I. El Pasado Muerto
El científico no siempre es merecedor de respeto y admiración. Piense en los científicos que crearon la bomba nuclear y en los que actualmente están trabajando en el perfeccionamiento de las armas. Resulta difícil ensalzarlos.
Pero ¿qué es «bueno» y qué es «malo»? La bomba nuclear es «mala», pero en 1942 nosotros estábamos empeñados en una lucha a muerte con aquel perverso bellaco que era Adolf Hitler. ¿Y si él hubiera conseguido la bomba primero?
Y, también, incluso algo que es claramente «bueno» puede producir de manera inesperada efectos secundarios «malos», y viceversa. Abordo este problema en el relato que presento a continuación, en el que (como si eso no fuera ya suficiente) considero también la creciente dificultad de la comunicación científica a medida que el contenido de la ciencia se va haciendo constantemente mayor y se va agudizando la especialización de los científicos.
Arnold Potterley, doctor en Filosofía, era profesor de Historia Antigua. Eso en sí mismo no era peligroso. Lo que cambió el mundo más de lo que nadie hubiera podido soñar fue el hecho de que pareciese un profesor de Historia Antigua.
Thaddeus Araman, jefe de departamento de la división de Cronoscopia, tal vez hubiera emprendido una acción adecuada si el doctor Potterley hubiera poseído una mandíbula grande y cuadrada, ojos llameantes, nariz aguileña y anchos hombros.
En realidad, Thaddeus Araman se encontró mirando por encima de su mesa a un individuo de suaves modales, cuyos ojos azul claro le miraban ansiosamente desde ambos lados de una nariz chata y de caballete hundido; cuya figura pequeña y vestida con pulcritud parecía la encarnación misma de la debilidad de carácter, desde los ralos cabellos castaños hasta los bien lustrados zapatos que completan el atuendo característico de la clase media.
Araman dijo con tono amable:
—¿Y qué puedo hacer por usted, doctor Potterley?
El doctor Potterley respondió, con una voz suave que armonizaba a la perfección con el resto de su persona:
—Señor Araman, acudo a usted porque usted ocupa el puesto más alto relacionado con la cronoscopia.
Araman sonrió.
—No exactamente. Por encima de mí está el director mundial de Investigación, y por encima de él está el Secretario General de las Naciones Unidas. Y por encima de ambos, naturalmente, están los pueblos soberanos de la Tierra.
El doctor Potterley meneó la cabeza.
—A ellos no les interesa la cronoscopia. He acudido a usted, señor, porque llevo dos años intentando obtener permiso para realizar una visión del tiempo —o sea, cronoscopia— en relación con mis investigaciones sobre la antigua Cartago. No puedo obtener ese permiso. Mis autorizaciones para la investigación están en regla. No hay ninguna irregularidad en ninguno de mis empeños intelectuales, y, sin embargo…
—Estoy seguro de que no es cuestión de irregularidad —dijo Araman, con tono tranquilizador. Examinó las finas hojas de papel de copia contenidas en la carpeta en que figuraba el nombre de Potterley. Habían sido producidas por Multivac, cuya vasta mente analógica conservaba todos los archivos del departamento. Cuando esto terminase, las hojas podrían ser destruidas y reproducidas luego, previa solicitud, en cuestión de minutos.
Y, mientras Araman volvía las páginas, la voz del doctor Potterley continuó desgranándose, suave y monótona.
El historiador estaba diciendo:
—Debo explicar que mi problema es sumamente importante. Cartago fue el mercantilismo antiguo llevado a su cenit. La Cartago prerromana fue el análogo antiguo más semejante a la América preatómica, al menos en lo que se refiere a su apego al comercio, los negocios y las transacciones en general. Fueron los marineros y exploradores más audaces antes de los vikingos: mucho más que los excesivamente elogiados griegos.
»Conocer Cartago sería muy gratificante, pero el único conocimiento que tenemos de ella procede de los escritos de sus más acervos enemigos, los griegos y los romanos. La propia Cartago jamás escribió en su propia defensa, o, si lo hizo, los libros no han sobrevivido. Como consecuencia, los cartagineses han sido uno de los grupos favoritos de villanos de la Historia, y quizás injustamente. La visión del tiempo tal vez permitiera rectificar esta concepción.
Dijo muchas más cosas.
Sin dejar de pasar las hojas de papel de copia, Araman dijo:
—Debe usted comprender, doctor Potterley, que la cronoscopia, o visión del tiempo, si lo prefiere, es un proceso difícil.
El doctor Potterley, que había sido interrumpido, frunció el ceño y replicó:
—Estoy pidiendo solamente ciertas vistas seleccionadas de momentos y lugares que yo indicaría.
Araman suspiró.
—Aunque sean unas pocas vistas, incluso una sola… Es un arte increíblemente delicado. Está la cuestión del foco, conseguir la escena adecuada y mantener su vista. Está la sincronización del sonido, que requiere circuitos completamente independientes.
—Seguro que mi problema es lo bastante importante para justificar ese esfuerzo.
—Sí, señor. Sin duda alguna —se apresuró a decir Araman—. Negar la importancia del problema de investigación de alguien sería una falta de cortesía imperdonable. Pero debe usted comprender que aún la vista más sencilla exige mucho tiempo. Y hay una larga lista de espera para el cronoscopio, y una más larga aún para el uso de Multivac, que nos guía en la utilización de los controles.
Potterley se revolvió inquieto.
—Pero ¿no se puede hacer nada? Llevo dos años…
—Cuestión de prioridad, señor. Lo siento… ¿Un cigarrillo?
Ante esta sugerencia, el historiador dio un respingo y miró con ojos desmesuradamente abiertos el paquete tendido hacia él. Araman pareció sorprendido, retiró el paquete, hizo ademán de ir a sacar un cigarrillo para él y, luego, se lo pensó mejor.
Potterley lanzó un suspiro de no disimulado alivio al perder de vista el paquete.
—¿Hay alguna forma de revisar las cosas, de situarme lo más arriba posible en la lista? No sé cómo explicar…
Araman sonrió. Algunos le habían ofrecido dinero en circunstancias similares, lo cual, naturalmente, tampoco les había servido de nada.
—Las decisiones sobre prioridad —respondió— son procesadas por ordenador. Me sería por completo imposible alterar arbitrariamente esas decisiones.
Potterley se puso en pie rígidamente, e irguió su metro sesenta y siete de estatura.
—Entonces, buenos días, señor.
—Buenos días, doctor Potterley. Y lo lamento de veras.
Le ofreció la mano, y Potterley la tocó brevemente.
El historiador se marchó, y una pulsación del zumbador hizo entrar a la secretaria de Araman. Éste le entregó la carpeta.
—Puede destruirla —dijo.
De nuevo a solas, sonrió con amargura. Otro caso más en sus veinticinco años de servicio a la especie humana. Servicio mediante la negación.
De este tipo, por lo menos, había sido fácil deshacerse. A veces, había que ejercer presiones académicas e, incluso, retirar permisos.
Cinco minutos después, se había olvidado del doctor Potterley. Y, al pensar más tarde en el asunto, tampoco pudo recordar ninguna premonición de peligro.
Durante el primer año de su frustración, Arnold Potterley había experimentado sólo eso…, frustración. Pero durante el segundo año su frustración engendró una idea que al principio le asustó y luego le fascinó. Dos cosas le impedían intentar llevar esa idea a la práctica, y ninguna de las dos barreras era el hecho indudable de que su idea se oponía completamente a la ética más elemental.
La primera era, simplemente, la esperanza de que el Gobierno acabara concediendo su permiso y le resultara, por lo tanto, innecesario hacer nada más. Esa esperanza se había esfumado finalmente en la entrevista que acababa de tener con Araman.
La segunda barrera había sido no una esperanza, sino la penosa comprensión de su propia incapacidad. Él no era físico y no conocía a ningún físico de quien pudiera recibir ayuda. El Departamento de Física de la Universidad estaba compuesto de hombres bien dotados de subvenciones y bien inmersos en la especialidad. En el mejor de los casos, no le escucharían. En el peor, le denunciarían por anarquía intelectual, e incluso su subvención cartaginesa podría fácilmente serle retirada.
No podía arriesgarse a eso. Y, sin embargo, la cronoscopia era la única forma de continuar con su trabajo. Sin ella no se encontraría peor que si le retiraban la asignación económica.
El primer indicio de que la segunda barrera podría ser superada se había manifestado una semana antes de su entrevista con Araman, y había pasado inadvertido en aquel momento. Había sido en uno de los tés de la Facultad. Potterley asistía siempre a estas reuniones porque consideraba que era un deber asistir a ellas, y él se tomaba muy en serio sus deberes. Una vez allí, sin embargo, no se consideraba obligado a charlar o a hacer nuevas amistades. Se tomaba sobriamente una o dos copas, intercambiaba unas pocas frases corteses con el decano o los jefes de departamento que se hallaran presentes, dedicaba una forzada sonrisa a los demás y acababa marchándose pronto.
De ordinario, no habría prestado atención, en la última de aquellas reuniones, a un joven que permanecía silencioso y con aire retraído en un rincón. Jamás se le habría ocurrido dirigirle la palabra. Sin embargo, una concatenación de circunstancias le indujo esta vez a comportarse de forma contraria a lo que era natural en él.
Aquella mañana, durante el desayuno, la señora Potterley había anunciado sombríamente que había vuelto a soñar con Laurel; pero esta vez con una Laurel adulta que, no obstante, conservaba la cara que tenía a los tres años y que la identificaba como su hija. Potterley la había dejado hablar. En otro tiempo, había combatido la demasiado frecuente preocupación que tenía su esposa por el pasado y la muerte. Laurel no volvería junto a ellos, ni a través de los sueños ni a través de conversaciones. Pero si eso consolaba a Caroline Potterley, que soñase y que hablara.
Pero al ir a clase aquella mañana, Potterley se encontró por una vez afectado por las insustancialidades de Caroline. ¡Laurel adulta! Había muerto hacía casi veinte años; era la única hija que habían tenido. En todo aquel tiempo, cuando pensaba en ella la veía como una niña de tres años.
Ahora pensó: Pero si viviera hoy, no tendría tres años; tendría casi veintitrés.
Con una sensación de desvalimiento, se encontró a sí mismo tratando de imaginar a Laurel haciéndose progresivamente mayor hasta llegar por fin a los veintitrés años. No lo consiguió del todo.
Pero lo intentó. Laurel maquillándose. Laurel saliendo con chicos. Laurel… ¡casándose!
Eso fue cuando vio al joven que se mantenía al margen del grupo de hombres de la Facultad, se le ocurrió quijotescamente que un joven como aquél habría podido casarse con Laurel. Aquel mismo joven quizá…
Laurel habría podido conocerle en la Universidad, o en alguna velada a la que podría haber sido invitado a cenar en casa de los Potterley. Podrían haberse sentido mutuamente atraídos. Laurel habría sido guapa, sin duda, y este joven tenía buen aspecto. Tenía un rostro delgado, moreno y de expresión resuelta, y su porte era desenvuelto.
La tenue ensoñación se desvaneció, pero Potterley se encontró mirando estúpidamente al joven, viendo en él no a un desconocido, sino a quien hubiera podido ser su yerno. Se encontró a sí mismo caminando en dirección al joven. Era casi una forma de auto hipnotismo.
Extendió la mano.
—Soy Arnold Potterley, del Departamento de Historia. Creo que es usted nuevo aquí, ¿no?
El joven pareció levemente sorprendido y se cambió de mano, no sin cierta dificultad, la copa para estrecharle la suya con la derecha.
—Me llamo Jonas Foster, señor. Soy un nuevo instructor de Física. Empiezo este semestre.
Potterley asintió con la cabeza.
—Le deseo una feliz estancia aquí y un gran éxito.
Eso fue todo. Potterley había recuperado la sensatez y se alejó, lleno de azoramiento. Se volvió una vez para mirar, pero la ilusión del parentesco se había esfumado. La realidad era de nuevo completamente real, y se sentía irritado consigo mismo por haber caído presa de las tonterías de su mujer acerca de Laurel.
Pero una semana después, mientras hablaba Araman, había vuelto a acordarse del joven. Instructor de Física. Un nuevo instructor. ¿Había estado sordo en aquel momento? ¿Se produjo un cortocircuito entre el oído y el cerebro? ¿O fue una autocensura automática a causa de la próxima entrevista con el jefe de Cronoscopia?
Pero la entrevista resultó un fracaso, y fue el recuerdo del joven con quien había intercambiado un par de frases lo que impidió a Potterley insistir en que se tuviera en cuenta su petición. Estaba casi ansioso por marcharse.
Y de regreso a la Universidad en el autogiro exprés, pensó que ojalá fuera supersticioso. Podría entonces consolarse con la idea de que aquel encuentro casual había sido organizado en realidad por un Destino consciente e intencionado.
Jonas Foster no era nuevo en la vida académica. La larga y azarosa lucha por conseguir el doctorado haría de cualquiera un veterano. Y el efecto había sido reforzado por el trabajo adicional de colaboración en tareas docentes durante el post doctorado.
Pero ahora era el instructor Jonas Foster. Le esperaba la dignidad de profesor. Y ahora se encontraba inmerso en un nuevo tipo de relación hacia los otros profesores.
En primer lugar, iban a votar sobre futuras promociones. En segundo, no se encontraba en situación de poder decir ya qué miembro concreto de la Facultad podría tener o no influencia con el decano o, incluso, con el rector de la Universidad. No se consideraba con capacidad para intrigar en la política interior de la Universidad, y estaba seguro de que lo haría mal, pero no tenía sentido exponerse a echar a perder su carrera por demostrarlo.
Así pues, Foster escuchó a este historiador de suaves modales que, de una manera vaga, parecía, no obstante, irradiar tensión, y no le hizo callar bruscamente ni le expulsó de su presencia como, sin duda, había sido su primer impulso.
Recordaba bastante bien a Potterley. Potterley se le había acercado en aquel té (que había resultado un tanto penoso). El hombre le había dirigido un par de frases con aire envarado y ojos vidriosos, y, luego, se había repuesto con visible sobresalto y se había marchado apresuradamente.
Aquello había divertido a Foster entonces, pero ahora…
Potterley podría haber estado tratando deliberadamente de trabar relación con él, o, más bien, de presentarse a Foster como una especie de tipo excéntrico pero inofensivo. Podría estar ahora explorando las opiniones e ideas de Foster, buscando pensamientos o concepciones irregulares. Sin duda, hubieran debido hacerlo antes de concederle su nombramiento. Sin embargo…
Potterley podría ir en serio, podría no darse cuenta realmente de lo que estaba haciendo; podría ser nada más o nada menos que un peligroso granuja.
—Bueno, verá… —murmuró Foster para ganar tiempo, y sacó un paquete de cigarrillos con la intención de ofrecer uno a Potterley y encendérselo y tomar luego otro para él mismo, todo ello muy despacio.
Pero Potterley dijo enseguida:
—Por favor, doctor Foster. Nada de tabaco.
Foster pareció sorprendido.
—Disculpe, señor.
—No. Soy yo quien le pide disculpas. No puedo soportar el olor. Cuestión constitucional. Lo siento.
Estaba intensamente pálido. Foster guardó los cigarrillos. Foster, notando la falta del cigarrillo, adoptó la salida más fácil.
—Me halaga que me pida usted mi opinión y todo eso, doctor Potterley, pero yo no soy especialista en neutrínica. No puedo hacer nada profesional en esa dirección. Incluso emitir una opinión estaría fuera de lugar, y, francamente, preferiría que no entrase en detalles.
El rostro del historiador se endureció.
—¿Qué quiere decir con eso de que no es un especialista en neutrínica? No lo es en nada todavía. No ha recibido ninguna subvención, ¿verdad?
—Éste es sólo mi primer semestre.
—Ya lo sé. Imagino que no habrá solicitado aún ninguna subvención.
Foster esbozó una media sonrisa. En los tres meses que llevaba en la Universidad, no había logrado presentar sus solicitudes iniciales de subvenciones de investigación en forma lo bastante buena para que pasara a un escritor científico profesional, y mucho menos a la Comisión de Investigación.
(Por fortuna, su jefe de departamento se lo tomó muy bien. «Tómeselo con calma, Foster —dijo—, y organice bien sus ideas. Asegúrese de que sabe cuál es su camino y adónde le llevará, pues, una vez reciba una subvención, su especialización quedará formalmente reconocida y, para bien o para mal, será suya para el resto de su carrera». El consejo era harto vulgar, pero la vulgaridad tiene con frecuencia la virtud de la verdad, y así lo reconoció Foster).
Foster dijo:
—Por educación y por inclinación, doctor Potterley, soy un hombre formado en el campo de la hiperóptica, con un curso adicional sobre gravítica. Así es como me describí a mí mismo al solicitar este puesto. Tal vez no sea aún mi especialización oficial, pero lo será. No puede serlo ninguna otra materia. En cuanto a la neutrínica, nunca he estudiado ese tema.
—¿Por qué no? —preguntó inmediatamente Potterley.
Foster se le quedó mirando. Aquélla era la clase de ruda curiosidad sobre el status profesional de otro hombre que siempre resultaba irritante. Dijo, esforzándose por conservar un tono cortés:
—En mi Universidad no se impartían cursos de neutrínica.
—Santo Dios, ¿adónde fue usted?
—Al M.I.T. —respondió sosegadamente Foster.
—¿Y no enseñan neutrínica?
—No. —Foster notó que se ruborizaba y se sintió impulsado a adoptar una postura defensiva—. Se trata de un tema altamente especializado y que carece de gran valor. La cronoscopia quizá tenga algún valor, pero es la única aplicación práctica y no tiene ningún futuro.
El historiador le miró con expresión grave.
—Dígame una cosa. ¿Sabe dónde puedo encontrar un especialista en neutrínica?
—No —respondió secamente Foster.
—Bien, entonces ¿conoce alguna Universidad que enseñe neutrínica?
—No.
Potterley sonrió con los labios apretados y sin humor.
La sonrisa molestó a Foster, que creyó detectar en ella un insulto y que se sintió lo bastante irritado para decir:
—Quisiera indicarle, señor, amablemente, que se está usted pasando de la raya.
—¿Qué?
—Digo que, como historiador, su interés por cualquier clase de física, su interés profesional, es…
Se detuvo, sin poder resolverse a pronunciar la palabra.
—¿Antiético?
—Ésa es la palabra, doctor Potterley.
—Mis investigaciones me han llevado a ello —dijo Potterley, en un vehemente susurro.
—La Comisión de Investigación es el lugar adecuado al que dirigirse. Si ellos permiten…
—He acudido ya a ella y no he recibido ninguna satisfacción.
—Entonces, evidentemente, debe usted abandonar esto.
Foster sabía que estaba pareciendo neciamente virtuoso, pero no se hallaba dispuesto a dejar que aquel hombre le arrastrara a una expresión de anarquía intelectual. Se hallaba demasiado al principio de su carrera para correr riesgos estúpidos.
Pero, al parecer, la observación produjo su efecto sobre Potterley. Sin previo aviso, el hombre estalló en una rápida andanada verbal de irresponsabilidad.
Los estudiosos, dijo, solamente podían ser libres si podían seguir libremente su propia curiosidad. La investigación, dijo, forzada a seguir una pauta predeterminada por los poderes que tenían los cordones de la bolsa, acababa esclavizada y tendía a estancarse. Ningún hombre, dijo, tenía derecho a dictar los intereses intelectuales de otro.
Foster escuchaba con una sensación de incredulidad. Nada de aquello le resultaba extraño. Había oído a sus compañeros de clase hablar así para irritar a sus profesores, y una o dos veces se había divertido también él de la misma manera. Todo el que estudiase la historia de la ciencia sabía que muchos hombres habían pensado en otro tiempo de ese modo.
Sin embargo, a Foster le parecía extraño, casi contra natura, que un moderno hombre de ciencia pudiese afirmar semejantes tonterías. Nadie propugnaría dirigir una fábrica permitiendo que cada obrero hiciera lo que le diese la gana en cada momento, ni gobernar un buque según las ideas casuales y encontradas de cada tripulante. Se daría por supuesto que debía existir en cada caso alguna especie de agente supervisor centralizado. ¿Por qué la dirección y el orden habían de beneficiar a una fábrica y a un buque, pero no a la investigación científica?
La gente podría decir que la mente humana era algo cualitativamente diferente de un buque o una fábrica, pero la historia del esfuerzo intelectual demostraba lo contrario.
Cuando la ciencia era joven y las complicaciones de todo o la mayor parte de lo conocido se hallaban al alcance de la mente individual, no había, quizá, necesidad de dirección. El ciego vagabundear por las inexploradas regiones de la ignorancia podía llevar a descubrimientos casuales y maravillosos.
Pero a medida que aumentaba el conocimiento, era preciso absorber cada vez más datos antes de que se pudieran organizar expediciones fructíferas por las regiones de la ignorancia. Los hombres tenían que especializarse. El investigador necesitaba los recursos de una biblioteca que él no podía reunir por sí mismo y, luego, instrumentos que él no podía costearse. Progresivamente, el investigador individual fue dejando paso al equipo de investigación y a la institución de investigación.
Los fondos necesarios para la investigación se hicieron más grandes a medida que las herramientas se hacían más numerosas. ¿Qué universidad era ahora tan pequeña como para no necesitar por lo menos un micro reactor nuclear y por lo menos un ordenador de tres fases?
Siglos antes, los particulares no podían ya financiar la investigación. Hacia 1940, sólo el Gobierno, las grandes industrias y las grandes Universidades o instituciones investigadoras podían financiar adecuadamente la investigación básica.
Hacia 1960, hasta las más grandes Universidades dependían por completo de subvenciones oficiales, mientras que las instituciones de investigación no podían existir sin exenciones fiscales y suscripciones públicas. Hacia el año 2000, las asociaciones de empresas industriales se habían convertido en una rama del Gobierno, y en lo sucesivo la financiación de la investigación, y por consiguiente su dirección, quedaron naturalmente centralizadas en un departamento del Gobierno.
Todo ello fue desarrollándose de forma fluida y natural. Cada rama de la ciencia fue diestramente ajustada a las necesidades del público, y las diversas ramas de la ciencia fueron coordinadas de manera conveniente. El progreso material del último medio siglo era argumento suficiente para demostrar que la ciencia no estaba cayendo en el estancamiento.
Foster intentó decir un poco de todo esto, pero Potterley le atajó con impaciencia.
—Está usted repitiendo como un papagayo la propaganda oficial. Se encuentra usted en medio de un ejemplo que refuta limpiamente la tesis oficial. ¿Puede usted creerlo?
—Francamente, no.
—Bien, ¿por qué dice que la visión del tiempo no tiene ningún futuro? ¿Por qué carece de importancia la neutrínica? Usted lo dice. Usted lo afirma categóricamente. Sin embargo no la ha estudiado nunca. Declara una ignorancia completa de la materia. Ni siquiera se imparte en su Universidad…
—¿No constituye eso prueba suficiente?
—Oh, comprendo. No se imparte porque carece de importancia. Y carece de importancia porque no se imparte. ¿Está usted satisfecho con ese razonamiento?
Foster sintió una creciente confusión.
—Lo dicen los libros.
—¿Eso es todo? Los libros dicen que la neutrínica carece de importancia. Sus profesores lo dicen porque lo leen en los libros. Los libros lo dicen porque los profesores los escriben. ¿Quién lo dice por su experiencia y conocimiento personales? ¿Quién investiga en ella? ¿Conoce usted a alguien?
—No veo que esto nos lleve a ninguna parte, doctor Potterley —dijo Foster—. Tengo que trabajar…
—Un minuto. Sólo quiero que escuche esto. A ver qué le parece. Yo digo que el Gobierno está reprimiendo activamente la investigación básica sobre neutrínica y cronoscopia. Está suprimiendo la aplicación de la cronoscopia.
—Oh, no.
—¿Por qué no? Podría hacerlo. Ahí tiene su investigación dirigida centralizadamente. Si deniega subvenciones a la investigación en cualquier porción de la ciencia, esa porción muere. Ya han matado a la neutrínica. Pueden hacerlo, y lo han hecho.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé, y quiero averiguarlo. Lo haría yo mismo si tuviera conocimientos suficientes. He acudido a usted porque es un joven provisto de una educación científica flamante y actualizada. ¿Se le han endurecido ya sus arterias intelectuales? ¿No hay curiosidad en usted? ¿No desea saber? ¿No desea respuestas?
El historiador estaba mirando fijamente a Foster a la cara. Sus narices estaban sólo a unos centímetros de distancia, y Foster se sentía tan confuso que no pensó en retirarse.
Hubiera debido ordenar a Potterley que se marchara. En caso necesario, hubiera debido echar a Potterley.
No era el respeto a la edad y a la posición lo que le detenía. No era, ciertamente, que los argumentos de Potterley le hubiesen convencido. Se trataba, más bien, de un puntillo de orgullo universitario.
¿Por qué no daba el M.I.T. un curso de neutrínica? Incluso, ahora que pensaba en ello, dudaba que hubiera en la biblioteca ni un solo libro sobre neutrínica. No recordaba haber visto ninguno.
Se detuvo a pensar en ello.
Y eso fue su perdición.
Caroline Potterley había sido en otro tiempo una mujer atractiva. Había ocasiones, tales como cenas o ceremonias universitarias, en las que, con considerable esfuerzo, podían rescatarse restos de aquel atractivo.
En las ocasiones ordinarias, se aflojaba. Era la palabra que se aplicaba a sí misma en los momentos de auto aborrecimiento. Había ido engordando con los años, pero su flaccidez no era cuestión de grasa exclusivamente. Era como si se le hubieran aflojado los músculos, de tal modo que arrastraba los pies al andar mientras se le formaban bolsas bajo los ojos y las mejillas le colgaban. Hasta sus entrecanos cabellos parecían fatigados, más que simplemente fibrosos, y la línea recta que formaban parecía ser el resultado de una absoluta rendición a la fuerza de la gravedad, nada más.
Caroline Potterley se miró en el espejo y admitió que éste era uno de sus días malos. Y, además, conocía la razón.
Había sido el soñar con Laurel. El sueño extraño, el de Laurel adulta. Se había sentido desgraciada desde entonces.
Sin embargo, lamentaba habérselo mencionado a Arnold. Él no dijo nada; nunca decía nada ya; pero le afectó. Durante los días siguientes se mostró particularmente retraído. Esto podría deberse a que se estaba preparando para aquella importante entrevista con el alto funcionario gubernamental (él insistía en que no esperaba obtener resultados positivos), pero también podría deberse a su sueño.
Era mejor en los viejos tiempos, cuando él le gritaba ásperamente: «¡Olvídate del pasado muerto, Caroline! Hablar de ello no nos devolverá a nuestra hija, y los sueños, tampoco».
Había sido malo para los dos. Horriblemente malo. Ella se encontraba fuera de casa y desde entonces se había sentido dominada por un sentimiento de culpabilidad. Si hubiera estado en casa, si no hubiera salido a hacer unas compras innecesarias, habrían estado presentes los dos. Y uno de ellos habría logrado salvar a Laurel.
El pobre Arnold no lo había conseguido. Y bien sabía el cielo que lo había intentado. Había estado a punto de morir él mismo. Había salido de la casa incendiada tambaleándose de dolor, lleno de quemaduras, medio asfixiado, casi ciego, con Laurel muerta en brazos.
La pesadilla de aquello persistía, sin disiparse nunca por completo.
Arnold fue encerrándose lentamente en una especie de caparazón. Cultivó una suavidad de modales y de palabras que nada alteraba nunca. Derivó hacia el puritanismo e, incluso, abandonó sus pequeños vicios, sus cigarrillos, su tendencia a una ocasional exclamación irreverente. Obtuvo su beca para la preparación de una nueva historia de Cartago y subordinó todo a eso.
Ella trató de ayudarle. Buscaba las referencias que debía consultar, mecanografiaba sus notas y las microfilmaba. Y, luego, aquello terminó súbitamente.
Una noche, ella se levantó bruscamente del escritorio y echó a correr hacia el cuarto de baño, adonde llegó justo a tiempo, presa de incontenibles náuseas. Su marido la siguió, confuso y preocupado.
—Caroline, ¿qué ocurre?
Fue necesario un poco de coñac para que se repusiera. Preguntó:
—¿Es verdad? ¿Lo que hacían?
—¿Quiénes lo hacían?
—Los cartagineses.
Se la quedó mirando, y ella lo explicó con rodeos. No podía decirlo directamente.
Los cartagineses, al parecer, adoraban a Moloch en forma de un ídolo de bronce hueco y con un horno en el vientre. En momentos de crisis nacional, se reunían los sacerdotes y el pueblo y, tras las ceremonias e invocaciones adecuadas, se arrojaban diestramente niños vivos a las llamas.
Inmediatamente antes del momento crucial se les daban golosinas para que la eficacia del sacrificio no quedara menoscabada por desagradables gritos de pánico. Los tambores redoblaban inmediatamente después del momento para ahogar los escasos segundos de alaridos infantiles. Los padres se hallaban presentes, presumiblemente complacidos, pues el sacrificio era grato a los dioses…
Arnold Potterley frunció el ceño. Mentiras interesadas, le dijo, por parte de los enemigos de Cartago. Debía habérselo advertido. Al fin y al cabo, no eran nada infrecuentes las mentiras propagandísticas de ese tipo. Según los griegos, los antiguos hebreos adoraban una cabeza de asno en su Santo de Santos. Según los romanos, los cristianos odiaban a todos los hombres y sacrificaban niños paganos en las catacumbas.
—Entonces, ¿no lo hacían? —preguntó Caroline.
—Estoy seguro de que no. Los primitivos fenicios tal vez lo hicieran. El sacrificio humano era cosa habitual en las culturas primitivas. Pero Cartago en sus días de grandeza no era una cultura primitiva. El sacrificio humano a menudo deja paso a actos simbólicos tales como la circuncisión. Puede que los griegos y los romanos confundieran algún simbolismo cartaginés con el rito completo original, ya fuera por ignorancia o por malicia.
—¿Estás seguro?
—No puedo estarlo todavía, Caroline, pero cuando haya reunido pruebas suficientes, solicitaré permiso para utilizar la cronoscopia, la cual resolverá definitivamente la cuestión.
—¿Cronoscopia?
—Visión del tiempo. Podemos enfocar a la antigua Cartago en algún momento de crisis, el desembarco de Escipión el Africano en el año 202 antes de Cristo, por ejemplo, y ver con nuestros propios ojos qué sucede exactamente. Y verás cómo tengo razón.
Le dio unas palmaditas y le dirigió una sonrisa de ánimo, pero ella soñó con Laurel todas las noches durante dos semanas y no volvió a ayudarle nunca en sus trabajos sobre Cartago. Ni él le pidió jamás que lo hiciera.
Pero ella estaba preparándose ahora para su llegada. Él la había llamado a su regreso a la ciudad, y le había dicho que había hablado con el alto funcionario y que las cosas se habían desarrollado conforme a lo esperado. Eso significaba que había fracasado en su propósito, y, sin embargo, la pequeña y reveladora señal de depresión había estado ausente de su voz y sus facciones habían ofrecido un aspecto de absoluta serenidad en la telepantalla. Tenía que hacer otra gestión, dijo, antes de volver a casa.
Eso significaba que llegaría tarde, pero no importaba. Ninguno de los dos tenía manías en cuanto a las horas de comer, ni se preocupaba de cuándo se sacaban los paquetes del congelador o, ni siquiera de qué paquetes, o de cuándo se activaba el mecanismo autocalentador.
Cuando llegó, se sintió sorprendida. No había nada desacostumbrado en él. La besó cariñosamente y sonrió, se quitó el sombrero y preguntó si todo había ido bien mientras él estaba fuera. Todo era casi perfectamente normal. Casi.
Pero ella había aprendido a detectar pequeñas cosas, y percibió un cierto y leve apresuramiento en su actitud. Lo suficiente para hacerle comprender que estaba en tensión.
—¿Ha ocurrido algo? —le preguntó.
—Vamos a tener un invitado a cenar dentro de dos noches, Caroline. ¿No te importa?
—Claro que no. ¿Es alguien que yo conozca?
—No. Es un joven instructor. Un recién llegado. He hablado con él.
Súbitamente, se volvió hacia ella y la agarró de los codos, la retuvo unos instantes y, luego, la soltó con aire confuso, como desconcertado por haber manifestado alguna emoción.
—Casi no consigo convencerle —dijo—. Imagina. Es terrible, terrible, la forma en que todos nos hemos sometido al yugo, el afecto que profesamos a los arneses que nos envuelven.
La señora Potterley no estaba segura de comprender, pero llevaba un año observando cómo se iba volviendo más rebelde, progresivamente más audaz en sus críticas al Gobierno. Dijo:
—No le habrás hablado neciamente, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir con eso de neciamente? Me hará unos trabajos de neutrínica.
La palabra «neutrínica» carecía de sentido para la señora Potterley, pero sabía que no tenía nada que ver con la Historia. Dijo con voz débil:
—No me gusta que hagas eso, Arnold. Perderás tu posición. Es…
—Es anarquía intelectual, querida —dijo—. Ésa es la expresión que buscabas. Muy bien, soy un anarquista. Si el Gobierno no me permite proseguir mis investigaciones, las proseguiré por mi propia cuenta. Y cuando yo muestre el camino, otros me seguirán… Y, si no lo hacen, da igual. Lo que importa es Cartago y el conocimiento humano, no tú y yo.
—Pero no conoces a ese joven. ¿Y si es un agente del Comisario de Investigación?
—No es probable, y correré el riesgo. —Cerró la mano derecha y la frotó suavemente contra la palma de la izquierda—. Tengo la seguridad de que está de mi parte ahora. No puede por menos de estarlo. Sé reconocer la curiosidad intelectual cuando la veo en los ojos, la cara y la actitud de un hombre, y es una enfermedad fatal para un científico sumiso. Aún hoy, se necesita tiempo para hacerla desaparecer de un hombre, y los jóvenes son vulnerables… Oh, ¿por qué detenerse ante nada? ¿Por qué no construir nuestro propio cronoscopio y decirle al Gobierno que se vaya a…
Se interrumpió bruscamente, meneó la cabeza y se volvió.
—Espero que todo vaya bien —dijo la señora Potterley, sintiéndose irremediablemente segura de que no sería así y asustada, de antemano, por el status profesional de su marido y por la seguridad de ambos en la vejez.
Ella era la única, entre todos, que tuvo un violento presentimiento de dificultades. De graves dificultades.
Jonas Foster llegó casi con media hora de retraso a casa de Potterley. Hasta esa misma noche no había decidido en firme si iría. Luego, en el último momento, se encontró con que no podía resolverse a cometer la enormidad social de romper una cita para cenar con sólo una hora de antelación. Eso, y el aguijoneo de la curiosidad.
La cena misma fue lenta e interminable. Foster comía sin apetito. La señora Potterley parecía abstraída en sus pensamientos, emergió de ellos solamente una vez para preguntarle si estaba casado, emitiendo un sonido de desaprobación al oír que no lo estaba. El propio doctor Potterley le preguntó de modo indiferente por su historia profesional y movió la cabeza con gesto grave.
Era tan sosegada, tan insípida —aburrida, en realidad— como nada podía serlo.
Foster pensó: Parece muy inofensivo.
Foster había pasado los dos últimos días documentándose acerca del doctor Potterley. De manera informal, naturalmente, casi a hurtadillas. No sentía especiales deseos de ser visto en la biblioteca de Ciencias Sociales. Desde luego, la Historia era una de esas materias lindantes con muchas otras, y el público general leía con frecuencia obras históricas para entretenerse o para instruirse.
Pero un físico no era precisamente «el público general». Si Foster se aficionaba a leer historias, tan seguro como la relatividad que se le acabaría considerando un tipo raro, y al cabo de algún tiempo, el jefe de su departamento se preguntaría si su nuevo instructor era realmente el hombre indicado para el puesto.
Así pues, había actuado con cautela. Se sentaba en los compartimientos más apartados y mantenía la cabeza inclinada cuando entraba o salía a horas poco habituales.
Resultó que el doctor Potterley había escrito tres libros y varias docenas de artículos sobre los antiguos mundos mediterráneos, y los artículos más recientes (publicados todos ellos en Historical Reviews) versaban sobre la Cartago prerromana a la que daba un tratamiento afectuoso y comprensivo.
Esto, al menos, encajaba con lo que Potterley le había contado y aplacó un tanto las sospechas de Foster… Y, sin embargo, Foster tenía la impresión de que habría sido mucho más sensato, mucho más seguro, haber cortado el asunto desde el principio.
Un científico no debe ser demasiado curioso, pensó, disgustado consigo mismo. Es una característica peligrosa.
Después de la cena, fue conducido al estudio de Potterley y se detuvo en seco en el umbral. Las paredes estaban cubiertas de libros.
No simplemente películas. Había películas, naturalmente, pero su número era mucho menor que el de libros…, impresos sobre papel. Nunca habría pensado que existieran tantos libros en condiciones de uso.
Eso inquietó a Foster. ¿Por qué había de querer nadie tener tantos libros en casa? Seguramente que todos estaban disponibles en la biblioteca de la Universidad, o, en el peor de los casos, en la Biblioteca del Congreso, si uno quería tomarse la pequeña molestia de consultar un microfilm.
Una biblioteca particular era algo que implicaba un cierto elemento de secreto. Olía a anarquía intelectual. Curiosamente, este último pensamiento calmó a Foster. Prefería que Potterley fuese un auténtico anarquista antes que un agente provocador.
Y entonces las horas empezaron a pasar rápida y sorprendentemente.
—Como ve —dijo Potterley, con voz clara y sosegada—, se trataba de encontrar, si era posible, a alguien que hubiera utilizado alguna vez la cronoscopia en su trabajo. Por supuesto, no podía preguntarlo abiertamente, ya que eso sería investigación no autorizada.
—Sí —dijo secamente Foster. Le sorprendía un poco que semejante consideración detuviera al hombre.
—Utilicé métodos indirectos…
Lo había hecho. Foster se sintió sorprendido del volumen de correspondencia relativa a pequeñas y discutidas cuestiones de la antigua cultura mediterránea que permitían formular una y otra vez la observación casual de: «Naturalmente, no habiendo utilizado nunca la cronoscopia…», o «hallándose pendiente de aprobación mi solicitud de datos cronoscópicos, aprobación que no parece probable vaya a producirse por el momento…»
—Y éstas no son peticiones lanzadas a ciegas —dijo Potterley—. El Instituto de Cronoscopia edita un folleto mensual en el que se publican artículos referentes al pasado tal como queda determinado a través de la visión del tiempo. Sólo uno o dos artículos.
»Lo que primero me llamó la atención fue la banalidad de la mayoría de los artículos, su insipidez. ¿Por qué tales investigaciones habían de tener prioridad sobre mi trabajo? Así pues, escribí a las personas que era más probable que estuviesen investigando en las direcciones descritas en el folleto. Invariablemente, como le he mostrado, no hacían uso de la cronoscopia. Examinemos ahora eso punto por punto.
Finalmente, Foster, aturdido por los detalles meticulosamente reunidos que le daba Potterley, preguntó:
—Pero ¿por qué?
—No lo sé —respondió Potterley—, pero tengo una teoría. El invento original del cronoscopio fue realizado por Sterbinski…, como ve, tanto como eso sé, y el hecho fue ampliamente divulgado. Entonces, el Gobierno se apoderó del instrumento y decidió impedir que se realizaran nuevas investigaciones sobre la materia o cualquier uso de la máquina. Pero la gente podría entonces sentir curiosidad por saber por qué no se utilizaba. La curiosidad es todo un vicio, doctor Foster.
Sí, convino el físico para sus adentros.
—Imagine entonces —prosiguió Potterley— lo eficaz que sería fingir que se estaba utilizando el cronoscopio. Dejaría de ser un misterio para convertirse en algo corriente y conocido. No suscitaría ya una curiosidad legítima ni sería atractivo para una curiosidad ilícita.
—Usted sintió curiosidad —señaló Foster.
Potterley pareció ligeramente turbado.
—En mi caso era diferente —replicó con irritación—. Yo tengo algo que debe hacerse, y no quería someterme a la ridícula forma en que me iban dando largas.
Un poco paranoide también, pensó sombríamente Foster.
Pero, paranoide o no, haba conseguido algo. Foster ya no podía negar que algo extraño estaba sucediendo en el campo de la neutrínica.
No obstante, ¿qué se proponía Potterley? Eso seguía inquietando a Foster. Si Potterley no pretendía poner a prueba la ética de Foster, ¿qué era lo que quería?
Foster procuró enfocar la cuestión de un modo lógico. Si un anarquista intelectual con un toque de paranoia quisiera utilizar un cronoscopio y estuviera convencido de que algunos poderes se estaban interponiendo en su camino, ¿qué haría?
Si yo fuera él pensó, ¿qué haría?
Dijo lentamente:
—Quizás el cronoscopio no exista en absoluto.
Potterley se sobresaltó. Su calma general pareció resquebrajarse. Por un instante, Foster tuvo un atisbo de algo que no tenía nada que ver con la calma.
Pero el historiador mantuvo la serenidad y dijo:
—Oh, no, tiene que existir un cronoscopio.
—¿Por qué? ¿Lo ha visto usted? ¿Lo he visto yo? Quizá sea ésa la explicación de todo. Quizá no estén reservando deliberadamente un cronoscopio que tienen. Quizás es que no lo tienen en realidad.
—Pero Sterbinski vivió. Él construyó un cronoscopio. Eso es un hecho.
—Eso dice el libro —exclamó fríamente Foster.
—Escuche —Potterley alargó el brazo y agarró a Foster de la manga de la chaqueta—. Yo necesito el cronoscopio. Debo tenerlo. No me diga que no existe. Lo que vamos a hacer es documentarnos lo suficiente sobre neutrínica para poder…
Potterley se interrumpió en seco.
Foster apartó la manga. No necesitaba que le terminara la frase.
Lo hizo él mismo.
—¿Construir uno por nuestra cuenta? —preguntó.
Potterley pareció irritado, como si hubiera preferido no haberlo dicho claramente. No obstante, preguntó a su vez.
—¿Por qué no?
—Porque eso hay que descartarlo por completo —respondió Foster—. Si lo que he leído es cierto, Sterbinski tardó veinte años en construir su máquina y recibió ayudas económicas por valor de varios millones. ¿Cree que usted y yo podemos hacer lo mismo ilegalmente? Suponga que tuviéramos el tiempo preciso, que no lo tenemos, y suponga que pudiéramos aprender lo suficiente en los libros, cosa que dudo, ¿de dónde íbamos a sacar el dinero y el material? Se supone que el cronoscopio ocupa todo un edificio de cinco pisos.
—¿No me ayudará, entonces?
—Le diré lo que voy a hacer. Tengo un medio por el que quizá pueda averiguar algo…
—¿De qué se trata? —preguntó al instante Potterley.
—Eso es lo de menos. Pero quizá pueda averiguar lo suficiente para poder decirle si el Gobierno está impidiendo deliberadamente la investigación mediante el cronoscopio. Quizá confirme las pruebas que usted ya tiene, o quizá demuestre que sus pruebas son engañosas. En cualquiera de ambos casos, no sé para qué le va a servir, pero es lo más que puedo hacer. Es mi límite.
Potterley se quedó mirando cómo el joven se marchaba finalmente. Estaba enfadado consigo mismo. ¿Por qué había sido tan descuidado como para dejar que el hombre adivinara que estaba pensando en la posibilidad de disponer de un cronoscopio propio? Eso era prematuro.
Pero ¿por qué tenía que suponer el necio de él que podría no existir en absoluto el cronoscopio?
Tenía que existir. ¿De qué servía decir que no?
¿Y por qué no se podía construir otro? La ciencia había avanzado en los cincuenta años transcurridos desde Sterbinski. Lo único que hacía falta era tener los conocimientos.
Que el joven reuniera conocimientos. Que pensara que una pequeña recogida de datos sería su límite. Una vez emprendido el camino hacia la anarquía, no habría límite. Si el muchacho no era impulsado hacia delante por algo que llevara en su propio interior los primeros pasos serían error suficiente para forzar los restantes. Potterley estaba seguro de que no vacilaría en recurrir al chantaje.
Potterley agitó la mano en un último gesto de despedida y levantó la vista. Estaba empezando a llover.
¡Desde luego! Chantaje si hacía falta, pero no se dejaría detener por nada.
Foster condujo su coche por las desiertas afueras de la ciudad y apenas si se fijó en la lluvia.
Era un necio, se dijo a sí mismo, pero no podía dejar las cosas como estaban. Tenía que saber. Maldijo su veta de indisciplinada curiosidad, pero tenía que saber.
Pero no iría más allá de consultar a tío Ralph. Se juró a sí mismo que se detendría ahí. De esa manera no habría ninguna prueba contra él, ninguna prueba real. Tío Ralph sería discreto.
En cierto modo, se avergonzaba de tío Ralph.
No le había hablado de él a Potterley en parte por cautela, y en parte porque no quería ver el enarcamiento de cejas y la inevitable media sonrisa. Los escritores profesionales de ciencia, aunque útiles, constituían un sector un tanto marginal, sólo adecuados para ser tratados con despreciativa superioridad. El hecho de que, como clase, ganasen más dinero que los científicos investigadores no hacía más que empeorar las cosas, naturalmente.
Había veces, sin embargo, en que resultaba útil tener un escritor científico en la familia. Al carecer realmente de formación, no necesitaban especializarse. Por consiguiente, un buen escritor científico sabía prácticamente de todo… y tío Ralph era uno de los mejores.
Ralph Nimmo no tenía ningún título universitario y se sentía más bien orgulloso de ello. «Un título —dijo una vez a Foster cuando ambos eran considerablemente más jóvenes— es el primer paso dado en una desastrosa cuesta abajo. No quieres desperdiciarlo, así que continúas con el trabajo de graduado y la investigación doctoral. Y acabas siendo un absoluto ignorante de todo cuanto hay en el mundo, a excepción de una minúscula fracción de nada.
»Por el contrario, si proteges cuidadosamente tu mente y la mantienes libre de toda acumulación de datos hasta llegar a la madurez, llenándola sólo de inteligencia y adiestrándola a pensar lúcidamente tienes entonces a tu disposición un poderoso instrumento y puedes hacerte escritor científico».
A Nimmo le fue encomendada su primera tarea a la edad de veinticinco años, después de haber completado su aprendizaje y sin llevar todavía tres meses de ejercicio profesional. Le llegó en forma de un hermético manuscrito cuyo lenguaje no permitía ni un destello de comprensión a ningún lector, por cualificado que fuese, sin un detenido estudio y alguna que otra inspirada conjetura. Nimmo lo desmenuzó y volvió a empalmar (después de cinco largas y exasperantes entrevistas con los autores, que eran biofísicos), dando tersura y sentido al lenguaje y puliendo el estilo hasta darle un brillo agradable.
—¿Por qué no? —decía con tolerancia a su sobrino, que replicaba a sus críticas a los títulos reprochándole su disposición a mantenerse en los bordes de la ciencia—. El borde es importante. Tus científicos no saben escribir. ¿Por qué iba a esperarse que supieran? No se espera que sean grandes maestros del ajedrez o virtuosos del violín, de modo que ¿por qué esperar que sepan juntar las palabras? ¿Por qué no dejar eso también para los especialistas?
»Santo Dios, Jonas, lee vuestra literatura de hace cien años. Deja a un lado el hecho de que la ciencia está anticuada y que algunas de las expresiones utilizadas lo están también. Intenta solamente leerla y sacar algo en limpio de ella. Es un galimatías ininteligible. Páginas publicadas inútilmente; artículos enteros que son incomprensibles.
—Pero no obtienes el reconocimiento que merece tu trabajo, tío Ralph —protestó el joven Foster, que se disponía a comenzar su carrera universitaria y sentía un romántico entusiasmo por ella—. Tú podrías ser un investigador excelente.
—Claro que obtengo reconocimiento —dijo Nimmo—. No creas ni por un momento que no. Cierto que un bioquímico o un estratometeorólogo no me colmarán de elogios, pero me pagan bastante bien. Tú fíjate sólo en lo que ocurre cuando algún químico de primera fila se encuentra con que la Comisión le ha suprimido su asignación anual para redacción científica. Se esforzará más por encontrar fondos con los que pagarme a mí, o alguien como yo, que por conseguir un ionógrafo grabador.
Sonrió ampliamente, y Foster correspondió a su sonrisa. En realidad, se sentía orgulloso de su tío panzudo, rechoncho y de gordezuelos dedos cuya vanidad le hacía peinarse fútilmente su mechón de pelo sobre el desierto de su coronilla y vestir de manera descuidada porque esta negligencia era la marca característica de su profesión. Avergonzado, pero también orgulloso.
Y ahora Foster entró en el desordenado apartamento de su tío sin ninguna gana de sonreír. Tenía ahora nueve años más, y también el tío Ralph. Durante nueve años más habían ido llegando a sus manos artículos y escritos varios sobre todas las ramas de la ciencia para que puliera su estilo, y un poco de cada uno había penetrado en su capaz mente.
Nimmo estaba comiendo uvas sin pepitas, metiéndoselas en la boca de una en una. Le echó un racimo a Foster, que lo cogió por los pelos y luego se inclinó para recoger los granos de uva que se habían desprendido y habían caído al suelo.
—Déjalas. No te preocupes —dijo con aire despreocupado Nimmo—. Alguien viene aquí a limpiar esto una vez a la semana. ¿Qué ocurre? ¿Tienes dificultades para redactar tu solicitud de beca?
—La verdad es que aún no he empezado con eso.
—¿No? Pues hazlo ya, muchacho. ¿Estás esperando a que me ofrezca a hacer el arreglo final?
—Yo no podría pagártelo, tío.
—Oh, vamos. Todo queda en la familia. Concédeme los derechos de publicación en ediciones populares, y no hace falta que ningún dinero cambie de manos.
Foster asintió con la cabeza.
—Si lo dices en serio, trato hecho.
—Trato hecho.
Era una apuesta, naturalmente, pero Foster conocía los escritos científicos de Nimmo lo bastante para comprender que podía resultar rentable. Algún impresionante descubrimiento de interés público sobre el hombre primitivo o sobre una nueva técnica quirúrgica o sobre cualquier rama de la astronáutica podía significar un artículo muy bien pagado en cualquiera de los medios de comunicación de masas.
Era Nimmo, por ejemplo, quien había escrito, para consumo científico, la serie de artículos de Bryce y colaboradores que explicaban la refinada estructura de dos virus cancerígenos, por cuyo trabajo había pedido la insignificante cantidad de mil quinientos dólares, siempre que se incluyesen los derechos de publicación en ediciones populares. Luego redactó, con carácter de exclusiva, el mismo trabajo en forma semidramática para su utilización en vídeo tridimensional por un anticipo de veinte mil dólares, más los derechos de explotación que todavía le seguían siendo liquidados después de cinco años.
Foster preguntó bruscamente:
—¿Qué sabes acerca de la neutrínica, tío?
—¿Neutrínica? —Los ojillos de Nimmo le miraron con sorpresa—. ¿Estás trabajando en eso? Creía que te ocupabas de la óptica seudogravítica.
—De eso me ocupo, en efecto. Pero por lo que pregunto es por la neutrínica.
—Es una cosa endiablada de hacer. Te estás desviando de tu camino. Lo sabes, ¿verdad?
—Espero que no llames a la Comisión porque siento un poco de curiosidad por las cosas.
—Quizá debiera hacerlo antes de que te metas en líos. La curiosidad es un peligro ocupacional en los científicos. La he visto actuar. Uno de ellos está investigando plácidamente un problema y, luego, la curiosidad le lleva por un camino extraño. Y lo siguiente que sabe uno de él es que ha hecho tan poco en relación con su problema, que no puede justificar una renovación de proyecto. He visto más…
—Todo lo que quiero saber —dijo pacientemente Foster— es qué ha estado pasando últimamente por tus manos sobre neutrínica.
Nimmo se recostó en su asiento, mascando pensativamente una uva.
—Nada. Nunca. No recuerdo haber recibido jamás un trabajo sobre neutrínica.
—¡Qué! —Foster estaba a todas luces asombrado—. ¿Quién lo recibe, entonces?
—Ahora que lo preguntas —dijo Nimmo—, no lo sé. No recuerdo que nadie hablara de ello en las conversaciones anuales. No creo que se esté trabajando mucho en ese campo.
—¿Por qué?
—Eh, oye, no ladres. Yo no estoy haciendo nada. Yo supondría que…
Foster estaba exasperado.
—¿No lo sabes?
—Hummm. Te diré lo que sé sobre la neutrínica. Trata de las aplicaciones de los movimientos del neutrino y de las fuerzas implicadas…
—Desde luego, desde luego. Lo mismo que la electrónica trata de los movimientos del electrón y de las fuerzas implicadas, y la seudogravítica trata de las aplicaciones de los campos gravitatorios artificiales. No he acudido a ti para eso. ¿Es eso todo lo que sabes?
—Y —continuó Nimmo, sin alterarse— la neutrínica es la base de la visión del tiempo, y eso es todo lo que sé.
Foster se echó hacia atrás en su silla y se frotó enérgicamente la mejilla. Se sentía irritado e insatisfecho. Aun sin formulárselo explícitamente a sí mismo, había tenido en cierto modo la seguridad de que Nimmo presentaría algunos informes recientes, expondría interesantes facetas de la neutrínica moderna, y le enviaría a Potterley en condiciones de afirmar que el viejo historiador estaba equivocado, que sus datos eran engañosos y sus deducciones, erróneas.
Entonces habría podido volver a su propio trabajo.
Pero ahora…
Se dijo airadamente a sí mismo: De modo que no están trabajando mucho en ese campo. ¿Supone eso una represión deliberada? ¿Y si la neutrínica es una disciplina estéril? Tal vez lo sea. Yo no lo sé. Potterley, tampoco. ¿Por qué desperdiciar los recursos intelectuales de la Humanidad en algo que carece de valor? O podría ser que el trabajo fuera mantenido en secreto por alguna razón legítima. Podría ser…
La cuestión era que él tenía que saber. No podía dejar las cosas tal como estaban ahora. ¡No podía!
Dijo:
—¿Hay algún texto sobre neutrínica, tío Ralph? Uno que sea claro y sencillo, quiero decir. Uno elemental.
Nimmo reflexionó, inflando sus rollizas mejillas en una serie de suspiros.
—Haces unas preguntas endemoniadas. El único de que tengo noticia es el de Sterbinski y otro. Nunca lo he visto, pero leí una vez algo acerca de él… Sterbinski y LeMarr, eso es.
—¿Es el Sterbinski que inventó el cronoscopio?
—Creo que sí. Lo que demuestra que el libro debería ser bueno.
—¿Hay alguna edición reciente? Sterbinski murió hace treinta años.
Nimmo se encogió de hombros y no respondió.
—¿Puedes averiguarlo?
Permanecieron unos momentos en silencio, mientras Nimmo cambiaba de postura, haciendo crujir la silla en la que se hallaba sentado. Luego, el escritor de ciencia preguntó:
—¿Quieres decirme a qué viene todo esto?
—No puedo. ¿Me ayudarás de todas formas, tío Ralph? ¿Me conseguirás una copia del texto?
—Bueno, tú me has enseñado todo lo que sé sobre seudogravítica. Debería estarte agradecido. Vamos a hacer una cosa… Te ayudaré, con una condición.
—¿Cuál?
La voz del anciano adquirió de pronto un tono grave.
—Que tengas cuidado, Jonas. Es evidente que te has desviado de tu camino, sea lo que sea lo que estás haciendo. No eches a perder tu carrera sólo porque sientes curiosidad por algo que no se te ha encomendado y que no es de tu incumbencia. ¿Comprendido?
Foster asintió con la cabeza, pero apenas le oyó. Estaba pensando furiosamente.
Una semana después, Ralph Nimmo introdujo su rechoncha figura en el apartamento de dos habitaciones que Foster ocupaba en el campus, y anunció con un ronco susurro:
—Tengo algo.
—¿Qué? —exclamó ávidamente Foster.
—Una copia de Sterbinski y LeMarr.
La sacó, o más bien sólo una esquina, de debajo de su amplio abrigo.
Foster miró de manera casi automática hacia la puerta y las ventanas para cerciorarse de que estaban cerrada la una y con las persianas echadas las otras y, luego, extendió la mano.
La caja de la película estaba desconchada por el tiempo y, cuando la abrió, la película parecía borrosa y quebradiza. Dijo ásperamente:
—¿Esto es todo?
—¡Gratitud, muchacho, gratitud! —Nimmo se sentó soltando un gruñido, y sacó una manzana del bolsillo.
—Oh, estoy agradecido, pero es muy vieja.
—Y considérate afortunado con tenerla. Intenté conseguir una película en la Biblioteca del Congreso, pero en vano. El libro tenía restringido su uso.
—¿Y cómo conseguiste ésta, entonces?
—La robé. —Estaba mordisqueando ya el corazón de la manzana—. En la Pública de Nueva York.
—¿Qué?
—Fue sencillo. Yo tenía acceso a los depósitos, naturalmente. Así que salté una barandilla aprovechando un momento en que no había nadie cerca, cogí esto y me marché. Son muy confiados allí. No lo echarán en falta durante años… Sólo que será mejor que nadie te vea con ello, sobrino.
Foster miró la película como si quemara, literalmente. Nimmo tiró el corazón de la manzana y buscó otra.
—Es curioso. No hay nada más reciente en todo el campo de la neutrínica. Ni una monografía, ni un artículo, ni una nota. Nada desde el cronoscopio.
—Uh-houh —exclamó Foster, con aire ausente.
Foster trabajaba por las tardes en casa de Potterley. No podía confiar en hacerlo en su apartamento, situado en el campus. El trabajo vespertino acabó siendo para él más real que sus propias solicitudes de becas. A veces, esto le preocupaba, pero luego lo olvidaba.
Su trabajo consistía al principio simplemente en ver una vez y otra la película del texto. Después consistió en pensar (a veces mientras una sección del libro continuaba pasando por el proyector de bolsillo sin que le prestara atención).
A veces, Potterley bajaba a mirar y permanecía sentado con expresión ávida, como si esperase que los procesos del pensamiento se solidificaran y se hicieran visibles en todas sus circunvoluciones. Intervenía solamente de dos maneras. No permitía que Foster fumase y a veces hablaba.
Pero no se trataba de una conversación. Era, más bien, un monólogo en voz baja que no parecía ir destinado a nadie. Era como si estuviese aliviando con ello alguna presión interior.
¡Cartago! ¡Siempre Cartago!
Cartago, la Nueva York del Mediterráneo antiguo. Cartago, imperio comercial y reina de los mares. Cartago, todo lo que Siracusa y Alejandría pretendían ser. Cartago, calumniada por sus enemigos e inarticulada en su propia defensa.
Había sido derrotada una vez por Roma y expulsada luego de Sicilia y Cerdeña, pero compensó después sobradamente sus pérdidas extendiendo sus dominios por España e hizo surgir a Aníbal, que dio a los romanos dieciséis años de terror.
Al final, perdió una segunda vez, se reconcilió con el destino y volvió a edificar, con maltrechas herramientas, una tambaleante vida en un territorio reducido, con tan buenos resultados que la celosa Roma forzó deliberadamente una tercera guerra. Y entonces Cartago, sin nada más que sus manos desnudas y su tenacidad, construyó armas y obligó a Roma a una guerra de dos años que sólo terminó con la destrucción completa de la ciudad prefiriendo sus habitantes arrojarse a las llamas de sus casas incendiadas antes que rendirse.
—¿Podía la gente luchar así por una ciudad y una forma de vida tan mala como la pintaban los escritores antiguos? Aníbal era mejor general que cualquier romano, y sus soldados le eran absolutamente fieles. Hasta sus más encarnizados enemigos le elogiaban. Era un cartaginés. Se suele decir que era un cartaginés atípico, mejor que los otros, un diamante colocado entre basura. Pero ¿por qué, entonces, fue tan fiel a Cartago, incluso hasta la muerte después de años de exilio? Hablan de Moloch…
Foster no siempre escuchaba, pero a veces no podía evitarlo y se estremeció, horrorizado, al oír la sangrienta historia de los sacrificios de niños.
Pero Potterley continuó con voz grave:
—De todos modos, no es verdad. Se trata de un bulo que iniciaron hace dos mil quinientos años los griegos y los romanos. Ellos tenían sus propios esclavos, sus crucifixiones y su tortura, sus luchas de gladiadores. No eran santos. La historia de Moloch es lo que siglos después se habría llamado propaganda de guerra, la gran mentira. Yo puedo demostrar que era mentira. Puedo demostrarlo y por el cielo que lo haré…, lo haré…
Y murmuraba con toda seriedad esa promesa una y otra vez. La señora Potterley le visitaba también, pero con menos frecuencia, generalmente los martes y los jueves, días en que el doctor Potterley tenía clase vespertina y no se hallaba presente.
Parecía inmóvil, sin hablar apenas, con rostro inexpresivo, la mirada perdida en el vacío y una actitud general distante y retraída.
La primera vez, Foster, un tanto desosegado, intentó sugerirle que se marchara.
Ella, preguntó, sin inflexión en la voz:
—¿Le molesto?
—No, claro que no —mintió turbado Foster—. Es sólo que…, que… —No pudo terminar la frase.
Ella movió la cabeza con gesto afirmativo, como si aceptara una invitación a quedarse. Luego abrió una bolsa de tela y sacó un mazo de hojas de vitrón que empezó a tejer con rápidos y delicados movimientos de un par de esbeltos despolizadores de cuatro caras, cuyos cables con alimentación a pilas le hacían parecer como si sostuviera una gran araña.
Una noche, dijo suavemente:
—Mi hija, Laurel, tiene su edad.
Foster se sobresaltó, tanto por el súbito e inesperado sonido de su voz como por las palabras en sí. Dijo:
—No sabía que tuviese usted una hija, señora Potterley.
—Murió. Hace años.
Bajo las diestras manipulaciones, el vitrón iba adquiriendo la irregular forma de alguna prenda que Foster no podía identificar aún. No pudo hacer más que murmurar vagamente:
—Lo siento.
La señora Potterley suspiró.
—Sueño a menudo con ella. —Levantó los ojos, azules y distantes hacia él.
Foster parpadeó y apartó la vista.
Otra noche, le preguntó mientras tiraba de una de las láminas de vitrón que se adhería levemente a su vestido:
—¿Y qué es la visión del tiempo?
La pregunta interrumpió una cadena de pensamiento particularmente complicada, y Foster respondió con aspereza:
—El doctor Potterley puede explicárselo.
—Lo ha intentado. Oh, sí. Pero creo que es un poco impaciente conmigo. Él lo suele llamar cronoscopia. ¿Se ven realmente cosas del pasado, como en los tridimensionales? ¿O se limita a hacer líneas de puntitos como el ordenador que usted utiliza?
Foster miró con disgusto su ordenador de mano. Funcionaba bastante bien, pero había que controlar manualmente cada operación y las respuestas se obtenían en código. Si pudiera utilizar el ordenador de la Universidad…, bueno, ¿para qué soñar? Ya llamaba demasiado la atención llevando bajo el brazo un ordenador de mano todas las tardes al salir de su despacho.
Dijo:
—Nunca he visto el cronoscopio, pero tengo la impresión de que se ven realmente imágenes y se oyen sonidos.
—¿Se puede oír hablar también a la gente?
—Creo que sí. —Y, luego, casi con desesperación—: Mire, señora Potterley, esto debe de ser terriblemente aburrido para usted. Comprendo que no le agrade dejar sola a una visita pero la verdad es, señora Potterley, que no debe sentirse obligada…
—No me siento obligada —dijo ella—. Estoy esperando.
—¿Esperando? ¿Qué?
Con tono sosegado, ella respondió:
—Le escuché a usted aquella primera noche. La vez en que usted habló con Arnold. Estuve escuchando en la puerta.
—¿De veras?
—Sé que no hubiera debido hacerlo, pero estaba terriblemente preocupada por Arnold. Tenía la idea de que iba a hacer algo que no debía, y quería saber de qué se trataba. Y luego, cuando oí…
Se interrumpió, inclinándose sobre el vitrón y mirándolo fijamente.
—¿Qué oyó, señora Potterley?
—Que usted no quería construir un cronoscopio.
—Bueno, claro que no.
—Pensé que quizá cambiaría usted de idea.
Foster la fulminó con la mirada.
—¿Quiere decir que baja usted aquí con la esperanza de que yo construya un cronoscopio?
—Confío en que lo haga, doctor Foster. Oh, espero que sí.
Fue como si, de pronto, hubiera caído de su cara un difuso velo, dejando ver con toda nitidez sus facciones, poniendo color en sus mejillas, vida en sus ojos, la vibración de algo cercano a la excitación en su voz.
—¿No sería maravilloso tener uno? —murmuró—. Las personas del pasado podrían vivir de nuevo. Faraones y reyes y… personas. Espero que construya usted uno, doctor Foster. Realmente… espero…
Pareció atragantarse con la intensidad de sus propias palabras y dejó resbalar de su regazo las láminas de vitrón. Se levantó y subió corriendo la escalera del sótano, mientras los ojos de Foster seguían con asombro y turbación sus desgarbados movimientos.
Las noches de Foster se iban tornando insomnes y angustiosamente llenas de pensamientos. Era casi como una indigestión mental.
Sus solicitudes de subvención económica llegaron por fin, trabajosamente, a Ralph Nimmo. Apenas si albergaba esperanzas respecto a ellas. Pensó de un modo confuso: No serán aprobadas.
Si tal cosa ocurría, naturalmente, ello provocaría un escándalo en el departamento y, con toda seguridad, significaría que no sería renovado su nombramiento en la Universidad al término del año académico.
No le preocupaba. Lo que le interesaba era el neutrino, el neutrino, sólo el neutrino. Su rostro se curvaba y torcía bruscamente y le llevaba por inexploradas sendas que ni siquiera Sterbinski y LeMarr habían seguido.
Llamó a Nimmo.
—Tío Ralph, necesito unas cuantas cosas. Te estoy llamando desde fuera del campus.
El rostro de Nimmo en la pantalla era jovial, pero su voz era áspera. Dijo:
—Lo que necesitas es un curso de comunicación. Me está costando un triunfo poner de forma inteligible tu solicitud. Si me llamas por eso…
Foster meneó la cabeza con impaciencia.
—No te llamo por eso. Necesito estas cosas.
Garrapateó rápidamente en un pedazo de papel y lo sostuvo ante el receptor.
Nimmo lanzó una exclamación.
—Eh, ¿cuántas tretas crees que puedo poner en práctica?
—Puedes conseguirlas, tío. Sabes que puedes.
Nimmo releyó la lista con silenciosos movimientos de sus gordezuelos labios, y su rostro adoptó una expresión grave.
—¿Qué ocurrirá cuando reúnas esas cosas? —preguntó.
Foster meneó la cabeza.
—Tendrás la exclusiva de los derechos de publicación en ediciones populares de lo que resulte, como siempre. Pero, por favor, no me hagas preguntas ahora.
—No puedo hacer milagros, ya lo sabes.
—Haz éste. Tienes que hacerlo. Tú eres un escritor de temas científicos, no un investigador. No necesitas dar explicaciones de nada. Tienes amigos y relaciones. Ellos te pondrán echar una mano.
—Tu fe es conmovedora, sobrino. Lo intentaré.
Nimmo lo consiguió. El material y el equipo fueron llevados una noche en un amplio coche particular. Nimmo y Foster lo descargaron con los gruñidos de hombres no acostumbrados al trabajo manual.
Potterley apareció en la puerta del sótano cuando se hubo marchado Nimmo.
—¿Para qué es eso? —preguntó suavemente.
Foster se apartó el pelo de la frente y se frotó con cuidado una muñeca magullada. Dijo:
—Quiero realizar unos cuantos experimentos sencillos.
—¿De veras? —Los ojos del historiador relucieron de excitación.
Foster se sentía explotado. Sentía como si estuviera siendo llevado por un peligroso camino por unos dedos que le tirasen de la nariz; como si pudiera ver claramente la perdición que le esperaba al final del sendero y, sin embargo, caminaba ávida y decididamente. Lo peor de todo era que tenía la impresión de que los dedos que le oprimían imperiosamente la nariz eran los suyos.
Fue Potterley quien lo empezó, Potterley, que estaba allí ahora, rebosante de satisfacción; pero la compulsión era exclusivamente suya.
Foster dijo agriamente:
—Voy a necesitar estar solo ahora. Potterley. No quiero que usted y su esposa anden bajando aquí y molestándome.
Pensó: Si esto le ofende, que me eche. Que ponga fin a todo esto.
Pero en el fondo no pensaba que el ser expulsado pusiera fin a nada.
No ocurrió nada, sin embargo. Potterley no dio muestras de sentirse ofendido. Su mirada apacible no había cambiado. Dijo:
—Desde luego, doctor Foster, desde luego. Toda la soledad que desee.
Foster se le quedó mirando mientras se marchaba. Siguió solo, por el camino, perversamente alegre por ello y odiándose a sí mismo por sentirse alegre.
Tomó la costumbre de quedarse a dormir en un catre en el sótano de casa de los Potterley, y pasarse allí todos los fines de semana.
Durante ese período, le llegó la primera noticia de que habían sido aprobadas sus dotaciones económicas (tal como las había preparado Nimmo). El jefe del departamento llevó la noticia y le felicitó.
Foster le miró con aire distante y murmuró: «Estupendo, me alegro», con tan poca convicción, que el otro frunció el ceño y se alejó sin decir nada más.
Foster no volvió a pensar en el asunto. Era una cuestión sin importancia, a la que no valía la pena prestar atención. Estaba planeando algo realmente importante, una prueba crucial para esa noche.
Una noche, una segunda y una tercera y, luego, ojeroso y casi fuera de sí a causa de la excitación, llamó a Potterley.
Potterley bajó la escalera y paseó la vista por la maquinaria de fabricación casera. Dijo, con su voz suave:
—Las facturas de electricidad son muy elevadas. No me importa el gasto, pero podría suscitar extrañeza en Administración. ¿Se puede hacer algo?
Era una noche calurosa, pero Potterley llevaba el cuello ajustado y chaqueta. Foster, que iba en camiseta, levantó sus fatigados ojos y dijo con voz débil:
—Ya no será por mucho más tiempo, doctor Potterley. Le he llamado para decirle una cosa. Se puede construir un cronoscopio. Pequeño, naturalmente, pero se puede construir.
Potterley se agarró a la barandilla. Sintió que se le doblaban las rodillas. Con un hilo de voz, preguntó:
—¿Se puede construir aquí?
—Aquí, en el sótano —respondió Foster, con voz fatigada.
—Santo Dios. Usted dijo…
—Sé lo que dije —exclamó Foster con impaciencia—. Dije que no se podía hacer. Yo no sabía nada entonces. Ni siquiera Sterbinski sabía nada.
Potterley meneó la cabeza.
—¿Está seguro? ¿No se equivoca, doctor Foster? Yo no podría soportarlo si…
—No me equivoco —le interrumpió—. Maldita sea, señor, si hubiera bastado con la teoría, podríamos haber tenido un visor de tiempo hace cien años, cuando se postuló por primera vez el neutrino. Lo malo fue que los investigadores originales lo consideraban sólo una partícula misteriosa, sin masa ni carga, que no podía ser detectada. Se trataba sólo de algo necesario para equilibrar la contabilidad y salvar la ley de la conservación de la masa y la energía.
No estaba seguro de que Potterley supiera de qué estaba hablando. No le importaba. Necesitaba un respiro. Tenía que proyectar hacia fuera parte de las ideas que iban tomando forma… Y necesitaba una base para lo que tendría que decirle luego a Potterley.
Continuó:
—Fue Sterbinski quien primero descubrió que el neutrino atravesaba la barrera transversal espacio-tiempo, que se movía a través del tiempo, además de a través del espacio. Fue Sterbinski quien primero ideó un método para detener neutrinos. Inventó un registrador de neutrinos y aprendió a interpretar el modelo del flujo de neutrinos. Naturalmente, el flujo había sido afectado y deflectado por toda la materia que había atravesado en su paso a través del tiempo, y las deflecciones podían ser analizadas y convertidas en las imágenes de la materia que había actuado como deflectora. La visión del tiempo era posible. Incluso las vibraciones del aire se podían detectar de esta manera y se las podía convertir en sonido.
Claramente, Potterley no le escuchaba. Dijo:
—Sí, sí. Pero ¿puede usted construir un cronoscopio?
—Déjeme terminar —le instó con voz apremiante Foster—. Todo depende del método empleado para detectar y analizar el flujo de neutrinos. El método de Sterbinski era difícil y tortuoso. Requería montañas de energía. Pero yo he estudiado seudogravítica, doctor Potterley, la ciencia de los campos gravitatorios artificiales, me he especializado en el comportamiento de la luz en tales campos. Es una ciencia nueva. Sterbinski no sabía nada de ella. De haberlo sabido, habría concebido, como lo habría hecho cualquiera, un método mejor y más eficaz de detectar neutrinos mediante el uso de un campo seudogravítico. Yo mismo, si hubiera sabido más neutrínica, lo habría visto enseguida.
A Potterley se le iluminó la cara.
—Lo sabía —dijo—. Aunque impidan la investigación en el campo de la neutrínica, el Gobierno no puede tener la certeza de que los descubrimientos realizados en otros sectores de la ciencia no reflejen algún conocimiento sobre neutrínica. Ése es el valor de que se dirija la ciencia de manera centralizada. Lo pensé hace mucho, doctor Foster, antes de que usted viniera a trabajar aquí.
—Le felicito —dijo Foster—, pero hay una cosa…
—Oh, no tiene importancia. Respóndame. Por favor. ¿Cuándo puede usted construir un cronoscopio?
—Estoy tratando de decirle algo, doctor Potterley. Un cronoscopio no le servirá de nada.
(Ya está, pensó Foster).
Potterley descendió lentamente la escalera. Se detuvo ante Foster.
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué no me servirá?
—Usted no verá Cartago. Eso es lo que tengo que decirle. Es adonde quería ir a parar. No se puede ver Cartago.
Potterley meneó levemente la cabeza.
—Oh, no, se equivoca usted. Si se tiene el cronoscopio, basta con enfocarlo adecuadamente…
—No, doctor Potterley. No es cuestión de enfoque. Hay factores aleatorios que afectan al flujo de neutrinos, como afectan a todas las partículas subatómicas. Es lo que llamamos el principio de incertidumbre. Cuando el flujo es registrado e interpretado, el factor aleatorio se manifiesta de una manera borrosa, como un «ruido», como lo llaman los profesionales de comunicaciones. Cuanto más lejos se penetra en el tiempo, más borroso es, mayor el ruido. Al cabo de un rato, el ruido ahoga a la imagen. ¿Comprende?
—Más potencia —musitó Potterley.
—Será inútil. Cuando el ruido difumina los detalles, si se aumenta el detalle se aumenta también el ruido. No se puede ver nada en una película velada ampliándola, ¿no? Métase esto ahora en la cabeza. La naturaleza física del Universo impone límites. Los movimientos térmicos aleatorios de las moléculas de aire establecen límites en cuanto a la debilidad de sonido susceptible de ser detectada por cualquier instrumento. La longitud de una onda luminosa o de una onda electrónica fija límites al tamaño de los objetos que pueden ser vistos por cualquier instrumento. Lo mismo ocurre en la cronoscopia. Sólo se puede ver en el tiempo hasta cierta distancia.
—¿Cuánta distancia? ¿Cuánta distancia?
Foster hizo una profunda inspiración.
—Un siglo y cuarto. Es lo máximo.
—Pero el boletín mensual que publica la Comisión trata casi exclusivamente de historia antigua. —El historiador soltó una trémula risita—. Debe de estar usted equivocado. El Gobierno tiene datos que se remontan al año 3000 antes de Cristo.
—¿Cuándo ha empezado usted a creerlo? —preguntó Foster con tono desdeñoso—. Empezó usted este asunto demostrando que mentía, que ningún historiador había hecho uso del cronoscopio. ¿Comprende ahora por qué? Ningún historiador, excepto uno interesado en historia contemporánea, podría hacerlo. Ningún cronoscopio podría, en ninguna circunstancia, ver en el tiempo más allá de 1920.
—Se equivoca. Usted no lo sabe todo —dijo Potterley.
—La verdad tampoco se doblegará a su conveniencia. Hágale frente. El Gobierno participa en esto para consumar un engaño.
—¿Por qué?
—No lo sé.
A Potterley le temblaban las aletas de su chata nariz. Tenía los ojos desencajados. Suplicó:
—Es sólo teoría, doctor Foster. Construya un cronoscopio. Construya uno y haga la prueba.
Foster agarró súbitamente a Potterley por los hombros, apretándole con fuerza.
—¿Cree que no lo he hecho? ¿Cree que le diría esto antes de haberlo comprobado de todas las maneras posibles? He construido uno. Lo tiene a su alrededor. ¡Mire!
Corrió a los interruptores que daban paso a la corriente. Los fue pulsando, uno a uno. Hizo girar una resistencia, ajustó otros botones, apagó las luces del sótano.
—Espere. Deje que se caliente.
Surgió un pequeño resplandor hacia el centro de una pared. Potterley estaba farfullando incoherentemente, pero Foster se limitó a exclamar de nuevo:
—¡Mire!
La luz se intensificó, se hizo más brillante, se disgregó en un conjunto de luces y sombras. ¡Hombres y mujeres! Borrosos. Facciones imprecisas. Los brazos y las piernas, simples rayas. Pasó a toda velocidad un anticuado automóvil, de líneas imprecisas pero reconocible como uno de los que en otro tiempo utilizaban motores de combustión interna accionados por gasolina.
Foster dijo:
—Mediados del siglo XX, en alguna parte. No puedo conectarle aún un audio, así que éste es mudo. Más adelante, podremos añadirle sonido. De todos modos, mediados del siglo XX es casi lo más atrás que podemos ir. Créame, no puede enfocarse mejor.
—Construya una máquina más grande —dijo Potterley—, una más fuerte. Mejore sus circuitos.
—No es posible eliminar el principio de incertidumbre, lo mismo que no se puede vivir en el sol. Existen límites físicos a lo que se puede hacer.
—Está usted mintiendo. No le creo. Yo…
Sonó una nueva voz, se elevó con estridencia para hacerse oír.
—¡Arnold! ¡Doctor Foster!
El joven físico se volvió inmediatamente. El doctor Potterley permaneció inmóvil unos momentos y, luego, dijo, sin volverse:
—¿Qué ocurre, Caroline? Déjanos solos.
—¡No! —La señora Potterley bajó las escaleras—. Lo he oído. No he podido por menos de oírlo. ¿Tiene usted aquí un visor de tiempo, doctor Foster? ¿Aquí, en el sótano?
—Sí, señora Potterley. Una especie de visor de tiempo. No es muy bueno. No puedo conseguir sonido aún, y la imagen sale demasiado borrosa, pero funciona.
La señora Potterley entrelazó las manos y las apretó con fuerza contra su pecho.
—Es maravilloso. Es maravilloso.
—No es maravilloso en absoluto —exclamó Potterley—. El muy necio no puede remontarse más allá de…
—Oiga, mire… —Empezó Foster, exasperado.
—¡Por favor! —exclamó la señora Potterley—. Escúchame, Arnold, ¿no comprendes que mientras podamos usarla para remontamos veinte años podremos ver otra vez a Laurel? ¿Qué nos importan Cartago y los tiempos antiguos? Podemos ver a Laurel. Ella volverá a estar viva para nosotros. Deje la máquina aquí, doctor Foster. Enséñenos cómo funciona.
Foster se la quedó mirando y, luego, miró a su marido. El rostro del doctor Potterley se había vuelto blanco. Aunque su voz se mantenía baja y serena, su calma se había esfumado. Dijo:
—¡Eres una estúpida!
—¡Arnold! —exclamó débilmente Caroline.
—Digo que eres una estúpida. ¿Qué verás? El pasado. El pasado muerto. ¿Hará Laurel una sola cosa que no hiciera antes? ¿Verás una sola cosa que no hayas visto? ¿Vivirás tres años una y otra vez, mirando a una niña que nunca crecerá por mucho tiempo que la mires?
Estuvo a punto de quebrársele la voz, pero se contuvo. Se acercó a ella, la agarró por los hombros y la sacudió con rudeza.
—¿Sabes lo que te pasará si haces eso? Vendrán a llevarte de aquí porque te volverás loca. Sí, loca. ¿Quieres que te sometan a tratamiento mental? ¿Quieres que te encierren y te practiquen la exploración psíquica?
La señora Potterley se soltó. No había ni rastro de suavidad ni de vacilación en ella. Se había convertido en una arpía.
—Quiero ver a mi hija, Arnold. Ella está en esa máquina, y quiero verla.
—Ella no está en la máquina. Es una imagen. ¿No lo comprendes? ¡Una imagen! ¡Algo que no es real!
—Quiero a mi hija. ¿Me oyes? —Se lanzó sobre él, gritando y golpeando con los puños—. Quiero a mi hija.
El historiador retrocedió con un grito ante la furia del ataque. Foster se adelantó para interponerse entre ellos, cuando la señora Potterley se desplomó, sollozando violentamente, al suelo.
Potterley se volvió, buscando desesperadamente con los ojos. Con súbito impulso, agarró una barra Lando, arrancándola de su soporte y volviéndose antes de que Foster, paralizado por todo lo que estaba sucediendo, pudiese moverse para detenerle.
—¡Atrás —jadeó Potterley—, o le mato! Se lo juro.
Movió con fuerza el brazo hacia él, y Foster dio un salto hacia atrás.
Potterley se volvió con furia sobre cada parte de la estructura montada en el sótano, y Foster, después del primer chasquido de cristales rotos, se le quedó mirando, aturdido.
Potterley desahogó su furia y, luego, se detuvo entre un montón de astillas y despojos, con una barra rota en la mano. Dijo a Foster en un susurro:
—Y ahora, váyase y no vuelva más. Si alguna de estas cosas le ha costado algo, mándeme la factura, y le pagaré. Le pagaré el doble.
Foster se encogió de hombros, cogió su camisa y comenzó a subir la escalera del sótano. Oyó a la señora Potterley sollozar fuertemente y, al volverse en lo alto de la escalera para echar una última ojeada, vio al doctor Potterley inclinándose sobre ella con rostro afligido.
Dos días después, cuando se aproximaba ya el final del día de clase y Foster miraba fatigadamente a su alrededor para ver si había algún dato sobre sus recién aprobados proyectos que quisiera llevarse a casa, apareció de nuevo el doctor Potterley. Estaba en pie ante la puerta abierta del despacho de Foster.
El historiador iba pulcramente vestido, como siempre. Levantó la mano en un gesto que era demasiado vago para ser un saludo y demasiado imperfecto para ser un ruego. Foster le miró con semblante inexpresivo.
Potterley dijo:
—He esperado hasta las cinco, hasta que usted estuviese… ¿Puedo entrar?
Foster asintió con la cabeza.
Potterley dijo:
—Supongo que debo pedir disculpas por mi comportamiento. Me sentía terriblemente decepcionado, no era dueño de mis actos. Sin embargo, fue inexcusable.
—Acepto sus disculpas —dijo Foster—. ¿Eso es todo?
—Creo que mi mujer le ha llamado.
—Sí, en efecto.
—Ha permanecido en un estado de absoluto histerismo. Me dijo que lo había hecho, pero no podía estar seguro.
—Me ha llamado.
—¿Podría usted decirme…, tendría la amabilidad de decirme qué quería?
—Quería un cronoscopio. Dijo que tenía algún dinero propio. Estaba dispuesta a pagar.
—¿Han… han llegado a algún acuerdo?
—Le dije que no me dedicaba al negocio de la fabricación.
—Excelente —respiró Potterley, ensanchando el pecho con expresión de alivio—. Por favor, no admita llamadas de ella. No está… completamente…
—Mire, doctor Potterley —dijo Foster—. No quiero entrometerme en disputas domésticas, pero más le vale que esté preparado para algo. Cualquiera puede construir cronoscopios. Con unas pocas y sencillas piezas que se pueden comprar a través de algún centro de ventas de etérica, se pueden construir en un taller casero. La parte de vídeo, al menos.
—Pero nadie pensará jamás en ello, aparte de usted, ¿verdad? Nadie lo ha hecho.
—No tengo intención de mantenerlo en secreto.
—Pero no puede publicarlo. Es investigación ilegal.
—Eso ya no importa, doctor Potterley. Si pierdo mis becas, las pierdo. Si la Universidad está descontenta, dimitiré. Simplemente, no importa.
—¡Pero usted no puede hacer eso!
—Hasta ahora —dijo Foster— a usted no le importaba que yo me arriesgara a perder mis becas y mi puesto. ¿Por qué le preocupa tanto ahora? Permítame que le explique una cosa. Cuando usted se dirigió a mí por primera vez, yo creía en la investigación organizada y dirigida; en otras palabras, en la situación existente. Le consideraba a usted un anarquista intelectual, doctor Potterley, y peligroso. Pero, por una razón u otra, yo mismo llevo ya meses siendo un anarquista intelectual y he logrado grandes cosas.
»Esas cosas han sido logradas no porque yo sea un brillante científico. En absoluto. Era sólo que la investigación científica había sido dirigida desde arriba y quedaban huecos que podían ser llenados por cualquiera que mirase en la dirección adecuada. Y cualquiera habría podido hacerlo si el Gobierno no hubiera procurado tan activamente impedirlo.
»Entiéndame bien. Sigo creyendo que la investigación dirigida puede ser útil. No soy partidario de un retroceso a la anarquía total. Pero tiene que haber un término medio. La investigación dirigida puede conservar flexibilidad. A un científico se le debe permitir seguir su curiosidad, al menos en su tiempo libre.
Potterley se sentó. Dijo, en tono agradable:
—Discutamos esto, Foster. Yo aprecio su idealismo. Es usted joven; quiere la luna. Pero no puede destruirse a sí mismo con fantásticas ideas acerca de en qué debe consistir la investigación. Yo le metí en esto. Yo soy el responsable y me lo reprocho amargamente. Actuaba de modo emocional. Mi interés por Cartago me cegó y me porté como un maldito imbécil.
—¿Quiere decir que ha cambiado usted por completo en dos días? —le interrumpió Foster—. ¿Cartago no es nada? ¿La represión gubernamental de la investigación no es nada?
—Hasta un maldito imbécil como yo puede aprender, Foster. Mi mujer me ha enseñado algo. Ahora entiendo las razones del Gobierno para ocultar la neutrínica. Hace dos días, no. Y, al comprenderlo, lo apruebo. Usted vio cómo reaccionó mi mujer ante la noticia de que había un cronoscopio en el sótano. Yo había pensado en un cronoscopio utilizado con una finalidad investigadora. Todo lo que ella podía ver era el placer personal de retornar neuróticamente a un pasado personal, a un pasado muerto. El investigador puro, Foster, está en minoría. Personas como mi mujer podrían más que nosotros.
»Si el Gobierno hubiera estimulado la cronoscopia, ello habría significado que sería visible el pasado de todo el mundo. Los funcionarios públicos se verían sometidos a chantaje y a una indebida presión, ya que, ¿quién tiene un pasado absolutamente limpio? El Gobierno organizado podría resultar imposible.
Foster se pasó la lengua por los labios.
—Quizás el Gobierno tenga alguna justificación a sus propios ojos. Pero aquí se halla implicado un importante principio. ¿Quién sabe qué otros avances científicos están siendo impedidos porque se fuerza a los científicos a caminar por un estrecho sendero? Si el cronoscopio se convierte en el terror de unos cuantos políticos, es un precio que hay que pagar. El público debe comprender que la ciencia debe ser libre y no hay forma más dramática de hacerlo que publicar mi descubrimiento, de una manera o de otra, legal o ilegalmente.
Potterley tenía la frente empapada de sudor, pero su voz se mantuvo serena.
—Oh, no sólo unos cuantos políticos, doctor Foster. No piense eso. Sería mi terror también. Mi mujer se pasaría el tiempo viviendo con nuestra hija muerta. Se iría apartando más de la realidad. Se volvería loca viviendo las mismas escenas una y otra vez. Y no sólo mi terror. Habría otros como ella. Hijos en busca de sus padres muertos o de su propia juventud. Tendremos un mundo que vivirá en el pasado. Locura absoluta.
Foster dijo:
—No hay que dejar que se interpongan juicios morales. No ha habido en ningún momento de la historia un solo avance que la Humanidad no haya tenido el ingenio de pervertir. La Humanidad debe tener también el ingenio de prevenir. En cuanto al cronoscopio, sus escrutadores del pasado muerto no tardarán en cansarse. Sorprenderán a sus amados padres en algo que sus amados padres hicieron y perderán su entusiasmo por todo ello. Pero todo esto es trivial. Por lo que a mí se refiere, es cuestión de un importante principio.
Potterley dijo:
—Olvide su principio. ¿No puede comprender a los hombres y a las mujeres igual que a su principio? ¿No comprende que mi mujer vivirá el incendio que mató a nuestra hija? No podrá evitar hacerlo. La conozco. Seguirá cada paso, tratando de impedirlo. Lo vivirá una y otra vez, esperando cada una de ellas que no suceda. ¿Cuántas veces quiere usted matar a Laurel? —Su voz se había hecho levemente ronca.
Un pensamiento cruzó la mente de Foster.
—¿Qué es lo que realmente teme que averigüe ella, doctor Potterley? ¿Lo que ocurrió la noche del incendio?
El historiador se tapó rápidamente la cara con las manos, que le empezaron a temblar, sacudidas por sus sollozos. Foster se volvió y miró por la ventana, sintiéndose incómodo.
Al cabo de un rato, Potterley dijo:
—Hacía mucho que no pensaba en ello. Caroline estaba fuera. Yo me había quedado cuidando a la niña. Entré en su cuarto para ver si estaba bien tapada. Llevaba un cigarrillo en la boca…, yo fumaba en aquellos tiempos. Debí apagarlo antes de dejarlo en el cenicero que había sobre la cómoda. Siempre tenía cuidado. La niña estaba bien. Regresé a la sala de estar y me quedé dormido delante del vídeo. Desperté medio asfixiado, rodeado de llamas. No sé cómo empezó.
—Pero usted piensa que pudo ser el cigarrillo, ¿verdad? —dijo Foster—. Un cigarrillo que, por una vez, olvidó usted apagar.
—No lo sé. Intenté salvarla, pero estaba muerta en mis brazos cuando salí.
—Y supongo que nunca contó a su mujer lo del cigarrillo.
Potterley negó con la cabeza.
—Pero he vivido con ello.
—Sólo que ahora, con el cronoscopio, ella se enterará. Quizá no fuera solamente el cigarrillo. Quizá lo apagó usted. ¿No es posible eso?
Las escasas lágrimas se habían secado en el rostro de Potterley, que aparecía ahora un poco menos congestionado.
—No puedo correr ese riesgo…, pero no se trata sólo de mí, Foster. El pasado tiene sus terrores para la mayoría de las personas. No desatemos esos terrores sobre la especie humana.
Foster empezó a pasear de un lado a otro. En cierto modo, esto explicaba la razón del violento e irracional deseo de Potterley de ensalzar a los cartagineses, de divinizarlos, sobre todo, de demostrar la falsedad de sus supuestos crueles sacrificios a Moloch. Liberándoles de la culpa de infanticidio por medio del fuego, se liberaba simbólicamente él también de la misma culpa.
Así pues, el mismo fuego que le había impulsado a promover la construcción de un cronoscopio estaba ahora impulsándole a su destrucción.
Foster le miró con tristeza.
—Comprendo su postura, doctor Potterley, pero esto está por encima de los sentimientos personales. Tengo que eliminar esta asfixiante garra que atenaza la garganta de la ciencia.
—Quiere decir —replicó Potterley— que desea la fama y la riqueza que acompañan a semejante descubrimiento.
—Lo de la riqueza no lo sé, pero supongo que también influye. Soy humano.
—¿No mantendrá secreto su conocimiento?
—Bajo ninguna circunstancia.
—Bien, entonces… —El historiador se puso en pie y le miró con ferocidad.
Foster se sintió aterrorizado por un momento. El hombre era más viejo que él, más bajo, más débil, y no parecía ir armado. Sin embargo…
Foster dijo:
—Si está pensando en matarme o en cualquier otra locura semejante, tengo la información en una caja fuerte, donde las personas adecuadas la encontrarán si se produce mi desaparición o mi muerte.
—No sea necio —replicó Potterley, y salió a grandes zancadas.
Foster cerró la puerta, echó la llave y se sentó a pensar. Se sentía un poco estúpido. No tenía ninguna información en una caja fuerte, naturalmente. De ordinario, nunca se le habría ocurrido algo tan melodramático. Pero se le había ocurrido ahora.
Sintiéndose aún más estúpido, pasó una hora escribiendo las ecuaciones y la aplicación de la óptica seudogravítica al registro neutrínico y varios diagramas referidos a detalles técnicos de la construcción. Lo guardó todo en un sobre, en el exterior del cual garrapateó el nombre de Ralph Nimmo.
Pasó una noche inquieta, y a la mañana siguiente, camino de la Universidad, dejó el sobre en el Banco, dando instrucciones adecuadas a un empleado, que le hizo firmar un papel autorizando a que la caja fuese abierta después de su muerte.
Llamó a Nimmo para informarle de la existencia del sobre, pero se negó a decirle nada sobre su contenido.
Nunca se había sentido tan ridículamente incómodo como en aquel momento.
Aquella noche y la siguiente, Foster durmió agitadamente, a saltos, enfrentado al problema práctico de cómo publicar datos obtenidos en forma contraria a la ética.
Las Actas de la Sociedad de Seudogravítica, que era la publicación con la que mejores relaciones tenía, no tocaría, ciertamente, ningún artículo que no incluyera la mágica nota de pie de página: «El trabajo que se describe en este artículo ha sido posible gracias a la subvención número tantos de la Comisión de Investigación de las Naciones Unidas».
Y menos aún lo haría el Diario de Física.
Estaban también otros periódicos menos importantes que pasarían por alto la naturaleza del artículo en aras del sensacionalismo, pero eso requeriría una pequeña negociación financiera que no estaba muy decidido a emprender. En conjunto, quizá fuera mejor pagar el coste de publicar un pequeño folleto para su distribución entre los estudiosos. En ese caso, incluso podría prescindir de los servicios de un escritor científico, sacrificando el estilo a la rapidez. Tendría que encontrar un impresor de confianza. Tío Ralph tal vez conociera alguno.
Caminó por el pasillo hasta su despacho y se preguntó ansiosamente si no debería no perder más tiempo, poner fin a su indecisión y correr el riesgo de llamar a Ralph desde el teléfono de su despacho. Estaba tan absorto en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que la estancia se hallaba ocupada hasta que se separó del armario ropero y se acercó a su escritorio.
Estaba allí el doctor Potterley, acompañado de un hombre a quien Foster no reconoció.
Foster se los quedó mirando.
—¿Qué es esto?
Potterley dijo:
—Lo siento, pero tenía que poner fin a sus actividades.
Foster continuó mirándoles con fijeza.
—¿De qué está usted hablando?
Intervino el desconocido:
—Permítame que me presente. —Tenía los dientes grandes y un poco desiguales, que se destacaban cuando sonreía—. Soy Thaddeus Araman, jefe de departamento de la División de Cronoscopia. He venido a verle con respecto a la información que me ha suministrado el profesor Arnold Potterley y que ha sido confirmada por nuestras propias fuentes…
—Yo he asumido toda la responsabilidad, doctor Foster —dijo con voz entrecortada el doctor Potterley—. He explicado que fui yo quien le persuadió contra su voluntad para efectuar prácticas contrarias a la ética. He ofrecido aceptar toda la responsabilidad y el castigo correspondiente. No deseo que sufra usted ningún daño. Es sólo que la cronoscopia no debe ser permitida.
Araman asintió.
—Él ha asumido la responsabilidad, como dice, doctor Foster, pero este asunto ha escapado ya de sus manos.
—¿Y qué va usted a hacer? —preguntó Foster—. ¿Vetar todas mis peticiones de ayuda a la investigación?
—Tengo poder para ello —dijo Araman.
—¿Ordenar a la Universidad que me despida?
—También tengo poder para eso.
—Muy bien. Adelante. Considérelo hecho. Abandonaré mi despacho ahora mismo, con usted. Puedo mandar a recoger mis libros más tarde. Si insiste, dejaré mis libros. ¿Eso es todo?
—No exactamente —dijo Araman—. Debe usted comprometerse a no proseguir sus investigaciones sobre la cronoscopia, a no publicar ninguno de sus descubrimientos sobre cronoscopia y, por supuesto, a no construir ningún cronoscopio. Permanecerá indefinidamente bajo vigilancia a fin de garantizar que cumple usted su promesa.
—¿Y si me niego a prometerlo? ¿Qué puede usted hacer? Investigar fuera de mi campo propio puede ser una conducta carente de ética, pero no es un delito.
—En el caso de la cronoscopia, mi joven amigo —dijo pacientemente Araman—, es un delito. Si es necesario, será usted llevado a la cárcel y se le retendrá allí.
—¿Por qué? —gritó Foster—. ¿Qué hay de mágico en la cronoscopia?
—Así son las cosas —dijo Araman—. No podemos permitir nuevos avances en este campo. Mi trabajo consiste, fundamentalmente, en asegurar que eso no ocurra, y me propongo realizar mi trabajo. Por desgracia, ni yo ni nadie de mi departamento sabíamos que la óptica de los campos de seudogravedad tenía una aplicación tan inmediata a la cronoscopia, pero en lo sucesivo la investigación será adecuadamente guiada también en ese aspecto.
—No servirá de nada —dijo Foster—. Puede ser aplicable a alguna otra cosa que ni usted ni yo imaginamos. La ciencia es un todo indivisible. Si quiere usted detener una parte, tiene que detenerla toda.
—No hay duda de que en teoría eso es verdad —dijo Araman—. En la práctica, sin embargo, hemos logrado bastante bien mantener durante cincuenta años la cronoscopia en el nivel original que estableció Sterbinski. Como le hemos sorprendido a usted a tiempo, doctor Foster, esperamos seguir haciéndolo indefinidamente. Y tampoco habríamos estado tan cerca del desastre si yo hubiera prestado la debida atención al doctor Potterley.
Se volvió hacia el historiador y enarcó las cejas en una especie de humorístico auto reproche.
—Me temo, señor, que en nuestra primera entrevista le consideré a usted un mero profesor de Historia y nada más. Si yo hubiera realizado debidamente mi trabajo y hubiera efectuado comprobaciones sobre usted, esto no habría sucedido.
Foster preguntó bruscamente:
—¿Se le permite a alguien utilizar el cronoscopio del Gobierno?
—A nadie ajeno a nuestra división y bajo ningún pretexto. Se lo digo porque me parece evidente que usted ya lo ha adivinado. Pero le advierto que el repetirlo constituirá una trasgresión criminal, no ética.
—Y su cronoscopio no se remonta más allá de unos 125 años, ¿verdad?
—En efecto.
—Entonces, ¿su boletín con los relatos de visión de tiempos antiguos es un engaño?
Araman respondió fríamente:
—Con el conocimiento que usted tiene ahora, es evidente que sabe con certeza que lo es. No obstante, se lo confirmo. El boletín mensual es un engaño.
—En ese caso —dijo Foster—, no prometeré mantener en secreto mis conocimientos sobre cronoscopia. Si quiere usted detenerme, adelante. Mi defensa en el juicio será suficiente para destruir el perverso castillo de naipes de la investigación dirigida y derribarlo. Dirigir la investigación es una cosa, y otra completamente distinta es suprimirla y privar a la Humanidad de sus beneficios.
—Aclaremos una cosa, doctor Foster —replicó Araman—. Si no coopera, irá usted directamente a la cárcel. No verá a un abogado, no será procesado, no tendrá un juicio. Simplemente, permanecerá en la cárcel.
—Oh, no —dijo Foster—. Fanfarronea usted. No estamos en el siglo XX.
Se oyó un revuelo fuera del despacho, ruido de pisadas y un agudo grito que Foster estuvo seguro de reconocer. Se abrió de golpe la puerta, rota la cerradura, y entraron tres figuras entrelazadas, dando tumbos.
Al hacerlo, uno de los hombres levantó una porra y golpeó fuertemente con ella a otro en la cabeza.
Se oyó un silbido de aire expulsado, y el que había recibido el golpe en la cabeza se tambaleó sin fuerzas.
—¡Tío Ralph! —exclamó Foster.
Araman frunció el ceño.
—Póngale en esa silla —ordenó—, y traigan un poco de agua.
Ralph Nimmo, frotándose cuidadosamente la cabeza, dijo con disgusto:
—No hacía falta ponerse brusco, Araman.
—El guardia hubiera debido actuar bruscamente antes y haberle impedido venir aquí, Nimmo. Habría sido mejor para usted.
—¿Os conocéis? —preguntó Foster.
—He tenido tratos con este hombre —dijo Nimmo, frotándose todavía la cabeza—. Si él está en tu despacho, sobrino, es que estás metido en un apuro.
—Y usted también —exclamó Araman, con tono irritado—. Sé que el doctor Foster le consultó sobre literatura referente a la neutrínica.
Nimmo arrugó la frente y, luego, la alisó con un respingo, como si el gesto le hubiese producido dolor.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué más sabe de mí?
—Dentro de muy poco lo sabremos todo acerca de usted. Mientras tanto, ese detalle es suficiente para implicarle. ¿Qué está haciendo aquí?
—Mi querido doctor Araman —dijo Nimmo, recuperada parte de su vivacidad—, ayer me llamó el necio de mi sobrino. Había depositado cierta misteriosa información…
—¡No se lo digas! ¡No digas nada! —exclamó Foster. Araman le miró fríamente.
—Lo sabemos todo, doctor Foster. La caja de seguridad ha sido abierta, y su contenido, retirado.
—¿Pero cómo puede usted saber…? —La voz de Foster se extinguió en una especie de furiosa frustración.
—El caso es —dijo Nimmo— que decidí que la red debía de estar cerrándose a su alrededor y, después de ocuparme de unos cuantos artículos, vine a decirle que abandonara lo que está haciendo. No merece la pena que eche a perder su carrera por ello.
—¿Significa eso que sabe usted lo que está haciendo? —preguntó Araman.
—Nunca me lo dijo —respondió Nimmo—, pero yo soy un escritor científico con muchísima experiencia. Sé de qué lado está electronificado un átomo. El muchacho, Foster, está especializado en óptica seudogravítica, y él mismo me instruyó sobre la materia. Me pidió que le consiguiera un texto sobre neutrínica, y, antes de dárselo, le eché un vistazo. Sé sumar dos y dos. Me pidió que le consiguiera ciertas piezas de equipo físico, y eso era una prueba también. Corríjame si me equivoco, pero mi sobrino ha construido un cronoscopio semiportátil y de baja potencia. ¿Sí o… sí?
—Sí.
Araman sacó pensativamente un cigarrillo y no prestó atención al doctor Potterley (que observaba la escena en silencio, como si todo fuese un sueño), que se apartó, con un respingo, del cilindro blanco.
—Otro error por mi parte. Debería dimitir. Hubiera debido vigilarle a usted también, Nimmo, en lugar de concentrarme exclusivamente en Potterley y Foster. Claro que no tenía mucho tiempo y que usted ha acabado aquí, pero eso no me sirve de excusa. Queda usted detenido, Nimmo.
—¿Por qué? —preguntó el escritor científico.
—Por investigación no autorizada.
—Yo no estaba realizando ninguna investigación. No puedo hacerlo, porque no soy un científico registrado como tal. Y, aunque la hubiera realizado, no es un delito.
—Es inútil, tío Ralph —dijo Foster, furioso—. Este burócrata está creando sus propias leyes.
—¿Por ejemplo? —preguntó Nimmo.
—Por ejemplo, la cadena perpetua sin juicio previo.
—Y un cuerno —exclamó Nimmo—. No estamos en el siglo vein…
—Ya se lo he dicho yo —le interrumpió Foster—. Le trae sin cuidado.
—Bueno, pues un cuerno —gritó Nimmo—. Escuche. Araman. Mi sobrino y yo tenemos parientes que no han perdido el contacto con nosotros, ¿sabe? El profesor también los tendrá, imagino. No puede usted hacernos desaparecer. Se harán preguntas y se producirá un escándalo. No estamos en el siglo XX. Así que si pretende asustarnos, no lo está consiguiendo.
El cigarrillo se partió entre los dedos de Araman, que lo tiró al suelo violentamente.
—Maldita sea —exclamó—, no sé qué hacer. Nunca ha ocurrido nada igual… ¡Escuchen! Ustedes tres necios no tienen ni idea de lo que están intentando hacer. No entienden nada. ¿Quieren escucharme?
—Oh, escucharemos —dijo ceñudamente Nimmo.
(Foster permaneció en silencio, apretados los labios y con una expresión de furia en los ojos. Las manos de Potterley se retorcían como dos serpientes entrelazadas).
Araman dijo:
—Para ustedes, el pasado es el pasado muerto. Si alguno de ustedes ha hablado del asunto, apuesto cien a uno a que ha utilizado esta expresión. El pasado muerto. Si supieran cuántas veces he oído esas tres palabras, a ustedes también se les atragantarían.
»Cuando la gente piensa en el pasado, piensa en ello como algo muerto, definitivamente desaparecido hace mucho tiempo. Y nosotros fomentamos esa idea. Cuando informamos de cosas vistas a través del tiempo, siempre hablamos de hace siglos, aunque ustedes, caballeros, saben que es imposible ver más allá de hace aproximadamente un siglo. La gente lo acepta. El pasado significa Grecia, Roma, Cartago, Egipto, la Edad de Piedra. Cuanto más muerto, mejor.
»Ahora bien, ustedes tres saben que el límite es un siglo o poco más, de modo que, ¿qué significa el pasado para ustedes? Su juventud. Su primera novia. Su difunta madre. Hace veinte años. Hace treinta años. Hace cincuenta años. Cuanto más muerto, mejor… Pero ¿cuándo empieza realmente el pasado?
Hizo una pausa, enfurecido. Los otros se le quedaron mirando, y Nimmo se revolvió, inquieto.
—Bien —dijo Araman—, ¿cuándo empezó? ¿Hace un año? ¿Hace cinco minutos? ¿Hace un segundo? ¿No es evidente que el pasado empieza hace un instante? El pasado muerto es tan sólo otro nombre para el presente vivo. ¿Y si enfocan ustedes el cronoscopio sobre el pasado de hace una centésima de segundo? ¿No están viendo el presente? ¿Empiezan a entenderlo?
—Maldición —exclamó Nimmo.
—Maldición —le remedó Araman—. Después de que Potterley viniera a mí anoche con su historia, ¿cómo suponen que les investigué a ustedes dos? Lo hice con el cronoscopio, localizando momentos clave hasta el instante mismo del presente.
—Y así es como averiguó lo de la caja de seguridad, ¿no? —dijo Foster.
—Y todos los demás hechos importantes. Pues bien, ¿qué creen que sucedería si dejáramos que se difundiera la noticia de un cronoscopio doméstico? La gente tal vez empezara observando su juventud, a sus padres, etcétera, pero no pasaría mucho tiempo antes de que comprendiera las posibilidades. El ama de casa se olvidará de su pobre madre difunta y empezará a espiar a su vecina en su casa y a su marido en la oficina. El hombre de negocios espiará a su competidor; el patrono a su empleado.
»La intimidad dejará de existir. La escucha telefónica, el ojo acechador tras la cortina no será nada comparado con ello. Las estrellas de vídeo serán observadas continuamente por todo el mundo. Cada hombre tendrá su espía, y no habrá forma de escapar a la vigilancia. Ni siquiera la oscuridad permitirá librarse, porque el cronoscopio puede ser ajustado a los rayos infrarrojos, y las figuras humanas pueden ser vistas por su propio calor corporal. Las figuras serán borrosas, naturalmente, y el entorno estará oscuro, pero eso lo hará quizá más excitante… Los hombres que tienen ahora a su cargo la máquina experimentan a veces con ella, pese a las normas que lo prohíben.
Nimmo parecía turbado.
—Siempre se puede prohibir la fabricación privada…
Araman se volvió ferozmente hacia él.
—Se puede, pero ¿cree usted que sirve de algo? ¿Se puede legislar eficazmente contra la bebida, el tabaco, el adulterio o el cotilleo? Y esta mezcla de entrometimiento y de curiosidad morbosa tendrá para la Humanidad un efecto peor que ninguna de esas cosas. Santo Dios, en mil años de intentarlo ni siquiera hemos podido eliminar el tráfico de heroína, y habla usted de legislar contra un aparato para espiar a quien uno quiera y en el momento que quiera que puede fabricarse en un taller casero.
Foster dijo de pronto:
—No lo publicaré.
Casi sollozando, Potterley añadió:
—Ninguno de nosotros hablará. Siento…
Intervino Nimmo.
—Ha dicho usted que no me observó a mí en el cronoscopio, Araman.
—No había tiempo —dijo fatigadamente Araman—. Las cosas no se mueven en el cronoscopio con más rapidez que en la vida real. No se puede acelerar, como la película que pasa por un visionador de libros. Pasamos veinticuatro horas completas tratando de captar los momentos importantes de Potterley y Foster durante los seis últimos meses. No había tiempo para más, y fue suficiente.
—No lo fue —dijo Nimmo.
—¿De qué está hablando? —El rostro de Araman reveló de pronto una alarma infinita.
—Le dije a usted que mi sobrino, Jonas, me había llamado para decirme que había depositado una importante información en una caja fuerte. Se comportaba como si se encontrara en dificultades. Es mi sobrino, y yo debía procurar sacarle del apuro. Me llevó algún tiempo y, luego, vine aquí para contarle lo que había hecho. Cuando he llegado, después de que sus hombres me golpearan, le he dicho que me había ocupado de unos cuantos artículos.
—¿Qué? Por amor del cielo…
—Solamente esto: He enviado los detalles del cronoscopio portátil a media docena de mis habituales medios de publicación.
Ni una palabra. Ni un sonido. Ni una respiración. Eran incapaces de cualquier demostración.
—No me miren así —exclamó Nimmo—. ¿No comprenden mi idea? Yo tenía los derechos de publicación para el gran público. Jonas lo reconocerá. Yo sabía que él no podía publicar científicamente de ninguna forma legal. Estaba seguro de que se proponía publicar de manera ilegal y que por esa razón estaba preparando la caja fuerte. Pensé que, si yo divulgaba prematuramente los detalles, toda la responsabilidad sería mía. Se salvaría su carrera. Y si, como consecuencia, se me privaba a mí de mi licencia para escribir temas científicos, mi posesión exclusiva de los datos cronométricos me resolvería el resto de mi vida. Jonas se enfadaría, contaba con ello, pero podía explicarle mis motivos y nos repartiríamos los beneficios… No me miren así. ¿Cómo iba yo a saber…?
—Nadie sabía nada —replicó con amargura Araman—, pero todos ustedes dieron por supuesto que el Gobierno era estúpidamente burocrático, perverso, tiránico, y que reprimía la investigación sólo por divertirse. Jamás se les ocurrió a ninguno de ustedes que estábamos tratando de proteger a la Humanidad lo mejor que podíamos.
—No se quede ahí hablando —gimió Potterley—. Consiga los nombres de las personas a las que se ha dicho…
—Demasiado tarde —dijo Nimmo, encogiéndose de hombros—. Han dispuesto de más de un día. Ha habido tiempo para que se corra la voz. Mis editores habrán llamado a varios físicos para comprobar mis datos antes de seguir adelante, y éstos se llamarán unos a otros para comunicarse la noticia… Una vez que los científicos relacionen la neutrínica y la seudogravítica, la cronoscopia doméstica resultará evidente. Antes de que acabe la semana, quinientas personas sabrán construir un cronoscopio pequeño, ¿y cómo se las puede coger a todas? —Sus rollizas mejillas parecieron perder tersura—. Supongo que no hay forma de volver a meter la nube con forma de hongo en aquella hermosa y bruñida esfera de uranio.
Araman se puso en pie.
—Lo intentaremos, Potterley, pero estoy de acuerdo con Nimmo. Es demasiado tarde. No sé qué clase de mundo tendremos a partir de ahora, pero el mundo que conocemos ha quedado completamente destruido. Hasta ahora, cada costumbre, cada hábito, cada forma de vida ha dado siempre por sentada una cierta medida de intimidad, pero todo eso se ha terminado.
Hizo un saludo a cada uno de los otros tres hombres con rebuscada ceremoniosidad.
—Han creado ustedes un mundo nuevo entre los tres. Les felicito. Que nos sea leve nuestra falta de intimidad a ustedes, a mí y a todo el mundo, y que cada uno de ustedes se achicharre eternamente en los infiernos. Arresto anulado.