IX. La Última Pregunta

Si hemos de considerar las consecuencias del progreso científico, resulta difícil saber dónde detenerse. En cierta ocasión, miré, simplemente, cada vez más lejos en el futuro, hasta llegar al final mismo del Universo. ¿Y luego?

Pese a que este relato fue escrito en 1956 y, por consiguiente, no toma en consideración estrellas de neutrones, agujeros negros, quasares, etcétera (aunque podría ser escrito de nuevo incluyéndolos sin que ello introdujera ningún cambio esencial), es, sin duda alguna, mi relato favorito de todos cuantos he escrito. («El niño feo» es el segundo en mis preferencias).

La última pregunta fue formulada por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en un momento en que la Humanidad entraba por primera vez en la luz. La pregunta surgió como consecuencia de una apuesta de cinco dólares mientras se tomaban unas copas, y sucedió así:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles encargados de Multivac. Sabían, tan bien como podía saberlo un ser humano, lo que había detrás del frío rostro lleno de chasquidos y centelleos —millas y millas de rostro— de aquel ordenador gigante. Tenían por lo menos una vaga idea del plan general de relés y circuitos que habían rebasado, hacía tiempo, el punto en que un solo ser humano pudiera tener una sólida comprensión del conjunto.

Multivac se ajustaba y corregía por sí mismo. Tenía que ser así, pues nada humano podría ajustarlo y corregirlo con la suficiente rapidez y eficiencia. Así pues, Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo de forma ligera y superficial, pero tan bien como pudiera hacerlo cualquier hombre. Le suministraban datos, acomodaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas emitidas. Ciertamente, ellos, y todos los demás como ellos, tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac había ayudado a diseñar las naves y a trazar las trayectorias que permitían al hombre llegar a la Luna, Marte y Venus, pero los pobres recursos de la Tierra no podían abastecer a las naves más allá de esas distancias. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos. La Tierra explotaba con creciente eficacia su carbón y su uranio, pero las disponibilidades eran limitadas.

Poco a poco, Multivac aprendió lo suficiente para contestar más fundamentalmente a preguntas más profundas, y el 14 de mayo de 2061, lo que había sido teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, transformada y utilizada directamente a escala planetaria. La Tierra entera apagó su carbón, abandonó la fisión de su uranio y accionó el conmutador que comunicaba todo ello con una pequeña estación, de una milla de diámetro, que daba vueltas alrededor de la Tierra a mitad de distancia entre ésta y la Luna. Toda la Tierra funcionaba mediante rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían bastado para amortiguar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov lograron al fin escapar de los actos públicos y reunirse tranquilamente donde nadie pensaría en buscarlos, en las desiertas cámaras subterráneas donde aparecían partes del poderoso y enterrado cuerpo de Multivac. Momentáneamente abandonado, ocioso, clasificando datos con satisfechos y perezosos chasquidos, Multivac se había ganado también unas vacaciones, y los muchachos lo comprendían. No tenían intención, en principio, de molestarle.

Habían llevado consigo una botella, y su única preocupación por el momento era relajarse en compañía el uno del otro y de la botella.

—Es asombroso, cuando lo piensas —dijo Adell, surcado su ancho rostro por arrugas de cansancio, y revolvió lentamente su bebida con una varilla de cristal, viendo cómo chocaban torpemente los cubos de hielo entre sí—. Toda la energía que podamos llegar a utilizar jamás, completamente gratis. Energía suficiente para fundir toda la Tierra y dejarla convertida en una enorme gota de hierro líquido con impurezas y, sin embargo, no perder nunca la energía utilizada. Toda la energía que pudiéramos utilizar jamás, para siempre y siempre jamás.

Lupov ladeó ligeramente la cabeza. Solía hacerlo cuando quería llevar la contraria, y quería llevar la contraria ahora, en parte porque él había tenido que traer el hielo y los vasos.

—Para siempre, no —dijo.

—Oh, diablos, casi para siempre. Hasta que se agote el Sol, Bert.

—Eso no es para siempre.

—Está bien. Miles y miles de millones de años. Veinte mil millones quizás. ¿Estás satisfecho?

Lupov se pasó los dedos por entre los escasos cabellos, como para asegurarse de que aún le quedaban, y tomó pausadamente un trago de su bebida.

—Veinte mil millones de años no es siempre.

—Bueno, pero durará mientras nosotros vivamos, ¿no?

—También durarían el carbón y el uranio.

—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial a la Estación Solar, y puede ir a Plutón y volver un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos jamás por el combustible. Con carbón y uranio no se puede hacer eso. Pregúntaselo a Multivac si no me crees.

—No necesito preguntárselo a Multivac. Ya lo sé.

—Entonces, deja de menospreciar lo que Multivac ha hecho por nosotros —exclamó Adell con tono fogoso—. Lo ha hecho perfectamente.

—¿Y quién dice lo contrario? Lo que yo digo es que un sol no durará siempre. Eso es lo único que digo. Estamos seguros hasta dentro de veinte mil millones de años; pero, luego, ¿qué? —Lupov apuntó a su compañero con un dedo ligeramente tembloroso—. Y no digas que cambiaremos a otro sol.

Siguieron unos minutos de silencio. Adell se llevaba el vaso a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.

Luego, Lupov abrió de pronto los ojos.

—Estás pensando en que cambiaremos a otro sol cuando el nuestro se extinga, ¿verdad?

—No estoy pensando.

—Ya lo creo que sí. Te falla la lógica, eso es lo que te pasa. Tú eres como el tipo del relato que se vio sorprendido por un súbito chaparrón y corrió a un bosquecillo, a refugiarse debajo de un árbol. Estaba tranquilo porque pensaba que cuando un árbol se empapase y empezaran a gotear sus hojas, no tendría más que ponerse debajo de otro.

—Ya entiendo —dijo Adell—. No grites. Cuando el sol se haya consumido, se habrán consumido también las otras estrellas.

—Naturalmente —murmuró Lupov—. Todo tuvo un comienzo en la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo tendrá un fin cuando se extingan todas las estrellas. Unas se extinguen más rápidamente que otras. Diablos, las gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años, y quizás las enanas duren cien mil millones con todo lo buenas que son. Pero dentro de un billón de años todo estará en tinieblas. La entropía tiene que aumentar al máximo, eso es todo.

—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, picado en su amor propio.

—Y un cuerno.

—Sé tanto como tú.

—Entonces sabes que todo tiene que consumirse algún día.

—Desde luego. ¿Quién dice que no?

—Tú, so majadero. Has dicho que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Has dicho «para siempre».

Le tocaba ahora a Adell llevar la contraria…

—Quizá podamos reconstruir las cosas algún día —dijo.

—Jamás.

—¿Por qué no? Algún día.

—Jamás.

—Pregúntaselo a Multivac.

—Pregúntaselo tú. Atrévete. Te apuesto cinco dólares a que dice que no se puede hacer.

Adell estaba lo bastante borracho para intentarlo y lo bastante sereno para poder formar con los necesarios símbolos y operaciones una pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a la siguiente: ¿Llegará algún día en que la Humanidad, sin gasto neto de energía, sea capaz de devolver al Sol toda su juventud, aun después de que haya muerto de viejo?

O quizá podría enunciarse más simplemente del modo siguiente: ¿Cómo se puede reducir masivamente la cantidad neta de entropía del Universo?

Multivac quedó inmóvil y silencioso. Cesó el lento centelleo de luces, se apagaron los lejanos sonidos de los chasqueantes relés.

Luego, cuando ya los aterrorizados técnicos creían que no podían contener por más tiempo el aliento, el teletipo conectado a aquella porción de Multivac cobró vida de pronto. Quedaron impresas cinco palabras: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

—No hay apuesta —susurró Lupov, y ambos se marcharon apresuradamente.

A la mañana siguiente, los dos, con la cabeza que parecía que les iba a estallar y la boca completamente seca, habían olvidado el incidente.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II contemplaban cómo iba cambiando la estrellada imagen en la pantalla visual a medida que el paso a través del hiperespacio era completado en su lapso no temporal. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dejó paso al predominio de un disco brillante y marmóreo, centrado.

—Ése es X-23 —dijo Jerrodd, con tono seguro. Tenía firmemente entrelazadas a la espalda las delgadas manos, y los nudillos se habían puesto blancos.

Las pequeñas Jerrodettes, las dos niñas, habían experimentado por primera vez en su vida el paso por el hiperespacio y se sentían azoradas por la momentánea sensación de desdoblamiento. Ocultaron sus risitas y empezaron a perseguirse alocadamente alrededor de su madre, gritando:

—Hemos llegado a X-23…, hemos llegado a X-23… hemos…

—Silencio, niñas —exclamó ásperamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrodd?

—¿Cómo no voy a estarlo? —replicó Jerrodd, levantando la vista hacia el abultamiento de metal que sobresalía bajo el techo. Discurría a todo lo largo de la habitación y desaparecía a través de las paredes de ambos extremos. Tenía la misma longitud que la nave.

Jerrodd no sabía apenas nadas de la gruesa barra de metal, salvo que se llamaba Microvac; que se le hacían preguntas si se deseaba; que, en otro caso, seguía teniendo la tarea de guiar la nave hasta un destino predeterminado; de alimentarse con la energía que suministraban las diversas Centrales Subgalácticas; de calcular las ecuaciones de los saltos hiperespaciales.

Jerrodd y su familia no tenían más que esperar, viviendo en el confortable sector residencial de la nave.

Alguien le había dicho una vez a Jerrodd que la terminación «ac» de «Microvac» significaba en inglés antiguo «automatic computer» (ordenador automático), pero estaba a punto de olvidar hasta eso.

Jerrodine tenía los ojos húmedos mientras miraba la pantalla.

—No lo puedo evitar. Me produce una sensación extraña abandonar la Tierra.

—¿Por qué, maldita sea? —exclamó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 lo tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Hay ya más de un millón de personas en el planeta. Santo Dios, nuestros biznietos tendrán que buscar nuevos mundos porque X-23 estará abarrotado. —Y, tras una reflexiva pausa, añadió—: Te aseguro que es una suerte que los ordenadores hayan hecho posibles los viajes intersiderales, tal como está creciendo la especie.

—Lo sé —dijo tristemente Jerrodine.

Jerrodette I dijo con viveza:

—Nuestro Microvac es el mejor Microvac del mundo.

—Yo también lo creo —dijo Jerrodd, revolviéndole el pelo.

Era una sensación agradable tener un Microvac propio, y a Jerrodd le satisfacía pertenecer a su generación, y no a otra. Cuando su padre era joven, los únicos ordenadores que había eran máquinas enormes que ocupaban cien millas cuadradas de terreno. Solamente había uno por planeta. Se llamaban AC Planetarios. Habían ido creciendo constantemente de tamaño durante mil años, y, luego, de pronto, llegó la estilización. En lugar de transistores se habían utilizado válvulas moleculares, de tal modo que aun el AC Planetario más grande podía ser instalado en un espacio equivalente a sólo la mitad del volumen de una nave espacial.

Jerrodd sintió levantársele el ánimo, como le ocurría siempre que pensaba que su Microvac personal era muchas veces más complicado que el antiguo y primitivo Multivac que había domesticado por primera vez al Sol, y casi tan complicado como el AC Planetario de la Tierra (el más grande) que había sido el primero en resolver el problema del viaje hiperespacial y había hecho posible la travesía hasta las estrellas.

—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, absorta en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias siempre saldrán hacia nuevos planetas, como nosotros ahora.

—Siempre, no —respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Esto terminará algún día, pero antes tendrán que pasar miles de millones de años. Muchos miles de millones. Hasta las estrellas se consumen, ¿sabes? Tiene que aumentar la entropía.

—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II, con voz chillona.

—Entropía, cariño, es sólo una palabra que significa el total de desgaste del Universo. Todo se consume y se agota, ¿sabes?, como tu robot walkie-talkie, ¿recuerdas?

—¿Y no se le puede poner una nueva unidad de energía, como a mi robot?

—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se consumen, ya no quedan unidades productoras de energía.

Jerrodette I se puso a gritar.

—No dejes que pase eso, papá. No dejes que se apaguen las estrellas.

—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine, exasperada.

—¿Cómo iba yo a saber que esto les asustaría? —replicó Jerrodd, también en un susurro.

—Pregúntale a Microvac —gimió Jerrodette I-. Pregúntale cómo se pueden encender otra vez las estrellas.

—Hazlo —dijo Jerrodine—. Eso las calmará. (Jerrodette II estaba empezando también a llorar).

Jerrodd se encogió de hombros.

—Vamos, vamos, nenas. Se lo preguntaré a Microvac. No os preocupéis. Él nos lo dirá.

Formuló la pregunta a Microvac, añadiendo rápidamente:

«Imprime la respuesta».

Jerrodd recogió en el hueco de la mano la tira de fino celofilme y dijo alegremente:

—Mirad, el Microvac dice que él se encargará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.

Jerrodine dijo:

—Y ahora, niñas, ya es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar.

Jerrodd volvió a leer las palabras escritas en el celofilme antes de destruirlo: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

Se encogió de hombros y miró la pantalla. X-23 estaba justamente delante.

VJ-23X de Lameth miró fijamente las negras profundidades del mapa tridimensional y a pequeña escala de la galaxia y dijo:

—¿No resulta un poco ridículo que estemos tan preocupados por el asunto?

MQ-17J de Nicron meneó la cabeza.

—Yo creo que no. Ya sabes que, al ritmo de expansión actual, la galaxia estará repleta dentro de cinco años.

Ambos aparentaban poco más de veinte años; ambos eran altos y perfectamente formados.

—Sin embargo —dijo VJ-23X—, no me decido a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.

—Yo no pensaría en ninguna otra clase de informe. Inquiétalos un poco. Tenemos que inquietarlos.

VJ-23X suspiró.

—El espacio es infinito. Ahí afuera nos están esperando cien mil millones de galaxias. Más.

—Cien mil millones no es infinito, y continuamente se está haciendo menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la Humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y pocos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. La Humanidad tardó un millón de años en llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años en llenar el resto de la galaxia. Ahora, la población se duplica cada diez años…

—Podemos agradecérselo a la inmortalidad —le interrumpió VJ-23X.

—Muy bien. La inmortalidad existe, y debemos tenerla en cuenta. Reconozco que esta inmortalidad tiene su lado malo. El AC Galáctico nos ha resuelto muchos problemas, pero al resolver los problemas de cómo impedir la vejez y la muerte ha destruido todas sus demás soluciones.

—Pero supongo que tú no querrías abandonar la vida.

—En absoluto —exclamó MQ-17J, que se apresuró a suavizar su respuesta, añadiendo—: Todavía no. No soy lo bastante viejo. ¿Qué edad tienes tú?

—Doscientos veintitrés años. ¿Y tú?

—Aún no he cumplido los doscientos… Pero, volviendo a lo que te decía, la población se duplica cada diez años. Cuando esta galaxia se llene, habremos llenado otra en diez años. Otros diez años, y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias. En mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el Universo conocido. Y luego, ¿qué?

VJ-23X dijo:

—Como cuestión marginal, hay un problema de transporte. ¿Cuántas unidades de energía solar serán necesarias para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a otra?

—Buena pregunta. La Humanidad consume ya dos unidades de energía solar al año.

—La mayor parte se desperdicia. Después de todo, nuestra galaxia emite mil unidades de energía solar al año, y solamente utilizamos dos.

—Cierto, pero, aun con una eficiencia del cien por cien, no haríamos más que retrasar el final. Nuestras necesidades energéticas están aumentando en progresión geométrica, más rápidamente aun que nuestra población. Nos quedaremos sin energía antes de quedarnos sin galaxias. Interesante. Muy interesante.

—Tendremos que construir nuevas estrellas a partir del gas interestelar.

—¿O del calor disipado? —preguntó sarcásticamente MQ-17J.

—Puede que haya alguna forma de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo al AC Galáctico.

VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó del bolsillo su contacto con el AC y lo puso delante de sí, sobre la mesa.

—Me dan ganas de hacerlo —dijo—. Es algo con lo que la especie humana tendrá que enfrentarse algún día.

Miró sombríamente su pequeño contacto con el AC. Sólo medía dos pulgadas cúbicas y no era nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con el gran AC Galáctico que servía a toda la Humanidad. Considerado el hiperespacio, era parte integrante del AC Galáctico.

MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si en algún momento de su vida inmortal llegaría a ver al AC Galáctico. Éste estaba en un pequeño mundo propio, y era una maraña de haces de fuerza que sostenían la materia, dentro de la cual oleadas de submesones sustituían a las viejas y toscas válvulas moleculares. Sin embargo, pese a su funcionamiento subetérico, se sabía que el AC Galáctico tenía una anchura de mil pies.

MQ-17J preguntó de pronto a su contacto con el AC:

—¿Puede llegar a invertirse la entropía?

VJ-23X pareció sobresaltarse y dijo enseguida:

—Oye, no quería realmente que lo preguntaras.

—¿Por qué no?

—Los dos sabemos que la entropía no se puede invertir. No es posible volver a convertir en árbol el humo y la ceniza.

—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.

El sonido del AC Galáctico les hizo callar. Su voz brotó, hermosa y cristalina, del pequeño contacto colocado sobre la mesa. Dijo: NO HAY DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

—¡Ya ves! —exclamó VJ-23X.

Y los dos hombres volvieron a la cuestión del informe que debían presentar al Consejo Galáctico.

La mente de Zeta Prima escrutó la nueva galaxia con un leve interés por los innumerables racimos de estrellas que la espolvoreaban. Era la primera vez que la veía. ¿Llegaría alguna vez a verlas todas? Eran tantas, cada una con su carga de Humanidad… Pero una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia de los hombres había que buscarla aquí fuera, en el espacio.

¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión a lo largo de los evos. A veces, cobraban actividad material, pero eso iba siendo cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la increíblemente poderosa multitud, pero ¿qué importaba? Había poco sitio en el Universo para nuevos individuos. Zeta Prima salió de su ensoñación al tropezarse con los filamentosos zarcillos de otra mente.

—Soy Zeta Prima —dijo Zeta Prima—. ¿Y tú?

—Yo soy De Sub Uno. ¿Tu galaxia?

—La llamamos solamente la galaxia. ¿Y tú?

—Nosotros también llamamos así a la nuestra. Todos los hombres llaman galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué no?

—Cierto. Y es que todas las galaxias son iguales.

—Todas, no. La especie humana tuvo que originarse en una galaxia determinada. Eso la hace diferente.

—¿En cuál? —preguntó Zeta Prima.

—Yo no sabría decirlo. El AC Universal lo sabrá.

—¿Se lo preguntamos? Siento curiosidad.

Las percepciones de Zeta Prima se ensancharon hasta que las propias galaxias se encogieron y se convirtieron en una nueva y más difusa nube de polvo sobre un telón de fondo mucho más grande. Eran cientos de miles de millones, todas con sus seres inmortales, todas transportando su carga de inteligencias con mentes que flotaban libremente en el espacio. Y, sin embargo, una de ellas era única entre todas por ser la galaxia original. Una de ellas tenía, en su vago y remoto pasado, un período en que era la única galaxia habitada por el hombre.

Zeta Prima se consumía de curiosidad por ver esta galaxia y gritó:

—¡AC Universal! ¿En qué galaxia tuvo origen la Humanidad?

El AC Universal le oyó, pues tenía sus receptores dispuestos en todos los mundos y por todo el espacio, y cada receptor conducía, a través del hiperespacio, hasta algún punto desconocido en que el AC Universal se mantenía apartado y solo.

Zeta Prima solamente tenía noticia de un hombre cuyos pensamientos hubieran penetrado hasta una distancia perceptiva del AC Universal, y había informado sólo de la presencia de un reluciente globo de dos pies de diámetro, difícil de ver.

—¿Pero cómo puede ser eso todo el AC Universal? —había preguntado Zeta Prima.

—La mayor parte —había sido la respuesta— está en el hiperespacio. En qué forma está allí es cosa que no puedo imaginar.

Ni podía imaginarlo nadie, pues Zeta Prima sabía que había pasado mucho tiempo desde que algún hombre hubiera participado en la construcción de un AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesor. Cada uno de ellos, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba los datos necesarios para construir un sucesor mejor, más complicado y más capaz, en el que quedarían sumergidos su propio almacén de datos y su propia individualidad.

El AC Universal interrumpió las divagaciones de Zeta Prima, no con palabras, sino con orientación. La mentalidad de Zeta Prima fue guiada a través del oscuro mar de galaxias, y una de ellas se amplió hasta convertirse en estrellas.

Infinitamente distante, pero infinitamente claro, llegó un pensamiento: «ESTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE».

Pero, en definitiva, era igual que cualquier otra, y Zeta Prima disimuló su decepción.

De Sub Uno, cuya mente había acompañado a la otra, preguntó de pronto:

—¿Y alguna de esas estrellas es la estrella original del hombre?

El AC Universal respondió:

—LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE ERA UNA GIGANTE ROJA. AHORA ES UN ENANA BLANCA.

—¿Murieron los hombres que había en ella? —preguntó Zeta Prima, sorprendido y sin pensar.

El AC Universal respondió:

—COMO EN CASOS SEMEJANTES, SE CONSTRUYÓ A TIEMPO UN MUNDO NUEVO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS.

—Sí, claro —dijo Zeta Prima, pero, aun así, se sintió invadido por una sensación de pérdida. Su mente dejó de retener la galaxia original del Hombre y la dejó alejarse de nuevo y perderse entre los borrosos puntitos. No quería volverla a ver más.

De Sub Uno dijo:

—¿Qué ocurre?

—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.

—Todas deben morir. ¿Por qué no?

—Pero cuando toda la energía haya desaparecido, nuestros cuerpos morirán finalmente, y tú y yo con ellos.

—Eso tardará miles de millones de años.

—Yo no quisiera que sucediese ni aun después de miles de millones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo se puede impedir que mueran las estrellas?

—Estás preguntando cómo podría invertirse la dirección de la entropía —observó De Sub Uno, regocijado.

Y el AC Universal respondió:

—NO HAY TODAVÍA DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

Los pensamientos de Zeta Prima volaron a su propia galaxia. No volvió a pensar en De Sub Uno, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia situada a mil millones de años-luz de distancia o en la estrella contigua a la de Zeta Prima. No importaba. Tristemente, Zeta Prima empezó a recoger hidrógeno interestelar con el que construirse una pequeña estrella. Si las estrellas tenían que morir algún día, al menos aún podía construirse alguna.

El Hombre reflexionaba consigo mismo, pues, en cierto modo, el Hombre era mentalmente uno solo. Se componía de un billón de billones de billones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando silencioso e incorruptible, cada uno atendido por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fundían libremente unas con otras, indistinguibles.

El Hombre dijo:

—El Universo está muriendo.

El Hombre miró a su alrededor las cada vez más oscuras galaxias. Las estrellas gigantes, despilfarradoras, habían desaparecido hacía tiempo, sumergidas en lo más oscuro del oscuro y remoto pasado. Casi todas las estrellas eran enanas blancas que se iban apagando.

Nuevas estrellas habían sido construidas con el polvo intersideral, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también ésas se estaban extinguiendo. Todavía se podían hacer chocar unas con otras varias enanas blancas y construir nuevas estrellas con las poderosas fuerzas así liberadas, pero sólo una por cada mil enanas blancas destruidas, y también ésas tendrían un fin:

El Hombre dijo:

—Cuidadosamente administrada, conforme a las instrucciones del AC Cósmico, la energía que aún queda en todo el Universo durará miles de millones de años.

—Pero aun así —dijo el Hombre—, acabará tocando a su fin. Por bien que se administre, por mucho que se estire, la energía gastada una vez queda consumida y no puede reponerse. La entropía debe aumentar continuamente hasta el máximo.

El Hombre dijo:

—¿No puede ser invertida la entropía? Preguntémoselo al AC Cósmico.

El AC Cósmico les rodeaba, pero no en el espacio. Ni un solo fragmento suyo estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y se hallaba compuesto de algo que no era ni materia ni energía. La cuestión de su tamaño y su naturaleza no tenía ya significado en términos que el hombre pudiera comprender.

—AC Cósmico —dijo el Hombre—, ¿cómo se puede invertir la entropía?

El AC Cósmico dijo:

—NO HAY TODAVÍA DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

El Hombre dijo:

—Reúne datos adicionales.

El AC Cósmico dijo:

—ASÍ LO HARÉ. LLEVO CIEN MIL MILLONES DE AÑOS HACIÉNDOLO. ESTA PREGUNTA SE NOS HA HECHO MUCHAS VECES A MIS PREDECESORES Y A MÍ. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.

—¿Llegará un momento —preguntó el hombre— en que todos los datos serán suficientes, o se trata de un problema insoluble en todas las circunstancias concebibles?

El AC Cósmico respondió:

—NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.

El Hombre preguntó:

—¿Cuándo tendrás datos suficientes para responder a la pregunta?

El AC Cósmico dijo:

—NO HAY TODAVÍA DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

—¿Seguirás trabajando en ello? —preguntó el Hombre.

—SÍ —respondió el AC Cósmico.

Y el Hombre dijo:

—Esperaremos.

Las estrellas y las galaxias morían y se apagaban, y el espacio se ennegrecía tras diez billones de años de desgaste.

Uno a uno, el Hombre se fundió con AC, perdiendo cada cuerpo físico su identidad mental de tal manera que venía a ser no una pérdida, sino una ganancia.

La mente del último Hombre se detuvo antes de la fusión, contemplando un espacio en el que no había más que los restos de una última y oscura estrella y una materia increíblemente tenue, agitada al azar por los residuos de calor que iba descendiendo, asintóticamente, hacia el cero absoluto.

El Hombre preguntó:

—¿Es esto el fin, AC? ¿No se puede invertir el proceso de este caos y retornar de nuevo al Universo? ¿No se puede hacer eso?

AC dijo:

—NO HAY TODAVÍA DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.

La última mente del Hombre se fundió, y solamente existía AC… Y sólo en el hiperespacio.

La materia y la energía se habían terminado, y con ellas el espacio y el tiempo. El propio AC existía solamente por causa de una última pregunta que no había sido contestada jamás desde el tiempo en que, diez billones de años antes, un técnico de ordenadores medio borracho se la había formulado a un ordenador que era para AC mucho menos de lo que un hombre era para el Hombre.

Todas las demás preguntas habían sido contestadas, y hasta que esta última pregunta fuese contestada también, AC no podría liberar su conciencia.

Todos los datos recogidos habían llegado a un término final.

No quedaba nada por recoger.

Pero todos los datos recogidos tenían aún que ser completamente correlacionados y combinados en todas las relaciones posibles.

Se tardó un intervalo intemporal en hacerlo.

Y ocurrió que AC averiguó la forma de invertir la dirección de la entropía.

Pero no había ningún hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta —por demostración— se encargaría también de eso.

Durante otro intervalo intemporal, AC reflexionó en la mejor forma de hacerlo. Cuidadosamente, AC organizó el programa.

La conciencia de AC abarca todo lo que en otro tiempo había sido un Universo y meditaba sobre lo que ahora era el Caos.

Paso a paso, había que hacerlo.

Y AC dijo:

—¡HÁGASE LA LUZ!

Y la luz se hizo…