9

El Casino crecía, aparentemente sin un gran esfuerzo. Un solitario carpintero estaba clavando clavos en un pórtico. Media docena de hombres estaban reunidos junto a una camioneta que vendía comida No había nadie más a la vista.

Brody pasó por encima de una viga tirada en la arena, trepó por una pila de ladrillos y bajó hasta donde Tony Catsoulis, concejal de Amity y dueño de la Corporación de Construcciones de Amity Inc., había colocado su cabaña de construcciones, bien abajo, a cubierto del viento y del mar.

Brody encontró a Tony adentro, con el teléfono en la oreja, el sombrero echado hacia atrás y el cuerpo en forma de campana hundido en una silla que parecía haber sido usada en un acto sin éxito de doma de leones, Tony lo saludó vagamente con la mano, como si le ofreciera un lugar para sentarse y esperar. No había ninguno, de modo que se quedó parado.

—Está bien, Vern —bostezó Tony—, ya sé que dije el viernes, pero el cheque está en el correo. Lo despaché el lunes. Revisa tu correspondencia de hoy. ¡Oh!... ya veo. Bueno —bostezó de nuevo—, entonces revisa la de mañana. Tienes mi palabra. ¡Sobre la tumba de mi madre! —colgó el auricular—. ¡Monstruo insaciable! El subcontratista de electricidad. Algún día le enchufaré 220 voltios para ver cómo anda de cables. ¿Qué puedo hacer para la ley y el orden, Jefe?

—Mucho —Brody inspiró. Tony Catsoulis era su última oportunidad. Había hablado con todos los miembros del Concejo Municipal. Había encontrado al viejo Ned Thatcher en el Abelard Arms. Apenas si podía escucharle y aparentemente nunca había oído hablar de la Mafia en general ni de Moscotti en particular y no le importaba nada, con tal de que los negocios fueran mejor.

Había encontrado a Rafe López, campeón de la minúscula población negra de Amity y orgulloso ejemplo de democracia en el Concejo. A Rafe no le importaba de quién era el dinero que entraba en el Casino, siempre que Peterson cumpliera con su promesa de emplear a negros como mozos y a él mismo como maître.

Albert Morris hizo una mueca cuando Brody mencionó a Moscotti, y señaló lo que una bomba contra incendios bien colocada haría para su negocio de ferretería, y Fred Potter simplemente dijo que no quería escuchar nada sobre eso.

La vaga esperanza de Brody de conseguir que suspendieran el permiso de construcción parecía más tonta cada hora. Tony era su última posibilidad.

—¿Sabes quién te está pagando? —preguntó.

Nadie me paga —respondió Catsoulis—. Peterson no me paga y yo no pago a mis subcontratistas —señaló el teléfono—. Y todos terminan pagando a los malditos abogados. Un trabajo normal de construcción. La próxima vez será lo mismo —suspiró—. No sabes la suerte que tienes. Un empleo oficial...

—¿Quieres que lo conserve?

Eso llamó su atención. Se sentó derecho en su silla.

—¿Quién te lo va a quitar? —preguntó.

—Ellen quiere que renuncie —eso era verdad, pero se sintió culpable de descargarlo sobre ella. Honestamente no sabía si tenía miedo por su familia o si tenía miedo a Moscotti. Las dos cosas tal vez.

—Si tú renuncias —dijo Tony rápidamente— pondremos a Hendricks de Jefe de Policía y yo te empleo a ti.

—¿Como qué? ¿Como sereno?

—Capataz, administrador, director... lo que tú digas. Como socio si consigues tu permiso como constructor.

Miró a Tony a los ojos. Parecía completamente sincero.

—Gracias —dijo emocionado—, pero no tengo experiencia.

—Ganas siete mil quinientos ahora. Yo empezaré con quince.

—¿Quince qué?

—Quince mil. ¿Dieciocho? No me importa.

Brody se asombró. Su corazón comenzó a latir. Veía un lavaplatos Kenmore, un receptor de TV con una imagen que no les hiciera fruncir los ojos, a Mike en Yale... bueno, en la Universidad de Nueva York. Se aclaró la garganta.

—¿Por qué?

Tony se encogió de hombros.

—Tú no robas.

—¿Vale eso el doble de lo que estoy ganando?

—Todos saben que no robas. Eso es lo que vale.

Brody sacudió la cabeza para quitarse la visión de bienestar económico. Catsoulis parecía hablar en serio, pero podía ser demasiado optimista sobre la habilidad de un jefe de policía para aprender sobre construcciones. Demasiado optimista también acerca del futuro de Amity...

—Supón que lo del Casino no se haga. ¿Me emplearías entonces?

—No te preocupes por Peterson —sonrió Catsoulis—. Él es solvente.

Brody preguntó si estaba seguro, preguntándose si habría oído ya lo de Moscotti. Catsoulis se movió dentro de la cabaña como una topadora con pies, para llegar hasta la cafetera que humeaba sobre la cocina. Sirvió dos tazas, les echó un chorrito de whisky contra el frío del mar y alcanzó una a Brody.

—Hecho por las Familias —dijo Catsoulis sonriendo—. ¿Lo sabías? —levantó su taza—. Por Peterson.

Cuando Brody no levantó la suya, Tony se puso a beber de todos modos.

—Oye... Me preguntaste si sabía quién me estaba pagando. ¿Por qué?

Brody sorbió su café. El whisky tenía gusto a rancio. Su boca estaba seca. Había estado hablando todo el día, a Meadows, después a López, a Morris y a todos los demás. Estaba cansado de hablar.

—No lo sé, Tony —dijo cansadamente—. Sólo para pasar el tiempo.

Brody hizo sentar a la Teniente Swede Johansson frente a él, en una mesa del pequeño restaurante de Bay Shore. Cuando vio lo grueso que era el informe que ella había preparado sobre el rifle Savage, las municiones y el tanque de gasolina destrozado, él rehusó, menú económico o no, a llevarla simplemente al bar del Departamento.

La carpeta estaba en la mesa entre ellos ahora, mientras sorbían martinis. Brody se preguntó cuánto costaría la comida y si lograría de los concejales que se le devolviera el importe.

Según el grosor de la carpeta, valdría la pena. Ordenó un sandwich para ella y una hamburguesa para él. Hacía años que no había invitado a comer a una mujer que no fuera Ellen.

—Y dos martinis más —ordenó a la camarera.

Ella sonrió, sus dientes brillaron en la tenue luz. Él deseó ser más inteligente. ¡Ella era tan bonita!

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Brody levantando la carpeta.

Los ojos color ámbar de la muchacha brillaron en la oscuridad.

—Beba mientras aún somos amigos.

—¿Tan malo es? —se puso rígido.

Jugando con el vaso de coctel, ella indicó la carpeta con la cabeza.

—Hice un completo estudio de balística —había disparado tres balas del Savage en el barril de agua del laboratorio y otras dos a una réplica del tanque de gas, del mismo material y del mismo fabricante. Él podría ver la diferencia, le dijo, en la entrada de diámetro en el informe.

—Los agujeros de entrada en el tanque tienen un diámetro de 30 % más pequeño que la entrada en el tanque original.

Él se frotó la sien.

—Suponga que le trajera un agujero de salida. ¿No sería mayor?

—No es una salida, es una entrada —dijo ella simplemente—. Lo siento, amigo, ese rifle no lo hizo.

—Punta hueca —imploró él pensando en las balas que ella le había enseñado el lunes, que habían disparado al coche patrullero—; ¿O dum-dum?

Ella sacudió la cabeza.

—Probé eso también. Quité las narices a dos de esas balas y las disparé. No hay diferencia discernible. No fue ese rifle.

Brody atacó salvajemente la aceituna en su nueva bebida. ¿Qué lo había hecho, entonces? Algo hizo explotar ese tanque.

Ella se encogió de hombros.

—Probé una 45 —dijo—. Probé una Magnum 357. Hasta probé un rifle para elefantes que confiscamos a un loco en East Hampton. Es un gran agujero el del tanque, Brody.

—¿Qué lo hizo?

Le preguntó cuánto sabía él de los esquiadores acuáticos.

—El hombre era un ingeniero de Grumman, la mujer era secretaria allí. Linda muchacha. Los veía desde hace años. Una agradable pareja. Eso es todo.

Ella quiso saber de su reputación.

—Grumman dice que él era competente —dijo Brody—, un tipo de control de calidad. El guardacostas me dice que solía probar la radio con Shinnecock Bay, para estar seguro de que funcionaba.

Se detuvo. Un tenue recuerdo había venido a su mente. Trató de atraparlo, deseando no haber tomado el segundo martini. Algo acerca de banderas... Chasqueó los dedos.

—¿Sabe que los había visto el día anterior? Estaban comprando una bandera para esquí en el centro de deportes acuáticos.

—¿Para qué?

—Para seguridad. Se supone que uno debe hacerla flamear cuando arrastra a un esquiador, para que nadie se acerque demasiado por atrás. No son muchos los que la colocan en Amity.

—¿Pero este tipo lo hizo?

—Aparentemente.

La camarera les trajo el almuerzo. Swede estaba sumida en sus pensamientos ahora, con el entrecejo fruncido, pinchando su sandwich con el palillo que lo sostenía y sin comer.

—¿Encontraron balas de luces? —preguntó repentinamente.

—¿Balas de luces? No.

—Un hombre tan cuidadoso las habrá llevado para pedir auxilio.

—Bueno —dijo él—, no encontramos nada.

Ella se echó atrás en su asiento. Todavía no había empezado su sandwich.

—Brody, el análisis de espectrógrafo lo mostró al principio. Lo que le dio a ese tanque estaba cargado con magnesio. La pintura alrededor del agujero de entrada estaba chamuscada. Tal vez por la explosión, tal vez por el impacto, pero chamuscada. Y cargada de magnesio.

Brody miró su hamburguesa a medio comer. No tenía ganas de tu terminarla.

—OK, luces localizadoras. ¿Tal vez del Savage?

—Examiné el cañón a todo lo largo, desde la punta hasta atrás de todo. Hice un análisis espectrográfico y uno de grasa en el lubricante de la cámara. No hay rastros de magnesio en el rifle.

—¡Maldición! —murmuró Brody.

—Brody, lo produjo una pistola de señalización. Balas de luz —colocó una mano sobre la de él—. Una pistola standard Very de la marina. Probablemente de sobrantes. Mark IV, modelo 2.942.

Brody estudió su cara. Estaba completamente segura.

—¿Por qué, en nombre de Dios, iba a dispararle un hombre a su propio tanque de gasolina?

Ella comenzó a mordisquear su sandwich y no contestó.

—¿Por qué —continuó él la tendría cargada, cerca de un tanque de gasolina?

—Tal vez no lo haría por lo general —contestó ella—. Pero una pistola de luces localizadoras es un arma de fuego. Las armas de fuego y las personas muy cuidadosas se llevan muy bien. ¿Excepto cuándo?

El había sido policía el tiempo suficiente para conocer la respuesta.

—Excepto en una emergencia, cuando uno las necesita. ¿Pero qué clase de emergencia? No había llamado a Shinnecock.

Ella se encogió de hombros.

—Eso no es balística. Es un problema policial y usted es policía.

—Sí.

—Será mejor que empiece en seguida, amigo mío.

Él pagó la cuenta, la acompañó hasta el laboratorio de balística y recogió su inútil evidencia.

Habían olvidado, recordó ella, la tarta de manzana a la moda.

—La próxima vez —dijo él suavemente—. Y hablando de olvidar...

—¿Sí? —sonrió.

—Tengo otro cargo para este sospechoso y quedará. Levantaré el de asesinato, por supuesto, pero igual esto parecerá muy tonto... ¿Cree que podría...?

—Usted tiene el original —sonrió ella—. Trataré de perder nuestra copia. No podemos destruir la imagen del Jefe de Policía de Amity.

Brody firmó el recibo por el rifle, las municiones y el tanque de gasolina al joven sargento en la entrada. El sargento le preguntó otra vez si no habría alguna vacante en la Policía de Amity.

—Podría haberla, si esto me falla.

—¿Qué descubrió Swede?

—Probó que mi cargo por asesinato dejó de existir.

Mientras conducía rápidamente hacia el norte por el South State Parkway, Brody decidió por fin que los esquiadores debían haber iniciado un fuego menor con un cigarrillo y, presas de pánico, cargaron la pistola para señales y la descargaron contra el tanque, mientras intentaban salir de la lancha.

¿Y sus cuerpos?

¿Estallaron en pedazos? ¿Se quemaron?

¿Y qué había pasado a los dos buceadores?

No era asunto suyo. Su responsabilidad terminaba donde las olas lamían la arena de la playa de Amity.

En cuanto a su cargo contra Jepps, gracias a Dios, tenía todavía a la foca herida.

El Teniente Comodoro Chip Chaffey, oficial de seguridad de helicópteros en la NAS, Quonset Point, gritó a los oficiales sentados en el bar del club, pasó una pierna por su taburete favorito y ordenó una Mula de Moscú.

En el bolsillo del pecho de su uniforme de aviador, que haría que lo echaran probablemente del bar si aparecía el oficial de guardia, descansaba el informe sobre el accidente del helicóptero, que el empleado en su oficina acababa de entregarle.

Era un informe negativo. Sabía tanto de lo que había hecho morir a su compañero de barco como en el momento en que empezó la investigación. Ni siquiera sabía si el silbido que los marinos habían oído cerca de Amity era el de su amigo o del compañero de éste.

Cualquiera de los dos que hubiera sido, hacía tiempo que había muerto y que su cuerpo fue arrastrado por el mar, y probablemente aparecería pronto en alguna playa de Hampton, hinchado y azotado por las arenas que cambiaban de posición.

Sorbió su vodka con cerveza. Era un hombre solo, divorciado, su desaparecido compañero de barco, era uno de esa clase que se desvanecía, de hombres que bebían mucho y que jamás irían lejos en la Marina, ni tenían mucho interés por avanzar. Su futuro se extendía interminable. Incontables horas en cubierta, escuchando a submarinos que no estaban allí, horas allí, en el O Club, igualmente interminables, charlando con las solitarias esposas de marinos, que venían más jóvenes cada día.

Hasta que tal vez alguna falla de un motor o el golpe de una maquinaria fatigada lo derribara. O lo que le había pasado a su amigo, y todo podía terminar en un alocado viaje hacia el fondo del mar.

El joven oficial del equipo de demoliciones entró, debidamente vestido de civil, escoltando a una rubia de piernas largas que parecía de Vassar o Bennington y probablemente era su esposa. Se sentaron a una mesa, tomaron cartones de bingo y se prepararon para el juego de todas las noches.

Los ojos del oficial encontraron los suyos y huyeron. Seguramente que no lo querían allí, en esa mesa, sea porque habían perdido a su delfín o porque no había querido compartir las atenciones de la muchacha.

¡Al diablo con ellos! Miró el bar. Dos solitarias esposas de marinos, con las narices enterradas ya en cartones de bingo, estaban sentadas juntas. Sus maridos estaban probablemente en el mar, en el Grouper o en una de las latas de sardinas.

¡Al diablo con ellas también! Las esposas de marinos parecían volverse cada día más fíeles. Sus ojos se posaron de nuevo en el oficial. Era falso, él, y su rubia oxigenada. Todos eran falsos. También los de su equipo de demoliciones submarinas, que había abandonado demasiado pronto. Hasta ese extraño delfín era falso. Esperaba que la operación prosiguiera.

Decidió ir al día siguiente a Amity. La esposa del jefe de policía había resultado agradable, y tal vez podría verla de nuevo. Se preguntó si Brody alguna vez dejaba el pueblo. De todos modos encontraría al hijo del Jefe o a su instructor de buceo y trataría de despertar algún entusiasmo por otra búsqueda de la bola de sonar.

Podía imaginar la cara esculpida como la de Flash Gordon, del oficial si un grupo de chicos, en su primera experiencia de buceo, encontraban la bola. Uno nunca sabe...

El monótono llamar de los números de bingo comenzó a través del sistema de altavoces del club y él terminó su bebida.

Junto al inútil informe en su bolsillo había una carta de la Tesorería. Había pedido una recompensa de 2.000 dólares para cualquiera que encontrara la pelota, y, tal como era de esperar, lo autorizaron a prometer 1.000. Bueno, esto debería despertar interés entre la gente joven de Amity.

Fue a buscar su cartera.

Mañana sería otro día.