3

Brody estacionó el Coche N° 1 junto a la camioneta paramédica del Suffolk County, en la zona de la policía, y sacó el rifle Savage y la bolsa de papel con las municiones que había encontrado en él, y el tanque de gasolina destrozado de la lancha a motor. Se acercó al gran edificio gris, donde un año antes había asistido a un seminario de ciencia policial.

Se sentía tonto llevando el arma y la otra evidencia, como si estuviera haciendo el papel de Sherlock Holmes en una función de beneficio para la Asociación de Padres y Maestros del colegio secundario de Amity. Cuando pasó las puertas de vidrio, el joven sargento de guardia lo miró y levantó los brazos en alto.

—¡No dispare, Brody! Puede quedarse con todo el edificio.

El sargento le hizo firmar el libro de visitas, dejó el escritorio a otro oficial y acompañó a Brody al ascensor, llevándolo arriba.

Brody buscaba en su memoria el nombre del joven, recordando que había dado clases sobre Procedimientos Administrativos de la Policía. ¡Eso es! El sargento Pappas.

Pasaron por corredores burbujeantes de actividad. Uniformados, policías de civil y personal civil se movían presurosamente por los corredores. Se oían radios en los cuartos que pasaban. Sonaban teléfonos en las oficinas.

—¡Una carrera de ratas! —murmuró el sargento—. ¿Necesita otro hombre allí?

—Lo harían jefe y se moriría de hambre con mi sueldo —dijo Brody.

—Pruébeme —murmuró el sargento conduciendo a Brody poruña puerta doble al laboratorio del crimen.

Brody lo recordaba de una visita que había hecho al lugar hacía tres años. El sargento firmó el recibo por el arma, las municiones y el tanque de gasolina y los miró mientras el empleado les colocaba las etiquetas; luego fue hasta el desordenado laboratorio, pasando por el cuarto del polígrafo hasta una puerta marcada "Laboratorio Balístico".

Ocupando toda la pared había una colección de armas, desde primorosas pistolas automáticas de cartera, hasta una ametralladora que Brody reconoció de sus días como soldado, como una Browning calibre 50. Sobre la colección había un letrero: "SECCION COMPARATIVA DE PRUEBAS DE BALISTICA."

En otra pared había montada otra colección de Especiales del Sábado Noche, hierros, barras con clavos, nudillos de bronce, armas con los caños cortados y una subametralladora. Sobre esta última había grabados un crucifijo, un símbolo de la paz y una esvástica. Por encima de esta última colección estaba pintado en letras góticas doradas: "El derecho de la gente de llevar armas no será infringido."

Una linda muchacha negra, con una triunfante corona de cabello lanudo, estaba mirando un par de balas a través de un microscopio binocular. Se volvió en su banco cuando los oyó aproximarse.

—Brody —dijo el joven sargento—, éste es el orgullo de Suffolk County. La teniente Swede Johnansson. Teniente, éste es el jefe Brody, de la policía de Amity.

Ella pareció buscar algo en su memoria.

—Amity... Amity...

—La próxima Las Vegas del Este —sugirió Brody.

Sacudió la cabeza.

—No, no era eso...

—El lugar del Gran Tiburón Blanco —confesó Brody. Odiaba eso y se encontraba con ello todo el tiempo. La maldición del Problema, que penetraba como el smog, parecía subsistir para siempre en la mente de los neoyorquinos, algo así como una memoria tribal.

La teniente chasqueó los dedos.

—¡Eso es! —exclamó. Lo miró con curiosidad—. ¿Y usted fue la carnada del tiburón?

—Yo estuve allí —admitió Brody.

La joven tenía pequeños dientes blancos, ojos castaños y una linda naricita respingona. Se estremeció.

—Debe haberse sentido como loco.

—Fuera de mi elemento, de todos modos —dijo Brody tendiéndole el rifle—. Como ahora.

—Esto es refrescante —dijo ella mirando el rifle—. Es usted el primer policía que entra aquí en un año y no pretende saber más de balística que yo.

—Lo que quiere saber —dijo el sargento poniendo el destartalado tanque de gasolina, las balas y el rifle sobre la mesa—, es si este cañón y estas balas hicieron este agujero o no. Prueba completa de impacto e informe. ¿OK? Y un estimativo de su tiempo con la cuenta que corresponda.

Brody se sintió incómodo. Teóricamente Amity tenía que pagar por los servicios de la policía de Suffolk County cuando eran requeridos, lo que sucedía una vez cada diez años. Pero él no tenía presupuesto para pagarlo. Tendría que recurrir a los concejales, que no comprenderían por qué no podía hacer él mismo una prueba balística.

Se humedeció los labios.

—Pensé que usted, tal vez... bueno, una cortesía profesional...

La teniente sonrió. Tenía una gran sonrisa.

—Está bien, es hora de almorzar. ¿El bar del departamento? —propuso—. ¿Un dólar treinta y cinco el menú y tarta de manzanas a la moda?

—De acuerdo.

Al joven sargento no le gustó, pero no hizo ningún comentario.

Brody explicó el tanque de gasolina, el rifle, la foca herida y sus sospechas. El sargento alzó un dedo.

—Oiga, leí sobre eso. Fue un policía de Flushing.

—¿Por eso puede disparar a las focas? ¿Y a la gente? —preguntó Swede. Pasó el dedo por el agujero del tanque—. Un agujero muy grande —dijo dubitativamente—, más bien de un magnum. O un 45. ¿Lo revisó para ver si tenía otra arma?

Brody sacudió la cabeza. Jepps había estado en pijama, disparando el rifle, y nunca pensó en buscar una orden para registrar la casa. Por cierto que era demasiado tarde ahora. Turbado, dijo a la muchacha que presumió que la lancha a motor o los buceadores debían haber estado fuera del alcance de una pistola.

—Probablemente tiene razón —dijo ella. Estudió las municiones del Savage—. De refilón, tal vez, o de rebote —se encogió de hombros y sacó del microscopio una de las balas que estaba estudiando cuando ellos entraron. Estaba intacta, pero había sido convertida en un dum-dum por alguien que le había practicado un corte en cruz en la nariz. Indicó a su compañera retorcida, en el portaobjetos del microscopio—. Esta hizo un agujero del tamaño de su puño en un coche patrullero de Patchoque.

—¿La gente de por aquí está tratando de matar policías? —preguntó Brody.

—Matar no, atomizar —gruñó el sargento.

Brody se sintió mal. La enfermedad de Manhattan había saltado hasta Long Island. Se preguntó si el cáncer llegaría a Amity. Sólo 65 kilómetros más...

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué harían eso?

—Bueno —dijo ácidamente el sargento—, lo hicieron. Le hace pensar por qué estamos tratando de embromar a otro oficial, ¿no?

—Le hará pensar a usted —dijo Swede—. Para mí es simplemente otro sospechoso —se volvió hacia el microscopio—. Tendré el informe para el miércoles, Brody. Llámeme.

—Gracias, teniente —dijo Brody.

—Hay siete tenientes —dijo ella—. Pregunte por Swede. Probablemente sea la única Swede (sueca) negra en el edificio.

Le parecía sentir los ojos de la muchacha sobre él cuando salía guiado por el espigado y joven sargento.

Casi tropieza con la última mesa del laboratorio, tan ocupado estaba haciendo entrar su estómago.

A las 16 horas el destructor de los EE.UU. Leon M. Cooper, DD 634, iba hacia el sudeste de Block Island. Enfiló en un curso de 225°. El guardiamarina sobre el puente pasó la guardia a su relevo, un oficial de artillería. Cuando el guardiamarina entregó la guardia, hizo la venia. El otro, que era todo un teniente, no contestó.

Descuidado, pensó el guardiamarina. El oficial de artillería era un reservista, reclutado para Vietnam, que quedó en el servicio. Eran todos iguales. Entregó su taza al cabo de brigadas.

—Si el Viejo me necesita, estoy en el Centro de Información.

El cabo, otro veterano de Vietnam, asintió brevemente con la cabeza. El guardiamarina se puso colorado. Debió haber dicho "Sí, señor". Eso sería lo apropiado. El guardiamarina era de Annapolis, clase '73. Le irritaba ver que las cosas en el barco se desarrollaban en forma muy distinta a lo que le habían enseñado a esperar, pero si llamaba la atención al cabo, el oficial probablemente apoyaría al otro reclutado. Estaba seguro de que todos fumaban marihuana juntos cuando estaban en tierra y se drogaban con cualquier otra cosa mientras alardeaban de lo que habían hecho en la guerra.

El guardiamarina era oficial del Centro de Información y por lo menos tenía su propia oficina. Decidió ir a visitarla ahora, para ver si habían estudiado el ejercicio de esa noche, que era encontrar, si podían, al submarino de los EE.UU. Grouper, que se deslizaba en todo el vasto océano.

Antes de entrar en la oscura y fluorescente frescura del Centro, miró a estribor. Estaba neblinoso ahora, pero más tarde habría bruma. Apenas si podía distinguir Montauk a estribor por encima de la baranda. Por un momento dejó que su mente se perdiera en un sueño familiar. Un portaviones surgiría de la niebla costera, directamente en el curso para estrellarse contra el Cooper. Ningún otro lo vería. El oficial en cubierta, porque estaría fumando un cigarrillo en el ala del puente. Sus propios hombres del Centro de Información, porque estaban haciendo café, y el cabo de brigadas porque estaba dormitando.

El guardiamarina correría al puente, agarraría el timón del timonel, le daría la vuelta y salvaría el barco por pocos centímetros, mientras el capitán salía de su cabina con los ojos húmedos de gratitud.

O tal vez descubriría un torpedo ruso saliendo de la profundidad...

Simplemente había nacido para llegar demasiado tarde, aún para Vietnam.

Por unos instantes observó un helicóptero, el otro socio del equipo de perseguidor y perseguido, a unos cien metros del barco. Bueno, era demasiado pronto para que oyera al Grouper; tal vez sólo estaba probando su equipo de sonar. Era una buena idea.

Volvió adentro. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, se paró un momento detrás del encargado del radar para ver si estaba haciendo como era debido los contactos. Podía ver Montauk en la pantalla, lo señaló y preguntó al hombre del radar qué era.

—Block Island, señor —murmuró el técnico.

Corrigió eso rápidamente y despertó a todos los demás. El encargado del sonar lo probó, aunque faltaba una hora para que pudieran esperar el submarino. El que vigilaba el aire empezó a diseñar fantasmas de Quonset en la vieja parrilla de plástico. El encargado de la radio empezó a calentar su equipo.

—¿Señor? —llamó el del radar.

—¿Sí, sonar? —el guardiamarina se colocó tras él.

—Contacto con submarino, dos, dos, cero. Distancia, diez kilómetros. Acercándose.

Su corazón empezó a latir más fuerte. Miró el reloj en la mampara. Todavía era temprano para el Grouper. Faltaban unas tres horas y no sabía de ningún otro submarino en la zona. Ningún otro submarino de los EE.UU...

Tomó rápidamente los auriculares del encargado del sonar. Podía seguir el golpe del aparato del barco, un latir submarino tan fuerte que se decía que atraía a los tiburones. También podía escuchar el familiar ping del transmisor de la nave. Ping y luego el eco más suave: ping, ping. Ping, ping, ping... ping. Dio vuelta el transmisor cinco grados, colocándolo en el eco más fuerte. Ping, ping, ping,ping...

Era cierto que se acercaba, y rápidamente. Demasiado rápido para un cardumen de peces. Demasiado rápido para cualquier cosa, excepto tal vez un submarino clase Keshnov, enviado paraespiar. Espiar, o algo peor.

—¿Lubinas, señor? —preguntó el del sonar.

—Demasiado grande para un cardumen de lubinas —dijo. Tomó el teléfono del puente.

—Puente, del Centro de Información...

No contestó nadie. Tal como imaginaba.

El hombre del sonar se había colocado los auriculares de nuevo.

—Es demasiado temprano para el Grouper. Creo que son bacalaos.

—Demasiado rápido. ¡Puente del Centro de Información!

—Demasiado rápido para cualquier cosa —dijo extrañado el hombre del sonar. De pronto chasqueó los dedos—. ¡Ballena! Oí el mismo ruido en la escuela de sonar. Es más apagado que el de un barco o un submarino.

—¿Ballena? —indeciso el guardiamarina se quedó con el teléfono en la mano.

—Ballena —repitió el del sonar con convicción—. Se está alejando.

—Centro de Información del puente —dijo por fin el altavoz— ¿Ustedes llamaron?

El guardiamarina dudó un instante. Tomó de nuevo los auriculares y escuchó un momento. El contacto se movía hacia la playa. Tenía que ser una ballena.

Estaba cubierto, de todos modos, por la evaluación de su encargado del sonar. Él era un oficial, un caballero, y no un experto en sonar.

—No es nada —dijo al puente.

Cuando salió del Centro de Información para lavarse para la cena, el sonido indicaba que se movía hacia la playa.

El hambre la había llevado de nuevo, durante la mañana, a Amity Sound. Había hecho todo lo que pudo para limpiarlo de todo lo que se movía. Había consumido tal vez cincuenta kilos de caballa, en Amity Neck. Se volvió de las rompientes y se dirigió al mar abierto.

Sintió, olió y no encontró nada, hasta que cuando el sol se inclinaba hacia el Oeste y la luz en la profundidad se hacía más escasa, escuchó un lento y lejano latido, de un helicóptero que volaba bajo. Tump... tump... tump... y más allá, mucho menos.excitante, un rítmico ping...

Ciegamente se dirigió hacia el tump, tump. El sonido con la rítmica vibración del agua, disparaba sus jugos digestivos. Se volvía más hambrienta con cada golpe de su cola. Su necesidad de comida se hacía más fuerte con cada metro que viajaba.

Ahora sintió otra vibración: el golpe de las hélices. Lo oía todos los días en las aguas con barcos de la costa. Siguió el tump, tump...

El ping, ping desapareció. No le interesaba eso. El ruido de hélices continuaba hacia el Sur. Tampoco eso le interesaba. Siguió el ruido del helicóptero hasta la playa.

Larry Vaughan Jr., el hijo del alcalde, detuvo su bicicleta motorizada en Beach Road cuando vieron las bicicletas encadenadas al poste de una verja. Andy Nicholas, el chico gordo de Amity, bajó del asiento trasero. Se frotó las asentaderas. Su traje de baño se había deslizado por sus caderas. Temía que el polvo del camino le trajera un ataque de asma.

—Hombre, déjame volver a casa. Siéntate atrás.

Larry encendió el motor.

—Me rompes el cuadro, mejillas gordas —miró las bicicletas—. Esa es de él, seguro. Pero, ¿de quién es la de la chica?

Andy se encogió de hombros y siguió frotándose la cola.

—Me has producido hemorroides.

Larry lo ignoró. Estaba buscando un nombre bajo el manubrio de la bicicleta de mujer.

¿Mary Detner? ¿Sue Jacobs? ¿Esa zorra de verano de la hostería?

—Huele el asiento —sugirió Andy.

—¡Vete al diablo! —contestó Larry suavemente. Estudió la bicicleta. —¡Eh! ¿Jackie Angelo? Estoy seguro de que es la de los dientes de plata.

—¿Tú crees? —preguntó Andy con cierto interés.

—El viejo Angelo sufrirá un ataque —prometió Larry— si llega a enterarse. Lo matará con ese cañón que lleva encima.

—Y lo tirará al agua desde el bote de la policía de su padre —agregó Andy. Sus ojos eran tristes—. No, ella nunca dejará que la toque.

Larry tocó la bicicleta de Mike con el pie.

—¿Qué están haciendo aquí, entonces?

—Están nadando, eso es todo. Él trata de hacerse el importante con su nuevo traje de buceo.

Larry sacudió la cabeza.

—Spitzer no haría eso. Este es el océano allí afuera, no la piscina municipal.

Subió por la verja de madera, saltó a la arena y comenzó a escudriñar la playa desde las dunas hasta las crestas de las olas. Andy Nicholas lo siguió, haciendo demasiado ruido. Larry se volvió hacia él indicándole que se agachara. El chico gordo cayó poniéndose en cuatro patas, a pesar de que temía que el suelo ayudara a traerle un ataque de asma. Se acercó a su compañero.

Cautelosamente, los dos observaron las dunas y el mar allá abajo.

Bancos de niebla veraniega se estaban formando en el horizonte sureste. Andy sintió que Larry lo tocaba. Su frente pecosa estaba fruncida y ladeaba la cabeza. Cuando Andy escuchó, pudo oír un tenue murmullo en el hueco detrás de las dunas más próximas. Pudo escuchar la voz de Mike y una ronca risa que reconoció como de Jackie.

Su sangre comenzó a calentarse, pero sintió un escalofrío en la espalda. Mike pesaba 15 kilos menos que él, pero era musculoso, rápido y seguro.

—Vámonos —susurró.

Larry lo miró incrédulo

—¿Estás loco, hombre?

Larry comenzó a deslizarse hacia abajo por la pendiente, arrastrando su cuerpo con los codos, como un comando de TV. Andy dudó un momento. Luego, como atraído por una fuerza invencible, comenzó a bajar también, con la áspera arena metiéndosele en el pantalón de baño y el polvo amenazando su pecho.

Respiraba pesadamente. En lo bajo de la loma se detuvo. Por encima de él, Larry estaba trepando a lo alto de la duna que escondía a la pareja. La arena se deslizó a los ojos de Andy, pero nada en el mundo hubiese podido detenerlo ahora.

Mike Brody levantó su cuerpo de la toalla de Jackie. Miró la cara de ángel a sólo quince centímetros de la suya. Los gloriosos ojos se abrieron. Dos celestiales hoyuelos aparecieron en las comisuras de la boca más deseable del mundo. Tentativamente, alargó un dedo y sacó un mechón de pelo de una oreja perfecta.

Comenzó a hacer cosquillas en el lóbulo. ¿Eso excitaba a las mujeres? Buscó en su memoria el capítulo de Rubin, pero no pudo recordar. Ella era agradable. Sólo quería estar a su lado, bebiendo su belleza para siempre.

Ella se estremeció, gimió y por fin sonrió abiertamente. A él hasta le gustaba el plateado aparato de ortodoncia.

—¿Mike?

—¿Mm...?. —Mike, eso... hace cosquillas.

Alargó la mano y se puso a jugar con el lóbulo de la oreja de él.

Era verdad que hacía cosquillas o algo. ¡Jesús! Hacía algo más que eso. Cosquillas no era la palabra adecuada; enviaba rayos de placer y deseo a través de su cuerpo. No podría aguantar si ella seguía haciéndolo, pero no quería que dejara de hacerlo. No lo aguantaría si dejaba de hacerlo. Y ahora estaba siguiendo la curva de su cuello y sus hombros. Deseó haber seguido con los ejercicios que había empezado en invierno. No lo había hecho pero tenía buenos hombros de todos modos ahora, gracias a Dios. La mano de la muchacha se había metido bajo la correa de su traje de buceador y estaba masajeando los músculos de su espalda.

—¿Te gusta? —murmuró.

—Te amo —espetó él.

Ella sacó la mano y se sentó.

¿Por qué diablos haría eso? Lo había estropeado todo, estaba seguro.

Pero era verdad que la amaba, más que a su madre o a su padre y con seguridad más que a Sean.

Ella estaba mirando el océano.

—Pronto habrá neblina —dijo suavemente—. Podríamos perdernos al volver a casa.

—Jackie —murmuró desesperadamente—, ¿no quieres volver a casa?

Ella le sonrió. Era tres meses y cuatro días menor que él, pero hoy parecía cinco años mayor. Se inclinó y tocó su pecho, después deslizó la mano por debajo de su traje de buceador hasta tocar su piel.

—No quiero volver nunca a casa —murmuró.

El la tomó en sus brazos.

El Jefe Martin Brody se secó la frente. Hacía calor de veras en la oficina de propiedades de Vaughan y Penrose, a pesar de que habían dejado abierta la puerta a la calle. Un camión pasó ruidosamente, rumbo a la construcción en el banco.

Brody se quitó los anteojos y se puso a limpiarlos mirando sin comprender, por encima del escritorio, a Vaughan.

—¿Que abandone el caso? —preguntó incrédulo—. ¿Qué quiere decir que lo abandone?

Vaughan se puso de pie, con la cara roja, y fue hasta el mapa del condado que dominaba la pequeña cabaña. En él se veían áreas sombreadas, distritos residenciales y lotes en la playa. Los estudió un momento para ganar fuerza. Tocó el sitio del Casino y volvió la espalda a Brody.

—Que abandone el caso o perderemos el Casino. Es así de simple.

—¿Qué tiene que ver Jepps con el Casino?

—Tiene que ver con el comisionado de la Policía Estatal...

—Dice él —interrumpió Brody.

—Lo dice y es verdad. El comisionado habló con Clyde Bronson, Bronson vino a verme a mí y yo estoy hablándole a usted.

Bronson no sólo era el representante del Estado en Amity, sino en otras veinte playas a lo largo de la costa y era también partidario de la ley de juego.

—¡Maldición! —dijo Brody—. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!

—Política... —murmuró Vaughan encogiéndose de hombros.

—El hombre es sospechoso de asesinato.

—Es su sospechoso —dijo Vaughan fríamente—. No mío. Recuerde eso.

—Debería ser suyo y de todos los demás —gruñó Brody—. Dos buceadores ahogados. Una lancha que explota. Hay un agujero en el tanque de gasolina. A 500 metros de un hombre que dispara con municiones. Y hombres razonables no sospechan. ¡Maldición!

—No tendrá ningún éxito sin un cadáver —señaló Vaughan.

—Encontraremos el cadáver —prometió Brody—, así tengamos que vaciar el Océano Atlántico.

—Abandónelo —suspiró Vaughan—. Simplemente abandónelo. Eso es todo.

Brody sintió que iba siendo presa de la ira. Su sien comenzó a pulsar de nuevo. Deliberadamente volvió a sentarse y estiró las piernas, aflojando los muslos, el abdomen, los hombros, el cuello... Había leído la técnica en Psicología de Hoy y la ponía en práctica cuando lo recordaba. Amargamente preguntó:

—¿Esto no le recuerda algo, Larry?

—¿Qué? —el alcalde parecía incómodo.

—¿El principio del Problema? ¿Cuando desapareció la chica y yo traté de cerrar las playas? Nadie en este maldito pueblo me hablaba, ni a Ellen, ni a Mike, ni a Sean. Entonces murió el chico de Kintner y resultó que yo había tenido razón.

Vaughan retornó a su escritorio y se sentó pesadamente agitando un dedo ante Brody.

—Hay una diferencia.

—¿Sí?

—El tiburón no tenía un solo amigo en Albany. Le digo, Brody, que abandone el caso.

Brody miró al alcalde a los ojos. Estaban enrojecidos por falta de sueño y demasiada bebida, pero no se apartaron de los suyos. El dolor en su sien se hizo más intenso. Golpeó con la mano el escritorio del alcalde.

—¡Esta vez no, Larry! ¡No, en un millón de años!

Salió de la cabaña al brillante sol. La niebla lo cubriría pronto, lo sentía. Lo anunciaba también la sirena de la playa de Amity, que comenzó a sonar repentinamente.

Siempre le había parecido un desafiante grito de protesta del océano, que durante 200 años, en huracanes y fuertes vientos de invierno, había tratado de ahogar al pueblo.

Amaba Amity. Tenía que vivir allí. No tenía otro lugar a donde ir.

Pero maldito si le harían ceder de nuevo.