7
El alcalde Larry Vaughan se levantó apresuradamente de su escritorio, cruzó la habitación y cerró la puerta de la oficina exterior, donde su secretaria Daisy Wicker estaba haciendo macramé sobre un bastidor de madera. Miró a Brody con ojos bulbosos, inyectados de sangre.
—¡Por Dios, Brody! No le importa lo que dice ni quién pueda oírlo. ¿No es cierto?
Brody sacudió la cabeza.
—Me imaginé que todo el mundo lo sabe de todos modos.
—¿Qué quiere decir con esto? —la cara de Vaughan era rojo ladrillo.
Brody se encogió de hombros.
—Siempre imagino que soy la última persona en el pueblo que se entera de algo deshonesto.
—No es deshonesto pedir dinero prestado. De todos modos, yo no sabía, Brody. Estoy resentido...
—¡Basta de teatro, Larry! Si yo no hubiera gritado tan fuerte, usted habría vendido la Posada a Moscotti hace dos años.
—Bueno, pero no sabía de esto.
Mentira, pensó Brody, preguntándose cuántos de la junta de concejales lo sabían también. Tony Catsoulis, probablemente. Tal vez Albert Morris. ¿Ned Thatcher? ¿Rafe López? Tal vez. No había modo de saberlo. De todos modos, Vaughan lo había sabido seguramente.
Para probar su teoría, Brody dijo:
—Quiero que suspenda el permiso de construcción de Peterson.
—¡Está loco! —exclamó Vaughan—. Tengo esposa y un hijo.
—Justamente es eso. Si estos tipos entran aquí, venderán heroína a los chicos del coro de la iglesia al mediodía.
Vaughan lo miró con curiosidad.
—¿Y qué hará el Jefe de Policía mientras esto sucede?
Probablemente, pensó Brody, de profesor de inglés en un colegio secundario, o de empleado de banco.
—Cancele su permiso —dijo Brody—, o iré a la junta de concejales.
—Los concejales de este pueblo —dijo Vaughan lentamente—, no van a tirarlo por la borda sólo porque un empleado público de menor importancia cree que no podrá manejar a un gángster de pueblo pequeño.
—Bueno —dijo Brody irritado—, no puedo hacerlo.
—Entonces tal vez quieran encontrar a alguien que pueda.
Brody tuvo una repentina inclinación a quitarse la chapa, sacar el revólver de la cartuchera y tirarlos sobre el escritorio del alcalde. A Ellen seguramente la haría feliz... hasta que el pueblo empezara a burlarse.
—Seguro —dijo—. Tal vez puedan tomar a Jepps... cuando yo lo deje en libertad.
—Lo que, según lo que me dijo, será mejor que sea bien pronto.
Preguntó a Vaughan qué quería decir.
—Usted molesta. Moscotti podría intentar sacarlo de su camino... de mala manera.
Otra amenaza. Probablemente terminaría por acostumbrarse a ellas.
—Podría hacerlo, Larry. De modo que saquemos el Casino del pueblo antes. ¿OK?
—¿Y poner al pueblo de nuevo de trasero?
Len Hendricks golpeó la puerta y entró. Saludó a Vaughan como un recluta del Fuerte Benning. Un helicóptero de la Marina había aterrizado a una manzana de allí, en la plaza del pueblo. ¿No era eso ilegal o los aviones del Gobierno estaban exceptuados?
Brody salió para ver qué pasaba.
Por lo menos por ahora no había renunciado a su chapa.
Se abrió paso entre la gente que rodeaba un feo helicóptero azul y gris parado sobre el pasto. Se enfrentó al piloto naval de cabello ondulado. En el cuello de su camisa caqui había un par de hojas de roble doradas.
El último helicóptero al que Brody se había acercado últimamente le había echado arena en la cara el domingo, en la playa, y había destrozado la mitad de una hilera de azaleas que Minnie Eldridge había plantado en la primavera del 1956. Brody sacudió la cabeza.
—Vea, mayor, o lo que sea...
El piloto extendió una mano. Tenía francos ojos marrones y una alegre sonrisa.
—Teniente comodoro Chip Chaffey, oficial de seguridad de helicópteros de Quonset Point.
Brody ignoró la mano, saludó fríamente con la cabeza y le preguntó por qué creía que podía aterrizar en medio de la plaza del pueblo.
—Es un asunto oficial de su departamento y...
—¿Aterrizaría en Central Park si quisiera hablar con el Jefe de Policía de Nueva York?
—No, señor.
Una vez que se había establecido una especie de orden frente a los campesinos, Brody decidió no arrestarlo.
El comandante pidió una patrulla policial para registrar la playa en busca de los cadáveres de los dos hombres caídos el día anterior en un helicóptero naval.
Brody le indicó que el oficial estaba viendo en ese momento al 50 % del Departamento de Policía de Amity, en las personas de él mismo y el oficial Hendricks y de todos modos, ¿no hubiese sido más fácil llamar por teléfono que destrozar la mitad de las plantas en la única plaza que tenía el pueblo?
—Lo siento, señor —dijo el piloto desarmándolo más aún. La última persona con hojas doradas que se dirigió a él no lo había llamado "señor", sino idiota estúpido, por haber dejado caer un rifle MI en un desfile del ejército.
El piloto continuó:
—Quería tratar de encontrar a alguien que haya visto el helicóptero desde la playa, antes del accidente.
—Mi hijo —ofreció Brody.
Envió al comandante a su casa con Len Hendricks y salió en el buggy para dunas a revisar la playa para ver si encontraba a las víctimas del helicóptero, las víctimas del buceo o las víctimas de la explosión.
Podría resultar un verano más sangriento que el del Problema.
Ellen Brody servía café en la sala de estar a Len Hendricks y al piloto del helicóptero y miró a los ojos de su hijo mayor. Él desvió la vista.
Extraño, muy extraño. Ella tenía antenas sensitivas para sus dos hijos, pero más con Mike que con Sean, porque lo había conocido más tiempo, y estaba segura de que Mike estaba ocultando algo al jovial hombre con las alas doradas.
—No, Mike —dijo el piloto—. Dudo de que sólo verte jugar con tu amigo lo hubiera hecho acercar. A menos que creyera que uno de ustedes se estaba ahogando o algo...
—Difícil —se burló Ellen—. Nacen con aletas y nadan antes de caminar.
El piloto la miró. Le había gustado. Ella lo sintió desde el momento en que había llegado con Len Hendricks a su puerta. Estaba acostumbrada a eso, pero siempre era agradable saber que había alguien allí, mirándola.
Cuando era joven los oficiales navales invadían su casa de Pelham desde tan lejos como el Brooklyn Navy Yard y los pilotos habían sido los más osados de todos. Este tenía una cálida y tierna sonrisa para ella.
Y por supuesto no tenía la menor idea de que Mike le estaba ocultando algo. Ellen se preguntó por qué razón lo haría.
—De modo que sólo tú y ese tipo Larry —dijo el comandante—. ¿Fueron los únicos que lo vieron?
Mike se puso colorado.
—Bueno, Andy Nicholas...
El comandante escribió el nombre.
—Y Jackie —apuntó Ellen—. ¿Qué pasa con Jackie? ¿Tiene ojos, no?
—Jackie... me olvidé.
¡Me olvidé, mi abuela!
—¿Jackie? —inquirió el comandante.
—Jackie Angelo —murmuró Mike—. Su padre es un policía.
—Oficial de policía —corrigió Ellen automáticamente. Miró a Mike con curiosidad. ¿Le tenía miedo a Dick Angelo? ¿Jackie no tenía permiso para ir a nadar? ¿O qué habían estado haciendo allí? El abismo entre 33 y 15 años nunca había sido más grande.
Pero el comandante parecía satisfecho.
—Está bien, no vamos a molestarlos —cerró su anotador—. Mike, ¿sabes dónde están los restos del Orca?
—¡Claro que lo sabe! —murmuró Ellen.
—Mi padre estaba a bordo —dijo Mike con orgullo— cuando se hundió.
El comandante tenía una teoría. El piloto había sido compañero de barco suyo en Vietnam. Era un buen piloto. El hombre del sonar era inexperto. Si el muchacho había echado la bola demasiado abajo, podía haberse enganchado en la superestructura del Orca, que era el único barco hundido que podía encontrar en un mapa náutico.
Encontrar la bola y tratar de decidir qué era lo que la había enganchado desde el fondo del océano podría salvar algún día la vida de otro piloto.
La cara de Mike se iluminó. Le contó al piloto de su clase de buceo. Tal vez Andrews, el instructor, les permitiría buscar cerca del naufragio.
El corazón de Ellen dio un vuelco. Una cosa era imaginar a Mike supervisado por un instructor competente, buceando inocentemente en el fondo del agua, y otra cosa muy distinta imaginarlo hurgando en el casco del barco donde casi se había ahogado su padre.
El piloto sacudió la cabeza. Luchando contra la risa dijo que no, que utilizarían un equipo DBA, fuera lo que fuera, de Quonset.
Ellen lo acompañó hasta la puerta. Cuando le preguntó si creía que la tripulación había sobrevivido, él contestó categóricamente.
—No, ya no. Demasiado tiempo en el agua, aun si los encontramos.
Y así el amistoso saludo con la mano del piloto a Mike, había sido su última comunicación con el mundo de los vivos. Hasta Ellen se sentía turbada por ello y Mike debía sentirse mucho más incómodo. Tal vez era esto lo que le pasaba.
Cuando Len se alejó con el comandante, Mike apareció en el porche delantero, comiendo una manzana.
—¿Qué es un equipo DBA? —le preguntó su madre.
—De demolición bajo el agua —explicó condescendiente.
Le preguntó si se sentía mal por lo del helicóptero.
—No fue culpa tuya —le dijo.
—Bueno, si el tipo se acercó para ver si necesitábamos ayuda —dijo pensativamente— y enganchó esa cosa en el Orca, es como si fuera culpa mía, ¿no?
Educación católica en la infancia. Buscar la culpa y confesar.
—Lo que dices es tonto y tú lo sabes.
—Sólo que debe haber parecido... que estábamos jugando —miró hacia Bayberry Lane—. ¡Caramba!
Ellen siguió su mirada. Un coche deportivo bajo, de un amarillo brillante como un espejo y de aspecto letal, pasaba bajo los árboles hacia la calle de ellos y se detuvo en su vereda.
—Ferrari 246 —anunció Mike—. ¡Son 20.000 dólares sobre ruedas!
Saliendo por la ventanilla del pasajero y extendiéndose más allá de las ruedas traseras, asomaba una caña de pescar que les resultó familiar. Su hijo menor salió del coche, tirando de su caña. Mientras ella miraba extrañada la puerta del conductor se abrió y salió una figura de anchos hombros y maciza panza que se deslizó desde el volante. Al principio no lo reconoció, a pesar de que Brody se lo había señalado una vez en el restaurante del Abelard Arms.
Ahora, como estaba en pantalones Bermuda y camisa de sport en lugar de traje tardó un momento en darse cuenta de quién era el que se dirigía hacia ella con esa extraña manera de andar, arrastrando los pies.
Sean la ignoró, tirando la caña de pescar sobre el césped y dirigiéndose directamente en busca de Sammy en el garaje. Mike la dejó para mirar más de cerca el auto. El hombre seguía acercándose.
—¿Señora Brody? ¿Ellen?
—¿Sí? —su voz temblaba; se puso dura. La enormidad de lo que estaba pasando comenzaba a penetrar en su mente.
El hombre sonrió, desnudando dientes amarillos, con un colmillo de oro, colocados en una boca grande y de labios gruesos. Su cabeza era demasiado grande para su cuerpo y sus orejas eran demasiado grandes para su cabeza. Su cabello gris era leonino.
Era Moscotti. Extendió una mano. Automáticamente ella la tomó. Su apretón fue blando y húmedo, pero ella sintió que absolutamente imposible de romper. Quería sacar la mano y se encontró mirando los ojos negros y chatos del hombre, como un conejo confrontando a la serpiente.
—¿Está el Jefe? —preguntó.
—No. Sí, debe estar por llegar de un momento a otro.
—Sí, supongo que sí. Yo y Sean tuvimos un lindo paseo. Hablamos de lobatos de scouts, la regata, usted sabe, cosas del pueblo —sonrió. Ella logró liberar su mano. La sentía sucia. Él lanzó una risita, mirándola—. OK, señora Brody. No se preocupe. Sólo quería decirle algo a su esposo. Darle algunos consejos.
Permaneció muda. Temía que si volvía a hablar, chirriaría como un gorrión asustado.
—Cuando me detuve, Sean subió en seguida. No deje que sus chicos vayan con cualquiera.
Sean lo sabía, lo sabía. No hubiera dejado nunca que sucediera si no hubiese estado deslumbrado por el auto, y por Dios, cuando acabara con él estaría bien segura de que no volvería a ocurrir.
—No lo hacen —logró decir—. No se lo permitimos.
—Así está bien —sonrió—. Me hace sentir que no soy un extraño en el pueblo —se volvió, fue hasta donde estaba Mike, junto al coche, le boxeó juguetonamente un brazo y se deslizó en el asiento. Cerró la puerta, sacó su gran carota por la ventanilla y dijo más fuerte—: Uno nunca sabe quién puede llevárselos.
Se alejó del cordón. El motor tenía un gruñido profundo como una avalancha lejana que había oído esquiando con su padre en los Alpes austríacos. El coche aceleró, tomando la curva a unos buenos 80 kilómetros por hora, como si fuera un modelo de carreras en una pista.
Le salió todo de adentro.
—¡Sean! —gritó.
El chico apareció en la puerta del garaje con un balde en la mano y cara de susto. Lo sabía. Se puso blanco cuando vio la cara de su madre. Hizo un sonido interrogante.
—¡Ven aquí! —gritó ella—. ¡Ahora!
Corrió por el pasto, asustado.
—Yo...
Lo esperó en el porche.
—Nunca, nunca...
—¡Me olvidé! —chilló—. Y tú tienes a Johnny Moscotti en la agrupación...
Le dio una bofetada, como una mujer en un suburbio de Nápoles. Nunca lo habían abofeteado en su vida y él la miró en silencioso horror.
—¡Se lo diré a papá! —chilló repentinamente. Se volvió y fue hasta la parte trasera, dirigiéndose a las casas de barro que bordeaban Amity Sound.
—¡Sean! —llamó tras él débilmente— ¡Querido, vuelve aquí!
Se había ido. Sammy tosió en el garaje. El chunk-chunk del ferry de Amity sonaba muy cerca. Mike se estaba acercando al porche de vuelta de la vereda, cautelosamente, como si ella se hubiera vuelto loca.
Ellen corrió adentro y subió al cuarto de baño.
No podía reconocer su cara en el espejo.
Comenzó a lavarse el contacto con Moscotti de la mano.
Yak-Yak Hyman revisó su carnada viva en el negocio y resolvió reponerla, para el caso de que los bacalaos volvieran. Fue hasta las trampas al pie de los pilotes del muelle. Por encima de la lancha de la policía observó a Dick Angelo que había abierto el motor y estaba trabajando en grasiento deleite. Angelo levantó la cabeza.
—¡Hola Yak-Yak! Creo que ya lo tengo.
Yak-Yak pensó saludar con un movimiento de cabeza, pero decidió no hacerlo. Podría llevar a Angelo al negocio y pasarse allí el día cuando terminara con el motor, lo que lo llevaría a pedir una cerveza, o hasta uno de los cangrejos que, según sospechaba, Yak-Yak obtenía ilegalmente al final del muelle.
¡Al diablo con Angelo! ¡Al diablo con los policías! Al diablo con Rockland, Maine, donde hacía años había sido elegido por la Unión para decir un discurso de bienvenida a Muskie, hizo un lío, se olvidó de todo, su mente quedó en blanco y tuvo que abandonar la plataforma.
Y sobre todo al diablo con Amity y su acento de Nueva York, que no podía aguantar y su falta de habilidad para descifrar, después de tantos años, la manera de hablar al estilo del Este.
Comenzó a revisar las jaulas de carnada viva. Brillaron con energía plateada cuando el salmonete, por razones que sólo él conocía, se revolvió presa de histeria. Probablemente habría un bonito o una caballa de boca grande patrullando el muelle.
Con dificultad saltó la baranda y comenzó a bajar por un pilote de madera, por tacos que había clavado cuando llegó a Amity. A mitad de camino se detuvo, asombrado.
La cabeza limpiamente cortada de un grueso bacalao flotaba en la corriente, meciéndose en las aceitosas aguas y llegando hasta sus jaulas de carnada. Estiró el brazo y lo agarró con su bichero para atrapar carnada viva.
Estaba fresca, demasiado fresca en realidad para lo que él pensaba. Subió por los pilotes, fue hasta el final del muelle y se puso a mirar a su alrededor. Encontró la línea amarilla de polipropileno que había atado astutamente en una rotura del pilote. Sacó del fondo una trampa para cangrejos de la que chorreaba agua y barro.
Estaba vacía, pero la carnada que había adentro estaba tan podrida, que dudaba de que hasta un cangrejo de Amity pudiera tocarla. Miró el cadáver mutilado en su bichero. Fresco como para que él mismo lo comiera, pero pronto estaría descompuesto. Lo puso en la trampa para cangrejos y la bajó al fondo.
Algún pescador con un cuchillo muy afilado había partido el pez en dos, para usar como carnada o tal vez para cocinarlo, y esta mitad se le había escapado.
Lo que uno perdía, otro lo ganaba, ésa era la ley del océano.
Miró por encima del muelle y de pronto sintió que no había un solo ser viviente en toda la extensión del mar que lo rodeaba. No habría pescadores esa noche, ni siquiera Sean Brody, quien había vuelto con la regularidad de un reloj desde la gran invasión de bacalao. No valía la pena buscar nueva carnada.
Dick Angelo se marchaba, con la caja de herramientas en la mano. Yak-Yak lo miró mientras subía en el jeep de la policía y se iba por las toscas tablas de madera del muelle. No había peligro de conversación ahora.
La neblina se estaba levantando de nuevo, no la bruta y sólida neblina de los bancos de Penobcost sino una neblina delicada de Nueva York, probablemente cargada de gérmenes.
Hubiera cerrado el negocio, pero no tenía dónde ir sino al bar lleno de charlas de Randy Bear.
Entró en el negocio y abrió un cajón lleno de anzuelos entremezclados. Sacó una botellita de ron de Jamaica.
Encontró una copia de Gallery que alguien se había dejado en el muelle.
Hojeando sus páginas y sacudiendo la cabeza ante las audaces fotografías —era increíble lo que compraba la gente—, se puso a beber de la botella.
Brody estacionó el buggy de las dunas frente a su casa, salió con aire cansado de detrás del volante y vio a su hijo más pequeño sentado con cara afligida en el porche delantero. No había encontrado cadáveres en la playa. ¡Gracias a Dios! El piloto del helicóptero y su ayudante deben haberse hundido y flotaron mar adentro.
Sean, que normalmente hubiera chillado las noticias del día, lo miró con resentimiento.
—¿Qué pasó, Spud? —le preguntó Brody.
Sean indicó con la cabeza hacia la puerta.
—¡Pregúnteselo a ella! Papá, ¿puede pegarle a uno? —Su voz sonaba ahogada.
Brody sonrió.
—Supongo que sí. ¿Qué has hecho?
—Quiero decir..., ¿en la cara?
Brody se puso tieso. Sean no le había mentido nunca antes.
—Cuidado, Buster...
Sean alzó los ojos y no había en ellos ninguna esperanza. De pronto se puso de pie y corrió hasta el garaje. Intrigado, Brody entró en su casa.
La tensión adentro era eléctrica. Mike estaba tratando de encerrarse en una música que rompía los tímpanos. Estaba acostado frente al televisor, puesto a todo volumen. A su lado la radio a transistores también estaba puesta muy fuerte. Estaba hojeando la Revista del Buceador.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Brody por encima del ruido. Mike indicó con el pulgar que estaba arriba. Brody subió de a dos los escalones.
Estaba sentada ante la ventana del dormitorio, mirando hacia Amity Sound.
—¿Qué diablos...? —preguntó.
Ella se volvió, con los ojos oscuros de dolor.
—¿Te lo dijo?
El rodeó sus hombros con un brazo.
—Bueno, vamos Ellen. Le has dado unas palmadas antes.
—¿Dijo palmadas?
—Bofetada, pero no le creí.
—Fue abofeteado... en la cara... como una maldita mujer de pescadores.
No podía creerle.
—Pero, ¿qué hizo?
Se lo dijo y Brody sintió que se le aflojaban las piernas.
—¿Crees que es una amenaza? —musitó.
Ella lo miró.
—Anoche Peterson te hizo una advertencia. Hoy el único gángster de este lado de Flushing recogió a Sean. ¡Por supuesto que es una amenaza!
El miró a Amity Sound. Las casitas de Cape Cod daban la espalda a las aguas. Habían sido construidas en tiempos en que la vista al mar no era importante y uno hacía siempre su casa con el frente hacia la calle. La arena en la playa era dorada, oscurecida detrás de las lomas por sombras que se alargaban rápidamente. La cruz dorada de la cúpula de San Javier, el último punto del pueblo que veía al sol, recibía su beso de las buenas noches.
Bueno, el arma en su cintura no era de madera y la chapa que llevaba en el pecho no era de lata. Ningún gángster de mala muerte iba a asustarlo a él ni a nadie más en Amity.
—¡Estoy condenado —dijo— si está pasando aquí!
Se volvió, salió de la habitación y bajó las escaleras.
—¡Brody! —la oyó llamar—. ¡Brody, vuelve aquí!
Estaba en su coche a mitad de camino a la vieja mansión de Moscotti, cuando se preguntó qué era lo que intentaba hacer.
Prosiguió su camino. Ya decidiría cuando tuviera al hijo de puta a solas con él.
Toda la tarde Lena Starbuck había estado tratando de juntar valor. Había escuchado a Mike Brody informar a Jackie por encima del mostrador de los cosméticos que hombres-rana de la marina iban a bucear en el viejo barco de Quint, el Orca.
Su hermano había muerto de neumonía durante la Segunda Guerra Mundial, en el Boston Navy Yard. Invocó su memoria y luego de empezar dos veces sin saber cómo seguir, logró informar a Nathaniel sobre los planes de la marina de bucear junto al barco naufragado. El la miró en los ojos, se alzó de hombros y murmuró muy quedamente:
—No es problema nuestro, ¿no es verdad?
—Pero, Nate —murmuró ella apresuradamente—, van a bucear mañana por la mañana y ni siquiera saben que está allí.
—Si lo descubren del modo más difícil, probablemente tendrán que abandonar el negocio, como nosotros. Un cliente, Lena.
Ahora, con la clientela haciéndose más escasa a la hora de la cena, decidió intentarlo de nuevo. Sólo una vez en la vida había tratado de amenazarlo con algo. Hacía años había puesto un embargo en sus servicios sexuales, cuando él despidió a su sobrino.
Y eso tan sólo lo llevó a una prostituta portuguesa con el pelo tan alto como era de ancha su cintura, que trabajaba —para disimular— de camarera en el restaurante de Cy. Lena habló a su esposo de nuevo.
—Nathaniel, tenemos que decírselo a alguien.
—¿Decir a quién, por amor de Dios?
—A Brody.
—Brody —Starbuck rió amargamente—. Sabe que el tiburón está allí, o que vive, por lo menos.
—Entonces a Larry Vaughan.
—Probablemente también él lo sabe.
—Entonces a Harry Meadows.
—No lo publicará.
—Tendrá que hacerlo si le dices que se lo dirás a la prensa de Long Island y le muestras la foto.
—Es demasiado tarde. Y de todos modos quemé la película.
Esto era una mentira evidente. Nathaniel jamás quemaba nada, jamás tiraba nada. El sótano de la farmacia estaba lleno de cosas que tal vez podrían servirle algún día. Y algún día podría usar la película, o venderla...
Ella estaba segura de que la tenía en su caja fuerte, con la morfina, cocaína y seconal, seguros contra el ladrón enloquecido por las drogas que esperaba todas las noches cuando cerraba las puertas de la farmacia.
—Tendrás que decírselo al alcalde Larry Vaughan —insistió—. Entonces, si algo pasa, la culpa no será tuya.
—Se lo diré a Larry —dijo lúgubremente— cuando venda el negocio. Mira, hay un cliente. Ve a tomar su dinero. Yo me ocuparé del tiburón.
Lena fue hasta la caja registradora. Cuando regresó, él estaba en el fondo, agachado en un rincón.
Estaba cambiando la combinación de la caja de seguridad.
Había chalets y casas alquiladas en las colinas detrás de Amity Beach, a las que Brody esperaba ser llamado tres o cuatro veces cada verano. Algunas de las casas, golpeadas por el tiempo, parecían atraer conflictos y tensiones, fuera quien fuera que las alquilaba. Y había otras que sólo conocía por sus nombres de afuera y en las que no había tenido oportunidad de entrar desde que estaba en el servicio.
La casa de Moscotti era una de las pacíficas. La última vez que Brody había pasado por el camino de Vista Knoll fue para escuchar el último estertor del antiguo médico del pueblo, el viejo doctor Roger Ruskin. Tal vez Moscotti tenía suficiente acción en Queens durante el invierno. Los arreglos domésticos del gángster eran tan impecables como los del Reverendo Wickham de la Iglesia Presbiteriana de Amity.
Estacionó frente a la extensa mansión, en un pórtico bien iluminado. La última adquisición de Moscotti, un Ferrari, estaba bajo sus luces. Podía comprender a Sean. A él mismo le gustaría haber viajado en ese coche.
Dentro, un perro comenzó a ladrar. Brody tocó el timbre, que sonó musicalmente. La puerta se abrió. Un chico de unos diez años con la boca ancha de Moscotti, orejas grandes, pero con suaves ojos latinos, lo miró. Brody nunca se había fijado en él, pero tenía que ser Johnny, de los lobatos de Amity. Brody se sorprendió. Esperaba ser recibido por la mitad de la Mafia de Queens, alineada en línea de batalla. El chico sonrió y no era una sonrisa fea.
—Papá está viendo la televisión. ¿Quiere pasar?
Los Moscotti habían dejado los muebles de Doc Ruskin, viejos sillones de cuero, tal como los habían encontrado. Una mujer desaliñada, con un costoso vestido negro, estaba acurrucada frente a un aparato estereofónico, eligiendo discos. Se levantó torpemente y se acercó a Brody.
—¡Jefe Brody! ¿Quiere tomar asiento?
Brody sacudió la cabeza; le dijo que no había venido socialmente y que quería ver a su marido.
Era evidente que Moscotti no traía a casa sus problemas de negocios, o ella sabría qué lo había traído allí.
Moscotti abrió la puerta de lo que fuera el consultorio del viejo Ruskin e hizo pasar a Brody. El gángster había convertido la habitación en su propia cueva. Había libros en las paredes, un gran escritorio en un rincón y un aparato de TV frente al sobrecargado sillón.
Junto a ese sillón había otro más pequeño, ocupado por un joven morrudo de unos 25 años. Tenía un florido bigote y rosadas mejillas italianas. Parecía entusiasmado con el show de invitados de Mike Douglas.
Moscotti apagó el televisor. El gigante pareció no notarlo.
—Un tonto —explicó Moscotti—. Un sobrino de Palermo. No habla italiano, no habla inglés, tampoco oye —se encogió de hombros—. La familia. ¿Qué voy a hacer?
—Quite sus manos podridas de mi chico —espetó Brody.
Los ojos del gángster se abrieron sorprendidos. Se sentó detrás de su escritorio, hizo girar su silla poniéndose de espaldas mientras tomaba una pipa de un estante. Cuando se volvió de nuevo, sonreía, con su diente de oro brillando, pero sus ojos eran duros como una roca.
—¡Demonios! Creí que vino aquí a darme las gracias.
—¿Por qué? ¿Porque llegó a casa...?
Moscotti lo estudió.
—El pobre niño llevando esa caña.
—¡Puede hacerlo!
—Creí que sería de buen vecino.
—¿Cuánto hace que viene aquí? —preguntó Brody.
—Tres años —sonrió Moscotti, pero en realidad no era una sonrisa—. Tres años de diversión en el sol de Amity.
—Y después de tres años, la noche en que descubre que su casino puede no llegar a ser un casino...
—¿Mi casino? Oiga, yo no tengo ningún casino. ¿Usted cree que Albany me permitiría a mí tener un casino?
—...puede no llegar a ser un casino porque yo estoy levantando presión en la Legislatura, entonces quiere ser un buen vecino. ¡Mierda!
—Es extraño —rumió Moscotti estudiando el humo que salía de su pipa—. El Casino va a enterrar a ese tiburón, salvará al pueblo. Todos me dijeron que Amity quería el Casino.
—Seguro. Apoyado por el dinero del Chase Manhattan. No con el suyo.
—¡Eh! —Moscotti se echó a reír. Abrió un cajón y sacó un fajo de billetes de 100 dólares. Estaban envueltos en una faja de papel sobre la cual estaba impreso Banco Chase Manhattan—. Oiga, esto es del Chase Manhattan. Tal vez usted no comprenda, Brody. El Chase Manhattan quiere garantías en acciones, el certificado de su coche, hipoteca sobre su casa, un brazo, una pierna. A Peterson no le queda nada de eso. Yo confío en la gente. Fuera de eso... —se encogió de hombros—. Es el mismo dinero.
—¡Es sucio!
Moscotti abrió la boca con asombro. Tomó el fajo de billetes y fingió mirarlos.
—No veo ninguna suciedad —los tiró por encima del escritorio—. ¿Usted ve suciedad? Lléveselo a su casa y mírelo bien.
—¡Hijo de puta! —murmuró Brody—. Usted llévelos de vuelta a Queens. No lo queremos aquí.
—¿Quién es "queremos"?
—Amity.
—¿Amity? ¿Sabe lo que es Amity? —Moscotti se estiró y bostezó—. Un alcalde de trasero gordo que no puede decidirse si quiere ser honrado o un ladronzuelo de pacotilla. Media docena de "concejales" que uno no tomaría para manejar una funeraria. Veinte "comerciantes" que no podrían vender oro en un festival de rock. Unas doscientas personas más que saben que si no se abre el Casino, estarán buscando almejas dentro de un mes —se acercó de nuevo al televisor y puso a Mike Douglas—. ¿Y el Jefe de Policía? ¡Demonios! Usted no pudo cerrar las playas cuando el tiburón masticaba turistas con mayor velocidad que el Expreso Cannonball que los traía —sonrió—. Eso es lo que es Amity.
—Este pueblo —rugió Brody— venció al tiburón. Venció más huracanes que los soldados que tienen en las calles, y los temporales del '88 y del '77, y la caída de la bolsa, y el racionamiento de gasolina del '41, y lo vencerá también a usted, Moscotti, aun si tenemos que hacer volar su maldito Casino hasta Long Island Sound.
—Eso está bien —murmuró Moscotti chupando su pipa—. ¿Eso es todo lo que me venía a decir?
—No. No deje que mis hijos lo vean siquiera otra vez —Brody se inclinó sobre el escritorio—. ¿Entendió esto? ¿Está bien claro?
Los ojos negros lo estudiaron.
—Oiga, Brody...
—¿Qué?
—Ustedes no tienen otros chicos de veraneantes en la agrupación de lobatos. ¿Quién dejó que Johnny entrara?
—¿Qué diferencia...?
—¿Norton o su mujer? Su mujer, ¿verdad?
—Ella no veía por qué un chico tenía que sufrir...
—¿Y usted qué dijo?
—A mí no me gustó.
—Lo suponía.
—Está bien. Me equivoqué en eso.
Moscotti sonrió.
—No es justo vengarse de un chico. Me siento muy feliz de que lo haya comprendido así. Usted debería sentirse feliz también —se puso de pie, abrió la puerta y esperó—. No tiente a la suerte.
Brody sintió un repentino impulso de golpear con su pistola esa boca ancha hasta quitarle todos los dientes. Se volvió, salió de la casa y dio rienda suelta a su ira en una carrera torturante de neumáticos por Vista Knoll Drive. Casi arrastró a un pobre veraneante al arcén.
Era sorprendente que llegara a su casa sin matarse ni matar a nadie y una vez allí peleara con Ellen durante una hora, porque le pedía que entregara su chapa.