La Cifra De Lo Más Rápido

A veces, realizar una cuidadosa medición puede ser de importancia suprema; más importante de lo que pueden advertir los científicos que intentan realizar inicialmente la medición. Por ejemplo, nadie tenía, al principio, la más mínima idea de la fundamental magnitud que es la velocidad de la luz. Y, a veces, la medición, cuando se logra realizar (con razonable perfección al menos), se obtiene de forma inesperada, y a partir de una fuente inesperada, como en el caso que se describe en el siguiente artículo.

Como pueden ustedes imaginar, recibo frecuentemente esbozos de extrañas teorías inventadas por algunos de mis lectores. La mayoría de ellas se refieren a grandes conceptos, como las leyes básicas que subyacen al espacio y el tiempo. La mayoría de ellas son ilegibles (o están por encima de mi capacidad, si lo prefieren). Muchas son elaboradas por entusiastas adolescentes, algunas por ingenieros jubilados. Estos teóricos parecen pensar que yo poseo alguna capacidad especial para sopesar ideas profundas y sutiles, combinada con la imaginación precisa para no amedrentarse ante lo audazmente creativo.

Todo es inútil, naturalmente. Yo no soy ningún juez de nuevas y grandes teorías. Lo único que puedo hacer es devolver el material (que a veces ocupa muchas páginas y me obliga a efectuar gastos de franqueo) y tratar de explicar, humildemente, que no puedo ayudarles.

Pero de vez en cuando —muy de vez en cuando— recibo una carta que me resulta divertida. Hace varios años me llegó una de ellas. Ocupaba catorce páginas de prosa imprecativa y crecientemente incoherente, que consistía de manera básica en una diatriba contra Albert Einstein, una diatriba que comprendía dos apartados.

Albert Einstein había obtenido fama mundial (decía mi corresponsal) merced a la presentación de una gran y sutil teoría de la relatividad que había robado a algún pobre y laborioso científico. La víctima de Einstein murió después en la oscuridad y el olvido, sin recibir jamás el reconocimiento que merecía por este monumental descubrimiento.

Albert Einstein había obtenido fama mundial (decía también mi corresponsal) por haber inventado una teoría de la relatividad completamente falsa y ridícula, que había sido impuesta al mundo por una conspiración de científicos.

Mi corresponsal defendía alternativamente ambas afirmaciones con igual vehemencia, y, como es evidente, no se daba cuenta de que eran incompatibles. Como es lógico, no le contesté.

Pero ¿qué es lo que hace que algunas personas reaccionen tan violentamente contra la teoría de la relatividad? La mayoría de quienes argumentan contra ella (de ordinario mucho más racionalmente que mi infortunado corresponsal) saben muy poco acerca de la teoría. Casi lo único que saben (y todo lo que casi cualquiera que no sea físico sabe) es que, según la teoría, nada puede ir a más velocidad que la luz, y eso les irrita.

No voy a entrar en la cuestión de por qué los científicos creen que nada que posea masa puede ir a más velocidad que la luz. Me gustaría, sin embargo, hablar acerca del límite real de velocidad, la velocidad de la luz, qué es realmente y cómo fue determinado.

Olaus Roemer, astrónomo danés, fue el primero en proponer una cifra razonable para la velocidad de la luz, mediante un estudio de los eclipses de los satélites originados por el propio Júpiter.

En 1676 estimó que la luz tardaba 22 minutos en atravesar la anchura máxima de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Se pensaba entonces que la anchura total de la órbita de la Tierra era de unas 174.000.000 de millas, por lo que los cálculos de Roemer suponían una velocidad de la luz de 132.000 millas por segundo.

No está mal. La cifra es aproximadamente un 30 por ciento demasiado baja, pero esta desviación no es muy grande, y como primer esfuerzo resulta del todo respetable. Por lo menos, Roemer determinó correctamente la primera cifra del valor. La velocidad de la luz se encuentra, en efecto, entre las 100.000 y las 200.000 millas por segundo.

La siguiente medición de la velocidad de la luz tuvo lugar, de forma accidental, medio siglo después.

El astrónomo inglés James Bradley estaba tratando de determinar el paralaje (es decir, pequeños desplazamientos de posición) de las estrellas más próximas con relación a las más lejanas. Este desplazamiento sería consecuencia del cambio de posición de la Tierra al moverse alrededor del Sol.

Idealmente, cada estrella del firmamento debe moverse en una elipse en el transcurso de un año, dependiendo la forma y el tamaño de esa elipse de la distancia del Sol a que se encuentra la estrella y de su posición con respecto al plano de la órbita de la Tierra.

Cuanto más lejos esté la estrella, más pequeña será la elipse, y por lo que a todas las estrellas menos las más cercanas se refiere, la elipse sería demasiado pequeña para poder medirla. Podría, por tanto, considerarse inmóviles a esas estrellas más lejanas, y el emplazamiento con respecto a ellas de las estrellas más cercanas sería el paralaje que Bradley estaba buscando.

Bradley detectó efectivamente desplazamientos de las estrellas, pero no eran lo que habría sido de esperar si el responsable de ellos fuese el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Los desplazamientos no podían ser causados por el paralaje, sino que tenían que ser causados por alguna otra cosa. En 1728, paseando en barco por el Támesis, observó que la grímpola que ondeaba en lo alto del mástil cambiaba de dirección según el movimiento relativo del barco y el viento, y no solamente según la dirección del viento.

Eso le hizo reflexionar. Supongamos que se encuentra uno de pie e inmóvil bajo la lluvia, cayendo todas las gotas de agua perpendicularmente porque no hay viento. Si uno tiene paraguas, lo sostiene recto sobre la cabeza y no se moja. Pero si está andando, tropezará con algunas gotas de agua que acaban de pasar ante el paraguas, en el caso de que continúe sosteniendo éste recto sobre la cabeza. Debe uno inclinar ligeramente el paraguas en la dirección en que está caminando, si quiere mantenerse seco.

Cuanto más deprisa camine uno o más despacio caigan las gotas, más debe inclinar uno el paraguas para evitar tropezar con las gotas. El ángulo exacto que se debe inclinar el paraguas depende de la relación entre las dos velocidades, la de las gotas de lluvia y la de uno mismo.

La situación es similar en astronomía. La luz cae sobre la Tierra desde cierta estrella en cierta dirección y a cierta velocidad. Mientras tanto, la Tierra se está moviendo alrededor del Sol a otra velocidad. El telescopio, como el paraguas, no puede dirigirse directamente a la estrella para recoger la luz, sino que debe inclinarse ligeramente en la dirección en que se está moviendo la Tierra. (Se denomina a esto la «aberración de la luz»). Como la luz viaja mucho más deprisa de lo que la Tierra se mueve en su órbita, la proporción de la velocidad es elevada y el telescopio deberá ser inclinado sólo muy ligeramente.

Se puede medir la inclinación y, a partir de ella, se puede calcular la relación existente entre la velocidad de la Tierra en su órbita. Dado que se conocía con bastante exactitud la velocidad orbital de la Tierra, se pudo calcular la velocidad de la luz. Bradley calculó que la velocidad era tal, que la luz recorrería todo el diámetro de la órbita de la Tierra en 16 minutos y 26 segundos.

Si el diámetro de la órbita de la Tierra era de 174.000.000 de millas, eso significaba que la luz debía moverse a una velocidad de unas 176.000 millas por segundo. Este segundo intento de determinación de la velocidad era considerablemente más elevado que el de Roemer y considerablemente más cercano a la cifra que aceptamos en la actualidad. No obstante, la cifra aún era un cinco por ciento demasiado baja.

Los métodos de Roemer y Bradley entrañaban observaciones astronómicas y presentaban el inconveniente de depender para su exactitud del conocimiento de la distancia existente entre la Tierra y el Sol. Este conocimiento no era aún muy preciso y continuó sin serlo durante el siglo XIX. (Si en tiempos de Bradley se hubiera conocido el diámetro de la órbita con tanta precisión como se conoce hoy, su cifra para la velocidad de la luz habría tenido una diferencia de un 1,6 por ciento con respecto a la que actualmente consideramos cierta).

¿Era posible, pues, idear algún método para medir la velocidad de la luz directamente mediante experimentos terrestres? En ese caso, la inseguridad de las estadísticas astronómicas sería irrelevante. Pero ¿cómo? Medir una velocidad que parece no estar muy por debajo de las 200.000 millas por segundo plantea un delicado problema.

En 1849, un físico francés, Armand Hippolyte Louis Fizeau, ideó una forma de hacerlo. Colocó una fuente de luz en la cumbre de una colina y un espejo en la cumbre de otra situada a cinco millas de distancia. La luz emitida por la fuente llegaba hasta el espejo y volvía, con una distancia total de diez millas, y la intención de Fizeau era medir el lapso de tiempo transcurrido. Como ese lapso de tiempo tenía por fuerza que ser inferior a 1/10.000 de segundo, mal podría Fizeau utilizar para ello un reloj de pulsera, y no lo hizo.

Lo que hizo fue colocar un disco dentado delante de la fuente de luz. Si mantenía el disco inmóvil, la luz brotaría por entre los dientes adyacentes, llegaría hasta el espejo y sería reflejada de nuevo por entre los dientes.

Supongamos que se hiciera girar el disco. La luz viajaría tan rápidamente que llegaría hasta el espejo y volvería antes de que el espacio existente entre los dientes hubiera tenido posibilidad de desplazarse. Aumentemos la velocidad de rotación del disco. A cierta velocidad, el rayo de luz se refleja en el espejo y volverá sólo para encontrar que el disco ha girado lo suficiente para mover un diente. El rayo de luz reflejado ya no podrá verse. Pero si se aumenta aún más la velocidad de rotación del disco, el rayo de luz pasará por entre dos dientes y su reflejo volverá en el momento en que el diente ha pasado y el siguiente hueco se encuentra ya en el camino seguido por el rayo de luz. Y uno podría ver de nuevo el reflejo.

Sabiendo la velocidad de rotación del disco, se sabría la fracción de segundo necesaria para que un diente se interpusiera en el camino del rayo reflejado y cuánto tiempo precisaría ese diente para apartarse del rayo reflejado. Se sabría entonces cuánto tiempo necesitaba la luz para recorrer 10 millas y, por consiguiente, qué distancia recorrería en un segundo.

El valor que Fizeau estableció resultó ser de unas 196.000 millas por segundo. Esto no era mejor que el valor obtenido por Bradley, y seguía habiendo una desviación del cinco por ciento, pero ahora era demasiado alto, más que demasiado bajo.

Ayudando a Fizeau en sus experimentos había otro físico francés, Jean Bernard Léon Foucault. Foucault acabó intentando medir por sí mismo la velocidad de la luz mediante un tipo de experimento ligeramente diferente.

En el plan de Foucault, la luz iba también desde una fuente lumínica hasta un espejo, y volvía. Pero Foucault dispuso las cosas de tal modo que, al volver, el rayo de luz incidía sobre un segundo espejo, que reflejaba el rayo sobre una pantalla.

Supongamos ahora que se hace girar el segundo espejo. Cuando la luz vuelve, da sobre el segundo espejo después de que éste ha cambiado ligeramente su ángulo, y el rayo de luz es entonces reflejado en la pantalla en un lugar ligeramente diferente del que sería si el segundo espejo hubiera permanecido inmóvil.

Foucault preparó el experimento de forma que pudiese medir este desplazamiento del rayo de luz. A partir de este desplazamiento, y sabiendo la velocidad a que giraba el segundo espejo, Foucault pudo calcular la velocidad de la luz.

La mejor medición de Foucault, realizada en 1862, fue de unas 185.000 millas por segundo. Era la medición más aproximadamente exacta hecha hasta entonces. Era sólo un 0,7 por ciento demasiado baja, y Foucault fue el primero en obtener la segunda cifra correcta. La velocidad de la luz se hallaba en efecto, entre las 180.000 y las 190.000 millas por segundo.

La medición de Foucault era tan delicada que ni siquiera tuvo que utilizar distancias particularmente grandes. No utilizó colinas adyacentes, sino que llevó a cabo todo el experimento en un laboratorio, con un rayo de luz que recorrió una distancia de unos 66 pies.

El uso de una distancia tan corta condujo también a otro resultado. Si se espera que la luz recorra diez millas es muy difícil hacer que lo haga a través de nada que no sea el aire u otro gas. Un líquido o sólido puede ser transparente en longitudes pequeñas, pero diez millas de cualquier líquido o sólido son, simplemente, opacas. En una distancia de 66 pies, sin embargo, es posible hacer que un rayo de luz pase a través de agua o cualquier otro medio.

Foucault hizo pasar la luz a través de agua y encontró que, según su método, su velocidad era considerablemente menor, sólo tres cuartas partes de su velocidad en el aire. Resultó, de hecho, que la velocidad de la luz dependía del índice de refracción del medio a cuyo través se desplazaba. Cuanto mayor era el índice de refracción, menor era la velocidad de la luz.

Pero también el aire tiene un índice de refracción, aunque muy pequeño. Por consiguiente, la velocidad de la luz, tal como había sido medida por Fizeau y Foucault, tenía que ser una pizca demasiado baja, por muy perfecta que hubiera sido la medición. Para obtener la máxima velocidad de la luz habría que medirla en el vacío.

En realidad, los métodos astronómicos de Roemer y Bradley implicaban el paso de la luz a través del vacío del espacio interplanetario e interestelar. En ambos casos la luz atravesaba también toda la atmósfera, pero esa longitud era insignificante en comparación con los millones de millas de vacío que había atravesado. Sin embargo, los métodos astronómicos de los siglos XVIII y XIX tenían fuentes de error que anulaban por completo la pequeña ventaja inherente a la sustitución del aire por el vacío.

La siguiente figura importante en la determinación de la velocidad de la luz fue el físico germano-americano Albert Abraham Michelson. Empezó a trabajar sobre el problema en 1878, utilizando el método de Foucault pero mejorando considerablemente la precisión. Mientras que Foucault tuvo que trabajar con un desplazamiento de la mancha de luz de poco más de 1/40 de pulgadas, Michelson consiguió producir un desplazamiento de unas cinco pulgadas.

En 1879 informó que la velocidad de la luz era de 186.355 millas por segundo. Este valor es sólo un 0,04 por ciento demasiado elevado y era, con mucho, el más exacto obtenido hasta entonces. Michelson fue el primero en obtener la cifra correcta, pues la velocidad de la luz se encontraba, de hecho, entre 186.000 y 187.000 millas por segundo.

Michelson continuó trabajando, utilizando todos los medios posibles para aumentar la precisión de la medida, en especial desde que, en 1905, la teoría de la relatividad de Einstein hizo que la velocidad de la luz pareciera una constante fundamental del Universo.

En 1923 Michelson eligió las cumbres de dos montañas de California entre las que había no ya cinco millas de distancia, como entre las de Fizeau, sino 22. Midió esa distancia hasta la última pulgada. Utilizó un espejo giratorio especial de ocho caras, y en 1927 anunció que la velocidad de la luz era de unas 186.295 millas por segundo. Esto era sólo un 0,007 por ciento demasiado alto, y ya tenía correctas las cuatro primeras cifras. La velocidad de la luz se encontraba, en efecto, entre 186.200 y 186.300 millas por segundo.

Pero Michelson no estaba satisfecho. Él quería la velocidad de la luz en el vacío. Era esa velocidad y nada más lo que constituía una constante fundamental del Universo.

Por consiguiente, Michelson utilizó un tubo largo de una longitud conocida exactamente e hizo en él el vacío. Instaló en su interior un sistema que enviaba luz de un lado a otro del tubo hasta hacerla pasar a través de diez millas de vacío. Realizó una y otra vez sus mediciones, y hasta 1933 (dos años después de su muerte) no fue anunciada la cifra final.

La cifra final era 186.271 millas por segundo, y representaba una nueva aproximación a la verdad, pues era solamente un 0,006 por ciento demasiado baja.

En las cuatro décadas siguientes a la determinación final de Michelson, los físicos han desarrollado una amplia variedad de nuevas técnicas e instrumentos que podrían aplicarse a la determinación de la velocidad de la luz.

Por ejemplo, se hizo posible producir luz de una sola longitud de onda por medio de un rayo láser y medir esa longitud de onda con un alto grado de precisión. Fue también posible determinar la frecuencia de la longitud de onda (el número oscilaciones por segundo) con precisión igualmente elevada.

Si se multiplica la longitud de onda por el número de longitudes de onda por segundo el producto es la distancia recorrida por la luz en un segundo…, en otras palabras, la velocidad de la luz.

Esto fue haciéndose cada vez con más precisión, y en octubre de 1972, un equipo de investigación encabezado por Kenneth M. Evenson, que trabajaba con una cadena de rayos láser en los laboratorios de la Oficina Nacional de Medidas de Boulder, Colorado, anunció la medición más exacta jamás realizada.

La velocidad que anunciaron era 186.282,3959 millas por segundo.

La precisión de la medida es de una yarda en más o en menos, por lo que, habiendo 1.760 yardas en una milla, podemos decir que la velocidad de la luz se sitúa entre 327.857,015 y 327.857,017 yardas por segundo.

Naturalmente, he estado dando todas las mediciones en unidades comunes de millas, yardas, etcétera. Pese a toda mi formación científica, continúo sin poder visualizar las mediciones en el sistema métrico. La culpa es de la estúpida educación que reciben todos los niños americanos…, pero ésa es otra historia.

No obstante, aunque pienso de manera instintiva en el sistema métrico, puedo manejarlo matemáticamente, y me propongo utilizarlo cada vez más en estos ensayos. La forma adecuada de expresar la velocidad de la luz no es en millas por segundo ni en yardas por segundo, sino en kilómetros por segundo y en metros por segundo. Utilizando el lenguaje adecuado, la velocidad de la luz se fija ahora en 299.792,4562 kilómetros por segundo. Si la multiplicamos por 1.000 (la belleza del sistema métrico radica en la sencillez de las multiplicaciones y divisiones), es igual a 299.792.456,2 metros por segundo, metro más o menos.

Pocas mediciones podemos realizar que sean tan exactas como el actual valor de la velocidad de la luz. Una de ellas es la longitud del año, que, de hecho, es conocida con mayor precisión aún.

Puesto que el número de segundos que hay en un año es de 31.556.925,9747, podemos calcular la longitud de un año-luz (la distancia que la luz recorre en un año) como 5.878.499.776.000 millas, o 9.460.563.614.000 kilómetros. (De nada sirve intentar calcular el valor real de esos tres ceros finales. Aun hoy, no se conoce la velocidad de la luz con la exactitud suficiente para determinar el año-luz con un error inferior a unas mil millas).

Naturalmente, todas estas cifras, al no ser redondas, son difíciles de aprender de memoria con exactitud. Es una lástima, ya que la velocidad de la luz es una magnitud fundamental, pero era de esperar. Las diversas unidades —millas, kilómetros y segundos— fueron todas ellas determinadas por razones que nada tenían que ver con la velocidad de la luz y es, por consiguiente, sumamente improbable que esa velocidad se expresara en una cifra redonda. El que podamos aproximarnos siquiera a una cifra redonda es una coincidencia en extremo afortunada.

En millas por segundo, el valor común dado a la velocidad de la luz en, por ejemplo, un artículo de periódico, es 186.000 millas por segundo, que es sólo un 0,15 por ciento demasiado baja. Esto está bastante bien, pero hay que aprenderse de memoria tres cifras: 186.

En kilómetros por segundo la situación es mucho mejor, ya que, si decimos que la velocidad de la luz es de 300.000 kilómetros por segundo, sólo nos quedamos un 0,07 por ciento por debajo. La aproximación es el doble que en el caso de millas por segundo, y solamente hay que recordar una cifra, el 3. (Naturalmente, hay que recordar también el orden de magnitud, que la velocidad de la luz pertenece al orden de cientos de miles de kilómetros por segundo, y no al de decenas de miles o millones).

Y de nuevo se manifiesta la belleza del sistema métrico. El hecho de que la velocidad de la luz sea de unos 300.000 kilómetros por segundo significa que es de unos 300.000.000 de metros por segundo y de unos 30.000.000.000 de centímetros por segundo, teniendo las tres cifras la misma aproximación a la verdad.

Si utilizamos cifras exponenciales, podemos decir que la velocidad de la luz es de 3x105 kilómetros por segundo, o 3x108 metros por segundo, o 3x1010 centímetros por segundo. Basta con retener una de éstas en la memoria, ya que las demás se calculan fácilmente a partir de ella, siempre que se conozca el sistema métrico. La cifra exponencial 1010 es particularmente fácil de recordar, por lo que si se la asocia con «centímetros por segundo» y no se olvida uno luego de multiplicarla por 3, el asunto está resuelto.

El hecho de que la velocidad de la luz esté tan próxima a una bella cifra redonda en el sistema métrico es, naturalmente, pura coincidencia. Situemos esa coincidencia.

Una de las medidas de distancia más cómodas que la gente usa es la distancia desde la nariz hasta la punta de los dedos de un brazo extendido horizontalmente. Puede usted imaginar a alguien vendiendo una pieza de tela o de cuerda o de algo flexible extendiendo longitudes sucesivas de esta manera. Por consiguiente, casi todas las culturas tienen alguna unidad común que mide aproximadamente esa longitud. En la cultura angloamericana es la «yarda».

Cuando el comité revolucionario francés preparaba un nuevo sistema de medidas en la última década del siglo XVIII, necesitaba una unidad fundamental de longitud con la que empezar, y era natural que eligiese una que se aproximase a la tradicional longitud nariz-dedos. Mas, para hacerla no antropocéntrica, se deseaba relacionarla con alguna medida natural.

Daba la casualidad de que en las décadas anteriores los franceses habían dirigido dos expediciones organizadas para realizar mediciones exactas de la curvatura de la Tierra, a fin de ver si estaba achatada por los polos, como había predicho Isaac Newton. Eso fue determinante para fijar la forma y el tamaño exactos de la Tierra en la conciencia de los intelectuales franceses.

La Tierra resultaba ser ligeramente achatada, por lo que la circunferencia terrestre que pasaba por ambos polos era algo menor que la circunferencia en torno al ecuador. Pareció muy moderno reconocer esto relacionando la unidad fundamental de longitud con una de ellas. Se eligió la circunferencia polar porque se podía hacer que una de ellas pasara por París, mientras que la circunferencia ecuatorial (la única) ciertamente no pasaba por la Ciudad Luz.

Según las mediciones de la época, la circunferencia polar era aproximadamente igual a 44.000.000 de yardas, y el cuadrante de esa circunferencia, desde el ecuador hasta el polo Norte, pasando por París, tenía unos 11.000.000 de yardas. Se decidió que el cuadrante midiese exactamente 10.000.000 de veces la unidad fundamental y definir a la nueva unidad como 1/10.000.000 de ese cuadrante y designarla con el nombre de «metro».

Esta definición del metro era romántica pero necia, ya que implicaba que se conociera con gran precisión la longitud de la circunferencia polar, cosa que, naturalmente, no ocurría. Al realizarse mejores mediciones de la estadística vital de la Tierra, resultó que el cuadrante era ligeramente más largo de lo que se había pensado. No se podía modificar la longitud del metro para que encajara, ya que se habían hecho demasiadas mediciones con él; y en la actualidad se sabe que el cuadrante no tiene una longitud de 10.000.000 de metros, como debería tener conforme a la lógica francesa, sino 10.002.288,3.

Naturalmente, el metro no guarda ya relación con la Tierra. Acabó siendo definido como la distancia entre dos marcas hechas en una barra de platino iridiado que se conserva con gran cuidado en una caja fuerte a temperatura constante, y, más tarde, como tantas longitudes de onda de un determinado rayo de luz (la luz rojo anaranjada emitida por el gas noble isótopo kripton-86, para ser exactos).

Y ahora las coincidencias.

Resulta que la velocidad de la luz se halla muy próxima a 648.000 veces la velocidad a que se mueve la superficie de la Tierra en el ecuador mientras nuestro planeta gira sobre su eje. Se trata de una mera coincidencia, ya que la Tierra podría girar a cualquier velocidad, y en el pasado giraba considerablemente más deprisa y en el futuro girará considerablemente más despacio.

Una rotación de la Tierra se define como un día, y nuestras unidades cortas del tiempo están basadas en divisiones exactas del día. Gracias a los babilonios y sus predecesores, utilizamos los factores 24 y 60 para dividir el día en unidades menores, y se da la coincidencia de que 24 y 60 son también factores de 648.000. Como resultado de las coincidencias 1) y 2), cualquier cosa que se mueva a la velocidad de la luz describirá un círculo completo en el ecuador de la Tierra casi exactamente 450 veces por minuto, o casi exactamente 7,5 veces por segundo…, que son números simples.

Puesto que, como tercera coincidencia, los comisionados franceses decidieron relacionar el metro con la circunferencia de la Tierra y fijarlo en una fracción de esa circunferencia, el resultado es un inevitable número casi redondo para la velocidad de la luz en el sistema métrico. La circunferencia de la Tierra mide (aproximadamente) 40.000.000 de metros, y si se multiplica esta cifra por 7,5 se obtienen 300.000.000 de metros por segundo.

¿Podemos perfeccionar esto? ¿Podemos disponer de una cifra exponencial sin tener que multiplicarla? ¿Podemos expresar la velocidad, entendida como un cierto número de unidades de longitud por unidad de tiempo, con un número formado por un 1 seguido de varios ceros, y aproximarnos bastante a la verdad?

Si multiplicamos 3 por 36, obtenemos un producto de 108. Si recordamos que una hora tiene 3.600 segundos, resulta que la velocidad de la luz es de 1.079.252.842 kilómetros por hora. Esta cifra excede casi en un ocho por ciento a la de 1.000.000.000 de kilómetros por hora. Si dijéramos que la velocidad de la luz es de 109 kilómetros por hora, estaríamos sólo un 8 por ciento por debajo de la realidad, y eso no está demasiado mal, supongo.

En cuanto al año-luz, podemos decir que es 6.000.000.000.000 (seis billones) de millas y nos excedemos sólo en un 2 por ciento. Pero si queremos expresar esto exponencialmente, tenemos que decir 6x1012 millas, y esa multiplicación por 6 es un fastidio. En el sistema métrico podemos decir que un año-luz son 10 billones de kilómetros, o 1013 kilómetros, y excedernos sólo en un 6 por ciento. La menor exactitud podría quedar más que compensada por la elegancia de la sencilla cifra de 1013.

La honradez, sin embargo, me obliga a decir que las menospreciadas medidas comunes ofrecen una forma más aproximada de expresar el año luz de modo puramente exponencial. Si decimos que el año luz es igual a 1016 yardas, nos excedemos sólo en un 3,5 por ciento.