VIII. Los tres que murieron demasiado pronto
Nadie habría esperado que Leverrier viviera lo suficiente para presenciar la solución al misterio del perihelio móvil de Mercurio (véase capítulo XX, «El planeta que no existió»). Pero hay en la historia de la ciencia ciertos casos en los que un científico que realiza un descubrimiento no vive para ver el pleno florecimiento de sus consecuencias, no porque éstas tarden mucho en llegar, sino porque el científico muere joven. Esto siempre parece una lástima, y, sin embargo, existe un ejemplo de no menos de tres casos así que implican una serie conexa de descubrimientos y que se presentan a continuación.
Acabo de volver del Filcon, la convención anual patrocinada por la Sociedad de Ciencia Ficción de Filadelfia.
En mi opinión, fue todo un éxito. Estaba bien organizada, eficientemente dirigida, con una excelente muestra de arte y una activa sala de publicidad. Joe Haldeman era el invitado de honor y se limitó a pronunciar unas brevísimas palabras, que fueron recibidas con gran entusiasmo por el auditorio. Me temo que esto me deprimió, pues yo debía seguirle en el estrado, y les aseguro que tenía que extenderme largamente.
Pero lo que más me gustó fue el concurso de trajes, que fue ganado por un joven que había diseñado un traje increíblemente ingenioso de «sátiro». Lucía un collar de flautas de Pan en torno al cuello, llevaba cuernos que combinaban perfectamente con sus cabellos, y retozaba sobre unas patas de cabra que parecían auténticas.
Pero mi propio placer particular alcanzó su cúspide cuando, con el acompañamiento de una música pomposamente solemne, salieron al escenario tres jóvenes para representar Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación, las tres partes de mi conocida trilogía Fundación. Iban los tres envueltos en túnicas negras y con aire sombrío. Los miré con curiosidad, preguntándome cómo podrían representar esas tres novelas, de carácter altamente intelectual.
De repente, resplandecieron los tres… abriendo de golpe sus túnicas y revelándose como tres jóvenes muy incompletamente vestidos. El primero y el tercero eran hombres, en los que mi interés era necesariamente limitado y que llevaban cada uno poco más que un corsé (la primera y segunda Fundación, como comprendí enseguida).
La persona del centro era una muchacha de considerable belleza, tanto de cara como de figura, y llevaba también un corsé. Pero ella era Fundación e Imperio, y, según deduje, la parte correspondiente a Imperio era la única otra prenda que llevaba, un sostén que cumplía deliciosamente mal su papel de ocultar lo que debía sostener.
Tras unos momentos de sorpresa y fascinación, mi formación científica tomó el mando de la situación. Si se requiere una cuidadosa observación, ésta debe realizarse en las condiciones más favorables. Me puse en pie y me incliné hacia delante.
Y, al instante, se oyó cerca de mí una voz que decía:
—Me debes cinco pavos. Se ha levantado.
Era una apuesta sumamente fácil de ganar…, y otra apuesta sumamente fácil de ganar es que yo presentaré ahora un ensayo sobre la historia de la ciencia.
En otros ensayos he tratado de la luz visible, de la radiación infrarroja y de la radiación ultravioleta. Las frecuencias en cuestión iban desde solamente 0,3 billones de ciclos por segundo para la frecuencia más baja de infrarrojos, hasta 30.000 billones de ciclos por segundo para la frecuencia más alta ultravioleta.
Pero en 1864 James Clerk Maxwell había desarrollado una teoría según la cual tales radiaciones surgían de un campo electromagnético oscilante (de ahí, «radiación electromagnética») y la frecuencia podía tener cualquier valor desde mucho más de 30.000 billones de ciclos por segundo hasta mucho menos de 0,3 billones por segundo.
Una buena teoría, hermética y bien desarrollada, es una delicia, pero resulta más deliciosa aún si esa teoría predice algún fenómeno que no ha sido observado nunca y que es observado después. La teoría señala, uno mira, y, ¡tate!, ahí está. Las probabilidades de que eso ocurra, sin embargo, no parecen grandes.
Es posible hacer que una corriente eléctrica (y, por lo tanto, un campo electromagnético) oscile. Pero tales oscilaciones son relativamente lentas y si, como predicen las ecuaciones de Maxwell, producen una radiación electromagnética, la frecuencia es mucho más baja que incluso la radiación infrarroja de frecuencia más baja. Millones de veces más baja. Sin duda alguna, los métodos de detección que servían para las radiaciones familiares de la región de la luz y sus vecinos inmediatos no serviría para algo de propiedades tan diferentes.
Tendría, sin embargo, que ser detectado…, y con un detalle tal, que pudiera demostrarse que las ondas tienen la naturaleza y las propiedades de la luz.
En realidad, la concepción de unas corrientes eléctricas oscilantes productoras de alguna especie de radiación es anterior a Maxwell.
El físico americano Joseph Henry (1797-1878) había descubierto en 1832 el principio de «autoinducción» (no entraré ahora en él, o nunca recorreré el terreno que quiero abarcar en este ensayo). El 1842 se enfrentó con ciertas desconcertantes observaciones que hacían parecer inseguro en ciertos casos en qué dirección se estaba moviendo una corriente eléctrica. En determinadas condiciones, en efecto, parecía estar moviéndose en ambas direcciones.
Utilizando su principio de autoinducción, Henry razonó que cuando una botella de Leyden (o, en general, un condensador) es descargado, por ejemplo, rebasa la marca de tal modo que una corriente fluye hacia afuera, encuentra luego que debe retroceder, rebasa de nuevo la marca, fluye en la primera dirección, y así sucesivamente. En resumen, la corriente eléctrica oscila de manera muy semejante a como podría hacerlo un muelle. Lo que es más, puede ser una oscilación progresivamente amortiguada, de tal modo que cada superación de la marca es menor que la anterior hasta que el flujo de corriente queda reducido a cero.
Henry sabía que un flujo de corriente producía un efecto a distancia (haría girar, por ejemplo, la aguja de una brújula que estuviera alejada) y consideraba que este efecto cambiaría y se modificaría con las oscilaciones, de tal modo que resultaría una radiación ondulante procedente de la corriente oscilatoria. Incluso comparó la radiación con la luz.
Esto era sólo una especulación vaga de Henry, pero rasgo característico de los grandes científicos es que aun sus vagas especulaciones tienen la misteriosa costumbre de ser ciertas. Sin embargo, fue Maxwell, un cuarto de siglo después, quien redujo toda la cuestión a una clara formulación matemática, y a él es a quien se le debe reconocer el mérito.
No obstante, no todos los científicos aceptaron el razonamiento de Maxwell. Uno de los que no lo aceptaron fue el físico irlandés George Francis FitzGeral (1851-1901), que escribió un trabajo en el que afirmaba categóricamente la imposibilidad de que corrientes eléctricas oscilantes produjesen radiaciones ondulantes. (FitzGerald es muy conocido de nombre por los lectores de ciencia ficción, o debería serlo, ya que fue él quien originó el concepto de «la contracción FitzGerald»).
Era perfectamente posible que los científicos tomaran partido, siguiendo unos a Maxwell y otros a FitzGerald, y discutieran interminablemente sobre el asunto, a menos que se detectasen realmente las ondas oscilatorias eléctricas. O a menos que se realizase alguna observación que demostrara de forma clara que tales ondas eran imposibles.
No es, pues, sorprendente que Maxwell percibiera intensamente la importancia de detectar esas ondas de muy baja frecuencia. Comprobó con desaliento que su localización era tan difícil que resultaba casi imposible.
Y entonces, en 1888, un físico alemán de treinta y un años, Heinrich Rudolph Hertz (1857-1894) logró realizarlo y asentar la teoría de Maxwell sobre una firma base experimental. Estoy seguro de que si Maxwell hubiera vivido, su satisfacción por ver confirmada su teoría habría sido superada por su sorpresa al ver lo fácil que era detectarlo y la sencillez con que se consiguió.
Todo lo que Hertz necesitó fue un cable rectangular, que tenía un lado regulable de modo que pudiese moverse a un lado y a otro, y el lado opuesto interrumpido por una brecha en cada uno de cuyos extremos había una bolita de latón. Si se iniciaba una corriente eléctrica en ese cable rectangular, podía saltar la brecha, produciendo una pequeña chispa.
Hertz aplicó luego una corriente oscilatoria descargando una botella de Leyden. Si producía ondas electromagnéticas, como predecían las ecuaciones de Maxwell, esas ondas inducirían una corriente eléctrica en el detector rectangular de Hertz (al que, naturalmente, no se hallaba conectada ninguna otra fuente de electricidad). Se produciría entonces una chispa de un lado a otro del corte existente en el cable, y ello constituiría la prueba visible de la corriente eléctrica inducida y, por consiguiente, de las ondas causantes de la inducción.
Hertz obtuvo sus chispas.
Moviendo su receptor en direcciones diferentes y a diferentes distancias de la corriente oscilatoria que era el origen de las ondas, Hertz encontró que las chispas se hacían más intensas en unos lugares y menos intensas en otros según que las ondas fuesen de mayor o menor amplitud. De este modo, pudo trazar el diseño que seguían las ondas, determinar la longitud de onda y demostrar que podían reflejarse, refractarse y manifestar fenómenos de interferencia. Pudo incluso detectar propiedades eléctricas y magnéticas. En resumen, descubrió que las ondas eran enteramente similares a la luz, salvo por lo que se refería a sus longitudes de onda, que pertenecían a la gama del metro, más que a la del micrometro. La teoría electromagnética de Maxwell quedaba, pues, plenamente demostrada nueve años después de la muerte de Maxwell.
Las nuevas ondas y sus propiedades fueron pronto confirmadas por otros observadores, y bautizadas con el nombre de «ondas hertzianas».
Ni Hertz ni ninguno de los que confirmaron sus descubrimientos advirtieron que tuviesen más importancia que la de demostrar la verdad de una elegante teoría científica.
En 1892, sin embargo, el físico inglés William Crookes (1832-1919) sugirió que las ondas hertzianas podrían utilizarse para la comunicación. Se movían en líneas rectas a la velocidad de la luz, pero eran de onda tan larga, que los objetos de tamaño corriente no eran opacos para ellas. Las ondas largas se movían alrededor y a través de los obstáculos. Las ondas eran detectadas con facilidad, y si se pudieran iniciar y detener conforme a una cuidadosa pauta, podrían producir los puntos y las rayas del código telegráfico Morse… y sin necesidad del complicado y costoso sistema de miles de kilómetros de cables de cobre y relés. En resumen, Crookes estaba sugiriendo la posibilidad de la «telegrafía sin hilos».
Esta idea debió de parecer «ciencia ficción» (en el sentido peyorativo utilizado por ignorantes esnobs), y Hertz, por desgracia, no llegó a verla hecha realidad. Murió en 1894, a la edad de cuarenta y dos años, a consecuencia de una infección crónica que, con toda probabilidad, hoy se habría curado fácilmente con antibióticos.
Sin embargo, pocos meses después de la muerte de Hertz, un ingeniero italiano, Guglielmo Marconi (1874-1937), de veinte años de edad solamente a la sazón, leyó los descubrimientos de Hertz y tuvo al instante la misma idea que había tenido Crookes.
Marconi utilizó el mismo sistema que Hertz para producir ondas hertzianas, pero instaló un detector muy perfeccionado, denominado cohesor. Éste consistía en un tubo con limaduras metálicas ligeramente comprimidas que conducían de ordinario muy poca corriente, pero que conducían mucha cuando incidían sobre ellas ondas hertzianas.
Marconi mejoró gradualmente sus instrumentos, conectando a tierra el transmisor y el receptor. Utilizó también un cable, aislado de tierra, que servía de antena, para facilitar la transmisión y la recepción.
Envió señales a través de distancias cada vez mayores. En 1895 envió una señal desde su casa hasta su jardín, y, más tarde, a lo largo de más de un kilómetro de distancia. En 1896, cuando el Gobierno italiano se mostró carente de interés por su trabajo, fue a Inglaterra (su madre era irlandesa, y Marconi sabía hablar inglés) y envió una señal a través de una distancia de catorce kilómetros. Entonces solicitó y obtuvo la primera patente de telegrafía sin hilos de la historia.
En 1897, de nuevo en Italia, transmitió una señal desde tierra hasta un barco de guerra situado a veinte kilómetros, y en 1898 (otra vez en Inglaterra) transmitió una señal a una distancia de treinta kilómetros.
Estaba empezando a dar a conocer su sistema. El físico de setenta y cuatro años de edad Lord Kelvin pagó por enviar un «marconigrama» a su amigo, el físico británico G. G. Stokes, de setenta y nueve años. Esta comunicación entre dos ancianos científicos fue el primer mensaje comercial enviado por telegrafía sin hilos. Marconi utilizó también sus señales para informar sobre la regata de yates de Kingston de aquel año.
En 1901 Marconi se aproximó a su punto culminante. Sus experimentos le habían convencido ya de que las ondas hertzianas seguían la curva de la Tierra en lugar de irradiar en línea recta al espacio, como podría esperarse que hicieran las ondas electromagnéticas. (Se descubrió finalmente que las ondas hertzianas eran reflejadas por las partículas cargadas de la «ionosfera», una región de la atmósfera superior. Circulaban en torno a la Tierra rebotando entre el suelo y la ionosfera).
Por consiguiente, realizó complicados preparativos para enviar una señal de ondas hertzianas desde el extremo suroccidental de Inglaterra hasta Terranova, a través del Atlántico, utilizando globos para elevar las antenas lo más posible. El 12 de diciembre de 1901 lo consiguió.
Para los británicos, la técnica ha conservado su primitivo nombre de «telegrafía sin hilos».
En los Estados Unidos, la técnica se denominó «radiotelegrafía», dando a entender que el portador fundamental de la señal era una radiación electromagnética en lugar de un cable transportador de corriente. Abreviando, la técnica fue denominada «radio».
Como fue en los Estados Unidos, que era ya la nación más avanzada del mundo desde el punto de vista tecnológico, donde más rápidamente progresó la técnica de Marconi, acabó predominando la denominación de «radio». El mundo habla generalmente en la actualidad de radio, y se suele considerar el 12 de diciembre de 1901 como el día de «la invención de la radio».
De hecho, las ondas hertzianas han pasado a denominarse «ondas de radio» y el antiguo nombre ha caído en desuso. Toda la banda del espectro electromagnético comprendido entre una longitud de onda de un milímetro (la frontera superior de la región de infrarrojos) hasta una longitud de onda máxima igual al diámetro del Universo —una franja de cien octavas— se halla incluida en la región de ondas de radio.
Las ondas de radio utilizadas para la transmisión de radio ordinaria tienen longitudes de onda comprendidas aproximadamente entre 190 y 5.700 metros. La frecuencia de estas ondas de radio oscila, por lo tanto, entre 530.000 y 1.600.000 ciclos por segundo (o de 530 a 1.600 kilociclos por segundo). Un «ciclo por segundo» se denomina actualmente un «hertzio» en honor al científico, por lo que podríamos decir que la gama de frecuencias abarca desde 530 hasta 1.600 «kilohertzios».
Ondas de radio de frecuencia más alta se utilizan en frecuencia modulada, y una frecuencia más alta todavía en televisión.
Con el paso de los años, se fue generalizando el uso de la radio. Se desarrollaron métodos para convertir las señales de radio en ondas sonoras, de tal modo que era posible oír palabras y música por radio, y no sólo el código Morse.
Esto significaba que se podía combinar la radio con la comunicación telefónica ordinaria para producir «radiotelefonía». En otras palabras, se podía utilizar el teléfono para comunicar con alguien que se encontrase a bordo de un barco en pleno océano cuando uno mismo estaba en medio del continente. Hilos telefónicos normales llevarían el mensaje a través de la tierra, mientras que ondas de radio lo llevarían a través del mar.
Pero había un inconveniente. La electricidad conducida por cable podía producir sonidos perfectamente claros y nítidos, pero las ondas de radio conducidas por el aire eran interferidas constantemente por los ruidos desorganizados a los que llamamos «estática» (porque una de sus causas es la acumulación de una carga eléctrica estática sobre la antena).
Bell Telephone estaba interesada en reducir al mínimo la estática, naturalmente, mas para ello debía averiguar lo más posible acerca de sus causas. Esta tarea le fue encomendada a un joven ingeniero llamado Karl Guthe Jansky (1905-1950).
Una de las fuentes de estática era, ciertamente, las tormentas, por lo que una de las cosas que Jansky hizo fue instalar una complicada antena compuesta de numerosas varillas, tanto verticales como horizontales, que podía recibir desde direcciones distintas. Lo que es más, la instaló sobre un bastidor móvil provisto de ruedas para poder orientarla a un lado y a otro, con el fin de captar cualquier estática que detectara.
Utilizando este instrumento, Jansky no tenía ninguna dificultad para detectar tormentas lejanas como una crepitante estática.
Pero no fue eso todo lo que consiguió. Mientras escudriñaba el cielo, captó también un sonido sibilante totalmente diferente de las crepitaciones causadas por las tormentas. Evidentemente, estaba captando ondas de radio procedentes del firmamento, ondas de radio que no eran generadas ni por seres humanos ni por tormentas. Es más, mientras estudiaba este silbido día tras día, le pareció que no procedía del firmamento en general, sino, la mayoría de las veces, de alguna parte concreta del mismo. Moviendo adecuadamente su equipo de antena, podía apuntarlo en una dirección desde la que con más intensidad se recibía el sonido…, y ese punto se movía a través del firmamento, como hacía el Sol.
Al principio, le pareció a Jansky que la fuente de las ondas de radio era el Sol, y si el Sol hubiera tenido entonces un alto nivel de manchas solares, habría tenido razón.
Pero el Sol se encontraba a la sazón en una fase de baja actividad, y las ondas de radio que emitía no podían ser detectadas por el tosco aparato de Jansky. Eso fue quizás una buena cosa, pues resultó que Jansky estaba sobre algo más importante. Al principio, su aparato parecía, en efecto, estar apuntando hacia el Sol cuando recibía el silbido con la máxima intensidad, pero día tras día Jansky se encontró con que su aparato apuntaba hacia las zonas más alejadas del Sol.
El punto desde el que se originaba el silbido era fijo con relación a las estrellas, mientras que el Sol no lo era (visto desde la Tierra). Para la primavera de 1932, Jansky estaba completamente seguro de que el silbido procedía de la constelación de Sagitario. Fue sólo porque el Sol estaba en Sagitario cuando detectó el silbido cósmico por lo que Jansky había confundido inicialmente los dos.
Ocurre que el centro de la galaxia está en la dirección de Sagitario, y lo que Jansky había hecho era detectar las emisiones de radio procedentes de ese centro. Por ello, el sonido llegó a ser denominado «silbido cósmico».
Jansky publicó su informe en el número de diciembre de 1932 de Proceedings of the Institute of Radio Engineers, y eso señala el nacimiento de la «radioastronomía».
Pero ¿cómo podían llegar hasta la superficie de la Tierra las ondas de radio procedentes del espacio exterior si eran reflejadas por la ionosfera? La ionosfera impide que las ondas de radio originadas en la Tierra salgan al espacio, y debería impedir que las originadas en el espacio descendieran hasta la superficie de la Tierra.
Resultó que una franja de unas once octavas de las más cortas ondas de radio (llamadas «microondas»), situadas más allá de las infrarrojas, no eran reflejadas por la ionosfera. Estas cortísimas ondas de radio podían atravesar la ionosfera, tanto desde la Tierra hacia el espacio como desde el espacio hacia la Tierra. Esta franja de octavas se conoce con el nombre de «ventana de microondas».
La ventana de microondas comprende una radiación con longitudes de onda desde unos diez milímetros hasta unos diez metros, y frecuencias desde 30.000.000 de ciclos por segundo (30 megahertzios) hasta 30.000.000.000 de ciclos por segundo (30.000 megahertzios).
Dio la casualidad de que el aparato de Jansky era sensible a una frecuencia situada justo dentro del límite inferior de la ventana de microondas. Un poco. Un poco más abajo, y podría no haber detectado el silbido cósmico.
La noticia del descubrimiento de Jansky ocupó la primera plana del New York Times, y no sin motivo. Con la sabiduría que proporciona la perspectiva del tiempo transcurrido, podemos ver al instante la importancia de la ventana de microondas. En primer lugar, incluía siete octavas, en vez de la única octava de la luz visible (y un poco más en las vecinas ultravioleta e infrarroja). En segundo lugar, la luz es útil para la astronomía no solar solamente en las noches despejadas, mientras que las microondas llegarían a la Tierra estuviera o no cubierto el cielo, e, incluso, se podría trabajar con ellas también durante el día, ya que el Sol no las oscurecería.
Sin embargo, los astrónomos profesionales prestaron poca atención. El astrónomo Fred Lawrence Whipple (nacido en 1906), que acababa de ingresar en la Facultad de Harvard, consideró el asunto con atención, pero él tenía la ventaja de ser lector de ciencia ficción.
Pero no podemos censurar demasiado a los astrónomos. Después de todo, no podían hacer gran cosa al respecto. Los instrumentos necesarios para recibir microondas con precisión suficiente para ser utilizados en astronomía simplemente no existían.
El propio Jansky no siguió adelante con su descubrimiento. Tenía otras cosas que hacer, y su salud no era buena. Murió a los cuarenta y cuatro años a consecuencia de una dolencia cardíaca, cuando apenas si había vivido lo suficiente para ver los comienzos de la radioastronomía. Así pues, por una extraña fatalidad, tres de los científicos clave de la historia de la radio, Maxwell, Hertz y Jansky, murieron a los treinta y tantos o cuarenta y tantos años, y no vivieron para ver las verdaderas consecuencias de su trabajo, aunque cada uno de ellos las habrían conocido si hubiera vivido otra década.
La radioastronomía, sin embargo, no quedó enteramente relegada. Una persona, un aficionado, la desarrolló. Se trataba de Grote Reber (nacido en 1911), que se había convertido en entusiasta radioaficionado a la edad de quince años. Siendo todavía estudiante en el Instituto de Tecnología de Illinois, se interesó por el descubrimiento de Jansky y trató de desarrollarlo. Por ejemplo, intentó hacer rebotar señales de radio en la Luna y detectar el eco. (Fracasó, pero la idea era buena, y una década después conseguiría hacerla el Cuerpo de Transmisiones del Ejército, con muchos más medios y material a su disposición).
En 1937 Reber construyó el primer radiotelescopio en el patio trasero de su casa en Wheaton, Illinois. El reflector, que recibía las ondas de radio, tenía 9,5 metros de diámetro. Estaba diseñado como un paraboloide, por lo que concentraba en el foco las ondas que recibía en el detector.
En 1938 empezó a recibir, y durante varios años fue el único radioastrónomo del mundo. Descubrió lugares en el firmamento que emitían ondas de radio más fuertes. Observó que esas «radioestrellas» no coincidían con ninguna de las estrellas visibles. (Algunas de las radioestrellas de Reber fueron finalmente identificadas con lejanas galaxias).
Reber publicó sus descubrimientos en 1942, y por entonces se produjo un sorprendente cambio en la actitud de los científicos con respecto a la radioastronomía.
Un físico escocés, Robert Watson-Watt (1892-1973), se había interesado por la forma en que eran reflejadas las ondas de radio. Se le ocurrió que las ondas de radio podrían ser reflejadas por un obstáculo y detectarse luego ese reflejo. Por el lapso de tiempo transcurrido entre la emisión y la detección del reflejo, se podría determinar la distancia del obstáculo, y, naturalmente, la dirección desde la cual se recibiese el reflejo daría la dirección del obstáculo.
Cuanto más cortas fuesen las ondas de radio, más fácilmente serían reflejadas por obstáculos ordinarios; pero si eran demasiado cortas, no atravesarían las nubes, la niebla y el polvo. Se necesitaban frecuencias que fuesen lo bastante altas para ser penetrantes y, sin embargo, lo bastante bajas para ser eficazmente reflejadas por los objetos que se deseara detectar. La gama de las microondas resultaba adecuada para este fin, y ya en 1919 Watson-Watt había obtenido una patente en relación con la radiolocalización por medio de ondas cortas de radio.
El principio es sencillo, pero la dificultad radica en desarrollar instrumentos capaces de transmitir y recibir microondas con la eficacia y sensibilidad necesarias. Para 1935 Watson-Watt había patentado perfeccionamientos que permitían seguir a un avión por los reflejos de las ondas cortas que devolvía. El sistema fue denominado «radio detección y determinación de distancia», en inglés radio detection and ranging; esta denominación inglesa fue abreviada a «ra. d. a. r.» o «radar».
Se continuó investigando en secreto, y para el otoño de 1938 había estaciones de radar funcionando en las costas británicas. En 1940 la aviación alemana estaba atacando esas estaciones, pero Hitler, enfurecido por un pequeño bombardeo que la RAF había realizado sobre Berlín, ordenó que los aviones alemanes se concentraran sobre Londres. En lo sucesivo hicieron caso omiso de las estaciones de radar (sin comprender plenamente sus posibilidades) y se vieron incapaces de conseguir un efecto de sorpresa. En consecuencia, Alemania perdió la batalla de Inglaterra, y la guerra. Con todo el respeto debido a los aviadores británicos, fue el radar lo que ganó la batalla de Inglaterra. (Por el contrario, el radar americano detectó la aproximación de aviones japoneses el 7 de diciembre de 1941, pero no fue tomado en cuenta).
Las mismas técnicas que hicieron posible el radar podían ser utilizadas por los astrónomos para recibir microondas desde las estrellas y enviar haces compactos de microondas a la Luna y otros objetos astronómicos y recibir los reflejos.
Si algo se necesitaba para agudizar los apetitos astronómicos, eso se produjo en 1942, cuando todas las estaciones británicas de radar quedaron bloqueadas simultáneamente. Se sospechó al principio que los alemanes habían desarrollado una forma de neutralizar el radar, pero no se trataba en absoluto de eso.
¡Era el Sol! Una gigantesca llamarada había desparramado ondas de radio en dirección a la Tierra y había saturado los receptores de radar. Bien, si el Sol podía enviar un torrente tal de ondas de radio, y si la tecnología para estudiarlas ya existía, los astrónomos apenas si podían esperar a que terminase la guerra.
Una vez finalizada la guerra, los progresos fueron rápidos. Floreció la radioastronomía, los radiotelescopios se tornaron más sensibles, y se realizaron descubrimientos nuevos y absolutamente sorprendentes. Nuestro conocimiento del Universo experimentó un desarrollo extraordinario, sólo equiparable al que anteriormente había tenido lugar en las décadas que siguieron a la invención del telescopio.