II. El Rayo Fatal

Esperamos que un asombroso descubrimiento científico tenga la oportunidad de revolucionar algún aspecto aplicable de la ciencia. Pero resulta más excitante aún cuando un descubrimiento revoluciona a la sociedad humana en general y altera la forma en que los seres humanos (incluso los seres humanos «ordinarios») ven el Universo. Hay un caso en el que (en mi opinión) fue esto exactamente lo que ocurrió, y el hombre que realizó el descubrimiento ni siquiera es considerado como un científico por los norteamericanos. Lo fue, naturalmente, y muy bueno, pero fue además tantas otras cosas, que quedó oscurecido el científico que había en él.

Durante los últimos cinco años más o menos, me ha dado por escribir historia. No me refiero a historia de la ciencia (eso vengo haciéndolo hace mucho); me refiero a historia «pura». Hasta el momento he publicado siete libros de historia, y a ellos les seguirán otros.

Esto es valioso para mí en varios aspectos. Mantiene mis dedos acariciando ágilmente las teclas de la máquina de escribir, y mantiene mi mente ejercitada en nuevas y refrescantes direcciones. Y, lo que es a la vez lo menos y lo más importante, me induce a nuevos juegos.

Nadie que lea estos ensayos puede por menos de saber que me encanta jugar con los números… Bueno, yo he descubierto que me encanta también jugar con los puntos decisivos. Existe la excitación de seguir la evolución de un acontecimiento y decir: «En este punto, en este punto exacto, se bifurcó la historia del hombre, y el hombre avanzó irrevocablemente por este camino en lugar de hacerlo por el otro».

Desde luego, tengo algo de fatalista, y creo que la «historia del hombre» es el producto de poderosas fuerzas que no es posible negar; que si en este punto se impide un cierto giro, acabará produciéndose en otro punto. Pero, aun así, continúa siendo interesante encontrar el punto en que se inició el cambio de dirección.

Naturalmente, lo más divertido de todo es encontrar un punto de giro o decisivo que nunca haya sido señalado (al menos, que uno sepa). Mis probabilidades de encontrar un punto de giro nuevo son, en mi opinión, un poco mayores de lo que podrían ser gracias a la ventaja que me otorga el hecho de estar igualmente familiarizado con la historia y con la ciencia.

En conjunto, los historiadores no están muy versados en materias científicas y encuentran sus puntos decisivos en acontecimientos políticos y militares principalmente. Años que constituyen hitos en la Historia como 1453, 1492, 1517, 1607, 1789, 1815 y 1917 no tienen nada que ver directamente con la ciencia. Los científicos, por su parte, tienden a pensar en la ciencia en términos un tanto alejados de la sociedad, y años cruciales como 1543, 1687, 1774, 1803, 1859, 1895, 1900 y 1905 no suelen tener relación directa e inmediata con la sociedad[1].

Para mí, sin embargo, un punto decisivo de primera magnitud, que es igualmente importante para la ciencia y para la sociedad, tuvo lugar en 1752, y nadie, que yo sepa, lo ha hecho notar jamás. Así, pues, amable lector, lo haré yo

En todo el tiempo que abarca la historia conocida, y presumiblemente mucho más allá, los hombres se han vuelto a los expertos para encontrar protección contra los caprichos de la naturaleza.

No hay duda de que necesitaban esa protección, pues los hombres han estado sometidos a temporadas de poca caza cuando eran cazadores y a temporadas de pocas lluvias cuando eran granjeros. Han sido presa de misteriosos dolores de muelas y cólicos intestinales; han enfermado y muerto; han perecido en tormentas y en guerras; han sido presa del infortunio y el accidente.

El Universo entero parecía conspirar contra el pobre y tembloroso hombre, y, sin embargo, era en cierto modo su triunfo trascendente el hecho de que sentía que tenía que haber alguna forma en que se pudieran volver las tornas. Con sólo que encontrara la fórmula adecuada, el signo místico adecuado, el adecuado amuleto, la manera adecuada de amenazar o de suplicar…, bueno, entonces la caza sería abundante, la lluvia sería proporcionada, no sobrevendría el infortunio y la vida sería hermosa.

Si no creía eso, entonces vivía en un Universo que era irremisiblemente caprichoso y hostil, y pocos hombres, desde el de Neanderthal que enterraba a sus muertos con la ceremonia adecuada, hasta Albert Einstein, que se negaba a creer que Dios jugara a los dados con el Universo, estaban dispuestos a vivir en un mundo semejante.

Muchas de las energías humanas en la prehistoria, y también en la mayor parte de los tiempos históricos, se consagraron a la elaboración del ritual adecuado para el control del Universo y al esfuerzo de establecer una rígida adhesión a ese ritual. El anciano de la tribu, el patriarca, el chamán, el curandero, el brujo, el mago, el vidente, el sacerdote, los que eran sabios porque eran viejos, o porque tenían acceso a las enseñanzas secretas o, simplemente, porque tenían la capacidad de echar espuma por la boca y entrar en trance, tenían a su cargo los rituales, y era a ellos a quienes los hombres se volvían en busca de protección.

De hecho gran parte de esto subsiste. Se confía en que fórmulas verbales pronunciadas por especialistas lleven buena suerte a una flota pesquera, cuyos miembros se sentirían intranquilos si salieran de puerto sin ellas. Si pensamos que eso no es más que una extravagancia de pescadores carentes de instrucción, yo podría señalar que el Congreso de los Estados Unidos se sentiría sumamente incómodo si comenzara sus deliberaciones sin que un capellán remedara al inglés bíblico en un intento de derramar desde lo alto buen juicio sobre los congresistas…, práctica que raras veces parece haber servido de algo al Congreso.

No ha pasado mucho tiempo desde la época en que era habitual rociar los campos con agua bendita para mantener alejada a la langosta, de repicar las campanas de la iglesia para obtener protección frente a los cometas, de utilizar plegarias pronunciadas en común conforme a fórmulas acordadas, para hacer llegar la necesaria lluvia. En resumen, no hemos abandonado realmente el intento de controlar el Universo mediante la magia.

La cuestión es que hasta bien entrado el siglo XVIII no existía otra manera de encontrar seguridad. O el Universo era controlado mediante la magia (ya fuera con hechizos o con oraciones) o no podía ser controlado en absoluto.

Podría parecer que existía una alternativa. ¿Y la ciencia? Para mediados del siglo XVIII, la «revolución científica» tenía dos siglos de antigüedad y había llegado ya a su punto culminante con Isaac Newton, tres cuartos de siglo antes. La Europa occidental, y Francia en particular, se hallaba en pleno esplendor de la «Edad de la Razón».

Y, sin embargo, la ciencia no era una alternativa.

De hecho, la ciencia en el siglo XVIII no significaba todavía nada para los hombres en general. Había un pequeño puñado de estudiosos y aficionados que se interesaban por la nueva ciencia como un juego intelectual apropiado para caballeros de alto cociente intelectual, pero eso era todo. La ciencia era una materia completamente abstracta que no implicaba (y, según muchos científicos que seguían una tradición que se remontaba a los antiguos griegos, no debía implicar) cuestiones prácticas.

Copérnico podría afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol, en vez de ser al revés; Galileo podría meterse en graves problemas por esa cuestión; Newton podría desarrollar la tremenda estructura mecánica que explicaba los movimientos de los cuerpos celestes…, pero ¿cómo afectaba todo eso al labrador, al pescador o al artesano?

Desde luego, se produjeron antes de mediados del siglo XVII avances tecnológicos que sí afectaron al hombre corriente, a veces incluso muy profundamente; pero esos avances no parecían tener nada que ver con la ciencia. Inventos tales como la catapulta, la brújula marina, la herradura, la pólvora y la imprenta fueron todos ellos revolucionarios, pero eran producto del pensamiento ingenioso, que no tenía nada que ver con las refinadas actividades cerebrales del científico (que en el siglo XVIII recibía el nombre de filósofo natural, pues no se había inventado aún el término «científico»).

En resumen a mediados del siglo XVIII, la población general no sólo no consideraba la ciencia como una alternativa a la superstición, sino que jamás imaginó que la ciencia pudiera tener alguna aplicación a la vida ordinaria.

Fue exactamente en 1752 cuando esto empezó a cambiar; y fue en relación con el rayo como empezó el cambio.

De todas las manifestaciones fatales de la naturaleza, la más personal, la que más claramente constituye un ataque irresistible de un ser divino contra un hombre individual, es el rayo.

La guerra, la enfermedad y el hambre son formas de destrucción al por mayor. Aunque para los verdaderos creyentes estos infortunios son castigo al pecado; son, por lo menos, un castigo a escala masiva. No uno solo, sino también todos sus amigos y vecinos sufren los estragos de un ejército invasor, la agonía de la Muerte Negra, las hambres que siguen a los campos arrasados por la sequía. El pecado individual queda sumergido y, por lo tanto, empequeñecido, en el pecado enorme de la aldea, la región, la nación.

El hombre es golpeado por el rayo, sin embargo, es un pecador personal, pues sus vecinos no reciben ningún daño y ni siquiera resultan chamuscados. La víctima es elegida, seleccionada; es una señal más visible aún del enojo de un dios que el hombre que muere de un súbito ataque de apoplejía. En el último caso, la causa es invisible y puede ser cualquier cosa, pero en el primero no puede haber ninguna duda. La ira divina queda patente de modo ostensible, y hay, por tanto, en el rayo una especie de superlativa ignominia que va más allá de la muerte y confiere una dimensión adicional de oprobio y horror a la idea de ser su víctima.

Naturalmente, el rayo está íntimamente relacionado con lo divino en nuestros mitos más conocidos. Para los griegos, era Zeus quien lanzaba el rayo, y para los escandinavos era el martillo de Tor. Si consulta usted el salmo 18 (versículo 14 en particular), encontrará que el Dios bíblico también lanza rayos. O, como dice Julia Ward Howe en su «Himno de Guerra de la República»: «Él ha desatado el rayo fatídico de su terrible y rápida espada».

Y, sin embargo, si bien el rayo era evidentemente el arma sobrenatural encolerizada, había ciertas dificultades para explicar sus consecuencias.

Sucede que los objetos altos son golpeados por el rayo con más frecuencia que los objetos bajos. Y sucede también que en la pequeña ciudad europea de comienzos de los tiempos modernos era la torre de la iglesia. La consecuencia, un tanto embarazosa, es, pues, que el blanco más frecuente del rayo era la iglesia misma.

He leído que a lo largo de un período de 33 años en la Alemania del siglo XVIII resultaron dañadas por el rayo nada menos que cuatrocientas iglesias. Más aún, como durante las tormentas se solía hacer repicar las campanas en un intento de conjurar la ira del Señor, los campaneros corrían un peligro extraordinario, y en ese mismo período de 33 años resultaron muertos 120 de ellos.

Nada de esto, sin embargo, parecía conmover la idea preconcebida que relacionaba el rayo con el pecado y el castigo. Hasta que intervino la ciencia.

A mediados del siglo XVIII, los científicos se sentían fascinados por la botella de Leyden. Sin entrar en detalles, se trataba de un artilugio que permitía acumular una considerable carga eléctrica, la cual, al ser descargada, podía a veces derribar a un hombre. La carga de una botella de Leyden podía ser incrementada hasta el punto en que pudiera descargarse a través de una pequeña abertura, y cuando eso sucedía, saltaba una breve chispa y se oía un sonido crepitante.

Seguramente, a muchos estudiosos se les ocurrió la idea de que la descarga de una botella de Leyden parecía implicar un diminuto rayo acompañado de un trueno minúsculo. O, a la inversa, a muchos de ellos debió de ocurrírseles que en una tormenta el cielo y la tierra desempeñaban el papel de una gigantesca botella de Leyden y que el relumbrante rayo y el retumbante trueno no eran sino la chispa y la crepitación a gran escala.

Pero pensarlo y demostrarlo eran dos cosas distintas. El hombre que lo demostró fue nuestro propio Benjamin Franklin, el «hombre del Renacimiento» de las colonias americanas.

En junio de 1752, Franklin preparó una cometa y sujetó a su armazón de madera una puntiaguda varilla de metal. Ató un hilo a la varilla y conectó el otro extremo a la cuerda que sujetaba la cometa. En el extremo inferior de la cuerda ató un conductor eléctrico en forma de una llave de hierro.

La idea era que, si se acumulaba en las nubes una carga eléctrica, ésta sería conducida a lo largo de la varilla puntiaguda y de la cuerda humedecida por la lluvia hasta la llave de hierro. Franklin no era ningún necio; comprendió que también podría ser conducida hasta él mismo. En consecuencia, ató un hilo de seda, no conductor, a la cuerda de la cometa y asió ese hilo, en lugar de asir la propia cuerda. Más aún, permaneció bajo un techado, a fin de que él y el hilo de seda se mantuvieran secos. Se hallaba, así, eficazmente aislado del rayo.

El fuerte viento mantenía la cometa en lo alto, y fueron congregándose nubes de tormenta. Finalmente, la cometa desapareció en una de las nubes, y Franklin notó que las fibras de la cuerda de la cometa se estaban separando. Tenía la seguridad de que se hallaba presente una carga eléctrica.

Con gran valor (y ésta era la parte más arriesgada del experimento), Franklin acercó los nudillos a la llave. Saltó una chispa desde la llave hasta los nudillos, Franklin oyó el chasquido y sintió el hormigueo. Eran la misma chispa, el chasquido y hormigueo que había experimentado cien veces con botellas de Leyden.

Franklin dio entonces el paso siguiente. Había llevado consigo una botella de Leyden descargada. La aproximó a la llave y la cargó con electricidad procedente de los cielos. Cuando lo hubo hecho, comprobó que aquella electricidad se comportaba exactamente igual que la electricidad terrena ordinaria producida por medios terrenos ordinarios.

Franklin, había demostrado que el rayo era una descarga eléctrica, diferente de la botella de Leyden sólo en que era inmensamente más grande.

Esto significaba que las reglas que eran aplicables a la descarga de la botella de Leyden también lo serían a la descarga del rayo.

Franklin había observado, por ejemplo, que una descarga eléctrica tenía lugar más fácil y silenciosamente a través de una punta fina que de un saliente romo. Si se ataba una aguja a una botella de Leyden, la carga fluía silenciosamente a través de la punta de la aguja y de modo tan suave y fácil que no saltaba chispa ni se oía ningún chasquido.

Entonces si se colocaba una varilla de metal afilada en lo alto de alguna estructura y se la conectaba adecuadamente con la tierra, cualquier carga eléctrica que se acumulase en la estructura durante una tormenta se iría descargando silenciosamente, y las probabilidades de que se resolviera de manera catastrófica en un rayo quedaban grandemente disminuidas.

Franklin presentó la idea de esta «varilla pararrayos» en la edición de 1753 del Almanaque del Pobre Richard. La idea era tan sencilla, el principio tan claro, la inversión en tiempo y en material tan mínima, la naturaleza del posible beneficio tan grande, que casi inmediatamente empezaron a elevarse pararrayos a centenares sobre los edificios de Philadelphia, luego en Nueva York y Boston, y pronto incluso en Europa.

¡Y daba resultado! Allá donde se elevaban los pararrayos desaparecían los daños que los rayos podían causar. Por primera vez en la historia de la Humanidad, uno de los azotes del Universo había sido vencido, no por medio de magia, hechizos y oraciones, no por un intento de subvertir las leyes de la naturaleza…, sino por la ciencia, por un conocimiento de las leyes de la naturaleza y por una inteligente cooperación con ellas.

Más aún, el pararrayos era un instrumento importante para todos los hombres. No era un juguete de estudiosos; era un salvavidas para las casas de los artesanos y los graneros de los labradores. No era una teoría lejana; era un hecho práctico y aplicable a la vida cotidiana. Sobre todo, era el producto no de un ingenioso aficionado, sino de un desarrollo lógico de observaciones científicas. Era, evidentemente, un producto de la ciencia.

Naturalmente, las fuerzas de la superstición no se rindieron sin luchar. En primer lugar, afirmaron al instante que, puesto que el rayo era la venganza de Dios, constituía el colmo de la impiedad intentar conjurarlo.

Pero a esto era fácil replicar. Si el rayo era la artillería de Dios y podía ser contrarrestado por un trozo de hierro, entonces los poderes de Dios eran harto pequeños, y ningún clérigo se atrevía a dar a entender que lo fuesen. Además, también la lluvia era enviada por Dios, y, si no era correcto utilizar pararrayos, tampoco lo sería utilizar paraguas o, incluso, utilizar abrigos para protegerse de los vientos invernales de Dios.

El gran terremoto de Lisboa de 1755 constituyó una fuente temporal de exultación para los ministros de las iglesias de Boston. No faltaron quienes señalaron que, en su justa ira contra los ciudadanos de Boston, Dios había destruido con mano poderosa la ciudad de Lisboa. Pero esto sólo consiguió dar a los feligreses una idea muy pobre de la precisión de la puntería divina.

La principal resistencia, sin embargo, era negativa. Existía una turbada renuncia a instalar pararrayos en las iglesias. Hacerlo parecía delatar una falta de confianza en Dios, o, peor aún, una plena confianza en la ciencia que parecía fomentar el ateísmo.

Pero las consecuencias de negarse a instalar pararrayos se revelaron insoportables. Las torres de las iglesias seguían siendo los objetos más altos de la ciudad, y continuaban siendo alcanzados por el rayo. No tardó en quedar patente para todos los hombres que la iglesia de la ciudad, no protegida por pararrayos, resultaba alcanzada, mientras que el burdel de la ciudad, si estaba protegido por pararrayos, se mantenía indemne.

Uno a uno, y con muy mala gana, los pararrayos fueron apareciendo también en las iglesias. Resultó completamente claro entonces que una determinada iglesia que había sido dañada por el rayo una y otra vez dejaba de sufrir esta clase de contratiempo una vez que se instalaba el pararrayos.

Según un relato que he leído, el incidente culminante tuvo lugar en la ciudad italiana de Brescia. La iglesia de San Nazaro de esa ciudad no se hallaba protegida por pararrayos, pero los habitantes de ésta tenían tanta confianza en su santidad, que almacenaron cien toneladas de pólvora en sus criptas, considerando que se trataba del lugar más seguro para ello.

Pero en 1767, la iglesia fue alcanzada por un rayo, y la pólvora estalló en una gigantesca explosión que destruyó una sexta parte de la ciudad y causó la muerte a tres mil personas.

Eso era ya demasiado. El pararrayos había vencido, y la superstición se rindió. Cada pararrayos instalado en una iglesia constituía la evidencia de la victoria y de la rendición, y nadie podía ser tan ciego como para negar esa evidencia. Estaba claro para todo el que se detuviera a pensar en el problema que el camino adecuado para acercarse a Dios no pasaba por la obstinación de fórmulas mágicas creadas por el hombre, sino por la humilde exploración de las leyes que rigen el Universo.

Aunque la victoria sobre el rayo fue, en cierto modo, una victoria pequeña, pues el número de víctimas del rayo en un año es mínimo si se lo compara con el número de víctimas mortales del hambre, la guerra o la enfermedad, fue realmente crucial. A partir de aquel momento, las fuerzas de la superstición[2] solamente pudieron librar acciones de retaguardia y nunca ganaron una batalla importante.

He aquí un ejemplo. En la década de 1840 fue introducida la primera anestesia realmente eficaz, y surgió la posibilidad de que desapareciera el dolor como acompañante necesario de la cirugía, y de que los hospitales dejaran de ser las cámaras de tortura más exquisitamente organizadas de la historia del hombre. En particular, la anestesia podría utilizarse para aliviar los dolores del parto.

En 1847, un médico escocés, James Young Simpson, empezó a utilizar la anestesia en las parturientas, e inmediatamente los hombres santos subieron a sus tribunas y comenzaron sus denuncias.

De púlpito en púlpito, recordaban con voz atronadora la maldición lanzada por Dios sobre Eva una vez que ésta hubo comido del árbol de la ciencia del bien y del mal. Clérigos varones, personalmente a salvo del dolor y del peligro de muerte existentes en el parto, salmodiaban: «A la mujer le dijo: Multiplicaré los trabajos de tus preñeces; parirás con dolor tus hijos…» (Génesis, 3: 16)

Suele decirse que estos apóstoles del dolor de las madres, estos hombres que adoraban a un Dios dispuesto a ver cientos de millones de penosos partos en cada generación, cuando se hallaba al alcance de la mano el medio de aliviar el dolor, fueron derrotados por el propio Simpson con una contracita de la Biblia.

El primer «parto» registrado en la Biblia fue el de la misma Eva, pues nació de una costilla de Adán. ¿Y cómo se produjo ese parto? Está escrito en Génesis 2:21: «Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando su lugar con carne».

En resumen, decía Simpson, Dios había usado anestesia.

La contracita no me parece muy convincente, en realidad. Eva fue formada mientras Adán se encontraba aún en el Paraíso y antes de haber comido la fruta y, por consiguiente, antes de que el pecado hubiera entrado en el mundo. El argumento de Simpson carecía, pues, de valor.

Y era mejor así, pues de nada sirve derrotar a la superstición con la superstición. Lo que realmente derrotó a las fuerzas de la mitología en este caso fue la rebelión de las mujeres. Ellas insistían en la anestesia y se negaban a someterse a una maldición que se aplicaba a ellas pero no a los teólogos que la acataban. La propia reina Victoria aceptó la anestesia en su siguiente parto, y eso decidió la cuestión.

Llegó luego 1859 y el Origen de las especies, de Charles Robert Darwin. Esta vez, las fuerzas de la superstición se aliaron para librar la mayor batalla de todas, y el predominio del poder parecía estar a su lado. El campo de batalla no podía ser más adecuado para la superstición, y, sin duda, la ciencia sería ahora derrotada.

El objetivo del ataque era la teoría de la evolución por la selección natural, teoría que daba de lleno en el corazón mismo de la vanidad humana.

No era una afirmación verificable como el que un trozo de metal protegería al hombre del rayo, o que un poco de vapor le protegería contra el dolor, lo que se estaba considerando esta vez. Se trataba, por el contrario, de una proposición completamente abstracta, que dependía de pruebas sutiles y difíciles de entender y que hacía parecer que el hombre era un animal muy semejante a otros animales y descendía de antepasados de naturaleza simiesca.

Los hombres podían luchar al lado de la ciencia y contra la superstición para protegerse del rayo y del dolor, pues tenían mucho que ganar con ello. Sin duda, no lo harían simplemente para que se les dijese que eran monos, cuando los contrarios les decían que estaban hechos «a imagen de Dios».

El destacado miembro conservador del Parlamento, Benjamin Disraeli (que más tarde sería Primer ministro) expresó en 1864 la cuestión tan sucintamente, que añadió una locución al idioma inglés. Dijo: «¿Es el hombre un mono o un ángel? Yo estoy del lado de los ángeles».

¿Quién no lo estaría?

Por un momento pareció que la ciencia tendría que perder, pues el público simplemente no estaba de su parte.

No faltaban, sin embargo, hombres que se enfrentaran a la iracunda multitud, y uno de ellos fue Thomas Henry Huxley, biólogo inglés de formación en gran medida autodidacta. Al principio había estado en contra de la evolución, pero después de leer el Origen de las especies exclamó: «¿Por qué no se me ocurrió a mí?», y pasó a adoptar una actitud combativa que le valió el sobrenombre de «Bulldog de Darwin».

En 1860, en una reunión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, en Oxford, el obispo de Oxford se dispuso a «aplastar a Darwin» en debate público. Era Samuel Wilberforce, orador consumado y con una voz tan untuosa, que era universalmente conocido como el «Jabonoso Sam».

Wilberforce se levantó para hablar, y durante una hora y media retuvo la hechizada atención de un público de setecientas personas, mientras Huxley esperaba sombríamente su turno. Cuando ya se aproximaba al final de su discurso, el obispo se volvió hacia Huxley y, cambiando su altisonante tono por una dulce y suave burla, pidió licencia para preguntar a su honorable oponente si era a través de su abuelo o de su abuela de quien pretendía descender de un mono.

Al oír eso, Huxley murmuró: «El señor le ha puesto en mis manos». Se levantó, situóse frente al público, y esperó grave y pacientemente a que se extinguieran las risas.

Luego, dijo: «Ya que se me pregunta por ello, preferiría tener por abuelo a un miserable mono que a un hombre altamente dotado por la naturaleza y poseedor de grandes medios e influencia y que, sin embargo, empleara esas facultades y esa influencia solamente para introducir el ridículo en una seria discusión científica. Yo afirmo sin vacilar mi preferencia por el mono».

Pocos debates han tenido jamás un resultado tan contrario al inicialmente esperado, y la última ofensiva de la superstición contra la ciencia quedó desde ese momento condenada a la derrota.

Huxley había demostrado que era ahora la ciencia la que hablaba con los truenos del Sinaí, y que era la vieja ortodoxia la que, a la manera de la infortunada observación de Wilberforce, se estaba moviendo en torno al becerro de oro del mito creado por el hombre.

La lucha no terminó, naturalmente. Disraeli tenía, todavía que formular su propia untuosa observación, y los púlpitos continuarían tronando durante décadas. Y todavía ahora, en este mismo año que vivimos, con frecuencia soy objeto de la atención de sinceros miembros de la secta de Testigos de Jehová, que me envían publicación tras publicación destinadas a refutar la teoría de la evolución.

Pero la verdadera batalla está terminada. Pueden producirse escaramuzas esporádicas y puede incluso que los astronautas del Apollo VIII balbuceen los primeros versículos del Génesis mientras circundan la Luna (en una absoluta obra maestra de incongruencia), pero ningún hombre de talla ajeno a la ciencia levanta su voz para denunciar a la ciencia.

Cuando algún aspecto de la ciencia amenaza con el peligro a la Humanidad, como en el caso de la bomba atómica, o de la guerra bacteriológica, o de la contaminación del medio ambiente; o cuando, simplemente, despilfarra esfuerzos y recursos, como (según sostienen algunos) en el caso del programa espacial, las advertencias y las críticas tienen su origen dentro da la misma ciencia.

La ciencia es la religión secular de hoy, y los científicos son, en un sentido muy literal, el nuevo sacerdocio. Y todo empezó cuando Ben Franklin hizo volar su cometa en medio de una tormenta en el año crucial de 1752.