3

Brody colgó el auricular del teléfono en su escritorio. Al no poder encontrar al sargento en la playa, se había preocupado cada vez más. Finalmente llamó a todas partes para preguntar por Jepps, excepto a las tropas federales.

Había escuchado el cañonazo que marcaba el comienzo de la carrera de veleros y estaba enojado con la vida por no poder verla.

Len Hendricks estaba exultante.

—Soluciona nuestro problema, ¿verdad Jefe? Me refiero, si escapó... Fugitivo de un cargo federal. Tal vez abandonó el estado.

—Supón que se ha esfumado —dijo Brody—, como dicen ustedes los héroes de guerra.

—¡Lo soluciona mejor aún!

—¿Te parece, Len? —preguntó Brody pesadamente—. ¿De veras?

De pronto escuchó un fuerte ronroneo afuera. Una sombra pasó por la ventana. La abrió y vio un helicóptero de la marina posado sobre la plaza.

Hijo de puta. Fue rápidamente al coche N° 1, saltó a él y condujo tres manzanas. El helicóptero ya había aterrizado, destruyendo tres de las cinco azaleas de Minnie que quedaban. Se cortó el motor. Por la puerta salió Tom Andrews, aún con el traje de buzo del día anterior. Brody lo enfrentó.

—¿Cómo está Andy?

Andrews le dio las noticias, no del todo malas, pero bastante. Quería bucear lo antes posible. Nadie podía predecir si la bola de la Marina no se deslizaría en el fondo y la familia de Andy podría usar los mil dólares.

Chaffey emergió de la cabina detrás de él, disculpándose por haber aterrizado de nuevo en la plaza del pueblo.

Brody miró el gran aparato. Estaba reuniendo una muchedumbre de turistas. Hasta los espectadores de la regata comenzaron a abandonar el muelle y subir por la calle Scotch para mirar.

Bueno, era por una buena causa. El comandante estaba mirando por encima de él, ávidamente. Brody se volvió. Su esposa se estaba acercando a través de las filas de gente que se iba reuniendo en tomo al helicóptero. Aun en ese tonto uniforme de lobatos de scout, se movía magníficamente.

—Creí que estaban contando veleros —dijo Brody brevemente.

Ella contestó que la neblina se estaba acercando. Ya no se podía ver nada y el barco de la comisión no quería arrancar. ¿Podía enviar a Dick Angelo en el barco del Departamento?

—Está esperando en New London para traer de vuelta a los padres de Andy.

Parecía genuinamente preocupada y ahora él lo estaba también. Miró hacia el mar. La vista del puerto de Amity estaba clara, pero a la distancia se oía el murmullo de la bocina de Cape North.

La niebla se iría cerrando y habría que llamar a los participantes. Pero, ¿cómo? ¿Los guardacostas? Tal vez, si conseguía que salieran. O...

Se volvió a Chaffey.

—Yo los llamaré —asintió Chaffey, y volviéndose a Andrews—. ¿Podrá bucear solo?

—Yo seguiré sus burbujas —dijo Brody—. Ya lo he hecho antes.

Chaffey subió a su nave. El helicóptero se puso en marcha tosiendo, y estalló en vida como un torbellino. En unos pocos instantes estaba en el aire.

Ahí iban las últimas azaleas de Minnie, pensó Brody conduciendo a Andrews hasta el Aqua Queen.

Se detuvo en su oficina para ver qué noticias había de la búsqueda de Jepps.

Nada.

Miembros del Departamento de Personas Desaparecidas de Flushing estaban en camino y los del ayuntamiento estarían allí a las cuatro.

Mike Brody arregló su vela y llevó su barco con el viento. Jackie movió sus pies descalzos —los más lindos del mundo— bajo las bandas que los ataban. Se inclinó fuertemente en el sentido del viento, ayudándole a proteger el barco de la húmeda brisa que se estaba levantando. La chica recibió una ducha de espuma en la cara y se sacudió.

Su vientre delgado y bronceado sobresalía justamente en la curva adecuada, hacia afuera. Era fuerte, pensó él, para una chica, y hacía todos los movimientos correctos en el barco. Su peso en dirección al viento compensaba la pérdida de velocidad por tenerla a bordo. De todos modos, su padre siempre le decía que lo que importa no es ganar o perder sino cómo se juega el juego. Él tenía un juego en mente, pero no sabía cómo jugarlo sin dar vuelta al barco.

Por lo menos se había librado de Sean, siempre inquieto, juguetón, saltando de proa a popa. Sean estaba en alguna de las velas detrás de él.

Y delante de todas ellas, escondido en el vientre de su propia vela, estaba Larry Vaughan. Mike agachó la cabeza para mirar por debajo de la vela. Vio a Larry en el tenue sol. Trató de ver si le estaba ganando. Le parecía que sí. Y con Jackie que le ayudaba a enderezar el barco estirando su cuerpo por encimas de las olas, tenía una oportunidad mejor que Larry de ganar más puntos rodeando la boya en la línea de la corriente de Cape Town.

Tal vez Larry, con sólo su propio peso contra el viento, sería llevado hacia el mar y no se lo volvería a ver.

Jackie se volvió, sonriendo, su aparato dental olvidado en el goce de la libertad. Tocó la mano de él.

—¡Mike, esto es vida!

—Preferiría estar en la arena otra vez.

Los ojos de la chica se oscurecieron.

—¡Pobre Andy!

Una nube tapó el sol.

—Si lo hubiera mantenido a la vista...

—¡Mike, no te culpes! ¿Por qué haces eso?

—Soy un maso... maso... ya sabes.

—¿Masoquista? —preguntó ella alargando la mano y haciendo correr un dedo por su pierna desnuda.

¡Dios, cómo lo torturaba! El barco fue a barlovento y perdió veinte metros con respecto a Vaughan.

La sirena de Cape North sonó tristemente, a tres kilómetros.

¿Niebla? ¿Había que volver? No, nunca. No el famoso Spitzer de Amity.

No temía por ellos, sólo por Sean, con el chico de Moscotti en algún lado tras ellos. No creía que fueran capaces de encontrar sus propios traseros con ambas manos en aguas claras. ¿Qué harían si la niebla cerraba? No tenía idea.

—Está invadiendo el Cape —murmuró a Jackie.

A ella no parecía importarle.

Shuffles Moscotti despertó en el asiento del conductor de su Ferrari. Pasó un helicóptero volando muy bajo. Se había dormido y perdió la largada.

Miró a su sobrino. El muchacho estaba sentado silencioso, los oscuros ojos tranquilos y entrecerrados. No había úlceras allí, ni ataques cerebrales o cardíacos. Ese chico viviría para siempre.

La regata duraría unas dos horas, Moscotti decidió ir a ver qué quería el farmacéutico. Buscó el coche patrullero de Brody y al no verlo hizo una rápida vuelta en U en medio de la manzana y estacionó frente a la farmacia. Hizo señas a su sobrino para que lo siguiera y entró arrastrando los pies.

Yak-Yak Hyman se alejó de la muchedumbre reunida frente a la cabaña del club. Miró a lo largo del muelle desierto con disgusto. Su negocio de carnada estaba desierto. La regata se había llevado a los pescadores que esperaba esa mañana. ¡Malditos chiquillos tontos y sus padres!... Un domingo debería traerle más negocios que todos los demás días combinados.

Vio a Brody y al buceador —Tom algo— pasando por las rompientes en el Aqua Queen. Fue hasta el final del muelle para asegurarse de que Dick Angelo no había vuelto del estrecho. El hijo de puta era capaz de cobrarle una multa si descubría sus redes para cangrejos.

Furtivamente sacó la trampa.

El medio bacalao que había colocado como carnada estaba debidamente podrido, pero ningún cangrejo había entrado a investigar. La bajó de nuevo, escupiendo en el agua para que le trajera suerte.

De pronto notó, golpeando contra los pilares, una forma sumergida pero sólida. Estaba tal vez un metro o un metro y medio bajo el agua aceitosa. Al principio pensó que era un atado de trapos para máquinas, perdido por un barco que pasó. O una de esas bolsas de plástico verdes, cuidadosamente llenadas con basura, que los malditos tontos de los yates usaban en nombre de mantener la costa limpia, sin pensar nunca en lo que pasaba con las bolsas mismas.

No era una bolsa de basura. El color no coincidía y era demasiado sólida. Curioso, descendió a medias por los tacos de madera del pilar. En la neblinosa luz del sol, el agua, bajo su capa de aceite, despedía destellos temblorosos en la marea bajante, llenándose de colores danzantes que oscurecían su visión del objeto.

Bajó tres tacos más para ver mejor.

Shuffles Moscotti se recostó en el mostrador de la farmacia. La delgada cara de caballo de Starbuck se contorsionó en una sonrisa.

—No, señor Moscotti, no tiene que ver con narcóticos. Soy un farmacéutico de buena reputación.

Lo que significaba, pensó Moscotti, que no había encontrado la forma de arreglar sus facturas para el inspector de impuestos.

—¿Entonces para qué estoy aquí? —preguntó Moscotti amablemente. En Queens, ya se hubiera ido, pero se haría amigo de esta gente o moriría en la empresa—. ¿Es éste un juego de adivinanzas?

Starbuck pareció llegar a una conclusión.

—Me dicen que es usted dueño de una parte del Casino.

Moscotti se limitó a mirarlo. El farmacéutico se lamió los labios.

—He oído decir que es una parte bastante grande.

No hubo respuesta. Moscotti lo miraba cuidadosamente. La cara del hombre, como él lo anticipara, se había puesto roja. Moscotti usaba el silencio como garrote y la ira como estilete. Era difícil cambiar de estilo aun en Amity.

—De modo que cualquier cosa que haga daño al turismo, le hará daño a usted también —dijo el farmacéutico—. A mí, a Larry Vaughan, hasta a Brody. Tiene terrenos. Catsoulis, la estación de servicio de Willy Norton y ahora... usted. Estamos todos en el mismo barco.

Basta de esto, pensó Moscotti de pronto.

—Le dijo a mi señora que tenía algo que decirme. ¿Qué es?

Starbuck tocó con sus dedos las teclas de la máquina de escribir más vieja que Moscotti hubiera visto, apostada junto a la ventanilla de recetas. El farmacéutico dijo:

—Le estoy dando la oportunidad de bajarse del barco primero. Se va a hundir. Los hombres que mandan en este pueblo, Vaughan, Brody y Catsoulis, no hablan mucho.

—Eso es bueno. ¿Usted trata de llenar el vacío?

Starbuck pareció herido.

—En cierta manera de hablar, sí. ¿Recuerda el Problema?

—Ustedes tuvieron un tiburón... Oiga, "tiburón"... ¿qué es este cuento del Problema?

—Supongamos que ha vuelto...

Moscotti esperaba que así fuera. Una manada de tiburones sería una buena cosa, excepto para mantener a las ovejas junto a las mesas de juego, donde debían estar.

—¿Y a mí qué me importa?

Starbuck estaba loco. Era un loco de pueblo pequeño. Demasiados primos casados entre ellos; lo había visto en los pueblos de las montañas en Taormina.

Starbuck pareció escandalizado.

—Usted tiene un hotel aquí, también: gente que va a nadar, chicos que quieren jugar en el agua. Sólo que no lo harán. El tiburón nunca se fue.

—Lo mataron. Lo leí.

Brody dijo que lo mataron. El tenía propiedades. Las vendió al Casino. Usted es el dueño ahora.

Hay algo raro, se dijo Moscotti. Pensaba qué se imaginaba obtener ese idiota, por un rumor en el que él mismo no creía.

Starbuck prosiguió.

—No se lo he dicho a nadie más. Los precios están altos ahora. Si se lo digo a Harry Meadows, del Leader... —hizo un gesto con un delgado pulgar hacia abajo—. La propiedad... ¡Uam!

—Yo no creo en su tiburón. ¿Por qué iba a creerlo el diario?

La boca de Starbuck se movió nerviosamente. Por un momento pareció un caballo comiendo heno.

—Tengo una foto.

—A verla —sugirió Moscotti, vagamente interesado.

Starbuck comenzó a transpirar.

—Vale dinero.

Moscotti sonrió. Extendió la mano a través del mostrador, tomó un frasco, miró la etiqueta.

—¿Qué es esto?

Starbuck parecía sorprendido.

—Las tiroides de Ellen Brody.

—¿Usted las toma?

Starbuck sacudió la cabeza, perplejo.

—¿Quiere probarlas? —Moscotti lo miró. Entendió el mensaje—. ¿Un frasco por vez?

Starbuck retrocedió. Moscotti se volvió, tiró el frasco a través de la farmacia a su gigantesco sobrino golpeándolo en la espalda. El muchacho estuvo instantáneamente a su lado, los ojos pegados a sus labios. Moscotti indicó con la mano una hilera de frascos de medicamentos. El muchacho pateó el estante en que estaban. Se rompieron con bastante ruido. Starbuck gimió, como dolorido. Moscotti hizo un gesto con la cabeza hacia su sobrino. El muchacho tiró un frasco de perfume. El olor a mil rosas llenó la farmacia. Moscotti levantó una mano y se volvió a Starbuck.

—¿La foto vale eso?

Starbuck boqueó como un pez enganchado en el anzuelo.

—¡Lena! ¡Lena!

Moscotti dio la vuelta al mostrador, enfrentándose con las cajas cerradas de drogas para prescripciones, tomó la vieja máquina de escribir y la tiró a través del vidrio. Su sobrino sonrió feliz, tomó a Starbuck por la parte delantera de su guardapolvo blanco, lo levantó del suelo y lo aplastó contra la pared. Lo amenazó con un puño.

—¿La foto? —propuso Moscotti suavemente.

La señora Starbuck apareció en la puerta trasera. Era una vieja flaca y estaba aterrorizada.

—La foto —urgió Moscotti a Starbuck.

Los labios de Starbuck se apretaron.

—¡No!

Moscotti guiñó los ojos a su sobrino. Una gruesa 38, en su cartuchera, bajo el brazo izquierdo del muchacho, apareció por arte de magia en su mano. El muchacho la colocó a la altura de la ingle de Starbuck.

—La caja fuerte —gimió Starbuck con voz cascada—. Tenemos que abrir la caja fuerte.

Yak-Yak Hyman, suspendido sobre el agua, bajó un taco más por el pilote. Lo que estaba en el agua flotaba hacia arriba. Se colgó del pilote, extendió una bota de goma y lo tocó con el pie. Salió a la superficie. Casi se suelta. Oyó gritar a alguien y se dio cuenta de que había sido él mismo.

Abajo, saliendo a la superficie, aparecía el torso sin cabeza de un hombre. Trozos de carne sobresalían de lo que había sido la mandíbula y la parte alta del cuello. Una gran cavidad blancuzca se abría donde había estado el pecho. La pierna derecha colgaba de una tira de carne, como suspendida por una banda de goma, y de ella, nadando hacia el mar, colgaba una pierna de pijama a rayas.

Gritando aún, trepó por el pilote y miró a su alrededor desesperadamente. Dick Angelo venía a la altura del faro de Amity, a unos buenos 800 metros de distancia. Le gritó. Demasiado lejos.

Balbuceando incoherentemente, corrió hasta la farmacia de Starbuck, en la esquina de Water y Main.

Moscotti esperó mientras Starbuck luchaba con la combinación de la caja fuerte. El farmacéutico estaba demasiado nervioso para abrirla, o para recordar la combinación. Moscotti lo apartó de allí.

Había trabajado con un cerrajero. La única vez que había estado en prisión fue por forzar la bóveda de un supermercado. Esta era una vieja Sentry con triples, y cayó en 30 segundos.

Moscotti se apartó amablemente e indicó a Starbuck que procediera. El farmacéutico cayó de rodillas y buscó adentro. Sacó un sobre largo, del cual extrajo una tira de película. Moscotti la llevó a la luz. Tenía dos fotografías al final. Las miró, buscó los anteojos que casi nunca usaba, se los puso e inspeccionó más de cerca.

Su corazón comenzó a latir más de prisa.

No había comprendido realmente. Había visto tiburones en las aguas de Messina cuando era niño. Los había visto por TV. Los había visto cuando llevó a su hijo a ver Mundo Submarino, tragando trozos de carne ante los turistas. No tenían ninguna relación con el monstruo en la película.

—¡Jesús...! —exclamó.

Por encima de un buceador agazapado se veía una enorme sombra, que se convertía en una monumental boca cuajada de dientes gris-blancos. Parecía la puerta del garaje de su mansión en las colinas. En la penumbra del fondo se presentían los golpes de una cola tan grande como su sobrino.

Una sensación helada comenzó en su vientre, se extendió a brazos y piernas, debilitándolo. Se tiró sobre el banquillo detrás del mostrador. Starbuck estaba de rodillas, aterrorizado.

Johnny estaba en el mar y el tiburón podía estar aún allí.

—¿Cuándo? —preguntó Moscotti. Repentinamente y con toda maldad, dio un fuerte puntapié a Starbuck en la ingle. El hombre alto se abrazó las piernas, gimiendo como un perro herido—. ¿Cuándo estuvo aquí? ¿Quién tomó esa foto?

—Buceadores... La semana pasada —gimió Starbuck.

Moscotti sintió que la rabia hacía presa de él, mucho más grande que cualquier ira que hubiera experimentado. Y miedo, más miedo del que jamás había sentido, porque no era por él sino por Johnny.

Un monstruo como el de la película podía hacer polvo un barco como el de su chico, cortar a su hijo por la mitad con un movimiento de su cola, guillotinarlo con una aleta, moler su carne hasta convertirla en pulpa y su cerebro en agua.

Los buzos nunca habían sido encontrados...

Estaba lo de la lancha también...

Ayer el chico buceando...

Miró a Starbuck. No lo veía retorciéndose en el piso, sino tirado en una cantera desierta que conocía cerca de Queens, con un cable atado a su cuello de una manera que él sabía, las piernas atadas, los pies hacia afuera, la cabeza echada hacia atrás, luchando mientras trataba de aliviar la presión, las piernas estiradas, hora tras hora...

Starbuck podría durar toda la noche, mientras ellos tomaban grappa y lo miraban. Si algo le pasaba a Johnny tal vez lo dejaran sufrir varios días...

La vieja también lo había sabido. Lo miraría morir y se preguntaría si ahora le tocaba a ella...

—¡El tiburón! —gritó alguien desde la entrada—. ¡El maldito tiburón está de vuelta! Hay un comedor de hombres en algún lado allí afuera.

Moscotti se volvió. Era el hombre de la carnada, del muelle.

—¿Dónde?

—Hay un cadáver en el puerto —dijo el hombre—. Un cuerpo junto al muelle. Yo miré hacia abajo... Flotando junto al muelle... Telefoneen a Brody... Yo miré allá abajo y...

¿Johnny?

—¿El cuerpo de quién?

—No queda casi nada —musitó el hombre—. No sé... —el hombre balbuceaba histéricamente mientras trataba de discaren el teléfono—. Es malo... No quedó nada. ¡Está de vuelta!

—¿El cuerpo de un niño?

El hombre estaba marcando.

—Sin cabeza... todo masticado... —consiguió comunicación—. ¿Brody? ¿Len?

Moscotti sintió una repentina calma. No podía ser Johnny. No hubo tiempo. ¡Diablos! Probablemente era Jepps. Eso es. Seguro. Jepps. Sin cabeza. ¿Qué otro podía ser? ¿Pero y ahora qué? El tiburón y Johnny aún allí, en algún lado...

El miedo regresó, diez veces mayor. Y una rabia que lo convertía en hielo. Los mataría a todos en el acto. Al testigo también. Los llevaría a Queens y que Brody tratara de probar algo. No llevaba arma o lo hubiese hecho él mismo.

Se volvió al farmacéutico.

—¿Una semana? —murmuró—. ¿Dijo una semana?

Starbuck no contestó. Moscotti se volvió hacia su sobrino. Lenta, ceremoniosamente, se puso la uña del pulgar contra los dientes y tiró hacia afuera.

—¡No! —gritó la mujer corriendo hacia su marido.

Moscotti la agarró con un brazo de acero.

Y el arma estallaba una y otra y otra vez y con cada disparo el delgado espantapájaros en el suelo se estremecía y se metía más debajo del mostrador, mientras Moscotti miraba, ajeno a ello, profundamente sumido en una oración por que su hijo estuviera a salvo, por que el tiburón estuviera lejos...

—¡Tire el arma! —gritó alguien desde la puerta. Moscotti se volvió. El policía italiano... ¿Angelo?... Angelo luchó con su revólver mientras miraba con ojos enormes el desastre—. Dije que tire el arma —gritó de nuevo. El sobrino de Moscotti no se volvió. Sólo disparó de nuevo a Starbuck.

—¡No oye! —gritó Moscotti yendo hacia el muchacho.

El arma de Angelo sonó como un cañón en el pequeño negocio. Las rodillas del sobrino se aflojaron, giró su cabeza, miró a su tío asombrado y cayó de rodillas. Una gran mancha roja se desparramó sobre su camisa blanca y limpia, pero el arma estaba aún en su mano y la apuntó a su atacante...

—¡No! —gritó Moscotti. Corrió hasta su sobrino. Hubo un estruendo detrás de él. Su sobrino se levantó, se volvió, fue con movimiento lento hasta la pared, chocó con ella, cayó y quedó tendido como un gran espantapájaros sangrante, caído de su percha en el campo.

El hombre en el teléfono había dejado caer el instrumento y estaba balbuceando de nuevo. La mujer vieja inspiró y comenzó a gritar, lejos, muy lejos.

El policía en la puerta se descompuso. Moscotti tomó la cabeza de su sobrino, cerró los ojos helados y se echó a llorar.