VI. El Planeta Que No Existió

Es perfectamente posible que surja un problema científico y no se le encuentre solución durante varias décadas. El problema permanece, como una constante irritación, hasta que al fin es resuelto. Sin embargo, si puede uno vencer la natural sensación de fastidio por ello, le será posible sentir en su lugar una expectante excitación, pues yo pienso que cuanto más tiempo permanece un problema sin ser resuelto, más importante será, probablemente, la solución cuando llegue.

Una vez, se me preguntó si era en absoluto posible que los antiguos griegos hubieran tenido conocimiento de la existencia de los anillos de Saturno. La razón de que tal pregunta llegue siquiera a plantearse es la siguiente…

Saturno es el nombre de una divinidad agrícola de los antiguos romanos. Cuando los romanos hubieron llegado al punto en que desearan equipararse a los griegos en eminencia cultural, decidieron equiparar también sus propias y poco interesantes divinidades con las que poseían los imaginativos griegos. Hicieron que Saturno correspondiera a Cronos, el padre de Zeus y de los demás dioses y diosas del Olimpo.

La historia mítica más famosa de Cronos (Saturno) cuenta la castración a que sometió a su padre Urbano, a quien remplazó como gobernante del Universo. Muy naturalmente, Cronos temía que sus propios hijos aprendieran de él y siguieran su ejemplo, por lo que decidió emprender una acción que lo impidiese. Como no conocía métodos anticonceptivos y era incapaz de practicar la abstención, engendró seis retoños (tres hijos y tres hijas) con su esposa, Rea. Pasando inmediatamente a la acción, devoraba cada hijo en cuanto nacía.

Cuando nació el sexto, Zeus, Rea (cansada de parir hijos para nada) envolvió en pañales una piedra y dejó que el poco avispado señor del Universo se la tragara. Zeus fue criado en secreto y cuando creció se las arregló, mediante estratagemas, para hacer que Cronos vomitara a sus hermanos y hermanas (¡todavía vivos!).

Zeus y sus hermanos emprendieron la guerra contra Cronos y sus hermanos (los Titanes). Tras una encarnizada lucha de diez años, Zeus derrotó a Cronos y asumió el dominio del Universo.

Bien, volvamos ahora al planeta que los griegos habían bautizado con el nombre de Cronos porque se movía sobre el telón de fondo de las estrellas más lentamente que ningún otro planeta y, por lo tanto, se comportaba como si fuese un dios más viejo. Naturalmente, los romanos lo llamaron Saturno, y así lo llamamos también nosotros.

Alrededor de Saturno están sus hermosos anillos, cuya existencia todos conocemos. Esos anillos se hallan en el plano ecuatorial de Saturno, que presenta una inclinación de 26,7 grados con respecto al plano de su órbita. Debido a esta inclinación, podemos ver los anillos en posición oblicua.

El grado de inclinación es constante con respecto a las estrellas, pero no con respecto a nosotros. Para nosotros, la inclinación varía según donde se encuentre Saturno en su órbita. En un punto de su órbita, Saturno mostrará sus anillos inclinados hacia abajo, de modo que nosotros los vemos desde arriba. En el punto opuesto, están inclinados hacia arriba, por lo que nosotros los vemos desde abajo.

A medida que Saturno gira en su órbita, el grado de inclinación va variando de abajo arriba y de vuelta otra vez. A mitad de camino entre el recorrido ascendente y, luego, en el descendente, en dos puntos opuestos de la órbita de Saturno, los anillos se nos presentan de canto. Son tan delgados que esta vez no se les puede ver en absoluto, ni siquiera con un buen telescopio. Como Saturno da una vuelta completa alrededor del Sol en poco menos de treinta años, los anillos desaparecen de la vista cada quince años.

Cuando, en la década de 1610, estaba Galileo mirando el cielo con su primitivo telescopio, lo volvió sobre Saturno y encontró que había algo extraño en él. Le pareció ver dos cuerpos pequeños, uno a cada lado de Saturno, pero no pudo distinguir qué eran. Cada vez que volvía a enfocar a Saturno le costaba más verlos, hasta que, finalmente, sólo vio la esfera de Saturno y nada más.

—¡Qué! —gruñó Galileo—. ¿Continúa Saturno devorando a sus hijos? —Y nunca más volvió a mirar el planeta.

Pasaron otros cuarenta años antes de que el astrónomo holandés Christiaan Huygens, al captar los anillos mientras su inclinación iba aumentando (y con un telescopio mejor que el de Galileo) descubrió de qué se trataba.

¿Podrían, entonces, los griegos, al elaborar su mito de Cronos devorando a sus hijos, haberse referido al planeta Saturno, sus anillos, la inclinación de su plano ecuatorial y su relación orbital con la Tierra?

No, respondo siempre a las personas que me formulan esa pregunta, a menos que no podamos dar una explicación más sencilla y más directa. En este caso, podemos darla…, coincidencia.

La gente suele mostrarse incrédula con respecto a las coincidencias. Es demasiado proclive a rechazarlas y a construir arcanas estructuras de consistencia sumamente inestable para evitarlas. Yo, por el contrario, veo en todas partes la coincidencia como consecuencia inevitable de las leyes de la probabilidad, conforme a las cuales no tener ninguna coincidencia insólita es mucho más insólito de lo que podría ser cualquier coincidencia.

Y quienes ven significado en lo que solamente es coincidencia ni siquiera suelen conocer las coincidencias realmente buenas… algo de lo que ya he hablado en otra ocasión[5]. En este caso, ¿qué decir de otras correspondencias entre nombres de planetas y la mitología griega? ¿Qué hay del planeta que los griegos llamaron Zeus y los romanos llamaron Júpiter? El planeta recibe el nombre del jefe de los dioses y resulta tener una masa mayor que todos los demás planetas juntos. ¿Podría ser que los griegos conocieran las masas relativas de los planetas?

Pero la coincidencia más sorprendente de todas se refiere a un planeta del que los griegos (imaginaría uno) jamás habían oído hablar.

Fijémonos en Mercurio, el planeta más próximo al Sol. Tiene la órbita más excéntrica de todas las conocidas en el siglo XIX. Su órbita es tan excéntrica, que el Sol, en el foco de la elipse orbital, se halla acusadamente desplazado del centro.

Cuando está en el punto de su órbita más próximo al Sol («perihelio»), Mercurio se encuentra sólo a 46 millones de kilómetros de distancia y está moviéndose en su órbita a una velocidad de 56 kilómetros por segundo. En el punto opuesto de su órbita, cuando está más alejado del Sol («afelio»), se encuentra a 70 millones de kilómetros de distancia y, por consiguiente, ha reducido su velocidad a 37 kilómetros por segundo. El hecho de que Mercurio esté a veces la mitad de lejos del Sol que otras, y que se mueva unas veces la mitad de rápido que otras, hace que seguir con exactitud sus movimientos sea un poco más difícil que seguir los de los otros planetas, que son más regulares.

Esta dificultad resulta especialmente perceptible en lo que se refiere a un aspecto concreto…

Como Mercurio está más cerca del Sol que la Tierra, hay ocasiones en que se sitúa exactamente entre la Tierra y el Sol, y los astrónomos pueden ver su círculo oscuro moverse sobre la superficie del Sol.

Tales «tránsitos» de Mercurio se producen de forma un tanto irregular a causa de la órbita excéntrica del planeta, y porque la órbita tiene una inclinación de unos siete grados con respecto al plano de la órbita de la Tierra. Los tránsitos tienen lugar sólo en mayo y en noviembre (siendo más frecuentes los tránsitos de noviembre en la proporción de 7 a 3) y con intervalos sucesivos de trece, siete, diez y tres años.

En el siglo XVIII, los tránsitos fueron observados muy atentamente porque eran algo que no se podía ver a simple vista pero sí se podía ver muy bien con los rudimentarios telescopios de la época. Además, los momentos exactos en que comenzaba y terminaba el tránsito y la ruta exacta que seguía a través del disco solar cambiaban ligeramente según cuál fuera el lugar de observación en la Tierra. A partir de tales cambios se podría calcular la distancia de Mercurio, y, en base a ello, todas las demás distancias del sistema solar.

Astronómicamente, resultaba, pues, muy embarazoso que la predicción del momento en que iba a efectuarse el tránsito tuviera a veces un error de hasta una hora. Ello constituía una indicación evidente de las limitaciones de la mecánica celeste de la época.

Si Mercurio y el Sol fueran lo único que existiese en el Universo, entonces cualquier órbita que Mercurio siguiera en torno al Sol la seguiría exactamente en cada revolución sucesiva. No habría dificultad en predecir los momentos exactos de los tránsitos.

Sin embargo, todos los demás cuerpos del Universo ejercen también una atracción sobre Mercurio, y la atracción de los planetas próximos —Venus, Tierra, Marte y Júpiter—, aunque muy pequeña en comparación con la del Sol, es lo bastante grande para que su efecto sea apreciable.

Cada atracción separada introduce una ligera modificación en la órbita de Mercurio (una «perturbación») que deben tener en cuenta los cálculos matemáticos que utilizan la masa y el movimiento exactos del objeto que ejerce la atracción. El conjunto de complicaciones que resulta de ello es muy sencillo en teoría, ya que se basa por entero en la ley de la gravitación de Newton, pero muy complicado en la práctica, ya que los cálculos requeridos son a la vez largos y tediosos.

Pero había que hacerlos, y se fueron realizando intentos cada vez más minuciosos de desarrollar los movimientos exactos de Mercurio teniendo en cuenta todas las perturbaciones posibles.

En 1843, un astrónomo francés, Urbain Jean Joseph Leverrier, publicó un cuidadoso cálculo de la órbita de Mercurio y encontró que persistían pequeñas discrepancias. Sus cálculos, desarrollados con extraordinario detalle, mostraban que, después de haber tenido en cuenta todas las perturbaciones concebibles, subsistía un pequeño desplazamiento que no podía ser explicado. El punto en que Mercurio alcanzaba su perihelio se movía hacia delante en la dirección de su movimiento un poco más rápidamente de lo que podían explicar todas las perturbaciones.

En 1882, el astrónomo americano-canadiense Simon Newcomb, utilizando mejores instrumentos y más observaciones, corrigió muy ligeramente las cifras de Leverrier. Empleando esta corrección, parecía que cada vez que Mercurio daba la vuelta en torno al Sol, su perihelio estaba 0,104 segundos de arco más lejos de lo que hubiera debido estar aún después de haber tenido en cuenta todas las perturbaciones.

Esto no es mucho. En un siglo terrestre, la discrepancia equivaldría a sólo 43 segundos de arco. Se necesitarían cuatro mil años para que la discrepancia alcanzara la dimensión del diámetro aparente de nuestra Luna, y tres millones de años para que equivaliese a una vuelta completa de Mercurio en torno a su órbita.

Pero es suficiente. Si no se podía explicar la existencia de este movimiento hacia delante del perihelio de Mercurio, entonces es que había algún error en la ley de la gravitación de Newton, y esa ley había funcionado tan perfectamente en todos los demás aspectos, que ningún astrónomo vería con agrado tener que abandonarla ahora por inexacta.

De hecho, mientras Leverrier investigaba esta discrepancia en la órbita de Mercurio, la ley de la gravitación había obtenido la mayor de sus victorias. ¿Y quién había sido la fuerza impulsora de esa victoria? Pues Leverrier, ¿quién si no?

El planeta Urano, el planeta conocido que más lejos se encontraba del Sol, mostraba también en sus movimientos una pequeña discrepancia que no podía ser explicada por la atracción gravitatoria de los demás planetas. Se había sugerido que quizás existiera otro planeta, situado más lejos del Sol que Urano, y que la atracción gravitatoria de ese distante y aún desconocido planeta podría explicar la, en otro caso incomprensible, discrepancia en los movimientos de Urano.

Un astrónomo inglés, John Couch Adams —utilizando la ley de la gravedad como punto de partida— había obtenido en 1843 una posible órbita para ese distante planeta. La órbita explicaría la discrepancia apreciada en los movimientos de Urano y determinaría dónde debía estar en ese momento el planeta no visto.

Los cálculos de Adams fueron pasados por alto, pero unos meses después, Leverrier, trabajando independientemente, llegó a la misma conclusión y fue más afortunado. Leverrier transmitió sus cálculos a un astrónomo alemán, Johann Gottfried Galle, que daba la casualidad de que tenía un nuevo mapa de la región celeste en que Leverrier decía que había un planeta desconocido. El 23 de septiembre de 1846, Galle empezó a buscar y, en cuestión de horas, localizó el planeta al que ahora llamamos Neptuno.

Después de una victoria como ésta, nadie (y menos que nadie Leverrier) quiso poner en tela de juicio la ley de la gravedad. La discrepancia en los movimientos orbitales de Mercurio tenía que ser consecuencia de alguna atracción gravitatoria que no se tenía en cuenta.

Por ejemplo, la masa de un planeta se calcula muy fácilmente si tiene satélites moviéndose a su alrededor, a cierta distancia y con un cierto período. La combinación distancia-período depende de la masa planetaria, que podemos así calcular con toda precisión. Venus, sin embargo, no tiene satélites. Por consiguiente, su masa podía determinarse sólo de un modo impreciso, y podría ocurrir que fuese en realidad un diez por ciento mayor de lo que habían pensado los astrónomos de mediados del siglo XIX. En tal caso, esa masa adicional, y la atracción gravitatoria adicional por ella originada, explicaría el movimiento de Mercurio.

La cuestión es que si Venus tuviera una masa tan superior a la que se suponía, esa masa de más afectaría también a la órbita de su otro vecino, la Tierra… y lo perturbaría de una forma que no se observa en la realidad. Poner Mercurio en orden a costa de trastornar la Tierra no es negocio, y Leverrier eliminó la solución de Venus.

Leverrier necesitaba algún cuerpo masivo que estuviese cerca de Mercurio pero no lo bastante cerca de ningún otro planeta para perturbarlo, y en 1859 sugirió que la fuente gravitatoria tenía que proceder del lado lejano de Mercurio. Tenía que haber un planeta dentro de la órbita de Mercurio, lo bastante cerca de éste para explicar el movimiento de más de su perihelio, pero lo bastante alejado de los planetas más distantes del Sol para que no resultaran sustancialmente afectados.

Leverrier dio al propuesto planeta intramercurial el nombre de Vulcano. Éste era el equivalente del dios griego Hefaistos, que presidía la fragua como herrero divino. Sería muy apropiado ese nombre para un planeta que permanecía siempre en las proximidades del fuego celeste del Sol.

Pero, si existía un planeta intramercurial, ¿por qué no había sido visto nunca? No es una pregunta difícil de responder, realmente. Visto desde la Tierra, cualquier cuerpo que estuviese más cerca del Sol que Mercurio estaría siempre en las proximidades del Sol, y sería en efecto difícil verlo.

De hecho, sólo en dos ocasiones sería fácil ver a Vulcano. La primera sería durante un eclipse solar total, cuando el firmamento de las inmediaciones del Sol queda oscurecido y cualquier objeto próximo al Sol puede ser visto con una facilidad que en otros momentos sería imposible.

En cierto modo, esto ofrece una salida fácil, ya que los astrónomos pueden señalar los momentos y lugares en que se van a producir eclipses de sol totales y estar preparados para realizar sus observaciones. Por otra parte, los eclipses no se producen con frecuencia, suelen obligar a viajar mucho y sólo duran minutos.

¿Y la segunda ocasión para una fácil contemplación de Vulcano? Ésa sería siempre que Vulcano pasara directamente entre la Tierra y el Sol en un tránsito. Su cuerpo aparecería entonces como un círculo oscuro sobre el disco del Sol, moviéndose rápidamente de oeste a este en una línea recta.

Los tránsitos deberían ser más comunes que los eclipses, ser visibles en zonas más extensas y durante más tiempo, y proporcionar una indicación mucho mejor de la órbita exacta de Vulcano, lo que podría entonces ser utilizado para predecir futuros tránsitos durante los que se podrían realizar nuevas investigaciones y averiguar las propiedades del planeta.

Por otra parte, el momento del tránsito no se puede predecir con seguridad hasta que se conozca con exactitud la órbita de Vulcano, y ésta no se puede conocer con exactitud hasta que el planeta sea avistado y seguido durante algún tiempo. Por consiguiente, el primer avistamiento tendría que hacerse por casualidad.

¿O se había hecho ya ese avistamiento? Tal cosa era posible e, incluso, probable. El planeta Urano había sido visto una docena de veces antes de su descubrimiento por William Herschel. El primer Astrónomo Real de Gran Bretaña, John Flamsteed, lo había visto un siglo antes de su descubrimiento, lo había considerado una estrella ordinaria y lo había catalogado como «35 Tauri». El descubrimiento de Herschel no consistió en ver Urano por primera vez, sino en reconocerlo por primera vez como un planeta.

Cuando Leverrier formuló su sugerencia (y el descubridor de Neptuno gozaba a la sazón de considerable prestigio), los astrónomos empezaron a buscar posibles avistamientos anteriores de objetos extraños que ahora serían reconocidos como Vulcano.

No tardó en aparecer algo. Un astrónomo aficionado francés, el doctor Lescarbault, anunció a Leverrier que en 1845 él había observado un objeto oscuro contra el Sol, al que había prestado poca atención en su momento, pero que ahora pensaba que debía de haber sido Vulcano.

Leverrier estudio este informe con gran excitación y, basándose en él, estimó que Vulcano era un cuerpo que giraba en torno al Sol a una distancia media de 21 millones de kilómetros, poco más de una tercera parte de la distancia de Mercurio. Eso significaba que su período de revolución sería de unos 19,7 días.

A esa distancia, nunca estaría a más de ocho grados del Sol. Eso significaba que el único momento en que Vulcano sería visto en el cielo en ausencia del Sol sería, como mucho, durante el período de media hora que precedía al amanecer o el período de media hora posterior al ocaso (alternativamente, y con intervalos de diez días). Este período es de una brillante media luz y sería difícil verlo, por lo que no resultaba sorprendente que Vulcano hubiera pasado inadvertido durante tanto tiempo.

Por la descripción de Lescarbault, Leverrier estimó también que el diámetro de Vulcano era de unos dos mil kilómetros, sólo un poco más que la mitad del diámetro de nuestra Luna. Suponiendo que la composición de Vulcano fuese aproximadamente igual a la de Mercurio, tendría una masa equivalente a la decimoséptima parte de la de Mercurio o a la cuarta parte de la de la Luna. No es una masa lo suficientemente grande para justificar el avance del perihelio de Mercurio, pero quizá Vulcano fuera sólo el mayor de una especie de agrupación de asteroides dentro de la órbita de Mercurio.

Sobre la base de los datos de Lescarbault, Leverrier calculó los momentos en que deberían tener lugar los tránsitos futuros, y los astrónomos empezaron a observar el Sol en esas ocasiones, así como las inmediaciones del Sol siempre que había eclipses.

Lamentablemente, no hubo pruebas terminantes de que Vulcano estuviese donde se suponía que debía estar en las ocasiones predichas. Continuaban llegando informes adicionales cuando alguien afirmaba de vez en cuando haber visto Vulcano. Pero en cada caso ello significaba que había que calcular una nueva órbita y que había que predecir nuevos tránsitos…, y tampoco nada de todo esto condujo a nada claro y terminante. Se fue haciendo cada vez más difícil calcular órbitas que incluyesen todos los avistamientos, y ninguno de ellos predijo con éxito futuros tránsitos.

El asunto entero acabó convirtiéndose en una controversia, insistiendo unos astrónomos en que Vulcano existía y negándolo otros.

Leverrier murió en 1877. Fue hasta el final un firme creyente en la existencia de Vulcano, y se perdió por un año la mayor conmoción producida al respecto. En 1878, la trayectoria de un eclipse solar debía pasar sobre el oeste de los Estados Unidos, y los astrónomos americanos se dispusieron a una búsqueda en masa de Vulcano.

La mayoría de los observadores no vieron nada, pero dos astrónomos de credenciales impresionantes, James Craig Watson y Lewis Swift, informaron de avistamientos que parecían ser de Vulcano. Según los informes, parecía que Vulcano tenía unos 650 kilómetros de diámetro, y su brillo era la cuadragésima parte del de Mercurio. Esto no resultaba muy satisfactorio, ya que su tamaño era solamente el de un asteroide grande, y no podía explicar gran cosa del movimiento del perihelio de Mercurio, pero era algo.

Y, sin embargo, aun eso fue objeto de ataques. Se impugnó la exactitud de las cifras dadas para la situación del objeto, y no se pudo calcular ninguna órbita por la que fuera posible realizar nuevos avistamientos.

Al finalizar el siglo XIX, la fotografía estaba adquiriendo carta de naturaleza. Ya no era necesario realizar febriles mediciones antes de que terminara el eclipse, ni intentar distinguir con claridad qué era lo que estaba pasando ante la faz del Sol antes de que todo hubiera concluido. Bastaba con tomar fotografías y estudiarlas después con calma.

En 1900, después de diez años de existencia de la fotografía, el astrónomo americano Edward Charles Pickering anunció que no podía haber un cuerpo intramercurial que fuese más brillante que la cuarta magnitud.

En 1909, el astrónomo americano William Wallace Campbell fue más lejos y afirmó categóricamente que no había nada dentro de la órbita de Mercurio que fuese más brillante que la octava magnitud. Eso significaba que no había allí nada que tuviese más de 48 kilómetros de diámetro. Se necesitarían un millón de cuerpos de ese tamaño para explicar el movimiento del perihelio de Mercurio[6].

Con eso, casi se esfumó la esperanza de la existencia de Vulcano. Pero el perihelio de Mercurio se movía. Si la ley de la gravitación de Newton era correcta (y en todo el tiempo transcurrido desde Newton no había surgido ninguna otra razón que permitiese suponer lo contrario), tenía que haber alguna clase de atracción gravitatoria originada en el interior de la órbita de Mercurio.

La concepción de Einstein de la gravitación era una extensión de la de Newton…, una concepción que se simplificaba hasta la versión newtoniana en la mayoría de las condiciones, pero que se mantenía diferente, y mejor, en condiciones extremas. La presencia de Mercurio tan cerca de la dominante presencia del Sol constituía un ejemplo de la condición extrema que Einstein podía explicar y Newton no.

He aquí una forma de hacerlo. Conforme a la concepción relativista de Einstein del Universo, masa y energía son equivalentes, con una pequeña cantidad de masa igual a una gran cantidad de energía, de acuerdo con la ecuación E = mc2.

El enorme campo gravitatorio del Sol representa una gran cantidad de energía, y ésta es equivalente a una cierta cantidad, mucho más pequeña, de masa. Puesto que toda masa crea un campo gravitatorio, el campo gravitatorio del Sol, cuando se le considera como masa, debe crear un campo gravitatorio propio mucho más pequeño.

Es esta atracción de segundo orden, la pequeña atracción gravitatoria del equivalente en masa de la gran atracción gravitatoria del Sol, lo que representa la masa adicional y la atracción adicional desde el interior de la órbita de Mercurio. Los cálculos de Einstein demostraron que este efecto explica el movimiento del perihelio de Mercurio, y explicaba además los movimientos, mucho más pequeños, de los perihelios de planetas más lejanos.

Después de esto, ni Vulcano ni ninguna otra masa newtoniana eran ya necesarios. Vulcano fue expulsado para siempre del firmamento astronómico.

Y volvamos ahora a las coincidencias…, y a una mucho más sorprendente que relaciona Cronos devorando a sus hijos con los anillos de Saturno.

Como se recordará, Vulcano es el equivalente del Hefaistos griego, y el más famoso mito referente a Hefaistos es el siguiente…

Hefaistos, hijo de Zeus y Hera, se puso de parte de Hera en cierta ocasión en que Zeus estaba castigando a ésta por su rebelión. Zeus, furioso por la intromisión de Hefaistos, le arrojó de los cielos. Hefaistos cayó a la Tierra y se rompió las dos piernas. Aunque era inmortal y no podía morir, quedó lisiado.

¿No es extraño, entonces, que el planeta Vulcano (Hefaistos) fuese también arrojado del firmamento? No podía morir, en el sentido de que la masa que proporcionaba la atracción gravitatoria adicional tenía que estar allí, pasara lo que pasase. Pero quedó lisiado en el sentido de que no era la clase de masa a la que estamos acostumbrados, una masa en forma de acumulaciones planetarias de materia. En lugar de ello, era el equivalente en masa de un gran campo de energía.

¿No le impresiona la coincidencia? Bien, llevémosla más lejos. Recordará usted que en el mito de Cronos devorando a sus hijos, Zeus fue salvado cuando su madre envolvió una piedra con los pañales. Si una piedra sirve de sustituto de Zeus, sin duda no se opondrá usted a que la expresión «una piedra» se considere equivalente a «Zeus».

Pues bien, ¿quién arrojó de los cielos a Hefaistos (el mítico Vulcano)? ¡Zeus!

¿Y quién arrojó de los cielos al planetario Vulcano? ¡Einstein!

¿Y qué significa ein stein en el alemán natal de Einstein?

«¡Una piedra!».

Eso es todo.

Podemos decir que los griegos debieron de prever todo el embrollo vulcaniano hasta el nombre del hombre que lo resolvió. O podemos decir que las coincidencias pueden ser enormemente sorprendentes… y enormemente carentes de significado.