IV. El Hombre Que Dio Masa a La Tierra
A veces, en lugar del choque de un súbito descubrimiento o del «¡Eureka!» de un ramalazo de inspiración, la minuciosa medición en el laboratorio de un minúsculo fenómeno es lo que suministra al instante la respuesta a algún fenómeno afín que resulta ser extraordinariamente grande.
Hace unos días, me encontraba yo en una fiesta y una hermosa dama, a quien no conocía, me abordó y, por razones que ignoro, empezó a contarme los múltiples éxitos de su hijo.
Ahora bien, sucede que mi capacidad de atención es muy escasa cuando el tema de conversación no soy yo mismo[3], así que traté, un tanto desesperadamente, de interrumpir su chorro de palabras haciéndole alguna pregunta.
Lo primero que se me ocurrió fue:
—¿Y ese admirable joven es su único hijo?
A lo que la dama respondió muy seriamente:
—¡Oh, no! También tengo una hija.
Había valido la pena, después de todo. La señora no podía comprender por qué había soltado yo la carcajada, lleno de regocijo y, aun después de que se lo explicara, le costó ver el aspecto divertido de su respuesta.
Naturalmente, el meollo de la situación no era que la señora no me hubiera oído (eso podría haberle sucedido a cualquiera), sino que me parecía que reflejaba perfectamente el modo en que anticuadas tradiciones de pensamiento impiden el conocimiento del Universo tal como es.
En la sociedad preindustrial, por ejemplo, los niños eran mucho más valiosos que las niñas. Los niños se convertirían en hombres y representaban por lo tanto, en potencia, la ayuda que tan desesperadamente necesaria era en la granja o en el Ejército. Las niñas se convertirían, simplemente, en mujeres, a las que había que casar a costa de grandes gastos. Por consiguiente, existía una acusada tendencia a pasar por alto a las hijas y a identificar «hijo» en general con «hijo» sólo de sexo masculino.
Yo creo que esa actitud subsiste todavía, aun cuando quien la posea no sea consciente de ella y negaría ardientemente su existencia si se le acusara de tenerla. Yo creo que cuando la hermosa dama oyó «su único hijo», entendió «su único descendiente» y respondió en consecuencia.
¿Qué tiene todo esto que ver con este capítulo? Pues que los científicos tienen problemas similares y todavía hoy no pueden liberarse total y absolutamente de algunas formas de pensamiento anticuadas.
Por ejemplo, todos creemos saber a qué nos referimos cuando hablamos del «peso» de algo, y todos creemos saber a qué nos referimos cuando decimos que estamos «pesando» algo o que una cosa es «más pesada» o «más ligera» que otra.
Salvo que yo no estoy en absoluto seguro de que lo sepamos realmente. Incluso los físicos, que conocen muy bien lo que realmente es el peso y que pueden definirlo y explicarlo de manera adecuada, tienden a caer en formas inexactas de pensamiento si no tienen cuidado.
Me explicaré.
La respuesta inevitable a un campo gravitatorio es una aceleración. Imagine, por ejemplo, un objeto material que aparece súbitamente en el espacio sin ninguna aceleración (con respecto a algún gran cuerpo astronómico próximo) en el momento de su aparición. O está inmóvil con relación a ese cuerpo, o se está moviendo a velocidad constante.
Si no existiera ningún campo gravitatorio en el punto del espacio en que apareció el cuerpo, éste continuaría permaneciendo en reposo o moviéndose a velocidad constante. Si, por el contrario, existe un campo gravitatorio en ese punto, como debe haberlo, procedente de ese gran cuerpo astronómico próximo, el objeto empieza a acelerar. Se mueve cada vez más deprisa, o cada vez más despacio, o se desvía de su línea de movimiento original, o experimenta alguna combinación de esos efectos.
Puesto que en cualquier Universo que contenga materia debe existir en todos los puntos un campo gravitatorio (por débil que sea), el movimiento acelerado es la norma para los objetos del espacio que se hallan sometidos a campos gravitatorios, y el movimiento no acelerado es un ideal irrealizable.
Desde luego, si dos objetos están acelerando exactamente del mismo modo con respecto a un tercer cuerpo, los dos objetos parecen estar en reposo cada uno con respecto al otro. Por eso con tanta frecuencia se considera usted mismo en reposo. Usted está en reposo con respecto a la Tierra, pero eso es porque usted y la Tierra están acelerando en respuesta al campo gravitatorio del Sol exactamente de la misma manera.
Pero ¿qué decir de usted y del campo gravitatorio de la Tierra? Puede usted estar en reposo con respecto a la Tierra, pero supongamos que se abriese súbitamente un agujero bajo usted. Al instante, en respuesta al campo gravitatorio de la Tierra, empezaría usted a acelerar hacia abajo.
La única razón por la que de ordinario no lo hace usted así es que hay materia sólidamente compacta en la dirección en que, en otro caso, se movería usted, y las fuerzas electromagnéticas producidas por los átomos que componen la materia mantienen unidos a esos átomos e impiden que usted responda al campo gravitatorio.
Pero, en cierto sentido, todo objeto material al que se impide responder con una aceleración a un campo gravitatorio, «intenta» hacerlo de todos modos[4]. Empuja en la dirección en que «querría» moverse. Es este «intento» de acelerar en respuesta a la gravitación lo que se hace evidente como fuerza, y es esta fuerza lo que podemos medir y llamamos peso.
Supongamos que utilizamos un muelle para medir la fuerza, por ejemplo. Si tiramos de él, el muelle se hace más largo. Si tiramos con el doble de fuerza, su longitud aumentará el doble. Dentro de los límites de la elasticidad del muelle, el alargamiento total será proporcional a la intensidad de la fuerza.
Si ahora sujetamos un extremo del muelle a una viga del techo y suspendemos del otro extremo un objeto material, el muelle se alarga igual que si se hubiera aplicado una fuerza. Se ha aplicado una fuerza. El objeto material «intenta» acelerar hacia abajo, y la fuerza producida como resultado de este «intento» alarga el muelle.
Podemos graduar el muelle anotando la cantidad de alargamiento producido por cuerpos cuyos pesos hemos definido arbitrariamente con relación a algún peso standard. Una vez hecho esto, podemos leer el peso de cualquier objeto haciendo que una aguja (sujeta al muelle) señale un número en una escala.
Todo perfecto hasta el momento, pero nuestra noción de peso deriva, en su forma más primitiva, de la sensación que experimentamos cuando un objeto descansa en nuestra mano o en alguna otra parte de nuestro cuerpo y debemos realizar un esfuerzo muscular para mantenerlo inmóvil con respecto al campo gravitatorio de la Tierra. Como damos por supuesto el campo gravitatorio de la Tierra y nunca experimentamos ningún cambio apreciable en él, atribuimos la sensación de peso enteramente al objeto.
Un objeto es pesado, pensamos, simplemente porque es naturalmente pesado, y nada más, y estamos tan acostumbrados a la idea, que no nos dejamos turbar por ninguna prueba evidente en sentido contrario. El peso de un objeto sumergido en un líquido disminuye porque a la fuerza hacia abajo que impone el campo gravitatorio hay que restar la fuerza hacia arriba de la fuerza de flotación. Si la fuerza de flotación es suficientemente grande, el objeto no se hundirá, y cuanto más denso sea el líquido, mayor será la fuerza de flotación. Así, la madera flotará en el agua, y el hierro flotará en el mercurio.
Podemos percibir realmente que una esfera de hierro es más ligera bajo el agua que al aire libre, pero desechamos la idea. No pensamos en el peso como una fuerza susceptible de ser contrarrestada por otras fuerzas. Insistimos en considerarlo como una propiedad intrínseca de la materia, y cuando, en ciertas condiciones, el peso desciende a cero, nos quedamos estupefactos y contemplamos las ingrávidas cabriolas de los astronautas casi como algo contrario a la naturaleza. (Están «fuera del alcance de la gravedad», por citar las indoctas expresiones de demasiados locutores).
Es cierto que el peso depende en parte de una determinada propiedad innata del objeto, pero también depende de la intensidad del campo gravitatorio al que ese objeto está respondiendo. Si nos situáramos de pie sobre la superficie de la Luna y sostuviéramos un objeto en la mano, ese objeto estaría «intentando» responder a un campo gravitatorio cuya intensidad es solamente la sexta parte del existente en la superficie de la Tierra. Pesaría, por lo tanto, sólo la sexta parte.
¿Cuál es la propiedad innata de la materia de la que depende en parte el peso? Es la «masa», un término y un concepto que introdujo Newton.
La fuerza producida por un cuerpo que «intenta» responder a un campo gravitatorio es proporcional a su masa, así como a la intensidad del campo gravitatorio. Si la intensidad del campo gravitatorio permanece constante (como ocurre, a todos los efectos, con el campo gravitatorio de la Tierra si nos mantenemos en su superficie o cerca de ella), podemos no hacer caso de ese campo. Podemos entonces decir que la fuerza producida por un cuerpo que «intenta» responder al campo gravitatorio de la Tierra en circunstancias ordinarias es, simplemente, proporcional a su masa.
(En realidad, el campo gravitatorio de la Tierra varía de un punto a otro, según la distancia exacta entre ese punto y el centro de la Tierra y según la distribución exacta de materia en las proximidades del punto. Esas variaciones son demasiado pequeñas para poderlas detectar a través de cambios en el esfuerzo muscular necesario para contrarrestar el efecto de peso, pero pueden ser detectadas mediante instrumentos sensibles).
Puesto que, en circunstancias ordinarias, el peso es proporcional a la masa, y viceversa, es casi irresistible la tentación de tratar a ambos como si fuesen idénticos. Cuando se estableció por primera vez la noción de masa, se dio en unidades determinadas («libras», por ejemplo), que antes se habían utilizado para el peso. Actualmente hablamos de una masa de dos kilogramos y de un peso de dos kilogramos, y esto no es correcto. Unidades tales como kilogramos deben aplicarse solamente a la masa, y el peso debe expresarse en unidades de fuerza, pero eso es como hablarle a una pared.
Las unidades han sido dispuestas de tal modo que en la superficie de la Tierra una masa de seis kilogramos tiene también un peso de seis kilogramos, pero en la superficie de la Luna, ese mismo cuerpo tendrá una masa de seis kilogramos y un peso de un kilogramo solamente.
Un satélite en órbita alrededor de la Tierra se está moviendo en caída libre con respecto a la Tierra y está ya respondiendo plenamente al campo gravitatorio de la Tierra. No puede «intentar» hacer nada más. Por consiguiente, una masa de seis libras sobre el satélite tiene un peso de cero libras, y eso mismo ocurre con todos los objetos, por grande que sea su masa. Los objetos situados en un satélite en órbita carecen, por lo tanto, de peso. (Desde luego, los objetos situados en un satélite en órbita deberían «intentar» responder a los campos gravitatorios del satélite mismo y de los demás objetos existentes en él, pero esos campos son tan pequeños, que pueden despreciarse).
¿Importa que la casi absoluta identidad de peso y masa a que estamos acostumbrados en la superficie de la Tierra no se dé en otras partes? Claro que sí. La inercia de un objeto, es decir, la fuerza necesaria para acelerarlo, depende por completo de su masa. Una gran viga de metal es tan difícil de manejar (de moverla cuando está en reposo, o de detenerla cuando está en movimiento) en la Luna como en la Tierra, aun cuando su peso es mucho menor en la Luna. La dificultad de manejo es la misma en una estación espacial, aun cuando su peso es esencialmente cero.
Los astronautas habrán de ser cuidadosos y si no olvidan las nociones terrestres pueden morir. Si resulta usted apresado entre dos vigas en rápido movimiento, resultará muerto por ellas aunque carezcan de peso. No podrá detenerlas con un golpecito de un dedo aunque pesen menos que una pluma.
¿Cómo podemos medir la masa? Una forma es utilizar la clase de balanza que se compone de dos bandejas que giran sobre un fulcro central. Supongamos que sobre la bandeja izquierda se coloca un objeto de peso desconocido. La bandeja izquierda desciende y la derecha se eleva.
Supongamos, después, que se colocan en la bandeja derecha una serie de tiras de metal que pesan, cada una de ellas, exactamente un gramo. Mientras todas las tiras reunidas pesan menos que el objeto desconocido, la bandeja derecha permanece alzada. Cuando la suma de las tiras pesa más que el peso desconocido, la bandeja derecha desciende y la izquierda se levanta. Cuando las dos bandejas se quedan al mismo nivel, los dos pesos son iguales y se puede decir que el objeto desconocido pesa (por ejemplo) 72 gramos.
Pero ahora dos pesos están siendo sometidos a la vez a la acción del campo gravitatorio, y el efecto de ese campo queda anulado. Si el campo se intensifica o se debilita, se intensifica o se debilita en ambas bandejas simultáneamente, y no resulta afectado el hecho de que las dos bandejas se hallen equilibradas. Las dos bandejas continuarían en equilibrio en la Luna, por ejemplo. Una balanza así, por lo tanto, está midiendo a todos los efectos la otra propiedad de la que depende el peso, la masa.
Los científicos prefieren medir la masa, en lugar del peso, y aprenden a decir «más masivo» y «menos masivo», en vez de «más pesado» y «más ligero» (aunque sólo con esfuerzo y con frecuentes equivocaciones).
Y, sin embargo, ni aun ahora, tres siglos después de Newton, se han liberado por completo del pensamiento prenewtoniano.
Imagine esta situación. Un químico mide cuidadosamente la masa de un objeto utilizando una balanza química de precisión y sitúa las dos bandejas en equilibrio tal como hemos descrito. ¿Qué ha hecho? Ha «medido la masa» de un objeto. ¿Existe una forma más corta de expresar eso correctamente? No, no existe. Nuestro idioma no ofrece ninguna. No puede decir que ha «masado» el objeto, o que lo ha «masificado» o «maseado».
Lo único que puede decir es que ha «pesado» el objeto, y lo dice. Yo también lo digo.
Pero pesar un objeto es determinar su peso, no su masa. El no reformado idioma nos obliga a ser prenewtonianos.
Y esos trocitos de metal que pesan un gramo cada uno (o cualquier otra cantidad determinada, o una diversidad de cantidades) deberían llamarse «masas tipo» si queremos indicar que se utilizan para medir la masa. Pero no se llaman así. Se llaman «pesas».
Y también los químicos deben ocuparse frecuentemente de las masas medias relativas de los átomos que componen los diferentes elementos. Esas masas medias relativas reciben universalmente el nombre de «pesos atómicos». No son pesos, son masas.
En resumen, por muy bien que cualquier científico conozca (en su cabeza) la diferencia entre masa y peso, nunca la conocerá realmente (en su corazón) mientras utilice un idioma en el que se conservan viejas tradiciones. Como la señora que no veía diferencia entre «único hijo» y «único descendiente».
Pero continuemos. Júpiter es 318 veces más masivo que la Tierra; el Sol lo es 330.000 veces; la Luna lo es 1/81 veces, etcétera.
Pero ¿cuál es la masa de la Tierra misma en kilogramos (o en cualquier otra unidad de masa que podamos comparar con objetos cotidianos y familiares)?
Para determinarla, debemos emplear la ecuación de Newton, que es:
Si esta ecuación se aplica a una piedra que cae, por ejemplo, F es la fuerza gravitatoria a la que la piedra responde acelerando hacia abajo. G es la constante de gravitación universal, m es la masa de la piedra, M es la masa de la Tierra, y d es la distancia que existe entre el centro de la piedra y el centro de la Tierra.
Lamentablemente, de las cinco magnitudes, los hombres del siglo XVIII sólo podían determinar tres. La masa de la piedra (m) se podía determinar con facilidad, y la distancia entre la piedra y el centro de la Tierra (d) era conocida ya desde los tiempos de los antiguos griegos. La fuerza gravitatoria (F) podía determinarse midiendo la aceleración con que la piedra respondía al campo gravitatorio. Y eso lo había hecho Galileo.
Solamente permanecían desconocidos los valores de G, la constante de gravitación, y M, la masa de la Tierra. Si se conociera por lo menos el valor de G, podría calcularse inmediatamente la masa de la Tierra. A la inversa, si se conociera M, podría determinarse rápidamente la constante de gravitación universal.
¿Qué hacer?
La masa de la Tierra se podría determinar directamente si fuera posible manipularla; si se la pudiera colocar en el platillo de una balanza y equilibrarla con pesas tipo o algo parecido. Sin embargo, la Tierra no puede ser manipulada, al menos en un laboratorio, así que es mejor olvidarlo.
¿Y la determinación de G? Ésta es la constante de gravitación universal y es la misma para cualquier campo gravitatorio. Eso significa que no necesitamos utilizar el campo gravitatorio de la Tierra para determinarla. Podríamos utilizar el campo gravitatorio de algún objeto más pequeño que pudiéramos manipular libremente.
Supongamos, por ejemplo, que suspendemos un objeto de un muelle y alargamos este muelle gracias al efecto del campo gravitatorio de la Tierra. Tomamos luego una roca de gran tamaño y la colocamos bajo el objeto suspendido. El campo gravitatorio de la roca se añade ahora al de la Tierra y, como consecuencia, el muelle se extiende un poco más.
Utilicemos ahora la siguiente variación de la ecuación de Newton:
donde f es la intensidad del campo gravitatorio de la roca (medida por la extensión adicional del muelle), G es la constante de la gravitación, m la masa del objeto suspendido del muelle, m’ la masa de la roca y d la distancia entre el centro de la roca y el centro del objeto suspendido.
Se pueden determinar todas estas cantidades, a excepción de G, por lo que reordenamos la Ecuación 2 del modo siguiente:
y tenemos inmediatamente el valor de G. Una vez conocido este valor, podemos sustituirlo en la Ecuación 1, que podemos resolver entonces para M (la masa de la Tierra), del modo siguiente:
Pero hay un inconveniente. Los campos gravitatorios son tan increíblemente débiles en relación con la masa, que se necesita un objeto de masa enorme para disponer de un campo gravitatorio lo suficientemente intenso para medirlo con facilidad. La roca situada bajo el objeto suspendido simplemente no produciría una nueva extensión mensurable del muelle, eso es todo.
No hay modo de hacer más intenso el campo gravitatorio, por lo que si se quería resolver el problema de la masa de la Tierra, había que utilizar algún instrumento sumamente sensible. Lo que se necesitaba era algo que midiese la pequeñísima fuerza producida por el pequeñísimo campo gravitatorio producido por un objeto lo bastante pequeño para ser manipulado en el laboratorio.
El necesario refinamiento en la medición se obtuvo con el invento de la «balanza de torsión» realizado por el físico francés Charles Augustin Coulomb en 1777 y también (independientemente) por el geólogo inglés John Mitchell.
En vez de hacer que una fuerza extendiera un muelle o hiciera bajar un platillo en torno a un fulcro, se la usaba para retorcer un cordón o un alambre.
Si el cordón o alambre era muy fino, bastaría una pequeña fuerza para retorcerlo un poco. Para detectar la torsión, había que sujetar al alambre vertical una varilla horizontal equilibrada en el centro. Incluso una torsión minúscula produciría un gran movimiento en el extremo de las varillas. Si se utilizaba un alambre fino y una varilla larga, podía hacerse que la balanza de torsión fuese extraordinariamente sensible, lo bastante sensible para detectar el minúsculo campo gravitatorio de un objeto corriente.
En 1798, el químico inglés Henry Cavendish aplicó el principio de la balanza de torsión para determinar el valor de G.
Supongamos que tomamos una varilla de seis pies de largo y colocamos en cada extremo una bola de plomo de dos pulgadas de diámetro. Supongamos que suspendemos luego la varilla de un fino alambre sujeto a su centro.
Si se aplica una fuerza muy pequeña a la bola de plomo de un lado y otra fuerza igualmente pequeña a la bola de plomo del otro lado, la varilla horizontal girará, y el alambre a que está atada se retorcerá. Mientras se está retorciendo, el alambre «intenta» enderezarse. Cuanto más se retuerce, mayor se hace la fuerza para enderezarse. Finalmente, ambas fuerzas se tornan iguales, y la varilla queda en una nueva posición de equilibrio. Por la amplitud del cambio de posición de la varilla se puede determinar la cantidad de fuerza ejercida sobre las bolas de plomo.
(Naturalmente, hay que encerrar todo el sistema en una caja y colocarla en una habitación cerrada y a temperatura constante para que ninguna corriente de aire —ya sea producida por diferencias de temperatura o por movimientos mecánicos— altere la situación).
Cuando la varilla adopta sólo una posición ligeramente diferente, eso significa que incluso una mínima torsión del fino alambre produce suficiente contrafuerza para compensar la fuerza aplicada. La fuerza aplicada debe de ser entonces muy pequeña…, y eso era precisamente lo que Cavendish pensaba.
Suspendió una bola de plomo de ocho pulgadas de diámetro en un lado de una de las pequeñas bolas de plomo situadas en el extremo de la varilla horizontal. Suspendió otra bola semejante en el lado opuesto de la otra pequeña bola de plomo.
El campo gravitatorio de las bolas grandes serviría ahora para hacer girar la varilla y forzarla a adoptar una nueva posición. (Véase figura 1)
![](/epubstore/A/I-Asimov/La-Edad-Del-Futuro-Ii/OEBPS/Images/168.png)
Cavendish repitió el experimento una y otra vez, y por el cambio de posición de la varilla y, en consecuencia, por la torsión del alambre, determinó el valor de f en la Ecuación 3. Como conocía los valores de m, m’ y d, pudo calcular inmediatamente el valor de G.
El valor de Cavendish se desviaba en menos del uno por ciento del valor actualmente aceptado, que es 0,0000000000667 metros3/kilogramo-segundo2. (No pregunte el significado de esa unidad: es necesaria para hacer que se equilibren las ecuaciones).
Una vez que tenemos el valor de G en las unidades dadas, podemos resolver la Ecuación 4 y, si utilizamos las unidades adecuadas, obtener la masa de la Tierra en kilogramos. Ésta resultará ser 5.983.000.000.000.000.000.000.000, o 5.983x1024, kilogramos. (Si lo quiere expresado, aproximadamente, en palabras, diga: «Unos seis cuatrillones de kilogramos»).
Una vez que tenemos la masa de la Tierra en kilogramos, podemos determinar también la masa de otros objetos, siempre que se conozca solamente su masa en relación a la de la Tierra.
La Luna, que tiene una masa de 1/81 la de la Tierra, tiene una masa de 7,4x1022 kilogramos. Júpiter, con una masa 318 veces la de la Tierra, tiene una masa de 1,9x1027 kilogramos. El Sol, con una masa 330.000 veces la de la Tierra, tiene una masa de 2x1030 kilogramos.
Así pues, Cavendish no sólo midió la masa de la Tierra, sino que midió también (potencialmente al menos) la masa de todos los demás objetos del Universo con sólo observar el cambio de posición de un par de bolas de plomo cuando se colocaba cerca de ellas un par de bolas mayores.
¡Tanto es el poder de una simple ecuación!
Pero —y aquí está el quid de todo el ensayo— cuando alguien quiere mencionar este asombroso logro de Cavendish, ¿qué dice? Dice: «Cavendish pesó la Tierra».
Incluso físicos y astrónomos hablan de Cavendish como el hombre que «pesó la Tierra».
¡Él no hizo semejante cosa! Él determinó la masa de la Tierra. Él «masó» la Tierra. Puede que nuestro idioma no tenga este verbo, pero la culpa es del idioma, no mía. Para mí, Cavendish es el hombre que masó la Tierra, y que el idioma se lo tome como quiera.
Lo cual deja en el aire una pregunta: ¿Cuál es el peso de la Tierra?
La respuesta es sencilla. La Tierra está en caída libre y, como cualquier objeto en caída libre, está respondiendo plenamente a los campos gravitatorios a que se halla sujeta. No está «intentando» realizar ninguna otra respuesta y, por lo tanto, carece de peso. El peso de la Tierra, pues, es cero.