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Un sol achatado, color rojo sangre, se asomó ante ellos.

La blanca lancha a motor Hatteras, Miss Carriage, que salió de Sag Harbor, se deslizó alrededor de Montauk Point. Emergió de Long Island Sound y salió al océano abierto. Los dos hombres vestidos a medias en trajes de buceo submarino, que estaban en lo alto del puente, se apartaron un poco.

El más alto, un obstétrico del Astoria General de Long Island, apagó las luces de giro. El más bajo era un abogado de Manhattan para la Union Carbide. Los dos tenían muy poco en común, excepto el interés por bucear, que disminuía a medida que se iban haciendo más viejos, y la lancha, que tenían en sociedad. Casi nunca se encontraban, excepto durante los fines de semana en verano.

Hacía años el doctor había decidido que su socio era un judío rosado y simplemente lo aceptaba. El abogado sentía sus prejuicios, pero los ignoraba. Amigos o no, cada uno de ellos tenía unos 30.000 dólares metidos en el barco y además estaba la seguridad de un compañero conocido. Cada uno de ellos estaba seguro de que el otro era un buceador más sagaz.

Todos los años el médico temía las primeras zambullidas de primavera. Al principio el equipo le parecía extraño. El agua estaba fría y turbia. Y allí, saliendo de Amity, acechaba un fantasma.

La bestia había muerto. El médico casi había olvidado ya las historias de la prensa de Long Island. El abogado de Manhattan pensaba pocas veces en las fotos del Times, pero un secreto espectro flotaba en el subconsciente de ambos.

El doctor de pronto sintió frío. Miró el aparato que medía la profundidad. Buscaban un grupo de rocas debajo del agua que conocían, pero el gráfico del instrumento seguía chato como el índice de un paciente desahuciado en Terapia Intensiva. El médico imaginaba barro y fango allá abajo.

Se estremeció y bajó por la escalerilla del puente. Tomó su traje de neopreno de detrás de un tanque en la popa y trató de meterse en él. Había aumentado de peso.

Aun después de haberse metido en el traje, seguía temblando. Entró en la cabina. Sus piernas no se habían acostumbrado todavía al movimiento del mar. Al abrirse paso hacia la inmaculada cocina detrás del bar, tropezó con un taburete y lo tiró. Juró en voz baja y lo levantó. Pasó detrás del mostrador y tomó dos tazas del estante. Echó una doble medida de Old Grandad en su taza y una simple en la de su compañero y luego llenó las tazas con café caliente de la cocina. Comenzó a salir, pero recordó que es imposible subir con dos tazas por la escalerilla del puente y se sentó en la cubierta para conducir de abajo, para tomar la bebida más fuerte.

El movimiento del barco, que le hacía sentirse mareado, le indicó que estaban navegando paralelamente a la playa y demasiado cerca de ésta. Miró unos instantes a través de binoculares por la ventana de popa. Las grises casitas de verano de Napeague, Amagansett, East Hampton y Sagaponack estaban adormecidas a menos de media milla. En ellas los primeros veraneantes despertarían ante el gruñido de los motores gemelos Chrysler del barco. Un niño se movía en las aguas que lamían la playa, provocado para correr por un gran perro lanudo. El doctor se sintió extrañamente reconfortado por las casitas y decidió que, después de todo, no pediría a su socio que fueran más lejos.

El sonido de las máquinas disminuyó repentinamente hasta convertirse en un murmullo. Evidentemente el aparato para medir la profundidad había cobrado vida.

El doctor se deslizó en el asiento para conducir de la parte más baja. Dudó un momento y luego se tragó la bebida que había destinado al hombre que estaba arriba. Fue hacia adelante y echó el ancla Danforth inoxidable hasta que sintió el fondo a unos 10 metros más abajo. Mientras su socio retrocedía lentamente, dejó ir la cadena y la soga. Finalmente ató la soga a la cornamusa de proa e hizo señas a su compañero de que el ancla estaba debidamente enganchada.

Deslizándose a lo largo de la cubierta fuera de la cabina miró la costa. Todas las comunidades que estaban hombro con hombro a lo largo de Long Island le parecían iguales, pero estaba casi seguro de que habían anclado en el umbral de Amity.

La Gran Blanca nadó hacia el sur, 6 metros bajo la superficie, dejando Block Island a su derecha. Fue hacia la izquierda, siguiendo el curso hacia Montauk Point.

Estaba grávida en ambos úteros y su hambre era irresistible. Se había alimentado la noche anterior frente a Nantucket con un cardumen de bacalaos y toda la noche había llevado el curso del sudoeste a lo largo de Rhode Island. Había penetrado en la bahía de Newport, pero no encontró nada; viró con gracia, como un avión de carga, y reasumió su viaje al sur. La cola de 1,85 m de alto propulsaba su bulto con firme y determinado poder.

Ante ella, un invisible cono de temor barrió el mar desde el fondo hasta la superficie. Por unos dos kilómetros el océano se vaciaba de vida. Focas, marsopas, ballenas, calamares, todos huían. Todos tenían sensores —electromagnéticos, auditivos, vibratorios o físicos— que anunciaban que ella se acercaba. Cuando pasaba, el Atlántico volvía a llenarse detrás de ella.

El hombre hubiera ignorado esos sensores, suponiendo que aún los tuviera, reemplazándolos con la inteligencia, pero el hombre no era su presa normal.

Para contrarrestar la clarividencia de su presa, ella era por lo general más rápida que cualquiera de los animales que perseguía. Su alimentación incluía prácticamente a todo ser de tamaño que valiera la pena que nadara, flotara o se arrastrara en el océano, pero se había puesto tan grande, acercándose a su término, que su velocidad había disminuido.

Se volvía más hambrienta con cada kilómetro que pasaba.

A mitad de camino de la línea del ancla, el doctor se detuvo. Su jadeo, amplificado por el regulador, rompía los tímpanos. Estaba seguro de que su compañero, que descendía en medio de verdes burbujas 3 metros por debajo de él, podía oír cada uno de sus jadeos. Aferrándose a su pedazo de cuerda, trató de relajarse.

La hiperventilación en la primera zambullida era normal, pero si no podía respirar más despacio, en diez o quince minutos le faltaría el aire y se vería obligado a salir a la superficie. Estaba en juego su amor propio. A pesar de su tamaño y de mayores requerimientos metabólicos, su tanque siempre duraba más tiempo que el del hombre más pequeño. No podía comprender la aprensión que le hacía jadear.

Cuando su respiración se hizo más lenta, comenzaron a dolerle los oídos. Apretó la máscara fuertemente contra su rostro, tomó aire por la nariz y se destapó las trompas de Eustaquio.

Reasumió el descenso. La visibilidad era mejor de lo que había esperado —cinco metros o más—, pero ya había perdido a su socio. Cuando llegó al fondo, siguió la soga del ancla por la arena hasta que se convirtió en cadena. Cinco metros más adelante encontró al abogado en una nube de fango, tratando de enterrar la Danforth contra la corriente que tiraba hacia afuera. Ayudó en esta tarea y finalmente tenían enterradas las uñas del ancla.

El abogado miró su brújula de pulsera, indicó con el pulgar hacia el norte y comenzó a nadar de vuelta por el camino que habían hecho, buscando el grupo de rocas. El médico lo seguía, nadando a un metro y medio del fondo y junto a la cadera izquierda de su compañero. Empezó a sentirse a gusto de nuevo. Su corazón había dejado de martillar. Su desayuno de tres medidas estaba empezando a surtir efecto, calmándolo maravillosamente.

Mientras nadaba miró a su compañero y sonrió. El pequeño abogado estaba cargado con todo el equipo que podía comprar el dinero. Su máscara tenía su prescripción, de modo que no necesitaba anteojos. Llevaba un chaleco de regularización de presión. Éste era su primer viaje y él subía y bajaba tratando de regularlo.

En la muñeca izquierda del abogado había una brújula y en la derecha un reloj sumergible que daba el tiempo de inmersión. De su cuello colgaba una cámara Nikonos sumergible. La habían utilizado el año anterior y encontraron demasiado débil la luz del fondo, de modo que ahora tenía una luz sincronizada.

Atado al muslo izquierdo del abogado había un cuchillo Buck para bucear y en la pierna derecha un hierro para su presa.

El doctor pensó que parecía Dustin Hoffman en El Graduado, escondiéndose de las festividades en el fondo de la piscina de sus padres.

La aurora comenzó a filtrarse débilmente hasta ella cuando pasó por Montauk. Sus ojos eran negros, chatos y no pestañeaban, dándole un aire de profunda sabiduría. Sus pupilas estaban pulidas como espejos por dentro, de modo que tenía una visión excelente, aun en esa débil luz. Pero continuaba navegando como antes, a ciegas y sin pensar, como lo haría una computadora, utilizando las ampollas de electro-receptor que cubrían su cabeza para sentir la orientación del campo magnético de la Tierra.

Hacía dos años, no lejos de allí, había sido topada por un macho no mucho más pequeño que ella. Tomando la aleta dorsal de ella en sus mandíbulas, la había llevado de alguna manera, a pesar de la fuerza superior de la hembra, hasta el fangoso fondo. Allí, pasiva y horizontal, había recibido sus dos protuberancias en forma de brazos, de casi un metro de longitud, dentro de sus dos aberturas.

Su espalda, a pesar de que su piel estaba compuesta por miles de dientes pequeños, tenía todavía cicatrices de cuando él la había agarrado.

Aun antes de su embarazo, ella ya pesaba más que su ocasional compañero y que otras criaturas del mar, excepto algunos cetáceos y sus propios parientes, los tiburones-ballena.

Con 10 metros de largo y casi dos toneladas de peso, era más larga que una ballena asesina y mucho más pesada.

Ahora, cercana a su término, su contorno era enorme. En su útero izquierdo se retorcían tres pequeños. En el derecho vivían cinco, tres hembras y dos machos. El más pequeño tenía poco más de 90 cm de largo y pesaba sólo 11 kilos. Era, sin embargo, un ser completamente funcional. Había sobrevivido en el útero casi dos años, comiendo miles de huevos no fertilizados y con su hermano y hermanas, unos 30 fetos más débiles.

Él mismo no estaba aún fuera de peligro, especialmente de sus hermanas, que eran uniformemente más grandes que los machos. Si la madre tenía éxito en su caza durante las próximas semanas, su producción de huevos satisfaría a sus fetos y probablemente él podría vivir.

Si luchaba con éxito con sus hermanas, nacería en lo alto del triángulo oceánico alimenticio.

Ya no temía a nadie más que a los suyos.

El abogado comenzó a ir más despacio y el médico estuvo a punto de atropellado. Su socio señalaba hacia la izquierda. El médico volvió la cabeza. Vio una forma de un verde más oscuro que el agua en la que nadaban. No era el grupo de rocas donde habían buceado el año anterior. Este era abrupto, angular, hecho por el hombre.

Excitado, su compañero nadó hacia él. El médico lo siguió. La popa de un barco de pesca hundido, más grande y más pesado que el de ellos, se asomaba en la oscuridad. Rayos de luz verde jugueteaban en sus travesaños recubiertos de caracolillos. Era una embarcación inmensamente tosca. Las adherencias en sus maderas retorcidas les decían que había estado allí durante un tiempo largo.

El doctor notó una pesada guindaleza tirada en la arena. Llevaba al semienterrado casco. Se movió a lo largo de ella, tiró de la cuerda, pero no pudo moverla. Dio la vuelta hasta la proa para ver a dónde llevaba por el otro lado. El abogado nadó a su lado tratando de ajustar su flotación.

El médico encontró el otro extremo de la cuerda. Asegurado a ella por una gigantesca argolla, un tambor de hierro de 200 litros golpeaba sin descanso sobre el casco. Estaba abollado y roto en partes, pero los restos de pintura amarilla demostraban que alguna vez había sido un flotador.

La corriente barrió con él contra el casco con lúgubre clang. El Old Grandad abandonó apresuradamente las venas del doctor. Sintió mucho frío.

El abogado había nadado más allá. Estaba hurgando en las briznas de pasto marino que crecían en la popa. Repentinamente se quitó el hierro de la pierna y con la vaina aflojó una media docena de caracolillos, liberando también una nube de lodo. Cuando el agua se aclaró, el doctor pudo leer, en tenues letras anaranjadas, el nombre Orca, del puerto de Narragansat. El nombre despertó cierto profundo recuerdo. Miró a su compañero.

Detrás del vidrio de la cara del abogado, aumentado por la prescripción de los lentes, vio los ojos grises de su compañero fruncirse al pensar. Repentinamente el abogado golpeó el puño contra la palma de la mano, recordando algo. Comenzó a gruñir excitadamente, la señal que tenían para indicar algo fuera de lo ordinario. Indicó las letras anaranjadas. Luego sus dos manos, con los dedos convertidos en garras, como si fueran dientes, hizo un movimiento como de grandes mandíbulas que se cerraban.

Indicó una vez más el nombre en la destartalada popa. El doctor comprendió.

La semiolvidada historia de un pescador de tiburones, un oficial de policía y un experto oceanógrafo que leyó hacía mucho tiempo en el Long Island Press, emergió en su mente.

Descubrió que no le gustaba estar allí. Buscaban moluscos y no naufragios. Cualquier cosa con valor como recuerdo debió haber sido llevada por otros buceadores hacía mucho tiempo. Decidió que en realidad ya no le interesaban los moluscos. Su respiración se hacía dificultosa de nuevo, su corazón martillaba y sintió las primeras indicaciones de baja presión en el tanque.

Indicó hacia la superficie, pero su compañero sacudió la cabeza, palmeó la cámara y lo llevó a una posición junto a la popa. Lo plantó bajo las tablas que sobresalían de la popa. El abogado retrocedió, con la cámara contra el vidrio de su máscara.

El doctor señaló obedientemente las letras en el travesaño, sonriendo estúpidamente alrededor del caño que tenía en la boca. Su compañero, luchando por mantenerse erecto en el fondo, parecía tomarse un tiempo eterno.

De pronto el doctor tuvo que orinar. La extraña aprensión que había sentido toda la mañana se apoderó de su vejiga y la apretó fuertemente. Cuando no pudo esperar más, orinó sencillamente en los pantalones de su traje de buceador. El calor le hizo sentir bien entre las piernas, pero no ayudó a alterar el frío en sus entrañas.

Oyó el clunk del barril de acero contra el casco y lo sintió a través del guante que apoyaba sobre la plancha. Podía oír su propio jadear y también la respiración de su compañero.

Accionó la luz y todo se volvió momentáneamente blanco. De pronto oyó un ruido como de un tren subterráneo que se acercaba rápidamente desde atrás. Su compañero, bailando en la arena mientras trataba de balancearse en la corriente, volvió su cámara y se detuvo. Miraba algo que se aproximaba desde arriba y detrás del doctor. La máscara se le cayó de la boca.

El doctor, asombrado, comenzó a volverse, pero instintivamente se echó abajo, aferrándose a la plancha rota. Sus ojos estaban fijos en su compañero. Una gran burbuja salía de su boca. El abogado alzó un brazo para protegerse. El disparador de la cámara se enredó y la luz estalló de nuevo, iluminándolo todo y haciendo que el doctor se sintiera desnudo.

La luz verde de la superficie se hizo más tenue. Una enorme masa, descendiendo como un jet, pasó a su lado, a 30 centímetros de la cabeza del médico, borroneando la danzarina luz del sol. Parecía que pasaba eternamente. La última parte de la forma se convirtió en una cola, mucho más alta que él. Se deslizó una vez a su lado, arrastrándolo casi y tapando de su vista a su compañero en una nube de barro y fango del fondo.

Hubo un silencio. El barril golpeó.

El doctor se aferraba a la plancha rota tratando de ver a través de la oscuridad. Sólo podía oír su torturada respiración. Se sintió aterrorizado por lo fuerte que era y por las burbujas, que atraerían a cualquier cosa que fuera hacia el lugar, pero no podía aquietar su jadeo y no podía moverse de la popa.

Una de las aletas de buceo de su compañero pasó a su lado, adentrándose en el mar con la corriente. Podía haberla tocado, pero no se movió.

Fue el miedo lo que finalmente le hizo salir de su refugio. Le dio más miedo morir donde estaba, con el tanque de aire vacío, que ser descubierto. Tentativamente se movió a unos pasos de la popa y esperó. No pasó nada. En un arranque de coraje pateó hacia arriba.

Recordó no subir más rápidamente que sus burbujas; recordó que debía patear lenta y firmemente, sin rendirse al pánico —porque fuera lo que fuese sería atraído por el pánico—; recordó, a medida que las profundidades se volvían de verde oscuro a brillante jade, que debía respirar una y otra vez, para que el aire que se expandía en sus pulmones no los reventara —a pesar de que el ruido de su respiración lo aterrorizaba. Recordó, cuando emergió al dorado sol, pasar su boca del regulador al snorkel. Recordó tirar su cinturón de peso para nadar más libremente. Y recordó, por un momento, que debía patear con un movimiento cuidadoso como de pedaleo para no chapotear sobre la superficie con sus aletas.

Sacó la cabeza del agua. El Hatteras flotaba anclado a sólo unos pocos metros de distancia. Su miedo disminuyó. Una oleada de alegría por haber sido él quien sobrevivió, un éxtasis casi sexual, calentó sus venas.

Cuidadosamente se acercó al barco. Casi no cortaba el agua. En un momento se detuvo mirando derecho hacia abajo. No vio más que destellos de luces esmeralda cortando las profundidades de abajo.

Levantó la cabeza. A mil metros del bote dormían las casas en las dunas. Dos pequeñas figuras correteaban por la línea de las olas. Le pareció una eternidad desde que las había visto desde la cabina, pero era el mismo niño, el mismo perro lanudo.

De pronto se estremeció. En lo profundo de su alma sintió otra oleada de terror. Apresuró el golpe de las aletas. Una de ellas golpeó fuertemente el agua y luego la otra, pero le faltaban menos de diez metros para llegar: No podía aguantar más el movimiento lento.

A seis metros ya iba apresurado, golpeando audazmente y respirando en enormes bocanadas que le hacían doler el pecho.

De pronto, a tres metros del barco, sintió un golpe y que le agarraban el fémur izquierdo a unos siete centímetros por encima de la rodilla. Era algo sorprendente, pero no violento. Su primer pensamiento fue que su compañero había sobrevivido de algún modo y que lo alcanzó desde abajo, atrapándole la pierna para llamar su atención. Se quitó la máscara, mirando hacia abajo.

Se sorprendió al ver media pierna humana, envuelta en neopreno, surgiendo de las profundidades. Observó que aunque estaba completamente separada de la parte superior del fémur en la superpatellar bursa, exhibía poca sangre de su porción de la arteria femoral, a pesar de que una nube de sangre de algún otro lado se estaba formando rápidamente. Quienquiera había amputado esa pierna lo había hecho limpiamente: la piel a lo largo de la incisión estaba limpia, como cortada por un bisturí.

Sintió una repentina lasitud. Flotaba fascinado por la pierna que se hundía en las profundidades. Tenía la sensación de algo grande que se movía bajo la superficie, fuera de su zona de visibilidad, pero estaba extrañamente mareado y en cierta manera no le importaba. La pierna subió como si hubiera sido empujada y desapareció.

Su lado izquierdo estaba débil. Se preguntó si era víctima de un ataque cardíaco o cerebral. Se estaba volviendo demasiado viejo para bucear. Era posible que vendiera su parte del barco. Comenzó a nadar débilmente otra vez.

Oyó el leve rugir subterráneo. No le importaba. Dejó de moverse. Estaba demasiado cansado para luchar con su somnolencia, a pesar de que el barco estaba a sólo tres brazadas de distancia. Dormitaría un poco como una foca al sol y luego nadaría los últimos metros.

Entonces fue levantado en alto. Sintió que sus costillas, su bazo, sus riñones, sus intestinos, su duodeno, eran apretados firmemente como por una gigantesca prensa hidráulica.

No experimentó ningún dolor.