2
El Jefe Martin Brody de la Policía de Amity estaba sentado junto a su escritorio y miraba el reloj en la pared. Llegó a las doce, chirrió un instante y prosiguió su marcha. Una luz en el teléfono de su escritorio se encendió. Miró a través de su oficina a Polly Pendergast, que dominaba el conmutador.
Se suponía que debía detener las llamadas a la hora del almuerzo, maldita sea. Era demasiado vieja y obstinada para recordar algo y absolutamente imposible de despedir. La miró, rehusando tomar el teléfono.
—¿Quién es? —preguntó por fin.
—Nate Starbuck —anunció—. Estacionamiento.
—¡Mierda! —exclamó. A ella no le gustaban las palabrotas y apretó los labios. Bien. Abrió uno de sus cajones y sacó la bolsa con su almuerzo. Para lo que llamaba su "almuercito" escogió un sandwich de queso crema y mermelada. Él sintió que se le revolvía el estómago.
La mujer siempre comía en su escritorio, traía un sandwich extra para él y tenía la esperanza de que sería demorado, para no tener que comer sola.
Para frustrarla, continuó ignorando el teléfono.
—Dígale —dijo— que pasaré por allí camino a mi casa para almorzar.
De pronto se dio cuenta de que no había tenido una queja por estacionamiento durante más de un año.
—¿Estacionamiento? Las cosas empiezan a animarse.
Tomó su sombrero y el talonario de multas de tráfico y fue hasta la puerta.
Ella lo miraba con adoración. Le arrancó el sandwich de la mano, se dio vuelta y fingió tragárselo. Ella chilló y Brody le devolvió el sandwich. Le palmeó la floja mejilla y salió de su oficina al brillante sol primaveral.
Se deslizó tras el volante del patrullero N° 1; encendió la radio, cambió de parecer y la apagó. Era muy de Polly salirse con algo para distraerlo justamente cuando iba a su casa. Senil, como el pueblo que servía.
Pero el pueblo estaba renaciendo. No había señales de renacimiento en Polly.
Fue por la calle Main, casi desierta, hacia Water. Hace dos años hubiera habido autos estacionados a ambos lados de la calle, aun a comienzos de Junio. Pero hoy, a pesar de ser sábado, no había ni media docena de vehículos estacionados en los parquímetros. Los mismos parquímetros habían sido tapados y mutilados en un fútil esfuerzo para aplacar a los comerciantes de la zona que creían o esperaban que 10 centavos por una hora de estacionamiento era la raíz de todos sus problemas.
A medida que se acercaba al centro del pueblo su ánimo se levantó al ver las construcciones que se estaban realizando allí. Chase Manhattan había comprado el Banco de Amity y la fachada de la nueva sucursal —aún muy al estilo de Cape Cod— estaba recibiendo una capa de pintura blanca. Lo que es más, estaban haciendo una ventanilla para depositar desde los autos los sábados, fuera de horario, y había camiones de contratistas dispersos en toda la playa de estacionamiento del banco.
Paró en la zona roja, frente a "Vestidos Martha". El esposo de Martha, Roger, se movía entre los maniquíes a la altura de sus faldas. Vio a Brody, sonrió con picardía y palmeó una muñeca. Estaba preparando el piso para una nueva capa de pintura.
Tres puertas hacia el sur, un nuevo letrero de neón proclamaba: "Ferretería Amity", recostado contra el frente del edificio, esperando ser colocado en su lugar para Albert Morris.
Brody entró en la oscura frescura de la farmacia de Starbuck.
Hasta Starbuck parecía revivir. Nate había estado al borde de la bancarrota durante El Problema, como lo llamaban en Amity. Había despedido a su propio sobrino, que revelaba fotografías en el fondo del negocio, y al muchacho y a la chica que atendían el anticuado mostrador de bebidas. Durante más de un año Nate había estado revelando películas entre recetas, rehusaba hacer entregas a domicilio y dejó que su mujer, Lena, tan hosca y taciturna como él, tirara las sodas desde detrás del mostrador de mármol.
Ahora, observó Brody, por lo menos había tomado a una nueva chica para atender el mostrador: Jackie Angelo, la hija de 15 años de uno de sus propios policías. Era una gran mejora con respecto a Lena. Se estaba convirtiendo, observó, en otra —y más joven— Gina Lollobrigida. Tenía ojos celestes del norte de Italia y cabello negro. Rara vez sonreía, pero cuando lo hacía sus ojos bailaban, su nariz se fruncía y su mano volaba hasta su boca para esconder el más evidente trabajo de ortodoncia del pueblo. Hizo un guiño a Brody cuando pasó, levantó los ojos en gesto de resignación y señaló el mostrador de recetas.
Starbuck, flaco sobreviviente de una larga línea de mercaderes de balleneros de Bedford, estaba sentado detrás de la ventanilla para las recetas, escribiendo a máquina una etiqueta. La máquina de escribir era una Woodstock que, Brody estaba seguro, valía más como antigüedad que todo el negocio de Nate. Starbuck era fantástico, parecía salido de una ilustración de Norman Rockwell, con visera de celuloide verde y todo. A pesar de lo que parecía un renacimiento menor de su negocio, él seguía tan amargado como siempre.
—Buenos días, Nathaniel —murmuró Brody sin mucho entusiasmo.
Starbuck no levantó la vista. Pasó la etiqueta por el esponjero y la colocó cuidadosamente sobre una botella. Puso el frasco sobre el mostrador.
—Su mujer telefoneó ayer. Sus píldoras de tiroides.
—¿Cuál es el problema de estacionamiento?
Starbuck indicó con un pulgar hacia la puerta lateral y espetó:
—Casino del Mar —lo pronunciaba con disgusto, con el acento en Cas, como para mostrar su desprecio por los idiomas extranjeros—. Junto a mi camión de reparto. Sam Peterson lo puso allí. Está en el banco —miró a Brody—. Un sábado.
—¿Cree que piensa robarlo?
—No me extrañaría. Pero no con un revólver. El banco no abre para mí en sábado.
—Tal vez no les debe suficiente dinero.
Los ojos de Starbuck se volvieron fríos.
—¿No le deben todos? Excepto —agregó significativamente— los que vendieron su propiedad.
—¿No debí vender? —preguntó Brody.
Starbuck se encogió de hombros.
—Buen negocio, vender. Quisiera haber tenido una playa.
—¿Unos miserables 30 metros, Nate? Casi todos vendieron. ¡Cristo! ¿Cuánto cree que me dieron por ella?
—No es asunto mío.
—No —Brody estuvo de acuerdo—. Vea, Peterson no pudo estacionar en la playa del banco. Está lleno de camiones. La suya está vacía. ¿Qué importancia tiene?
Los labios de Starbuck se hicieron más finos.
—Ordenanza oficial, ¿no? ¿Clientes de la farmacia solamente? —se encogió de hombros—. Por supuesto, puede ser que tenga miedo de ponerle una multa. No había pensado en eso.
Brody giró sobre su talón y pasó por la puerta lateral. El Monaco de Peterson, con chapa de New Jersey y "Casino del Mar" discretamente pintado en las puertas, estaba estacionado junto al camión de reparto de Starbuck. Miró la pared del edificio. No podía librarse de eso. El letrero "CLIENTES DE LA FARMACIA SOLAMENTE —Los infractores serán llevados por la grúa- había sido pintado de nuevo con frecuencia, con el número de la ordenanza municipal abajo. Era la contribución de Starbuck a la levantada de cabeza general, presumía, y probablemente quedaría en eso.
Estaba empezando a escribir la multa cuando vio a Peterson, un hombre pequeño e intenso, que se le acercaba. Peterson le sonrió.
—¡Dios mío! ¿Amity está tan en bancarrota?
—Oiga, Pete. Entre y cómprele algo al viejo bastardo. Goma de mascar o algo así.
Peterson le dio las gracias y entró en el negocio. Brody guardó su talonario de multas y volvió al coche N° 1. Miró la calle de nuevo.
Tenía un aspecto bastante bueno. El hombre que había mandado adentro estaba salvando al pueblo y los idiotas como Starbuck ni siquiera parecían saberlo.
Se había olvidado de la píldoras de Ellen, pero era un día demasiado lindo para ver a Starbuck dos veces.
Subió a su coche y fue a su casa a almorzar.
—Sean —suspiró Ellen—, ¿vas a terminar de comer o no?
Brody sorbió la cerveza, echó atrás la silla y observó a su hijo menor frente a su plato, del otro lado de la mesa. Once guisantes en línea de ofensiva. Once granos de maíz frente a ellos en una formación 4-3-3-1. Eran los Jets. Era obvio que Buffalo estaba en dificultades, pero no por mucho tiempo.
Fascinado, Brody observó a O. J. Simpson lanzarse al ataque empujado por el tenedor de Sean. La profundidad del plato pareció tragárselo cuando fue repentinamente empujado y O. J. se apresuró a llegar al borde del plato.
—Así se hace —dijo Brody terminando su cerveza.
Ellen no estaba divertida.
—Si ha terminado, me gustaría lavar el plato.
—¡Vamos, Ellen! —dijo Brody—. ¿Ves esto? El tenedor más rápido del Este.
Ella quitó el plato a pesar de las protestas de Sean.
—No te olvides de Mike —le recordó a Brody.
No lo había olvidado. Sólo lo postergó para después de almorzar. Mike había convencido a su madre para que trabajara en la comisión de la Regata Juvenil del Club Náutico. Ella se había desvivido por arreglar todo para la regata del sábado próximo. El chico entusiasmó a su hermano menor para que le sirviera de tripulante y, de pronto, Mike había renunciado fríamente. El bote tenía un aspecto espantoso. Sus aparejos necesitaban arreglo, tenía una rotura en la vela principal y no había hecho el curso hasta el faro de Cape North desde el final del verano pasado.
Brody se levantó pesadamente; Sean también se puso de pie. Brody se aflojó el cinturón. Lo mismo hizo Sean. Brody se agachó de pronto, con los ojos a la altura de los de su hijo.
—¿Qué te parece si vamos a hacer surfing? ¿Tal vez nadar un poco desde el Casino?
Sean sonrió. Le faltaba un diente. Hasta el agujero era lindo.
—¡Bárbaro! —dijo el niño fingiendo que lo mordía. De pronto, impulsivamente, besó a Brody y salió corriendo por la puerta de la cocina.
Por lo menos tengo esto, pensó Brody. De mala gana se puso a subir la escalera.
Ellen Brody comenzó a ponerse los guantes de goma para lavar los platos. Después recordó que tenían una rotura en el dedo índice y se los quitó disgustada.
Echó Jcy en la pileta y la fregó con agua hirviendo de una canilla que perdía, salpicándose la blusa. Maldijo en voz baja para no asustar a Sean, porque sabía que estaba en el lavadero pintando sobre el banco de trabajo la barra del timón del bote de su hermano, de acuerdo con cierto pesado contrato que tenía que ver con la regata. Si llegaba a oír que estaba lavando los platos, estaría a mitad de camino hacia la playa de Amity para cuando ella lo llamara para que los secara.
Introdujo las manos desnudas en el agua e hizo una mueca. Brody debió haberle traído ayer otro par de guantes del bazar de Amity. No le importaba que sus manos parecieran las de una lavandera.
En realidad ni siquiera necesitaría los guantes si él hubiera arreglado la máquina lavaplatos en lugar de pasarse el último domingo arreglando las velas de ese estúpido bote con Mike y Sean. Ahora el verano se les había venido encima y lo perdería por tres meses por el maldito pueblo.
No es que importara. Ya parecía que lo había perdido por sus hijos.
—Sean —llamó.
Silencio absoluto, pero el crujir de la puerta de alambre tejido le indicó que la había oído.
—¿Quieres una galletita? —llamó astutamente. No tenía, pero todo está permitido en el amor y en la guerra y era su turno de secar los platos esa semana.
Sean entró inocentemente.
—¡Hola! —sonrió. Tenía una mancha de pintura blanca en la nariz. Su madre la limpió y le tendió resueltamente un repasador.
—¡Hola! ¿Cómo anda el bote?
Miró el repasador como si nunca hubiera visto uno.
—¿Dónde están las galletitas?
—Las comiste anoche, ¿recuerdas?
—Tú dijiste...
—Estaba pensando en voz alta. No sabía que había alguien allí. Nadie me contestaba —le tendió un plato—. No lo dejes caer. Lo digo en serio.
El hizo una mueca.
—Mike dice que tengo que terminar de pintar la barra o, si no, no puedo ir a la regata...
—Después de los platos.
—Au, Mamá... ¡Papá!
—Está arriba, hablando con Mike —dijo y pensó para sus adentros: ahora seca los platos o te estrangularé con el repasador.
Empezó a secar lentamente.
—Nunca terminaré con el bote y no me dejará ir de tripulante.
—Sean —dijo muy seria—. Ahora quiero que me escuches y que recuerdes.
La miró. Su labio inferior sobresalía, sus ojos eran hostiles, era la imagen de un chiquillo malcriado. Su padre no lo hubiera reconocido.
—¿Sí?
—Si no me ayudas hoy y durante el resto de la semana, no habrá regata.
—¿Cómo?
—Porque no habrá presidente de la comisión. ¿Qué te parece?
—¡Au, mamá!
—Lo digo en serio.
Secó un ratito más y sonrió.
—No te dejará renunciar.
—¿Papá? ¿Qué quieres decir que no me dejará? ¿Me quieres probar?
Sean lo observó con sus ojos muy azules. Decidió no insistir más.
—No.
—Está bien —consintió.
Aun hirviendo por dentro, terminó de lavar los platos. ¿No dejarme renunciar? ¿Qué se creían que era? ¿Una esclava?
El problema era que probablemente tenían razón.
Brody se paró al lado del escritorio de Mike, junto a la ventana.
Hojeó la Revista del Buceador mientras daba a su enojado hijo, tirado en la cama, el tiempo necesario para tranquilizarse.
Ayudarle a comprar el bote, entonces, no había servido...
La revista era la primera de una pila de treinta centímetros de alto. Brody se detuvo en una doble página en color, con el anuncio de Buceadores de U.S.A. Un buceador muy masculino, con bigote, chorreando agua y brillante en su equipo nuevo. Una modelo que parecía como si su traje de buceo se le hubiera pegado, lo miraba con los ojos húmedos de lujuria. ¡Los bastardos!, pensó. Bastardos ávidos de dinero.
—¿Qué vas a hacer? ¿Las piensas quemar? —se quejó Mike dirigiéndose al cielo raso—. ¡No es pornografía!
Brody miró a su hijo mayor. Mike parecía cansado. No había almorzado, no sólo hoy, sino ayer tampoco. La huelga de hambre giraba en torno a un formulario impreso que su amigo Andy había tomado en el Centro Aqua Sport de Buceo y había entregado a Mike. El padre de Andy había firmado el suyo y se suponía que Andy estaba profundamente empeñado en un curso de buceo. Tendría que hacer frío en el infierno antes de que Brody firmara la solicitud de Mike.
Palmeó la pila de revistas.
—No, Mike. Quisiera que fuera pornografía.
—¿De veras? Está bien. Puedo hacerme cargo de eso —su voz sonaba ahogada—. En el puesto de revistas de Starbuck. Jackie ni quiere abrirlas. Seguro. Ahorré dinero para el curso. Puedo comprar revistas pornográficas en vez de eso.
—¡Tómalo con calma, Mike!
Su hijo se dio vuelta, enfrentándolo.
—Entonces, ¿sabes?... Mientras que Andy, Chip y Larry... y todos los demás bucean, ya puedo acostarme aquí con la Galería...
—¡Basta! —ladró Brody—. Mira, si quieres nadar, usa la piscina municipal. Tu hermanito tiene más sesos que tú. Él estaba en la playa. Tú estabas en el mar.
—¡En el mar! —chilló Mike—. Por última vez, sé nadar como una anguila. Vivo en una isla y no se me permite...
—¡Puedes navegar!
—¡Y eso necesitó de un Acta del Congreso! Estoy cansado de hacer el estúpido...
—¡Eres el mejor marino del pueblo!
—Mira, lo que quiero es ser el mejor buceador. ¿Está bien? ¡Es mi vida!
—¡Basta! —la voz de Brody sonó como un latigazo a través de la habitación. Se apartó del escritorio, tirando la silla. Su hijo lo miró, asombrado. Brody se le acercó y extendió la mano. Mike se encogió. ¡Por Dios! ¿Creyó que iba a pegarle?... Brody le tocó la frente. Estaba caliente. Tal vez tenía fiebre.
—¿Crees que estoy enfermo? —chilló Mike—. Tal vez lo esté. Enfermo por tus interferencias. Harto de Spitzer.
—¿Quién es Spitzer?
—Mark Spitzer —Mike lloraba ahora—. El gran campeón olímpico de natación. Oye, Spitzer, ven a la playa, no te vas a mojar... Dame una lección de natación, Spitzer... Spitzer, corre tu toalla, viene la marea... —suspiró profundamente—. ¡Me tiene harto Spitzer!
—Mike... —comenzó Brody indefenso.
—¡Quisiera que viviésemos en Omaha! —estalló su hijo.
—Pero no vivimos allí.
—¿Papá?
Brody apartó el cabello de su hijo de la frente.
—¿Sí?
—El tiburón está muerto.
Brody asintió con la cabeza.
—El tiburón está muerto.
Convenció a Mike para que bajara a comer un sandwich. Luego se sentó hojeando las páginas de la revista, hasta que se dio cuenta de que no las estaba mirando realmente.
Plegó el formulario, se lo puso en el bolsillo y salió de la casa.