Se oyó un susurro como fondo mientras cantaba…
Alec miró a Marta que intentaba hablar, pero no podía porque tenía colocada la respiración artificial. Dejó la guitarra en el suelo y se acercó a su chica. Se movía inquieta y Alec la intentó tranquilizar.
Una vez se supo que Marta había despertado, el trasiego del ir y venir de médicos fue una locura. Mandaron salir a Alec de la habitación y tuvo que esperar fuera, acompañado de una Regina que no entendía nada. Alec, en un gesto de buena voluntad, le indicó lo que pasaba, y realizó las labores de traductor circunstancial.
Una vez que los médicos dieron todas sus explicaciones. Regina quiso entrar a estar con su nieta dado que era familiar directo, a lo que Alec no se pudo negar, por lo que la abuela, con el pose más altivo que nunca, entró a ver a su nieta.
Alec se quedó fuera y comenzó a realizar llamadas para avisar a los amigos, los cuales, dado que las circunstancias parecían no mejorar, intentaron seguir con sus vidas y venían de visita todas las mañanas, pero ya no permanecían allí, incluido su odiado Dan Oakley.
Le explicó todos los pormenores de su reanimación, y Declan, felicitándole por la buena noticia, se despidió de él, citándose en el hospital para verla en cuanto su trabajo lo permitiese.
Alec colgó el teléfono y se dirigió al baño para refrescarse. Se estaba lavando las manos, cuando, de repente se miró al espejo y se percató de la realidad de lo que le estaba sucediendo. ¡Marta se había despertado!
Se llevó las manos a la cabeza y se apoyó en la pared. Poco a poco se fue deslizando en ella hasta sentarse en el frío suelo. Las lágrimas le empezaron a caer por las mejillas y un quejido salió de su garganta.
Lloró como un niño, por todo el dolor que se había acumulado durante todas esas semanas, por lo que sentía, porque por primera vez en mucho tiempo, el nudo que tenía en el pecho se estaba deshaciendo. Por Marta, porque su chica era una valiente y se merecía todo el amor del mundo, incluido el suyo, el de un hombre inseguro de la vida, que no supo entender hasta que casi era tarde, que el amor, cuando llega, había que aprovecharlo, que no se podía medir el tiempo que iba durar, que había que aprovechar cada segundo como si fuese el último. Y por Teresa, porque hacía diez años le había transmitido el mejor mensaje del mundo, y que la traducción la tuvo cuando aprendió lo que realmente significaba amar. Ese concepto universal relativo a la afinidad de los seres, pero que en ellos, se traducía en algo más que afecto o amor romántico. Para ellos era una emoción extremadamente poderosa que abarcaba algo más que su mente y su alma. Eran solo uno.
Tuvo que esperar diez años percibirlo, aunque desde aquel entonces ya estuviera en su interior.
Continuó llorando durante un largo rato. Ese desahogo le permitió liberarse también de algún que otro miedo que todavía pululaba por ahí. Marta era lo más grande que le había sucedido y no iba a permitir que nada le hiciese dudar de lo que sentía por ella.
Salió del baño y se encontró con Regina en el pasillo, que ya había salido de la habitación y esperaba fuera.
No se molestó en responderla, entró directamente en la habitación, y entonces sintió como si una luz iluminase su alma. Ese intercambio de miradas les causó turbación, de nuevo todo a su alrededor se volatilizaba como si no existiese nada más que ellos dos.
Se miraron a los ojos y sonrieron, pero vio en Marta una sombra de duda que quiso disipar el instante. Se acercó a ella y la dio un suave beso en los labios, que no fue más intenso por las circunstancias, pero no por falta de ganas.
“¡Bien por mi mujer, ha vuelto”, pensó Alec con alegría a pesar de que sabía lo que se le venía encima. “Me da igual, ella acabará debajo de mí de todos modos” se rió para sí mismo, pero Marta vio su sonrisa.
Alec soltó una carcajada por el calificativo. Solo ella era capaz de hacerle reír así.
“Gracias, Teresa”, pensó Alec.
Así se quedaron ambos dormidos.