12
Nate Starbuck estacionó su camioneta de reparto detrás del Ferrari de Moscotti en el camino frente a la mansión. Seguía pensando en el gris y destartalado lugar como la casa de Doc Ruskin. Hacía años, cuando el viejo doctor tenía su consultorio allí, Starbuck hacía entregas a menudo por el camino de tierra.
Pero ahora los caminos de Amity estaban pavimentados y pronto estarían pavimentados en oro también. OK, por eso estaba allí: para recibir algo de ese oro. Pero al mirar el inmenso edifìcio que el doctor Ruskin edificó probablemente por 10.000 dólares y que ahora debía valer diez veces más, sintió aprensión.
Se suponía que allí habría gánsteres, guardaespaldas y dobermann por toda la casa, según lo que había visto en la TV. Cuando ninguna de esas cosas apareció, su reacción fue de miedo. Moscotti debía tener docenas de —¿cómo se llamaba?— “contratados” o tipos siniestros apuntándole. La aparente falta de miedo del gángster era impresionante.
¿Supongamos que en vez de pagar por la información de Starbuck simplemente lo hiciera matar? Lo despacharía.
¡Ridículo! ¿En Amity?
Starbuck inspiró profundamente y tocó el timbre. En un momento un chico abrió la puerta. Un hombre joven, muy alto, de hombros anchos y florido bigote, estaba tras él. Tenía una agradable sonrisa. No se parecía en nada a un gángster de la TV.
—Quiero ver a Moscotti —dijo Starbuck—. A Shuffles Moscotti —¡oh, Dios! ¿Por qué había agregado eso? ¿Y si a Moscotti no le gustaba su sobrenombre?—. Al Señor Moscotti —se corrigió.
Aparentemente no había necesidad de preocuparse. El joven indicó sus oídos y su boca y sacudió la cabeza. Starbuck podía oír el murmullo de voces tras la puerta del consultorio del viejo Dr. Ruskin.
La señora Moscotti, a quien reconoció de sus visitas a la farmacia, apareció desde la cocina. Estaba secando un plato.
Sonrió, pero sacudió la cabeza.
—Bueno, pero Moscotti no está.
Estaba, o algún otro estaba allí.
—Tengo que decirle algo. Puedo ahorrarle mucho dinero. Tal vez pueda ayudarle a hacer mucho dinero.
—Irá al pueblo mañana. Le puedo decir que lo vea.
Por un momento se quedó irresoluto. El sordomudo sonreía. El chico de Moscotti volvió a colocar discos en un estéreo.
—Será mejor que venga —dijo Starbuck sintiéndose tonto—. Estaré en el negocio todo el día. Es importante.
La puerta se cerró suavemente cuando salió. Se paró y la miró con ira. ¡Malditos extranjeros! Su abuelo los hubiera echado del pueblo con la punta de un cuchillo de quitar grasa a las ballenas.
Abrió la puerta de su camioneta y quedó un momento pensativo. Había renunciado a vender su negocio. Estaba seguro de que Vaughan estaba jugando con él, haciéndole sufrir. Cuando atacaran al próximo bañista, Vaughan querría comprar la farmacia por nada.
OK, se había resignado a no obtener el préstamo del banco, pero Moscotti pagaría su viaje hasta Florida y mucho más.
Sólo Dios sabía cuánto dinero tenía Moscotti en el Casino y cuánto valía para él sacarlo de allí.
Si el cochino bastardo extranjero iba a tratarlo como a un muchacho para recados, debería pagar por eso también. Pediría 10.000 dólares por la foto. Pensándolo mejor, pediría 15.000.
Shuffles Moscotti se recostó en la silla giratoria detrás de su escritorio y estudió la delgada cara agria de Hollerin Halloran, y luego miró a Jepps. Las mandíbulas del hombre gordo estaban crispándose de ira.
Desde que Moscotti puso su pie en la puerta de atrás del Casino, había oído hablar del calor en Albany. Esperaba esta reunión.
Había pagado suficiente dinero, a través de los años, a policías como Jepps. Esperaba que ningún cerdo perdería la oportunidad y sabía que un abogado de mala muerte como Halloran sería incapaz de disuadir a un cliente de un intento de extorsión.
Divertido, prendió el encendedor de su escritorio y jugó con él sobre el grueso tabaco de su pipa.
—Digamos —echó humo— que yo presté a Peterson algún dinero. Dólares, por ejemplo —adoraba esa frase. Le hacía sonar como Chase Manhattan o un economista del gobierno—. X dólares —repitió—. Luego me entero de que no tengo ninguna garantía porque un policía de mala muerte alborota a Albany, de modo que no habrá juego después de todo.
—¿De qué policía de mala muerte habla? —gruñó Jepps—. Espero que sea el de Amity.
—Elija usted, sargento —sonrió Moscotti. Miró elevarse el humo, muy contento. Sabía precisamente qué venía ahora y cómo iba a hacerle frente.
Se abrió la puerta y entró su sobrino, dirigiéndose directamente al televisor como si no hubiera nadie allí. Moscotti le sonrió. El joven vivía inocentemente detrás de su velo de silencio, en un mundo que Moscotti envidiaba casi. Había llegado a quererlo como a un hijo.
Encontró sus ojos, hizo una pantomima de echar whisky de una botella. Instantáneamente los tres estaban tomando whisky "on the rocks".
El muchacho se instaló frente a la película del sábado a la noche, sin volumen, divirtiéndose con el show como si pudiera oír.
Pero la presencia del muchacho molestaba a Halloran.
—¿Él se queda?
—¿Tiene algo que no quiere que se oiga? —preguntó Moscotti.
—Es tonto, Halloran —dijo despectivamente Jepps—. ¿No se da cuenta?
—No —corrigió Moscotti suavemente—. Excepcional. ¿Comprende?
Sus ojos se encontraron con los pequeños ojos verdes de Jepps. ¡Diablos! El tipo parecía un cerdo detrás de todos esos rollos de grasa. El sargento se estremeció, pero no desvió la mirada. Un cerdo, pero no un cobarde...
—Bueno, diga lo que tiene que decir —dijo Moscotti bostezando—. Quiero irme a la cama.
Halloran explicó que su cliente estaba enfrentando una posible condena federal y una multa. Si tenía un fondo de defensa de, digamos, unos 20.000 dólares, estaba inclinado a arriesgarse a pagar la multa y aún a una prisión federal con tal de no mover más el bote.
—¡Mierda! —sonrió Moscotti—. No irá a prisión. ¿Por disparar contra una foca? Y la multa no será nada.
Halloran miró hacia otro lado.
—Uno nunca sabe.
—Ahora sus honorarios, Halloran. Según pienso eso puede preocuparlo un poco —toda la charada le resultaba repentinamente aburrida—. De modo que quiere 20.000 dólares. Y esa es la única manera que se le ocurre de proteger mi garantía. ¿Mis X dólares?
La voz de Halloran se hizo más alta.
—Puedo decir categóricamente que a menos que se retiren los cargos, lo que parece que nadie puede hacer...
—Es interesante que menciones esto. Justamente estaba pensando...
—¿Pensando qué? —interrumpió Jepps pesadamente.
—Si Brody es el único que quiere hacer los cargos, hay una manera más barata.
Halloran dijo apresuradamente:
—No quiero oír hablar de eso y mi cliente tampoco.
—No esté tan seguro —musitó Jepps.
Moscotti chupó su pipa.
—Dígame, Gordo, ¿qué le gustará más? ¿20.000 dólares por su "fondo de defensa" o que Brody se haga humo?
Moscotti notó un rápido fulgor especulativo en los ojos de Jepps.
—Buena pregunta. Pero es su problema, no mío.
Moscotti terminó su bebida, dejó su pipa y fue arrastrando los pies hasta la puerta de la guarida.
—Usted encuentre la manera de salir de esto, ¿OK? Yo daré al "problema" todo lo que tengo.
—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Halloran.
—Mañana —sonrió Moscotti—. Mañana a más tardar.
Miró como su esposa los acompañaba hasta la puerta y volvió a su escritorio. Pudo haber sido el mejor semi-pesado salido de Brooklyn en 20 años, pero al igual que su sobrino había estado... ¡Malditas piernas!
Dibujo el borrador de un mapa de la playa sur de Amity, colocó una marca donde estaba el Castillo de Arena de Smith y fuera de la costa marcó una X. Disparó una banda elástica a la amplia espalda de su sobrino. El muchacho estuvo junto a su escritorio en un instante.
Le entregó el mapa y las llaves del Ferrari. Giró y extrajo de un cajón una escopeta con el caño cortado de treinta centímetros y la culata también cortada de siete centímetros y medio.
Hizo una pantomima indicando una panza de cerveza, apuntó a la puerta por la que había salido Jepps. Se tocó un diente con la punta de la uña del dedo gordo y lo disparó contra los visitantes que se habían ido, en un movimiento violento y vicioso.
Era la primera tarea verdadera que Moscotti confiaba al muchacho. Lágrimas de gratitud aparecieron en los ojos de su sobrino. Tomó las llaves, el mapa y el arma.
Impulsivamente se agachó y besó a Moscotti en la mejilla. Después se fue.
Tal vez no era la solución más segura, reflexionó Moscotti. La muerte de un sargento de policía de Flushing causaría más revuelo que la muerte del Jefe de policía de Amity.
Pero la esposa de Brody había admitido a Johnny en la agrupación de lobatos.
Brody llevó el auto N° 1 hasta la mitad del sendero de su casa. Apagó el motor y se quedó un instante juntando fuerza a la luz del crepúsculo.
Había ido a dar la noticia de Andy a Phil y Linda Nicholas, envió a Angelo a llevarlos a través de Long Island Sound a New London en la lancha de la Policía, ahorrándoles horas de viaje en auto. Linda había aceptado la noticia mejor que Phil, el fontanero del pueblo.
Brody estaba seguro de que iba a encontrar su propia casa en un torbellino emocional, con la culpa de Mike y los preparativos de Ellen para la regata del día siguiente. Y se enfrentaba a la imposible misión de reconciliar a Sean con el desalojo de Sammy.
Finalmente se deslizó de debajo del volante y pasó de mala gana por la puerta lateral, al lado del cansado lavarropas, que aún olía a foca. Se sirvió un poco de whisky. Lo llevó hasta la sala de estar. Mike estaba sentado frente al televisor, mirando la pantalla sin expresión y sin registrar nada.
—¿Les dijiste? —murmuró indefenso.
Brody asintió con la cabeza.
—Está bien —mintió.
—¿Están enojados conmigo?
Brody sacudió la cabeza.
—¿Y Tom Andrews? —preguntó Mike con voz opaca.
—Nadie está enojado contigo. Sólo tú.
—No quiero participar en la regata mañana.
—Sean espera que lo hagas. Yo espero que lo hagas. ¿OK?
Mike por fin asintió.
—Papá, ¿se va a morir?
—Estará bien —hubiera querido tener tanta confianza como manifestaba.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Creo que él vio la bola.
—¿Por qué?
Mike se encogió de hombros.
—Se hubiera mantenido junto a mí, uno no podría arrancarlo si no hubiese visto algo. Es un gallina.
Algo... Brody se puso tenso. La bola, eso hubiera estado bien, pero supongamos que haya visto otra cosa...
Miró a su hijo a los ojos. ¿Pensaba el chico, asustado como él desde el Problema, en tiburones cuando estaba en el mar?
Preguntárselo traería toda la horrible escena de nuevo: ¿debería nadar en el mar, debería bucear?
Era mejor para Mike y para él dejarlo como estaba. Comparar a Andy buceando con Mike era como comparar un tomate con un pepino. Ese chico gordo estaba expuesto a un accidente. Mike era un atleta. Andy era un bufón.
Brody, con su bebida en la mano, se fue hasta el solario, donde se oía la charla de la máquina de coser de Ellen. Ella miró el vaso en su mano.
—¿No pudiste esperarme a mí? —preguntó.
—Un día duro —murmuró él.
—Es una pena —dijo ella intencionadamente.
—La próxima vez que alguien se accidente —dijo enojado— irás tú a decírselo al pariente más cercano.
Ella le dijo que también había tenido un día muy duro, y no era poco lo que provenía de una llamada telefónica que había hecho a New London para preguntar por Andy, de modo que no gritara por la cuenta del teléfono. Le habían dicho que Andy estaba paralizado, consciente, pero no podía articular palabra. Había una burbuja de aire en su cerebro.
—¡Ese maldito comandante! —explotó Brody.
—¿Qué tiene que ver él con esto?
Le dijo que Mike pensaba que Andy había visto la bola de la Marina y salió a la superficie descuidadamente, sin pensar, para informar sobre ello.
—Un chico cree que encuentra 1.000 dólares tirados en el fondo del mar. ¿Qué se puede esperar?
—No puedes culpar a Chip Chaffey —protestó ella— por lo que hace un chico de 15 años cuando está excitado.
Chip... ¿No era eso muy íntimo? No se tomó el trabajo de contestar.
Ella se levantó, dejando un banderín de un anaranjado brillante en la máquina de coser. Comenzó a recitar las penas del día: Mike le dijo a Sean que no participaría en la carrera de mañana. A Sean le dio un ataque y habló de raspar la pintura del timón que había pintado. La foca estuvo llorando y la tonta máquina de coser de la madre de él, con la cual estuvo intentando hacer banderines para la regata, no tomaba la tela.
—¡ Y no sé por qué no puedo tomar un trago también! ¿Queda poco en la botella?
Lo miró enojada y comenzó a subir la escalera.
—Querida, te mezclaré...
—No te molestes —dijo desde el descanso—. ¡Ah, sí! Una tal Swede Johansson, del laboratorio de balística de Bay Shore, llamó. Su teléfono particular está anotado al lado del aparato.
—Gracias —¡de modo que era eso!
Ella se volvió y subió apresuradamente.
El fue hasta el teléfono y estudió el trocito de papel. Se preguntó cómo había conseguido el informe Halloran, cómo había llegado a la muchacha. Influencias políticas, tal vez, o directamente un soborno.
¡Al diablo con ello! Él ya no estaba enojado como para pelear. Se fue al garaje.
Sean estaba tratando de enseñar a Sammy a sentarse y pedir, pero la foca estaba apática, indiferente y parecía más triste que el día que la habían encontrado.
—Está cansado —dijo Sean—. Pero es feliz aquí.
—Estuvo tratando de escapar durante una semana —le recordó Brody.
—Eso fue antes... No, le gusta aquí ahora.
Algo había pasado con Sean y Sammy más temprano y tenía que ver con las aguas de la marea abajo, y él no había tenido tiempo de investigarlo esa mañana.
—Spud, ¿a qué tirabas piedras esta mañana?
—Al agua...
—¿Por qué?
La cara de Sean se puso pálida. Su labio inferior sobresalía.
—Sólo... tiraba...
—¿Honor de lobato? —era mejor hacer la prueba del ácido enseguida.
Sean asintió, pero miró hacia otro lado.
—Vamos a ver —urgió Brody. Sostuvo el índice y el dedo mayor en el saludo de lobato de los scouts.
Sean no pudo hacerlo. Parecía estar al borde de las lágrimas.
—¿Otra foca? —preguntó Brody—. ¿Su madre?
—No sé —chilló su hijo—. ¿Cómo voy a saberlo? Una foca es una foca.
—¿Y le tiraste piedras? —murmuró Brody—. Oye, Spud, eso no estuvo bien.
Su hijo se encontró de pronto en sus brazos, llorando.
—Sean, mañana, antes de la regata, tenemos que dejarlo en libertad. ¿OK?
—Supón que se fue.
—Lo encontrará.
Su hijo se separó de él. Miró a Sammy y luego a su padre.
—¿Tú crees?
Brody asintió.
—Lo prometo.
Sean parecía de pronto mayor, como un Mike más pequeño.
—OK.