III. ¿Se Cría Allí Un Hombre?
El peligro que acecha a los escritores de ciencia ficción cuando se ponen a trabajar sobre un futuro demasiado próximo es que los acontecimientos pueden dejar anticuada la historia narrada. Esto no necesariamente echa a perder un relato, naturalmente. Las novelas de Jules Verne y de H. G. Wells siguen gozando de popularidad, aunque el aura decimonónica es inconfundible. Pero si el autor vive todavía en el momento en que sus escritos quedan anticuados, y si dicho autor está orgulloso de la exactitud de su ciencia, puede sentirse un poco turbado. Yo, ciertamente, me siento turbado.
El relato que sigue es exacto en cuanto que ahora estamos realmente preocupados por la defensa contra las armas nucleares, pero la naturaleza de la defensa que se propone en la realidad es totalmente diferente de la que yo imaginé en mi relato.
¡Pero no importa! ¡De todos modos, la defensa nuclear no es el núcleo de esta historia!
El sargento de Policía Mankiewicz estaba hablando por teléfono, y no lo estaba pasando bien. Su conversación sonaba como una visión parcial de una traca.
Estaba diciendo:
—¡Es cierto! Entró aquí y dijo: «Métame en la cárcel, porque quiero suicidarme».
»—Y qué quiere que le haga. Esas fueron sus palabras exactas. A mí también me parece disparatado.
»—Mire, señor, el individuo responde a la descripción. Me ha pedido usted información, y se la estoy dando.
»—Tiene exactamente esa cicatriz en la mejilla derecha y dijo que se llamaba John Smith. No dijo que fuese el doctor tal o cual.
»—Bueno, seguro que es falso. Nadie se llama John Smith. Por lo menos, en una comisaría de Policía.
»—Ya está en la cárcel.
»—Sí. Claro que lo digo en serio.
»—Resistencia a la autoridad; insulto y agresión; daños intencionados. Eso son tres cargos.
»—No me importa quién sea.
»—Está bien. Espero.
Levantó la vista hacia el agente Brown y tapó con la mano la boquilla del teléfono. Era una manaza enorme que casi engulló el teléfono entero. Su rostro, de rudas facciones, estaba congestionado bajo la mata de pelo amarillo claro.
Dijo:
—¡Problemas! No hay más que problemas en una comisaría de distrito. Preferiría andar patrullando la calle.
—¿Quién está al teléfono? —preguntó Brown. Acababa de llegar, y no le importaba realmente. También él pensaba que Mankiewicz estaría mejor en una patrulla suburbana.
—Oak Ridge. Larga distancia. Un tipo llamado Grant. Jefe de la división nosequelógica, y ahora está buscando a otro a setenta y cinco centavos el min… ¡Diga!
Mankiewicz cambió de posición el teléfono y procuró mantener la calma.
—Mire —dijo—, déjeme que le explique esto desde el principio. Quiero que lo entienda bien y, luego, si no le gusta, puede mandar a otro aquí. El tipo no quiere ningún abogado. Afirma que quiere estar en la cárcel, y por mí no hay inconveniente, hermano.
»—Bueno, ¿quiere escucharme? Llegó ayer, se vino derecho a mí y dijo: «Agente, quiero que me meta en la cárcel porque quiero suicidarme». Y yo le dije: «Siento que quiera suicidarse, señor. No lo haga, porque, si lo hace lo lamentará el resto de su vida».
»—Hablo en serio. Le estoy contando lo que dije. No estoy diciendo que sea una chiste gracioso, pero yo tengo aquí mis propios problemas, si entiende lo que quiero decir. ¿Se figura que lo único que tengo que hacer aquí es escuchar a los chiflados que entran y…?
»—Déjeme seguir, ¿quiere? Le dije: «No puedo meterle en la cárcel por querer suicidarse. Eso no es ningún delito». Y él dijo: «Pero yo quiero morir». Y le contesté: «Mire, amigo lárguese de aquí». Quiero decir que si un tipo quiere suicidarse, muy bien, y si no quiere, muy bien, pero no quiero tenerle llorando sobre mi hombro.
»—Lo estoy explicando. Así que él me dijo: «Si cometo un delito, ¿me meterá en la cárcel?». Respondí: «Si es detenido y si alguien presenta una acusación y no puede usted prestar fianza, lo haremos. Y ahora, lárguese». Y él cogió un tintero que había sobre mi mesa y, antes de que yo pudiera impedírselo, lo volcó sobre el libro-registro que estaba abierto.
»—¡Es verdad! ¿Por qué cree que le hemos acusado de «daños intencionados»? La tinta me cayó encima de los pantalones.
»—¡Sí, agresión también! Me dirigí a él cojeando, tratando de hacerle entrar en razón, y me dio una patada en la espinilla y me asestó un puñetazo en un ojo.
»—No estoy inventando esto. ¿Quiere venir aquí a verme la cara?
»—Comparecerá ante el tribunal un día de éstos. Hacia el jueves, quizá.
»—Noventa días es lo menos que le caerá, salvo que los psiquiatras digan otra cosa. Por mi parte, yo creo que no está bien de la azotea.
»—Oficialmente, es John Smith. Ése es el único nombre que da.
»—No, señor, no se le pone en libertad sin los debidos trámites legales.
»—Muy bien, haga usted lo que quiera, amigo. Yo me limito a cumplir con mi deber.
Colgó de golpe el teléfono, se lo quedó mirando con expresión ceñuda y, luego, volvió a descolgarlo y empezó a marcar un número.
—¿Gianetti? —dijo, obtuvo la respuesta adecuada y empezó a hablar—. ¿Qué es la CEA? He estado hablando por teléfono con un fulano, y dice…
»—No, no estoy bromeando, maldita sea. Si estuviera bromeando, pondría un cartel. ¿Qué significa esa sopa de letras?
Escuchó, dijo «gracias» con un hilo de voz y volvió a colgar. Había perdido un poco de color.
—Ese segundo fulano era el jefe de la Comisión de Energía Atómica —dijo a Brown—. Han debido de pasarme desde Oak Ridge a Washington.
Brown se puso en pie.
—Quizás el FBI anda detrás de ese John Smith. Tal vez sea uno de esos científicos. —Se sintió inclinado a filosofar—. Deberían mantener a esos tipos al margen de los secretos atómicos. Las cosas marchaban bien mientras el general Graves era el único que sabía lo de la bomba atómica. Pero una vez que metieron baza esos científicos…
—Ah, cierra el pico —gruñó Mankiewicz.
El doctor Oswald Grant mantenía los ojos fijos en la raya blanca que marcaba la carretera y conducía el coche como si fuese un enemigo suyo. Siempre lo hacía así. Era un hombre alto y nudoso, con una expresión de retraimiento en el rostro. Sus rodillas llegaban hasta el volante, y los nudillos se le ponían blancos cada vez que tomaba una curva.
El inspector Darrity se hallaba sentado a su lado con las piernas cruzadas, de modo que la suela de su zapato izquierdo presionaba con fuerza contra la puerta. Dejaría una marca arenosa cuando la separase. Se pasaba de una mano a otra un navaja de mango color castaño. Antes, había abierto su reluciente hoja y había estado rascándose distraídamente las uñas mientras el coche avanzaba, pero un súbito viraje había estado a punto de costarle un dedo, y había desistido.
—¿Qué sabe de ese Ralson? —preguntó.
El doctor Grant apartó por un momento los ojos de la carretera y, luego, volvió a posarlos en ella. Dijo, con tono turbado:
—Le conozco desde que se doctoró en Princeton. Es un hombre muy brillante.
—¿Sí? Brillante, ¿eh? ¿Por qué ustedes, los científicos, se describen siempre unos a otros como «brillantes»? ¿No hay ninguno mediocre?
—Muchos. Yo soy uno de ellos. Pero Ralson, no. Pregunte a cualquiera. Pregúntele a Oppenheimer. Pregunte a Bush. Él era el observador más joven en Alamogordo.
—De acuerdo. Era brillante ¿Qué hay de su vida privada?
Grant tardó unos instantes en contestar.
—No sabría decirle.
—Le conoce usted desde Princeton. ¿Cuántos años hace de eso?
Habían estado avanzando a toda velocidad durante más de dos horas por la autopista que partía de Washington sin cruzar apenas palabra. Grant sintió que la atmósfera cambiaba y que la mano de la ley se posaba en el cuello de su abrigo.
—Salió en el 43.
—Entonces, le conoce desde hace ocho años.
—En efecto.
—¿Y no sabe nada de su vida privada?
—La vida de un hombre es exclusivamente suya, inspector. No era muy sociable. Muchos de los hombres son así. Trabajan sometidos a gran presión, y cuando terminan su labor no les interesa continuar las relaciones del laboratorio.
—¿Pertenecía a alguna organización que usted conociera?
—No.
El inspector preguntó:
—¿Le dijo alguna vez algo que pudiera indicar que era un traidor?
—¡No! —gritó Grant, y siguió un rato de silencio.
Luego, Darrity dijo:
—¿Cuál es la importancia de Ralson en la investigación atómica?
Grant se encorvó sobre el volante y dijo:
—Es tan importante como pueda serlo cualquier otro hombre. Admito que nadie es indispensable, pero Ralson siempre ha parecido ser único. Tiene mentalidad de ingeniero.
—¿Qué significa eso?
—No es un gran matemático, pero puede realizar los aparatos que dan vida a las matemáticas de los demás. No hay nadie como él cuando llega ese caso. Una y otra vez, inspector, hemos tenido que vencer algún problema, sin tener tiempo para dedicarnos a ello. Todos teníamos la mente en blanco, hasta que él se ponía a pensar un poco y decía: «¿Por qué no probáis esto y esto?». Y se iba. Ni siquiera le interesaba ver si daba resultado. Pero siempre salía bien. ¡Siempre! Quizás al final se nos hubiera ocurrido a nosotros, pero podría habernos llevado varios meses. No sé cómo lo hace. Y tampoco sirve de nada preguntárselo. Se limita a mirarte a los ojos y a decir: «Era evidente». Y se va. Por supuesto que, una vez que nos ha mostrado cómo hacerlo, es evidente.
El inspector aguardó unos momentos y, luego, preguntó:
—¿Diría usted que tenía una mentalidad extraña? Errática, ya sabe.
—Cuando una persona es un genio, no cabe esperar que sea normal, ¿no le parece?
—Quizá. Pero ¿cómo de anormal era este genio concreto?
—Nunca hablaba particularmente. A veces, no trabajaba.
—¿Se quedaba en casa, o se iba a pescar en vez de trabajar?
—No. Venía a los laboratorios, pero se limitaba a quedarse sentado a su mesa. A veces, eso duraba semanas. Cuando se le hablaba, no sólo no contestaba, sino que ni tan siquiera le miraba a uno.
—¿Abandonó por completo el trabajo alguna vez?
—¿Antes de ahora, quiere decir? ¡Nunca!
—¿Aseguró alguna vez que quería suicidarse? ¿Dijo en alguna ocasión que no se sentiría seguro más que en la cárcel?
—No.
—¿Está seguro de que este John Smith es Ralson?
—Casi completamente seguro. Tiene una quemadura química inconfundible en la mejilla derecha.
—Muy bien. Hablaré con él, a ver qué me dice.
Esta vez, se hizo definitivamente el silencio. El doctor Grant seguía la serpenteante línea de la carretera, mientras el inspector Darrity se lanzaba de una mano a otra la navaja, formando con ella un pequeño arco.
El guardián escuchó el teléfono y levantó la vista hacia sus visitantes.
—Podemos hacerle venir aquí, inspector.
—No —meneó la cabeza el doctor Grant—. Vamos nosotros allá.
Darrity dijo:
—¿Es eso normal en Ralson, doctor Grant? ¿Esperaría usted que atacase a un celador que intentara sacarle de su celda?
—No lo sé —respondió Grant.
El guardián extendió una callosa mano. Las aletas de su nariz se crisparon levemente.
—Hasta el momento no hemos intentado hacer nada con respecto a él debido al telegrama de Washington, pero, francamente, éste no es sitio para él. Me alegrará que se lo lleven de aquí.
—Le veremos en su celda —dijo Darrity.
Caminaron por el ingrato corredor flanqueado por barrotes.
Ojos vacuos e indiferentes les miraban al pasar.
El doctor Grant sintió que se le ponía la carne de gallina.
—¿Le han tenido aquí todo el tiempo?
Darrity no respondió.
El vigilante, que caminaba delante de ellos, se detuvo.
—Ésta es la celda.
Darrity preguntó:
—¿Es ése el doctor Ralson?
El doctor Grant miró en silencio a la figura que yacía en el catre. El hombre estaba echado boca arriba cuando llegaron a la celda, pero ahora se había incorporado sobre un codo y parecía estar intentando aplastarse contra la pared. Tenía el pelo ligeramente rojizo, estaba delgado y sus ojos eran de un color azul claro. En su mejilla derecha se veía una mancha rosada con forma de renacuajo.
—Es Ralson —dijo el doctor Grant.
El vigilante abrió la puerta y entró, pero el inspector Darrity le hizo salir con un gesto. Ralson les miraba en silencio. Había subido los dos pies sobre el catre y estaba presionando hacia atrás. La nuez le subía y bajaba a lo largo del cuello al tragar saliva.
—¿Doctor Elwood Ralson? —Preguntó suavemente Darrity.
—¿Qué quieren? —Su voz tenía un sorprendente timbre de barítono.
—¿Tiene la bondad de venir con nosotros? Nos gustaría hacerle unas preguntas.
—¡No! ¡Déjenme en paz!
—Doctor Ralson —dijo Grant—, he sido enviado aquí para pedirle que vuelva al trabajo.
Ralson miró al científico, y brilló en sus ojos un momentáneo destello de algo que no era miedo. Dijo:
—Hola, Grant. —Se levantó del catre—. Escuche, he intentado conseguir que me pusieran en una celda acolchada. ¿No puede usted convencerles para que lo hagan? Usted me conoce, Grant, y sabe que no le pediría nada que no considerase necesario. Ayúdeme. No puedo soportar las paredes duras. Me hace sentir deseos de… intentar… —golpeó con la palma de la mano el duro y oscuro cemento de la pared que se alzaba detrás de su catre.
Darrity le miró con aire pensativo. Sacó la navaja y abrió la reluciente hoja. Se rascó cuidadosamente la uña del pulgar y dijo:
—¿O quería ver a un médico?
Pero Ralson no contestó. Siguió con los ojos el brillo del metal, y sus labios se entreabrieron y humedecieron. Su respiración se tornó ronca y desigual.
—¡Aparte eso! —exclamó.
Darrity se interrumpió.
—¿Apartar qué?
—La navaja. No la sostenga delante de mí. No puedo soportar mirarla.
—¿Por qué no? —dijo Darrity, y la mostró—. ¿Qué tiene de malo? Es una buena navaja.
Ralson se lanzó contra él. Darrity retrocedió un paso y agarró con la mano izquierda la muñeca del otro. Levantó la navaja en el aire.
—¿Qué ocurre, Ralson? ¿Qué busca?
Grant lanzó un grito de protesta, pero Darrity no le hizo caso.
—¿Qué quiere, Ralson? —preguntó Darrity.
Ralson trató de estirar el brazo hacia arriba, y se encorvó bajo la terrible presión de Darrity.
—Deme la navaja —dijo, con voz entrecortada.
—¿Por qué, Ralson? ¿Qué quiere hacer con ella?
—Por favor. Tengo que… —estaba suplicando—. Tengo que dejar de vivir.
—¿Quiere morir?
—No. Pero debo hacerlo.
Darrity le dio un empujón. Ralson retrocedió tambaleándose y cayó sobre su catre, que crujió ruidosamente. Con lentos movimientos, Darrity cerró su navaja y se la guardó. Ralson se tapó la cara. Le temblaban los hombros, pero fuera de eso no se movía.
Sonaron gritos en el corredor al reaccionar los demás presos ante el ruido que salía de la celda de Ralson. El vigilante se acercó corriendo, al tiempo que gritaba:
—¡Silencio!
Darrity levantó la vista.
—No pasa nada, guardia.
Se estaba frotando las manos con un amplio pañuelo.
—Creo que le traeremos un médico.
El doctor Gottfried Blaustein era menudo y moreno y hablaba con un leve acento austríaco. Sólo le faltaba una pequeña perilla para ser la caricatura clásica de un psiquiatra. Pero iba bien afeitado y vestido con esmero. Contempló a Grant detenidamente, evaluándole, esbozando ciertas observaciones y deducciones. Lo hacía ya de un modo automático con todas las personas con las que hablaba.
Dijo:
—Me da usted un cuadro incompleto. Describe usted a un hombre de gran talento, quizás, incluso, un genio. Me dice que siempre se ha sentido incómodo con la gente, que nunca ha encajado en el ambiente del laboratorio, aunque es ahí donde ha obtenido el mayor de los éxitos. ¿Hay otro ambiente en el que haya encajado?
—No entiendo.
—No todos somos tan afortunados como para encontrar un tipo de compañía agradable en el lugar o en el campo en que nos resulta necesario ganarnos la vida. Con frecuencia lo compensa uno tocando un instrumento, o dando largos paseos, o ingresando en algún club. En otras palabras, uno crea un nuevo tipo de sociedad cuando no está trabajando, una sociedad en la que pueda sentirse más a gusto. No tiene por qué guardar la más mínima relación Con lo que es su ocupación ordinaria. Es una huida, y no necesariamente mala.
Sonrió y añadió:
—Yo mismo colecciono sellos. Soy miembro activo de la Sociedad Filatélica Americana.
Grant meneó la cabeza.
—No sé qué hacía fuera de sus horas de trabajo. Dudo que hiciera nada parecido a lo que usted ha mencionado.
—Hum. Bueno, sería una lástima. La relajación y el placer están donde quiera que uno los encuentra; pero debe buscarlos en alguna parte, ¿no?
—¿Ha hablado ya con el doctor Ralson?
—¿Sobre su problema? No.
—¿No lo va a hacer?
—Oh, sí. Pero no lleva aquí más que una semana. Hay que darle la oportunidad de recuperarse. Se hallaba en un estado de gran excitación cuando llegó. Era casi un delirio. Dejémosle que descanse y se acostumbre al nuevo entorno. Entonces le interrogaré.
—¿Podrá hacer usted que vuelva a trabajar?
Blaustein sonrió.
—¿Cómo voy a saberlo? Ni siquiera sé cuál es su enfermedad.
—¿No podría, al menos, eliminar la parte peor de ella, esa obsesión suicida que tiene, y ocuparse del resto de la curación mientras esté trabajando?
—Quizá. No podría aventurar ni siquiera una opinión sin tener varias entrevistas con él.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará?
—En estas cuestiones, doctor Grant, nadie puede saberlo.
Grant juntó las manos con una seca palmada.
—Entonces, haga lo que le parezca mejor. Pero esto es más importante de lo que usted imagina.
—Quizá pueda usted ayudarme, doctor Grant.
—¿Cómo?
—Puede proporcionarme cierta información que tal vez esté clasificada como alto secreto.
—¿Qué clase de información?
—Quisiera conocer la tasa de suicidios, desde 1945, entre los científicos nucleares. Y también cuántos han abandonado sus puestos de trabajo para dedicarse a otros tipos de labor científica, o abandonado por completo la ciencia.
—¿Guarda eso relación?
—¿No cree que esa terrible infelicidad que siente podría ser una enfermedad ocupacional?
—Bueno, muchos han abandonado sus puestos, naturalmente.
—¿Por qué naturalmente, doctor Grant?
—Debe usted conocer cómo es esto, doctor Blaustein. La moderna investigación atómica está envuelta en una atmósfera de gran presión y de mucho papeleo. Se trabaja con el Gobierno; se trabaja con militares. No se puede hablar del trabajo; hay que tener cuidado con lo que se dice. Naturalmente, si se le presenta a uno la oportunidad de trabajar en la Universidad, donde se puede establecer el propio horario, hacer el propio trabajo, escribir artículos que no tengan que ser sometidos previamente a la CEA, asistir a convenciones que no se celebren detrás de puertas cerradas con llave, la aprovecha.
—¿Y abandona para siempre el campo de su especialidad?
—Siempre existen aplicaciones no militares. Claro que hubo un hombre que se marchó por otra razón. Me dijo una vez que no podía dormir por las noches. Dijo que cuando apagaba la luz oía cien mil gritos que venían de Hiroshima. Lo último que supe de él fue que estaba de dependiente en una mercería.
—¿Y alguna vez oye usted también gritos?
Grant asintió con la cabeza.
—No resulta agradable saber que puede ser tuya un poco de responsabilidad de la destrucción atómica.
—¿Qué pensaba Ralson?
—Nunca hablaba de nada de eso.
—En otras palabras, si sentía también lo mismo, nunca recurrió al efecto de válvula de seguridad de soltarles al resto de ustedes parte del vapor.
—Supongo que no.
—Pero la investigación nuclear debe realizarse, ¿no?
—Desde luego.
—¿Qué haría usted, doctor Grant, si sintiera que tenía que hacer algo que no podía hacer?
Grant se encogió de hombros.
—No lo sé.
—Algunas personas se suicidan.
—¿Quiere decir que eso es lo que tiene deprimido a Ralson?
—No lo sé. No lo sé. Hablaré esta noche con el doctor Ralson. No puedo prometer nada, naturalmente, pero le comunicaré lo que pueda.
Grant se puso en pie.
—Gracias, doctor. Trataré de obtener la información que desea.
El aspecto de Elwood Ralson había mejorado en la semana que llevaba en el sanatorio del doctor Blaustein. Tenía la cara un poco más llena y parecía más sosegado. Iba sin corbata y sin cinturón. Sus zapatos no llevaban cordones.
Blaustein preguntó:
—¿Cómo se encuentra, doctor Ralson?
—Descansado.
—¿Le han tratado bien?
—No tengo ninguna queja, doctor.
La mano de Blaustein buscó mecánicamente el abrecartas con que acostumbraba juguetear en momentos de abstracción, pero sus dedos no encontraron nada. Había sido retirado, naturalmente, junto con todas las demás cosas que tuvieran un borde afilado. No había ahora sobre la mesa nada más que papeles.
Dijo:
—Siéntese, doctor Ralson. ¿Cómo van sus síntomas?
—¿Quiere decir si tengo lo que usted llamaría un impulso suicida? Sí. Creo que mejora o empeora según mis pensamientos. Pero está siempre conmigo. No puede usted hacer nada para evitarlo.
—Tal vez tenga razón. Hay muchas cosas que yo no puedo evitar. Pero me gustaría saber lo más que pueda acerca de usted. Es usted un hombre importante…
Ralson resopló despreciativamente.
—¿No lo considera usted así? —preguntó Blaustein.
—No. No hay hombres importantes, como tampoco hay bacterias individuales importantes.
—No entiendo.
—No espero que entienda.
—Y, sin embargo, me parece que detrás de su afirmación hay una considerable cantidad de reflexiones. Sería ciertamente interesante en sumo grado que me hiciera usted partícipe de algunas de esas reflexiones.
Por primera vez, Ralson sonrió. No era una sonrisa agradable. Las aletas de su nariz estaban blancas. Dijo:
—Es divertido observarle, doctor. Realiza usted su trabajo muy concienzudamente. Tiene que escucharme con ese aire de falso interés y de untuosa simpatía, ¿verdad? Puedo decirle a usted las cosas más ridículas y, no obstante, tener la seguridad de que me escuchará, ¿no es así?
—¿No cree que mi interés pueda ser real, aun concediendo que también es profesional?
—No.
—¿Por qué no?
—No me interesa discutirlo.
—¿Prefiere volver a su habitación?
—Si no le importa. ¡No! —Su voz se había llenado súbitamente de furia mientras se ponía de pie y, luego, casi inmediatamente, volvió a sentarse—. ¿Por qué no habría de utilizarle a usted? No me gusta hablar con los demás. Son estúpidos. No ven las cosas. Contemplan durante horas lo evidente, y no significa nada para ellos. Si yo les hablase, no entenderían; perderían la paciencia; se echarían a reír. Mientras que usted debe escuchar. Es su oficio. Usted no puede interrumpirme para decirme que estoy loco, aunque quizá lo piense.
—Me encantaría escuchar lo que quiera decirme.
Ralson respiró hondo.
—Desde hace un año sé algo que muy pocas personas saben. Quizá no lo sepa ninguna persona viva. ¿Sabe usted que los avances culturales humanos se producen a ramalazos? En el espacio de dos generaciones, en una ciudad en la que vivían treinta mil hombres libres, surgió una capacidad literaria y artística de primera clase suficiente para satisfacer a una nación de millones de habitantes durante un siglo en circunstancias ordinarias. Me estoy refiriendo a la Atenas de Pericles.
»Hay otros ejemplos. Está la Florencia de los Médicis, la Inglaterra de Isabel, la España de los emires de Córdoba. Estuvo el espasmo de los reformadores sociales entre los israelitas de los siglos VIII y VII antes de Cristo. ¿Comprende lo que quiero decir? Blaustein asintió.
—Veo que la Historia es un tema que le interesa.
—¿Por qué no? Supongo que no hay nada que diga que debo limitarme a secciones transversales nucleares y mecánica ondulatoria.
—En absoluto. Continúe, por favor.
—Al principio, pensé que podía aprender más acerca de la verdadera interioridad de los ciclos históricos si consultaba a un especialista. Sostuve varias conversaciones con un historiador profesional. ¡Una pérdida de tiempo!
—¿Cómo se llamaba ese historiador profesional?
—¿Importa eso?
—Quizá no, si prefiere usted considerarlo confidencial. ¿Qué le dijo?
—Dijo que yo estaba equivocado, que la Historia sólo parecía avanzar en espasmos. Dijo que, después de estudios más detenidos, las grandes civilizaciones de Egipto y Sumer no surgieron súbitamente o de la nada, sino que se alzaron sobre la base de una subcivilización que había ido desarrollándose durante largo tiempo y que era ya sofisticada en sus artes. Dijo que la Atenas de Pericles fue construida sobre una Atenas prepericleana de menores realizaciones, sin la cual no podría haber existido la era de Pericles.
»Yo le pregunté por qué no hubo una Atenas pospericleana de realizaciones mayores todavía, y me dijo que Atenas quedó devastada por una peste y por la larga guerra con Esparta. Le pregunté acerca de otros brotes culturales, y cada vez había una guerra que les ponía fin o, en algunos casos, incluso los acompañaba. Él era como los demás. La verdad estaba allí; no tenía más que agacharse y recogerla, pero no lo hacía.
Ralson miró al suelo y dijo, con voz fatigada:
—A veces, vienen a mi laboratorio, doctor. Dicen: «¿Cómo diablos vamos a librarnos de tal y tal efecto que está echando a perder todas nuestras mediciones, Ralson?». Me muestran los instrumentos y los diagramas de conexiones, y digo: «Tenéis delante la solución. ¿Por qué no hacéis esto y esto? Un niño podría decíroslo». Y me marcho porque no puedo soportar el desconcierto que muestran sus estúpidos rostros. Más tarde, vuelven de nuevo a mí y dicen: «Ha dado resultado, Ralson. ¿Cómo se le ocurrió?». Yo no puedo explicárselo, doctor; sería como explicar que el agua es húmeda. Y no podía explicárselo al historiador. Y no se lo puedo explicar a usted. Es una pérdida de tiempo.
—¿Querría usted volver a su habitación?
—Sí.
Blaustein permaneció sentado, reflexionando, durante varios minutos después de que Ralson hubiera salido, acompañado, de su despacho. Sus dedos se dirigieron automáticamente al cajón superior derecho de su mesa y sacaron el abrecartas. Lo hizo girar entre sus dedos.
Finalmente, descolgó el teléfono y marcó el número, no incluido en la guía, que se le había dado.
Dijo:
—Aquí Blaustein. Hay un historiador profesional a quien el doctor Ralson consultó en algún momento del pasado, probablemente hace poco más de un año. No sé cómo se llama. Ni siquiera sé si estaba relacionado con una Universidad. Si pudieran encontrarle, me gustaría verle.
Thaddeus Milton miró pensativamente a Blaustein, entornando los ojos, y se pasó la mano por los grises cabellos. Dijo:
—Vinieron a verme, y yo dije que, en efecto, había conocido a ese hombre. Sin embargo, he tenido muy poca relación con él. Ninguna, en realidad, aparte de unas cuantas conversaciones de naturaleza profesional.
—¿Cómo se dirigió a usted?
—Me escribió una carta; por qué a mí, en lugar de a otro, no lo sé. Por aquella época, había aparecido en uno de los periódicos semicientíficos y de carácter semipopular una serie de artículos escritos por mí. Puede que le llamaran la atención.
—Comprendo. ¿De qué trataban los artículos, en general?
—Eran una consideración de la validez de la concepción cíclica de la Historia. Es decir, si cabe realmente afirmar que una civilización determinada debe seguir las leyes de desarrollo y decadencia en forma análoga a como se aplican a los individuos.
—He leído a Toynbee, doctor Milton.
—Bueno, entonces ya sabe lo que quiero decir.
—Y cuando el doctor Ralson le consultó a usted, ¿fue con referencia a esta concepción cíclica de la Historia?
—Humm. Supongo que, en cierto modo, sí. Naturalmente, ese hombre no es historiador, y algunas de sus ideas sobre tendencias culturales son un tanto dramáticas…, sensacionalistas, diría yo. Discúlpeme si mi pregunta es inconveniente, doctor. ¿Es el doctor Ralson uno de sus pacientes?
—El doctor no se encuentra bien y está bajo mis cuidados. Esto y todo lo demás que digamos aquí es confidencial, naturalmente.
—Por supuesto, lo comprendo. Sin embargo, su contestación me explica algunas cosas. Algunas de sus ideas parecían bordear lo irracional. Me dio la impresión de que siempre estaba preocupado por la relación entre lo que él llamaba «brotes culturales» y las calamidades de un tipo u otro. Ahora bien, esas relaciones han sido señaladas con frecuencia. La época de mayor vitalidad de una nación puede coincidir con una época de gran inseguridad nacional. Holanda constituye un ejemplo de ello. Sus grandes artistas, estadistas y exploradores pertenecen a los comienzos del siglo XVII, cuando se hallaba empeñada en una lucha a muerte con la más grande potencia europea de la época, España. Mientras se hallaba a un paso de la destrucción en la metrópoli, estaba construyendo un imperio en el Lejano Oriente y había asegurado posiciones en la costa septentrional de América del Sur, la extremidad meridional de África y en el valle del Hudson, en América del Norte. Sus flotas luchaban con éxito contra Inglaterra. Y luego, una vez asegurada su seguridad política, comenzó su decadencia.
»Bien, como digo, esto no es infrecuente. Los grupos, como los individuos, se elevarán a insólitas cúspides en respuesta a un desafío y vegetarán en ausencia del desafío. Pero donde el doctor Ralson abandonó la senda de la cordura fue al insistir en que semejante concepción equivalía a confundir causa y efecto. Afirmaba que no eran la guerra y el peligro lo que estimulaba la producción de «brotes culturales», sino más bien al revés. Afirmaba que cada vez que un grupo de hombres mostraba demasiada capacidad y vitalidad, se hacía necesaria una guerra para destruir la posibilidad de un ulterior desarrollo.
—Comprendo —dijo Blaustein.
—Me temo que me reí de él. Tal vez por eso no acudió a la última cita que concertamos. Hacia el final de la última conversación que sostuvimos, me preguntó, de la forma más intensa imaginable, si no me resultaba extraño que una especie tan inverosímil como el hombre fuera la dominante en la Tierra, cuando solamente tenía a su favor su inteligencia. Fue entonces cuando solté la carcajada. Quizá no hubiera debido hacerlo, pobre hombre.
—Fue una reacción natural —dijo Blaustein—, pero no debo hacerle perder más tiempo. Me ha prestado usted una gran ayuda.
Se estrecharon la mano, y Thaddeus Milton se marchó.
—Bien —dijo Darrity—, ahí están sus cifras sobre los recientes suicidios entre el personal científico. ¿Saca de ellas alguna deducción?
—Debería preguntárselo yo a usted —respondió suavemente Blaustein—. El FBI ha debido de investigar a fondo.
—Puede apostar la deuda nacional a que sí. Son suicidios. No hay la menor duda. Lo han comprobado también en otro departamento. La tasa es unas cuatro veces superior a la normal, teniendo en cuenta la edad, el status social y la clase económica.
—¿Y los científicos británicos?
—Aproximadamente igual.
—¿Y la Unión Soviética?
—¿Quién puede saberlo? —El investigador se inclinó hacia delante—. Doctor, no creerá que los soviéticos tienen alguna especie de rayo que pueda hacer que la gente quiera suicidarse, ¿verdad?
—Resulta un poco sospechoso que los hombres que participan en la investigación atómica sean los únicos afectados.
—¿Sí? Quizá no. Los físicos nucleares puede que se hallen sometidos a presiones especiales. Resulta difícil decirlo sin realizar un estudio detenido.
—¿Quiere decir que podrían estar apareciendo complejos? —preguntó cautelosamente Darrity.
Blaustein hizo una mueca.
—La psiquiatría se está haciendo demasiado popular. Todo el mundo habla de complejos, neurosis, psicosis, compulsiones y demás. El complejo de culpabilidad de un hombre es una noche de sueño tranquilo de otro. Si pudiera hablar con uno de los hombres que se suicidaron, quizá sabría algo.
—Está usted hablando con Ralson.
—Sí, estoy hablando con Ralson.
—¿Tiene él complejo de culpabilidad?
—No especialmente. Tiene unos antecedentes que no me sorprendería que le provocasen una morbosa preocupación por la muerte. A los doce años, vio morir a su madre bajo las ruedas de un automóvil. Su padre murió lentamente de cáncer. Pero no está claro el efecto que eso pueda ejercer en sus problemas actuales.
Darrity cogió su sombrero.
—Bien, me gustaría que avanzara usted en el asunto, doctor. Hay algo grande en marcha, más grande que la bomba H. No sé cómo puede algo ser más grande que eso, pero así es.
Ralson insistió en permanecer de pie.
—Hoy he pasado mala noche, doctor.
—Espero —dijo Blaustein— que estas entrevistas no le alteren.
—Bueno, quizá sí. Me hacen pensar de nuevo en el tema. Y entonces las cosas empeoran. ¿Cómo imagina que es la sensación de formar parte de un cultivo bacteriano, doctor?
—Nunca había pensado en eso. Para una bacteria, la sensación será probablemente normal.
Ralson no le oyó. Dijo lentamente:
—Un cultivo en el que la inteligencia está siendo estudiada.
Estudiamos toda clase de cosas en lo que se refiere a sus relaciones genéticas. Cogemos moscas de la fruta y cruzamos las de ojos rojos con las de ojos blancos para ver qué pasa. Nos importan un bledo los ojos rojos y los blancos, pero tratamos de obtener de ellos ciertos principios genéticos básicos. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Ciertamente.
—Incluso en los humanos podemos observar diversas características físicas. Está el labio Habsburgo, y la hemofilia que comenzó con la reina Victoria y apareció en sus descendientes, entre las familias reales española y rusa. Podemos incluso observar debilidad mental en los Jukes y Kallikaks. Eso se aprende en la biología de la escuela superior. Pero no se pueden criar seres humanos como se crían moscas de la fruta. Los humanos viven demasiado tiempo. Se necesitarían siglos para extraer conclusiones. Es una pena que no tengamos una raza especial de hombres que se reproduzcan con intervalos semanales, ¿eh?
Esperó una contestación, pero Blaustein se limitó a sonreír. Ralson dijo:
—Sólo que eso exactamente es lo que seríamos nosotros para otro grupo de seres cuya vida pudiera durar miles de años. Para ellos, nos reproduciríamos con suficiente rapidez. Seríamos criaturas de vida corta, y podrían estudiar la genética de cosas tales como la aptitud musical, la inteligencia científica, etcétera. Ninguna de esas cosas les interesaría a ellos más de lo que nos interesan a nosotros los ojos blancos de la mosca de la fruta en cuanto tales ojos blancos.
—Es una idea muy interesante —dijo Blaustein.
—No es simplemente una idea. Es verdad. Resulta evidente para mí, y me importa un bledo lo que le parezca a usted. Mire a su alrededor. Mire el planeta Tierra. ¿Qué clase de ridículo animal somos nosotros para ser los señores del mundo después de la desaparición de los dinosaurios? Cierto, somos inteligentes, pero ¿qué es la inteligencia? Pensamos que es importante porque nosotros la tenemos. Si el tiranosaurio hubiera podido elegir la cualidad que pensaba aseguraría la dominación de la especie, habría designado la fuerza y el tamaño. Y no habría estado muy descaminado. Duró más tiempo del que es probable que duremos nosotros.
»La inteligencia por sí misma no es gran cosa por lo que se refiere a los valores de supervivencia. Al elefante le va realmente mal si se le compara con el gorrión, aunque es mucho más inteligente. El perro se las apaña bien bajo la protección del hombre, pero no tanto como la mosca, contra la que se alza toda mano humana. O tomemos a los primates como grupo. Los pequeños se acobardan ante sus enemigos; los grandes siempre han fracasado notablemente en hacer algo más que limitarse a subsistir. Los babuinos hacen todo lo que pueden, y eso es por sus caninos, no por su cerebro.
Una fina capa de sudor cubría la frente de Ralson.
—Y puede verse que el hombre ha sido diseñado, ajustado a cuidadosas especificaciones por esos seres que nos estudian. Generalmente, el primate es de vida corta. Desde luego, los más grandes viven más, lo cual es una regla bastante general en la vida animal. Sin embargo, el ser humano tiene una vida doble que la de cualquiera de los otros grandes simios; considerablemente más larga que el gorila, que le supera con mucho en peso. Nosotros maduramos más tarde. Es como si se nos hubiera criado cuidadosamente para vivir un poco más, a fin de que nuestro ciclo vital tuviera una duración más conveniente.
Se puso en pie de un salto, agitando los puños por encima de su cabeza.
—Un millar de años es un día…
Blaustein se apresuró a apretar un botón.
Ralson forcejeó unos momentos con el enfermero de bata blanca que había entrado y, luego, se dejó conducir fuera del despacho.
Blaustein se lo quedó mirando mientras salía, meneó la cabeza y descolgó el teléfono.
Obtuvo comunicación con Darrity.
—Inspector, creo que debe saber que esto puede llevar mucho tiempo.
Escuchó y volvió a menear la cabeza.
—Lo sé. No minimizo la urgencia.
La voz en el auricular sonó seca y áspera.
—La está minimizando, doctor. Le enviaré al doctor Grant. Él le explicará la situación.
El doctor Grant preguntó cómo estaba Ralson y, luego, preguntó, con cierta ansiedad, si podía verle. Blaustein movió suavemente la cabeza en gesto negativo.
Grant dijo:
—Se me ha encargado que le explique a usted la situación actual en el terreno de la investigación atómica.
—Para que lo comprenda, ¿no?
—Espero que sí. Es una medida desesperada. Tendré que recordarle…
—Que no diga ni una palabra. Sí, lo sé. Esta inseguridad por parte de ustedes es un síntoma muy malo. Debe saber que estas cosas no pueden ocultarse.
—Se vive con el secreto. Es contagioso.
—Exactamente. ¿Cuál es el secreto actual?
—Hay… o, al menos, podría haber, una defensa contra la bomba atómica.
—¿Y eso es un secreto? Sería mejor que se anunciara a gritos inmediatamente a las gentes del mundo entero.
—Por amor del cielo, no. Escúcheme, doctor Blaustein. Por el momento está sólo sobre el papel. Se encuentra casi en la fase de E igual a eme ce al cuadrado. Puede que no sea práctico. Sería malo levantar esperanzas que tuviéramos que defraudar. Por otra parte, si se supiera que casi teníamos una defensa, podría concebir alguien el deseo de iniciar y ganar una guerra antes de que la defensa estuviese completamente desarrollada.
—Espero de todo corazón que tal cosa no suceda. Pero le interrumpo. ¿Cuál es la naturaleza de esa defensa? ¿O me ha dicho ya todo lo que se atreve a decirme?
—No, puedo ir tan lejos como quiera, tan lejos como sea necesario para convencerle a usted de que debemos tener a Ralson… ¡Y pronto!
—Bien, pues dígamelo y yo también conoceré el secreto. Me sentiré como un miembro del Gabinete.
—Sabrá usted más que la mayoría. Mire, doctor Blaustein, se lo explicaré en lenguaje corriente. Hasta el momento, los progresos militares se han realizado en medida bastante igual en armas defensivas y ofensivas. En otro tiempo pareció producirse una clara y permanente inclinación de todo el arte de la guerra en la dirección de la ofensa, y eso fue con la invención de la pólvora. Pero la defensa avanzó también. El hombre medieval con armadura y a caballo se convirtió en el moderno hombre en tanque sobre orugas, y el castillo de piedra se convirtió en el blocao de cemento. La misma cosa, como ve, salvo que todo ha sido aumentado varios órdenes de magnitud.
—Muy bien. Está muy claro. Pero con la bomba atómica vienen más órdenes de magnitud, ¿no? Para encontrar protección hay que ir más allá del acero y el cemento.
—Exacto. Sólo que no podemos hacer paredes cada vez más gruesas. Nos hemos quedado sin materiales que sean lo bastante fuertes. Así que debemos prescindir por completo de los materiales. Si el átomo ataca, debemos dejar que sea el átomo el que defienda. Utilizaremos la energía misma, un campo de fuerza.
—¿Y qué es un campo de fuerza? —preguntó suavemente el doctor Blaustein.
—Ojalá pudiera decírselo. En estos momentos es una ecuación sobre un papel. Teóricamente, la energía puede ser canalizada para crear un muro de inercia desprovisto de materia. En la práctica, no sabemos cómo hacerlo.
—Sería un muro imposible de atravesar, ¿no? ¿Incluso para los átomos?
—Incluso para las bombas atómicas. El único límite de su fuerza sería la cantidad de energía que pudiéramos aplicar. En teoría, se le podría hacer impermeable a la radiación. Haría rebotar los rayos gamma. En lo que estamos pensando es en una pantalla que se hallaría permanentemente colocada en torno a las ciudades, a potencia mínima sin utilizar prácticamente energía. Podría entonces ser activada hasta su máxima intensidad en una fracción de milisegundo ante el choque de una radiación de onda corta, por ejemplo la irradiación de una masa de plutonio lo bastante grande para ser una cabeza atómica. Todo esto es teóricamente posible.
—¿Y por qué necesita tener a Ralson?
—Porque es el único que puede llevarlo a la práctica, si es que tal cosa es posible, con la suficiente rapidez. Cada minuto cuenta hoy en día. Ya sabe usted cómo está la situación internacional. La defensa atómica debe llegar antes que la guerra atómica.
—¿Tan seguro está de Ralson?
—Estoy tan seguro de él como puedo estarlo de cualquIer cosa. Ese hombre es asombroso, doctor Blaustein. Siempre tiene razón. Nadie sabe cómo lo hace.
—Una especie de intuición, ¿no? —El psiquiatra parecía turbado—. Una especie de razonamiento que va más allá de las facultades humanas ordinarias. ¿Es eso?
—No pretendo saber lo que es.
—Entonces, permítame que hable una vez más con él. Ya le avisaré.
—Bien.
Grant se levantó para marcharse; luego, como si lo hubiera pensado mejor, dijo:
—Puedo indicarle, doctor, que, si no hace usted algo, la Comisión se propone quitar al doctor Ralson de sus manos.
—¿Y probar con otro psiquiatra? Si desea hacerlo, por supuesto que no trataré de impedirlo. Es mi opinión, sin embargo, que ningún profesional honorable pretenderá que existe una curación rápida.
—Puede que no probemos nuevos tratamientos mentales. Puede que, simplemente, le hagamos volver al trabajo.
—A eso sí que me opondré, doctor Grant. No conseguirán nada de él. Será su muerte.
—No sacamos nada de él, de todos modos.
—Pero de esta forma hay por lo menos una posibilidad, ¿no?
—Así lo espero. Y, a propósito, le ruego que no mencione el hecho de que he hablado de llevarnos a Ralson.
—No lo haré, y gracias por la advertencia. Adiós, doctor Grant.
—Me puse en ridículo la última vez, ¿verdad, doctor? —dijo Ralson. Tenía el ceño fruncido.
—¿Quiere decir que no cree lo que dijo entonces?
—¡Claro que lo creo! —El cuerpo menudo de Ralson tembló por la intensidad de su afirmación.
Se precipitó hacia la ventana, y Blaustein giró en su sillón para tenerle a la vista. Había barrotes en la ventana. No podía saltar. El cristal era irrompible.
Estaba finalizando el crepúsculo y comenzaban a aparecer las estrellas. Ralson las miró con fascinación; luego, se volvió hacia Blaustein y señaló con un dedo hacia el exterior.
—Cada una de ellas es una incubadora. Mantienen las temperaturas al nivel deseado. Diferentes experimentos; diferentes temperaturas. Y los planetas que las circundan son solamente vastos cultivos, que contienen diferentes mezclas nutrientes y diferentes formas de vida. Y los experimentadores son económicos, quienesquiera que sean. Han cultivado muchos tipos de formas de vida en este tubo de ensayo particular. Dinosaurios en una húmeda era tropical, y nosotros mismos entre glaciares. Mueven el sol de un lado a otro, y nosotros intentamos averiguar la física de todo ello. ¡Física! —Retrajo los labios en un gruñido…
—Seguramente —dijo el doctor Blaustein—, no es posible que el sol sea movido a un lado y otro a voluntad.
—¿Por qué no? Es como un elemento calorífero de un horno. ¿Cree usted que las bacterias saben qué es lo que produce el calor que les llega? ¿Quién sabe? Quizás elaboren teorías también. Quizá tienen sus cosmogonías sobre catástrofes cósmicas, en las que ampollas de luz que chocan entre sí crean hileras de platos de Petri. Acaso piensen que tiene que existir algún benéfico creador que les suministra alimento y calor y les dice: «¡Sed fecundos y multiplicaos!».
»Nosotros engendramos como ellas, sin saber por qué. Obedecemos a las llamadas leyes de la Naturaleza, que no son sino nuestra interpretación de las fuerzas no comprendidas que nos son impuestas.
»Y ahora tienen entre manos el experimento más grande de cuantos han realizado. Lleva doscientos años desarrollándose. Imagino que decidieron impulsar una tendencia a la aptitud mecánica en la Inglaterra del siglo XVIII. Nosotros lo llamamos la Revolución Industrial. Empezó con el vapor, continuó con la electricidad y, luego, con los átomos. Fue un experimento interesante, pero se arriesgaron demasiado al dejar que se extendiera. Por eso tendrán que ser muy drásticos para ponerle fin.
Blaustein dijo:
—¿Y cómo se proponen ponerle fin? ¿Tiene usted alguna idea al respecto?
—¿Me pregunta a mí cómo se proponen ponerle fin? ¿Puede usted contemplar el mundo actual y preguntar todavía como es probable que nuestra era tecnológica encuentre su fin? Toda la Tierra teme una guerra atómica y haría cualquier cosa por evitarla; sin embargo, la Tierra entera teme que una guerra atómica es inevitable.
—En otras palabras, los experimentadores organizarán una guerra atómica, queramos nosotros o no, para aniquilar la era tecnológica en que nos encontramos y empezar de nuevo. Es eso, ¿no?
—Sí. Es lógico. Cuando esterilizamos un instrumento, ¿saben los gérmenes de dónde procede el calor letal? ¿O qué lo ha producido? Existe alguna manera de que los experimentadores puedan elevar el calor de nuestras emociones, alguna forma en que puedan manejarnos que escapa a nuestra comprensión.
—Dígame —dijo Blaustein—, ¿por eso es por lo que quiere usted morir? ¿Porque cree que se aproxima la destrucción de la civilización y no es posible impedirlo?
—Yo no quiero morir. Es sólo que debo hacerlo. —Había una expresión torturada en sus ojos—. Doctor, si tuviera usted un cultivo de gérmenes que fueran altamente peligrosos y que debiera mantener bajo control absoluto, ¿no dispondría de un medio de cultivo impregnado por ejemplo de penicilina, formando un círculo a cierta distancia del centro de inoculación? Todo germen que se alejara demasiado del centro moriría. Usted no tendría nada contra los gérmenes concretos que murieran; podría incluso ignorar que algún germen se hubiera alejado tanto. Sería puramente automático.
»Doctor, hay un anillo de penicilina en torno a nuestros intelectos. Cuando nos extraviamos demasiado, cuando penetramos en el verdadero significado de nuestra propia existencia, hemos llegado a la penicilina y debemos morir. Actúa lentamente…, pero es difícil mantenerse vivo.
Le dirigió una breve y triste sonrisa. Luego, preguntó:
—¿Puedo volver ahora a mi habitación, doctor?
Hacia el mediodía del día siguiente, el doctor Blaustein fue a la habitación de Ralson. Era una habitación pequeña y anodina. Las paredes estaban cubiertas de un almohadillado gris. Había dos ventanas pequeñas y situadas a una altura que no se podía alcanzar. El colchón estaba directamente apoyado en el suelo que también estaba acolchado. No había nada metálico en la habitación, nada que pudiera ser utilizado para quitarle la vida a nadie. Hasta el propio Ralson llevaba las uñas muy cortas.
Ralson se incorporó.
—¡Hola!
—Hola, doctor Ralson. ¿Puedo hablar con usted?
—¿Aquí? No puedo ofrecerle asiento.
—No importa. Permaneceré en pie. Tengo un trabajo sedentario y me viene bien estar de pie. Doctor Ralson, he estado toda la noche pensando en lo que me dijo usted ayer y estos últimos días.
—Y ahora me va a aplicar un tratamiento para librarme de lo que piensa que son ilusiones.
—No. Es sólo que deseo hacerle unas preguntas y quizá señalarle algunas consecuencias de sus teorías en las que, si me permite, tal vez no haya pensado usted.
—¿Oh?
—Mire, doctor Ralson, puesto que me ha explicado usted sus teorías, yo también sé lo que sabe usted. Sin embargo, yo no pienso en el suicidio.
—Creer es más que algo intelectual, doctor. Tendría que creer esto con todas sus fuerzas, y no es así.
—¿No le parece que quizá se trate más bien de un fenómeno de adaptación?
—¿Qué quiere decir?
—Usted no es realmente un biólogo, doctor Ralson. Y, aunque es muy brillante en física, no tiene en cuenta todo lo referente a esos cultivos bacterianos que utiliza como analogías. Usted sabe que es posible producir cepas bacterianas resistentes a la penicilina o a casi cualquier veneno bacteriano.
—¿Y…?
—Los experimentadores que nos crían llevan muchas generaciones trabajando con la Humanidad, ¿no? Y esta cepa concreta que han estado cultivando durante dos siglos no muestra señales de extinguirse espontáneamente. Por el contrario, es una cepa vigorosa y muy infecciosa. Las viejas cepas de alto cultivo quedaron confinadas en ciudades aisladas o en zonas pequeñas y sólo duraron una o dos generaciones. Ésta se está extendiendo por todo el mundo. Es una cepa muy infecciosa. ¿No cree que puede haber desarrollado inmunidad a la penicilina? En otras palabras, puede que los métodos que los experimentadores utilizaron para destruir otros cultivos no den ya buen resultado, ¿no?
Ralson meneó la cabeza.
—Lo están dando conmigo.
—Quizá sea usted no resistente. O haya caído en una concentración muy elevada de penicilina. Considere todas las personas que han estado tratando de proscribir la guerra atómica y establecer alguna forma de gobierno mundial y paz duradera. El esfuerzo se ha incrementado en años recientes, sin resultados demasiado malos.
—Eso no detiene la guerra atómica que se avecina.
—No, pero quizá lo único que hace falta es un poco más de esfuerzo. Los defensores de la paz no se suicidan. Cada vez es mayor el número de humanos inmunes a los experimentadores. ¿Sabe lo que están haciendo en el laboratorio?
—No quiero saberlo.
—Debe saberlo. Están tratando de inventar un campo de fuerza que detenga la bomba atómica. Doctor Ralson, si yo estoy cultivando una bacteria virulenta y patológica, puede ocurrir a veces que, aun cuando extreme todas las precauciones, acabe desencadenando una plaga. Puede que seamos bacterias para ellos, pero también somos peligrosos para ellos, o no nos exterminarían tan cuidadosamente después de cada experimento.
»No son rápidos, ¿no? Mil años son para ellos como un día, ¿no? Para cuando se den cuenta de que estamos fuera del cultivo, más allá de la penicilina, será demasiado tarde para que nos puedan detener. Ellos nos han llevado al átomo, y, con sólo que nos abstengamos de utilizarlo unos contra otros, tal vez acabemos resultando demasiado incluso para los experimentadores.
Ralson se puso en pie. Aunque de corta estatura, le sacaba cuatro centímetros a Blaustein.
—¿Realmente están trabajando en un campo de fuerza?
—Lo están intentando. Pero le necesitan a usted.
—No, no puedo.
—Le necesitan allí para que pueda ver lo que para usted es tan evidente. Para ellos, no lo es. Recuerde, es su ayuda o, si no, la derrota del hombre ante los experimentadores.
Ralson se apartó rápidamente unos pasos, con la mirada fija en la almohadillada pared. Murmuró:
—Pero tiene que haber esa derrota. Si construyen un campo de fuerza, eso significará la muerte para todos ellos, antes de que puedan terminarlo.
—Puede que algunos de ellos, todos, sean inmunes, ¿no? Y, en cualquier caso, les sobrevendrá la muerte de todos modos. Se están esforzando.
Ralson dijo:
—Trataré de ayudarles.
—¿Sigue queriendo suicidarse?
—Sí.
—Pero intentará no hacerlo, ¿verdad?
—Intentaré no hacerlo, doctor. —Le temblaron los labios—. Tendré que ser vigilado.
Blaustein subió la escalera y presentó su pase al guardia que estaba en el pasillo. Ya había sido inspeccionado en la puerta exterior, pero él, su pase y su firma volvieron a ser revisados. Al cabo de unos instantes, el guardia se retiró a su cubículo e hizo una llamada telefónica. La contestación le satisfizo. Blaustein tomó asiento y al medio minuto estaba de nuevo levantado, estrechando la mano del doctor Grant.
—Al presidente de los Estados Unidos le costaría entrar aquí, ¿verdad? —dijo Blaustein.
El delgado físico sonrió.
—En efecto —dijo—, si viniera sin avisar.
Tomaron un ascensor, que subió doce pisos. El despacho al que Grant se dirigió tenía ventanas en tres direcciones. Estaba insonorizado y poseía instalación de aire acondicionado. Su mobiliario de madera de nogal estaba brillantemente pulido.
Blaustein dijo:
—Caramba, parece el despacho del presidente de un Consejo de Administración. La ciencia se está convirtiendo en un importante negocio.
Grant pareció azorado.
—Sí, lo sé, pero el dinero del Gobierno fluye con facilidad, y no es sencillo persuadir a un congresista de que el trabajo de uno es importante, a menos que pueda ver, oler y tocar el brillo de la superficie.
Blaustein se sentó y notó cómo se hundía lentamente el tapizado asiento. Dijo:
—El doctor Elwood Ralson ha accedido a volver al trabajo.
—Magnífico. Esperaba que dijera usted eso. Esperaba que fuera ése el motivo de su visita.
Como estimulado por la noticia, Grant ofreció al psiquiatra un cigarro, que fue rechazado.
—Sin embargo —dijo Blaustein—, continúa siendo un hombre muy enfermo. Tendrá que ser tratado con cuidado y con comprensión.
—Por supuesto. Naturalmente.
—No es tan sencillo como quizás imagine. Quiero contarle algo acerca de los problemas de Ralson, para que comprenda realmente lo delicada que es la situación.
Continuó hablando, y Grant escuchó, primero preocupado y luego con asombro.
—Pero, entonces, ese hombre ha perdido el juicio, doctor Blaustein. No nos será de ninguna utilidad. Está loco.
Blaustein se encogió de hombros.
—Depende de cómo defina usted «loco». Es una mala palabra; ya no la uso. Tiene alucinaciones, ciertamente. Es imposible saber si afectarán o no a sus especiales capacidades.
—Pero ningún hombre cuerdo podría…
—Por favor, por favor. No nos enzarcemos en largas discusiones sobre definiciones psiquiátricas de cordura y todo lo demás. El hombre tiene alucinaciones, y de ordinario yo no las tomaría en absoluto en consideración. Es sólo que, según tengo entendido, la habilidad especial de ese hombre radica en su forma de proceder a la solución de un problema mediante lo que parece estar fuera de la razón ordinaria. Es así, ¿verdad?
—Sí. Hay que reconocerlo.
—Entonces, ¿cómo podemos usted y yo juzgar el valor de sus conclusiones? Permítame que le pregunte una cosa. ¿Tiene usted impulsos suicidas últimamente?
—No, claro que no.
—¿Y otros científicos de aquí?
—Creo que tampoco.
—Yo sugeriría, sin embargo, que mientras se halle en curso la investigación sobre el campo de fuerza, los científicos implicados fueran vigilados aquí y en sus casas. Incluso tal vez fuera buena idea que no fuesen a casa. Despachos como éste se podrían acondicionar como pequeños dormitorios…
—¿Dormir en el lugar de trabajo? Nunca conseguiría que aceptasen.
—Oh, sí. Si no les explica el verdadero motivo, sino que les dice que es por razones de seguridad, accederán. «Razones de seguridad» es una expresión mágica en estos tiempos, ¿no? Ralson debe ser vigilado más que nadie.
—Desde luego.
—Pero todo esto es secundario. Es algo a hacer para satisfacer mi conciencia por si las teorías de Ralson son correctas. En realidad, no las creo. Son imaginaciones, pero una vez admitido esto, es preciso preguntar cuáles son las causas de esas imaginaciones. ¿Qué hay en la mente de Ralson, en su pasado, en su vida, que le hace tan necesario tener esas imaginaciones concretas? No es posible responder. Harían falta quizás años de psicoanálisis constante para descubrir la respuesta. Y hasta que no se descubra la respuesta no se curará.
»Pero, entretanto, tal vez podamos realizar conjeturas inteligentes. Tuvo una infancia desgraciada que, de alguna forma, le colocó frente a la muerte de un modo sumamente desagradable. Además, nunca pudo formar asociaciones con otros niños, ni de mayor, con otros hombres. Siempre se sentía impaciente ante sus formas de razonamiento, más lentas que la suya. Cualquiera que sea la diferencia que existe entre su mente y las de los demás, ha construido entre él y la sociedad un muro tan fuerte como el campo de fuerza que ustedes están tratando de diseñar. Por razones similares, ha sido incapaz de disfrutar de una vida sexual normal. Nunca ha estado casado; no ha tenido amantes.
»Es fácil comprender que podría encontrar una compensación a este fracaso en ser aceptado por su medio social refugiándose en el pensamiento de que otros seres humanos son inferiores a él. Lo cual es cierto, desde luego, por lo que a la inteligencia se refiere. Pero la personalidad humana tiene muchas facetas, y no en todas ellas es superior. Nadie lo es. Otros, entonces, más propensos a ver simplemente lo que es inferior, no aceptarían su afectada preeminencia de posición. Le considerarían estrafalario, incluso ridículo, lo cual haría más importante aun para Ralson demostrar lo miserable e inferior que era la especie humana. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que demostrar que la Humanidad era, simplemente, una forma de bacterias para otras criaturas superiores que experimentan con ellas? Y sus impulsos suicidas serían un violento deseo de dejar por completo de ser un hombre, de poner fin a su identificación con la miserable especie que él ha creado en su mente. ¿Comprende?
Grant asintió.
—Pobre hombre.
—Sí, es una pena. Si hubiera sido debidamente atendido en la niñez… Bueno, es mejor para el doctor Ralson que no tenga ningún contacto con ninguno de los otros hombres que trabajan aquí. Está demasiado enfermo para dejarle que se relacione con ellos. Debe usted arreglar las cosas para que sea usted el único hombre a quien vea y con quien hable. El doctor Ralson ha accedido a ello. Al parecer, piensa que usted no es tan estúpido como algunos de los otros.
Grant sonrió levemente.
—Eso es muy halagador para mí.
—Deberá tener cuidado, naturalmente. Yo no hablaría con él nada más que de su trabajo. Si ofreciera voluntariamente alguna información sobre sus teorías, cosa que dudo, limítese a decir alguna vaguedad y márchese. Y nunca deje cerca de él nada que sea puntiagudo o afilado. No le deje acercarse a una ventana. Trate de tener a la vista sus manos. Ya me comprende. Dejo mi paciente a su cuidado, doctor Grant.
—Haré todo lo que pueda, doctor Blaustein.
Durante dos meses, Ralson vivió en un rincón del despacho de Grant, y Grant vivió con él. Se habían instalado rejas en las ventanas; se retiraron los muebles de madera y se colocaron sofás tapizados. Ralson pensaba en el sofá y hacía sus cálculos en una libreta que apoyaba sobre un almohadón.
El cartel de «Prohibido el paso» se hallaba fijado permanentemente en la puerta del despacho. Las comidas se dejaban en el exterior. El lavabo contiguo fue reservado para uso privado y suprimida la puerta que lo separaba del despacho. Grant pasó a usar afeitadora eléctrica. Se aseguraba todas las noches de que Ralson tomaba somníferos y esperaba hasta que el otro se dormía antes de acostarse él.
Y siempre se le llevaban informes a Ralson. Él los leía mientras Grant le observaba, tratando de aparentar que no lo hacía.
Luego, Ralson los dejaba caer y clavaba la vista en el techo, haciéndose sombra en los ojos con la mano.
—¿Algo? —preguntaba Grant.
Ralson meneaba la cabeza.
Grant decía:
—Mire, despejaré el edificio durante el cambio de turno. Es importante que usted vea algunas de las cribas experimentales que hemos estado instalando.
Así lo hacían, vagando por los vacíos e iluminados edificios como errabundos fantasmas, cogidos de la mano. Siempre cogidos de la mano. La garra de Grant era firme. Pero después de cada recorrido, Ralson continuaba meneando la cabeza.
Media docena de veces empezaba a escribir; cada vez, garrapateaba unos cuantos trazos y, luego, arrojaba a un lado el almohadón.
Hasta que, finalmente, empezó a escribir otra vez y llenó rápidamente media página. De modo automático, Grant se le acercó. Ralson levantó la vista, mientras cubría la hoja de papel con mano temblorosa.
—Llame a Blaustein —dijo.
—¿Qué?
—Que llame a Blaustein. Hágale venir aquí. ¡Ahora!
Grant se dirigió al teléfono.
Ralson estaba escribiendo rápidamente ahora, deteniéndose sólo para frotarse de vez en cuando la frente con el dorso de la mano, que retiraba luego humedecida.
Levantó la vista y preguntó con voz ronca:
—¿Viene?
Grant parecía preocupado.
—No está en su despacho.
—Localícele en su casa. Encuéntrele dondequiera que esté. Utilice ese teléfono. No juegue con él.
Grant lo utilizó; y Ralson cogió otra hoja.
Cinco minutos después, Grant dijo:
—Ya viene. ¿Qué ocurre? Parece usted enfermo.
Ralson balbuceó confusamente:
—No hay tiempo…, no puedo hablar…
Estaba escribiendo, garrapateando, trazando diagramas con mano temblorosa. Era como si estuviera obligando trabajosamente a sus manos a moverse.
—¡Dicte! —le urgió Grant—. Yo escribiré.
Ralson le rechazó. Sus palabras eran ininteligibles. Se agarró la muñeca izquierda con la otra mano, empujándola como si fuese un trozo de madera y, luego, se desplomó sobre los papeles.
Grant los sacó de debajo de su cuerpo y tendió a Ralson sobre el sofá. Permaneció observándole con preocupación hasta que llegó Blaustein.
Blaustein echó un vistazo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Creo que está vivo —dijo Grant, pero Blaustein ya lo había comprobado por sí mismo, y Grant le contó lo que había sucedido.
Blaustein utilizó una aguja hipodérmica, y esperaron. Ralson tenía los ojos en blanco cuando los abrió. Lanzó un gemido. Blaustein se inclinó sobre él.
—Ralson.
Ralson alargó a ciegas las manos y se agarró al psiquiatra.
—Sáqueme de aquí, doctor.
—Lo haré. Ahora. Ha desarrollado usted el campo de fuerza, ¿no?
—Está en los papeles. Está en los papeles, Grant.
Grant los tenía en la mano y los estaba hojeando con aire dubitativo. Ralson dijo débilmente:
—Ahí no está todo. Es todo lo que puedo escribir. Tendrá que descubrirlo a partir de ahí. ¡Sáqueme de aquí, doctor!
—Espere —dijo Grant. Se volvió hacia Blaustein y le susurró, con tono apremiante—: ¿No puede dejarle aquí hasta que comprobemos esta cosa? No puedo descifrar la mayor parte. La letra es ilegible. Pregúntele qué le hace pensar que esto dará resultado.
—¿Preguntarle a él? —dijo suavemente Blaustein—. ¿No es el que siempre sabe?
—Pregúnteme de todos modos —dijo Ralson, que les había oído desde el sofá en que se hallaba tendido. Tenía los ojos súbitamente abiertos y brillantes.
Se volvieron hacia él. Dijo:
—Ellos no quieren un campo de fuerza. ¡Ellos! ¡Los experimentadores! Mientras no llegué a la verdadera comprensión, las cosas continuaron como estaban. Pero no había yo seguido esa idea… esa idea que está ahí, en los papeles…, no la había seguido durante treinta segundos cuando ya sentí… sentí… Doctor…
—¿Qué ocurre? —preguntó Blaustein.
Ralson estaba susurrando de nuevo:
—Estoy metido más profundamente en la penicilina. Podía sentir cómo me iba hundiendo en ella cuando más avanzaba con eso. Nunca he estado… tan adentro. Por eso he comprendido que estaba en lo cierto. Lléveme con usted, doctor.
Blaustein se incorporó.
—Tendré que llevármelo, Grant. No hay alternativa. Si puede usted descifrar lo que ha escrito, asunto resuelto. Si no, yo no puedo ayudarle. Este hombre no puede continuar trabajando en su terreno sin morir, ¿comprende?
—Pero —repuso Grant—, se está muriendo de algo imaginario.
—Muy bien. Digamos que es así. Pero al final estará muerto igual, ¿no?
Ralson estaba de nuevo inconsciente y no oyó nada de esto.
Grant le miró sombríamente y, luego, dijo:
—Bien, lléveselo, entonces.
Diez de los hombres más eminentes del Instituto miraban con expresión sombría mientras una diapositiva tras otra iba ocupando la iluminada pantalla. Grant se situó ante ellos, con gesto duro y el ceño fruncido.
Dijo:
—Creo que la idea es bastante sencilla. Ustedes son matemáticos y son ingenieros. Puede que estos signos parezcan ilegibles, pero fueron hechos con un significado tras de ellos. El significado tiene que permanecer de algún modo en el escrito, por distorsionado que esté. La primera página es bastante clara. Debería constituir una buena guía. Cada uno de ustedes mirará cada página una y otra vez. Anotarán todas las versiones posibles de cada página como parezca que podría ser. Trabajarán independientemente unos de otros. No quiero consultas.
Uno de los hombres preguntó:
—¿Cómo sabe que significa algo, Grant?
—Porque son notas de Ralson.
—¡Ralson! Creía que estaba…
—Usted creía que estaba enfermo —dijo Grant. Tuvo que gritar para hacerse oír en el rumor de conversaciones que se elevó—. Ya sé. Lo está. Ése es el escrito de un hombre que estaba casi muerto. Es todo lo que conseguiremos ya de Ralson. En alguna parte de esas garrapateadas páginas se encuentra la solución al problema del campo de fuerza. Si no logramos descubrirla, quizá tengamos que pasar diez años buscándola en otra parte.
Se aplicaron a su trabajo. Pasó la noche. Pasaron dos noches. Pasaron tres…
Grant miró los resultados. Meneó la cabeza.
—Aceptaré su palabra de que todo esto posee consistencia interna. No puedo decir que lo entienda.
Lowe, que en ausencia de Ralson habría sido calificado sin duda como el mejor ingeniero nuclear del Instituto, se encogió de hombros.
—No es que esté exactamente claro para mí. Si funciona, no ha explicado por qué.
—No tenía tiempo de explicar. ¿Puede usted construir un generador tal como él lo describe?
—Podría intentarlo.
—¿Querría mirar todas las demás versiones de las páginas?
—Las demás carecen decididamente de consistencia.
—¿Querría volver a comprobarlo?
—Desde luego.
—¿Y podría empezar de todas formas la construcción?
—Pondré en marcha el taller. Pero le digo francamente que soy pesimista.
—Lo sé. También yo.
La cosa fue creciendo. Hal Ross, mecánico jefe, fue puesto al frente de la construcción, y dejó de dormir. Podía encontrársele allí a cualquier hora del día o de la noche, rascándose la calva cabeza.
Hizo preguntas sólo una vez.
—¿Qué es eso, doctor Lowe? Nunca he visto nada parecido. ¿Qué se supone que hace?
—Ya sabe dónde está usted, Ross —respondió Lowe—. Sabe que aquí no se hacen preguntas. No vuelva a preguntar.
Ross no volvió a preguntar. Se sabía que no le agradaba la estructura que estaba siendo construida. La llamaba fea y antinatural. Pero seguía con ella.
Blaustein llamó un día.
Grant dijo:
—¿Cómo está Ralson?
—No muy bien. Quiere asistir a la prueba del Proyector de Campo que él diseñó.
Grant vaciló.
—Supongo que debería hacerlo. Después de todo, es suyo.
—Tendría que ir yo con él.
A Grant pareció no gustarle la idea.
—Podría ser peligroso, ya sabe. Incluso en una prueba piloto estaríamos manipulando energías tremendas.
—No más peligroso para nosotros que para ustedes —repuso Blaustein.
—Muy bien. La lista de observadores tendrá que ser aprobada por la Comisión y por el FBI, pero les incluiré en ella.
Blaustein miró a su alrededor. El Proyector de Campo alzaba su achatada estructura en el centro mismo del enorme laboratorio de pruebas, pero todos los demás objetos habían sido retirados. No había conexión visible con la pila de plutonio que servía de fuente de energía, pero, por los fragmentos de conversación que el psiquiatra oyó a su alrededor —sabía que era mejor no preguntar a Ralson— la conexión se hacía desde abajo.
Al principio, los observadores habían rodeado la máquina, hablando en términos incomprensibles, pero ahora se estaban apartando. Comenzaba a llenarse la tribuna. Al otro lado había por lo menos tres hombres con uniformes de general y varios militares de baja graduación. Blaustein eligió una porción desocupada de la barandilla, por Ralson, principalmente.
Le preguntó:
—¿Sigue pensando que le gustaría quedarse?
Hacía bastante calor dentro del laboratorio, pero Ralson conservaba puesto el abrigo y llevaba el cuello levantado. Blaustein pensó que no importaba. Dudaba que ninguno de los antiguos conocidos de Ralson pudiera reconocerle ahora.
—Me quedaré —respondió Ralson.
Blaustein se sintió complacido. Quería ver la prueba. Se volvió de nuevo al oír otra voz.
—Hola, doctor Blaustein.
Blaustein tardó unos instantes en identificarle; luego, dijo:
—Ah, inspector Darrity. ¿Qué hace usted por aquí?
—Lo que puede usted suponer —señaló a los observadores—. Es imposible filtrarlos de manera que tenga uno la seguridad de que no se cometerán errores. Una vez estuve tan cerca de Klaus Fuchs como lo estoy de usted ahora.
Lanzó su navajita al aire y la recuperó con un diestro movimiento.
—Ah, sí. ¿Dónde encontrar una perfecta seguridad? ¿Qué hombre puede confiar ni aun en su propio inconsciente? Y ahora permanecerá cerca de mí, ¿verdad?
—Tal vez —Darrity sonrió—. Estaba usted muy ansioso por venir aquí, ¿no?
—No por mí, inspector. Y le agradecería que guardase la navaja.
Darrity se volvió con sorpresa en la dirección que Blaustein había indicado con un leve movimiento de cabeza. Guardó la navaja y miró por segunda vez al compañero de Blaustein. Silbó suavemente.
—Hola, doctor Ralson —dijo.
—Hola —gruñó Ralson.
A Blaustein no le sorprendió la reacción de Darrity. Ralson había perdido diez kilos desde su vuelta al sanatorio. Tenía el rostro amarillento y arrugado, el rostro de un hombre que hubiera llegado a los sesenta de pronto.
Blaustein preguntó:
—¿Empezará pronto la prueba?
—Parece que están empezando ahora —respondió Darrity.
Se volvió y se apoyó en la barandilla. Blaustein cogió a Ralson por el codo y empezó a apartarlo, pero Darrity dijo suavemente:
—Quédese aquí, doctor. No quiero que ande vagando por ahí.
Blaustein paseó la vista por el laboratorio. Los hombres se hallaban de pie, con el incómodo aire de haberse vuelto casi de piedra. Pudo reconocer a Grant, alto y delgado, moviendo lentamente la mano para encender un cigarrillo, cambiando luego de idea y guardándose el encendedor y el cigarrillo en el bolsillo. Los jóvenes situados ante los paneles de mandos esperaban, tensos.
Luego, se oyó un sordo zumbido, y un débil olor a ozono llenó el aire.
Ralson exclamó roncamente:
—¡Miren!
Blaustein y Darrity miraron en la dirección que señalaba el dedo. El Proyector parecía fluctuar. Era como si en el espacio que los separaba de él se estuviera elevando aire caliente.
Una bola de hierro bajó oscilando a la manera de un péndulo y pasó a través de la zona fluctuante.
—Ha disminuido su velocidad, ¿no? —exclamó Blaustein con excitación.
Ralson asintió con la cabeza.
—Están midiendo la altura de la elevación al otro lado para calcular la pérdida de impulso. ¡Necios! Dije que funcionaría. —Hablaba con evidente dificultad.
Blaustein dijo:
—Limítese a mirar, doctor Ralson. Yo procuraría no excitarme innecesariamente.
El movimiento del péndulo fue detenido y éste elevado. La fluctuación en torno al Proyector se hizo un poco más intensa y la esfera de hierro volvió a trazar su arco.
La acción se repitió una y otra vez, y en cada ocasión la esfera de hierro reducía más bruscamente su velocidad. Producía un sonido claramente audible, como si golpease contra la fluctuación del aire. Y, finalmente, rebotó. Primero de un modo sordo, como si golpeara una superficie fofa, y luego sonoramente, como si golpeara una placa de acero, de tal modo que el ruido llenó la estancia.
Retiraron la bola del péndulo y no la usaron más. Apenas si se podía ver el Proyector tras la bruma que lo rodeaba.
Grant dio una orden, y el olor a ozono se intensificó, haciéndose áspero y penetrante. Se elevó un clamor de entre los observadores, cada uno de los cuales hablaba con excitación a su vecino. Una docena de dedos apuntaban hacia delante.
Blaustein se inclinó sobre la barandilla, tan excitado como los demás. Donde había estado el Proyector no había ahora más que un enorme espejo semiesférico. Era perfecta y hermosamente claro. Podía verse reflejado en él, un hombre de poca estatura, de pie en una tribuna que se curvaba a ambos lados. Podía ver las luces fluorescentes reflejadas en puntos de resplandeciente iluminación. La imagen era maravillosamente nítida.
Estaba gritando:
—Mire, Ralson. Está reflejando la energía. Está reflejando ondas luminosas como un espejo. Ralson…
Se volvió.
—¡Ralson! Inspector, ¿dónde está Ralson?
—¿Qué? —Darrity se giró en redondo—. No le he visto.
Miró, aturdido, a su alrededor.
—Bueno, no escapará. Es imposible salir de aquí ahora. Vaya usted al otro lado.
Y, luego, se llevó la mano al muslo, buscó unos momentos en el bolsillo y dijo:
—Ha desaparecido mi navaja.
Le encontró Blaustein. Estaba dentro del pequeño despacho que pertenecía a Hal Ross. Daba a la tribuna, pero en aquellas circunstancias había sido desalojado, naturalmente. Ross no era ni siquiera un observador. Un mecánico jefe no necesita observar. Pero su despacho serviría perfectamente para el acto final de la larga lucha contra el suicidio.
Blaustein se detuvo un instante en el umbral y, luego, se volvió. Sus ojos se cruzaron con los de Darrity cuando éste salía de un despacho similar situado treinta metros más abajo. Le hizo una seña, y Darrity acudió corriendo.
El doctor Grant temblaba de excitación. Había dado dos chupadas a cada uno de dos cigarrillos que luego había tirado y aplastado en el suelo con el pie. Estaba sacando el tercero ahora.
—Esto es mejor de lo que ninguno de nosotros hubiera podido esperar. Mañana realizaremos la prueba de las armas de fuego. Ahora estoy seguro del resultado, pero la llevaremos a cabo de acuerdo con lo previsto. Prescindiremos de las armas pequeñas y empezaremos con las de tipo bazooka. O quizá no. Tal vez fuera necesario construir una estructura de pruebas especial a fin de evitar el problema de los rebotes.
Arrojó al suelo su tercer cigarrillo.
Un general dijo:
—Tendríamos que probar con un bombardeo atómico auténtico, naturalmente.
—Naturalmente. Ya se han tomado disposiciones para construir una ciudad simulada en Eniwetok. Podríamos construir allí un generador y arrojar la bomba. Habría animales dentro.
—¿Y realmente cree usted que el Campo a plena potencia detendría la bomba?
—No es sólo eso, general. No se vería ningún Campo cuando fuese arrojada la bomba. La radiación del plutonio tendría que activar el Campo antes de la explosión. Como hicimos aquí en la última fase. Eso es la esencia de todo.
—Mire —dijo un profesor de Princeton—, yo veo también inconvenientes. Cuando el Campo está en su plenitud, todo lo que protege se encuentra en absoluta oscuridad por lo que al Sol se refiere. Además, se me ocurre que el enemigo puede adoptar la práctica de lanzar proyectiles radiactivos inofensivos para activar el Campo con intervalos frecuentes. Sería un engorro y produciría además un considerable desgaste de nuestra batería.
—Se puede sobrevivir a los engorros —dijo Grant—. Esas dificultades acabarán por arreglarse. Estoy seguro ahora de que el problema principal está resuelto.
El observador británico se había dirigido hacia Grant y estaban estrechándose la mano. Dijo:
—Me siento más tranquilo ahora por lo que se refiere a Londres. No puedo por menos de desear que su Gobierno me permita ver los planos completos. Lo que he visto me parece absolutamente ingenioso. Ahora parece evidente, desde luego, pero ¿cómo no se le ocurrió antes a nadie?
Grant sonrió.
—Esa pregunta se me ha hecho ya anteriormente en relación con los aparatos del doctor Ralson…
Se volvió al notar que una mano le tocaba en el hombro.
—¡Doctor Blaustein! Casi me había olvidado. Venga, quiero hablar con usted.
Se llevó a un lado al menudo psiquiatra y le susurró al oído.
—Escuche, usted puede persuadir a Ralson para que sea presentado a estas personas. Este triunfo es suyo.
—Ralson está muerto —dijo Blaustein.
—¿Qué?
—¿Puede dejar a esas personas durante un rato?
—Sí…, sí. Caballeros, ¿me disculpan unos minutos?
Salió apresuradamente con Blaustein.
Los agentes federales habían tomado ya el mando de la situación y obstruían discretamente el paso al despacho de Ross. Afuera, los demás se arremolinaban comentando la respuesta a Alamogordo que acababan de presenciar. Dentro, sin que ellos lo supieran, estaba la muerte del autor de la respuesta. La barrera de agentes se abrió para dejar entrar a Grant y Blaustein y volvió a cerrarse tras ellos.
Grant levantó unos momentos la sábana.
—Parece tranquilo —dijo.
—Yo diría… feliz —respondió Blaustein.
Darrity dijo, con voz neutra:
—El arma suicida ha sido mi propia navaja. Una negligencia por mi parte, y así se hará constar en el informe.
—No, no —objetó Blaustein—, eso no serviría de nada. Era mi paciente, y yo soy el responsable. En cualquier caso, no habría vivido otra semana. Desde que inventó el Proyector era un hombre agonizante.
—¿Cuánto de todo eso ha sido incluido en los archivos federales? ¿No podemos olvidar todo lo referente a su locura?
—Me temo que no, doctor Grant —dijo Darrity.
—Yo le he contado toda la historia —explicó tristemente Blaustein.
Grant paseó la vista de uno a otro.
—Hablaré con el director. Llegaré hasta el presidente si es preciso. No veo la necesidad de que se mencione para nada el suicidio o la locura. Recibirá toda la publicidad que le corresponde como inventor del Proyector de Campo. Es lo menos que podemos hacer por él. —Le rechinaban los dientes.
Blaustein dijo:
—Ha dejado una nota.
—¿Una nota?
Darrity le entregó una hoja de papel y dijo:
—Los suicidas casi siempre lo hacen. Ésa es la razón por la que el doctor me ha hablado de lo que realmente mató a Ralson.
La nota iba dirigida a Blaustein y decía:
«El Proyector funciona; yo sabía que funcionaría. El pacto está cumplido. Usted lo tiene y ya no me necesita. Así que me voy. No tiene por qué preocuparse por la especie humana, doctor. Tenía usted razón. Nos han criado, durante demasiado tiempo; han corrido demasiados riesgos. Ahora estamos fuera del cultivo, y no podrán detenernos. Lo sé. Eso es todo lo que puedo decir. Lo sé».
Había firmado rápidamente con su nombre y, luego, había garrapateado una línea más que decía:
«Siempre que haya suficientes hombres resistentes a la penicilina».
Grant hizo ademán de ir a arrugar el papel, pero Darrity alargó rápidamente la mano.
—Para el expediente, doctor —dijo.
Grant se lo entregó y exclamó:
—¡Pobre Ralson! Murió creyendo toda esa basura. Blaustein asintió con la cabeza.
—Sí. Supongo que se organizará un gran funeral en honor de Ralson y se hará público su invento sin mencionar para nada la locura ni el suicidio. Pero los hombres del Gobierno seguirán interesados en sus locas teorías. Quizá no sean tan locas, ¿no, señor Darrity?
—Eso es ridículo, doctor —dijo Grant—. No hay un solo científico que haya mostrado la menor inquietud sobre el particular.
—Dígaselo, señor Darrity —dijo Blaustein.
—Ha habido otro suicidio —dijo Darrity—. No, no era uno de los científicos. Nadie con título. Ha ocurrido esta mañana, y lo hemos investigado porque pensábamos que podría tener alguna relación con la prueba de hoy. No parecía haber ninguna, así que lo íbamos a mantener secreto hasta que terminara la prueba. Sólo que ahora parece existir una relación.
»El hombre que murió sólo era un tipo con esposa y tres hijos. Ninguna razón para morir. Sin antecedentes de enfermedad mental. Se arrojó bajo las ruedas de un coche. Tenemos testigos, y es seguro que lo hizo deliberadamente. No murió en el acto, y llamaron a un médico. Estaba horriblemente mutilado, pero sus últimas palabras fueron: “Ahora me siento mucho mejor”, y murió.
—¿Pero quién era? —preguntó Grant.
—Hal Ross. El hombre que construyó realmente el Proyector. El hombre a quien pertenece este despacho.
Blaustein se dirigió hacia la ventana. Estaba anocheciendo, y comenzaban a brillar las estrellas en el cielo.
Dijo:
—El hombre no sabía nada de las ideas de Ralson. Nunca había hablado con él, según me indica el señor Darrity. Los científicos como un todo probablemente son resistentes. Deben serlo o, en otro caso, son expulsados rápidamente de la profesión. Ralson era una excepción, era sensible a la penicilina e insistía en quedarse. Ya ve lo que le sucedió. Pero ¿y los otros, los que han permanecido en ocupaciones en las que no hay una constante supresión de los sensibles? ¿Qué parte de la Humanidad es resistente a la penicilina?
—¿Cree usted a Ralson? —preguntó Grant, horrorizado.
—No lo sé realmente.
Blaustein miró hacia las estrellas.
¿Incubadoras?