemia cuando se encontraba en un viaje de trabajo. Teresa se encontró otra vez sola para sacar adelante a sus hijas. La pequeña acababa de nacer, Dafne tenía un año y Lliure y Cristina cinco y cuatro respectivamente. Todas ellas crecieron con idéntica admiración hacia la misma figura paterna, aquella en la que Teresa dejó que creyeran, porque decidió que las cuatro tenían derecho.