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Andy Nicholas estaba acostado presa de angustia junto a Larry Vaughan Jr., detrás de un arbusto en la cresta de la duna. El polvo del arbusto desgarraba su pecho y le cerraba la garganta. Casi no podía respirar. Sabía que era mejor que escapara de allí antes de que empezara a jadear, pero no podía arrancarse de ahí.

Ahora la chica había enrollado el traje de buceo de Mike hasta su cintura y Andy prácticamente podía sentir su suave y cálido cuerpo y el contacto de sus dedos sobre su piel, como si fuese él el que estaba allí abajo.

—¡Jesús! —oyó murmurar a Larry—. ¡Hazlo, Spitzer!

—¡Cállate! —masculló Andy. Si Mike los oía era él quien iba a sufrir y no Larry, que podía correr los cien metros en diez segundos. Larry escaparía y Andy terminaría tirado en la arena. Se arrastró hacia atrás alejándose de la orilla y echando un hilillo de arena sobre la pareja que estaba abajo. Se puso tenso, pero ellos no lo notaron.

Andy se armó de coraje y se arriesgó a mirar de nuevo.

Su respiración comenzó a venir en familiares y estranguladas bocanadas. Tendría que bajar de la duna y escapar de allí, ahora o nunca. Se arriesgó a una última mirada.

Sintió que Larry lo aferraba por el codo.

—¡Cállate! —susurró Larry horrorizado—. ¡Cállate, demonios!

Andy sacudió la cabeza, indefenso. Ahora el jadeo era espasmódico, no podía respirar; una familiar oleada roja se lo estaba tragando, peor que los ataques que había tenido en años; parecía el caño de un radiador con pérdidas, el motor de un barco a vapor exigido a toda marcha, un caballo cansado.

El cuadro debajo de él se heló. Jackie miró hacia arriba. Mike se puso de pie de un salto. Por un instante todo movimiento cesó, como en un primer plano en la TV.

Luego todo explotó en acción. Mike trepaba por el costado de la duna, Larry estaba de pie y Jackie gritaba enojada. Andy rodó por tierra, tratando de ponerse de pie.

Mike llegó a la cima, de alguna manera puso sus manos sobre Larry y lo tiró abajo por la duna hacia Jackie y echó hacia atrás su pie desnudo.

Andy lo recibió de lleno en el mismo medio de su estómago. Entre el asma y el pie en el estómago, creyó durante un momento que se iba a morir. Su visión se nubló.

Cuando pudo ver de nuevo, encontró a Jackie arrodillada a su lado, golpeándole las mejillas no muy suavemente.

—¿Estás bien, Andy?

Logró asentir con la cabeza.

Jackie se puso de pie y lo miró fieramente.

—Cerdo asqueroso —le dijo y miró hacia el mar. El luchó para ponerse de pie y siguió su mirada. En el borde del banco de niebla un helicóptero de la marina estaba bajando algo al agua. Dejó que sus ojos recorrieran más cerca la orilla.

Si Spitzer tenía miedo al mar como decía siempre Reeves Vaughan, se le había pasado de pronto.

Larry estaba chapoteando en el agua, a cincuenta metros de la rompiente, nadando rápidamente y lanzando espuma, pero 20 metros detrás de él iba la Venganza, ganando terreno rápidamente.

—Lo matará —dijo Jackie desolada—. Y lo mandarán al reformatorio juvenil. Ahogará al maldito cerdo.

Probablemente tenía razón. Andy pensó que debía estar allí, tratando de salvarlo, pero Mike, una vez que terminara con Larry, trataría de ahogarlo también a él.

Resolvió irse a su casa. Hubiera deseado estar muerto.

La Gran Blanca iba haciendo círculos. El rítmico golpeteo de las aspas del helicóptero la excitaba y trababa su computadora. Por lo general podía precisar exactamente un cuerpo que vibraba, lanzarse sobre un pez que se movía violentamente o sobre una foca que luchaba. En la oscuridad de la noche, en la más grande profundidad del mar, podía encontrar a otro tiburón herido.

Los golpes que seguía ahora parecían estar en todas partes y en ninguna. La búsqueda de su fuente no daba frutos y no podía apartarse de su fascinación. Una vez se volvió para atrapar a un calamar gigante, confundido también por el girar de las paletas, pero casi todo el tiempo iba dibujando un 8 en la profundidad.

El piloto naval miró hacia el mar, los bancos de niebla y después a la costa, las casas difíciles de distinguir en las dunas de la playa. Sus órdenes eran patrullar el espacio entre el agua, para descubrir al Grouper, y la zona que el Leon M. Cooper estaba patrullando.

Miró el reloj en el panel de instrumentos. Las 17,00 y la niebla haciéndose más intensa. El Grouper estaba probablemente por New London ahora, sumergido y en viaje hacia la zona de ejercicios. Si no se apuraba, tendría que abortar la misión y regresar a Quonset antes de que la niebla lo alcanzara.

No era mala idea hacerlo ahora. Podría alcanzar la Hora Feliz en el club.

Miró casi furtivamente a su joven encargado del sonar.

—Mucha niebla —dijo.

—No me parece tan mal —contestó el del sonar.

El piloto se echó hacia atrás en su asiento. El muchacho había parecido tan ansioso y tan interesado en el patrullaje, que le había dejado probar temprano sus aparatos. Dios sabía que era bastante difícil motivar a los hombres estos días, de modo que no había que descorazonar a los entusiastas. Sólo que ahora el piloto estaba aburriéndose de todo el operativo. El joven era un impedimento.

—¿Qué tal va? —preguntó al muchacho.

—Caballas, bacalaos, lo de siempre. Todo menos el Grouper.Vayamos un poco más cerca de la playa.

El piloto asintió, movió la palanca hacia adelante y dobló imperceptiblemente hacia la costa. De pronto sintió la mano del muchacho del sonar sobre su brazo.

—¡Señor! ¡Un momento!

Se quedó como estaba.

—Oí gritos —dijo el muchacho ajustándose los auriculares—. Dos tipos gritando, hay alguien en el agua gritando.

Miraron el mar ante ellos. De pronto el piloto notó cabezas dentro del agua. Era casi imposible manejar con una mano, de modo que dio los prismáticos al muchacho indicando a los nadadores.

—¿Dijo dos personas? Son chicos, junto a la línea de la corriente.

—Sí, señor. ¡Eh! Uno se está ahogando o se están peleando...

—Arriba la bola —ordenó el piloto. Oyó chirriar el guinche un momento y miró el panel buscando la luz verde, después de lo cual se dirigió hacia los dos muchachos.

Si realmente se estaban ahogando les tiraría un chaleco salvavidas y llamaría a los guardacostas de Shinnecock, pero no era cuestión de lanzar una falsa alarma.

Había estado nadando a través de aguas turbias, llenas de plancton. Seguía hipnotizada por los golpes que no podía determinar de dónde provenían, y estaba terriblemente hambrienta. Hubiera atacado un bote, una botella o una boya si la tuviera cerca.

No había nada, de modo que se deslizó sin rumbo fijo.

De pronto, por encima de los golpes, escuchó un chapoteo en la superfìcie y galvanizó sus sentidos. Además un chillido que no significaba nada. Era como si dos peces grandes estuvieran peleando o dos focas estuvieran apareando allá arriba.

Sonó una cuerda. Se volvió echando su vientre grávido hacia arriba. Los misteriosos golpes habían sido desplazados por una señal mucho más excitante.

Su enorme cola comenzó a batir más rápidamente. Cuando llegó a su mayor velocidad debía estar haciendo unos 20 nudos.

Mike Brody, furioso, permitió a Larry Vaughan Jr. subir a la superficie, pero seguía agarrándolo.

—¡Mike! —chilló Larry—. ¡Estás loco!

Mike, chorreando agua, miró la cara llena de lágrimas y de pecas. Un cordón de mocos colgaba de la nariz de Larry y sus ojos estaban vidriosos. Mike pudo discernir un miedo real y un implorar que no pudo ignorar. Su ira lo abandonó. Debió haber estado a punto de ahogarlo. Era hora de abandonar.

Mike estaba sumamente cansado y no podía nadar otra brazada, pero, por Dios, les había enseñado que cuando a alguien lo persigue Mike Brody el océano no era un santuario.

Empujó a Larry rudamente, se volvió sobre la espalda y flotó.

—¡Pervertido! —le escupió—. ¡Cochino, asqueroso pervertido!

Los dos quedaron jadeantes, acostados en la arena, alejados uno del otro. Mike levantó los ojos hasta el helicóptero de la marina que se acercaba hacia ellos desde un banco de niebla. El helicóptero retrocedió, se estremeció y finalmente bajó una gran esfera al agua. Escuchaban si había submarinos de New London, lo sabía.

Una gran emoción invadió a Mike. Podría haber sido ese piloto del helicóptero si quisiera, o uno de los hombres del submarino que buscaba, o un marino de los EE.UU.

No temía al mar ni a ninguna otra cosa.

Jackie lo sabía y él podía hacerla suya en cualquier momento que quisiera.

El piloto bostezó. El hombre del sonar dejó los prismáticos y dijo:

—Están bien, señor. Sólo dos chicos jugando un poco.

El piloto los saludó con la mano y bajó la palanca, deteniendo el helicóptero en el aire.

—¿Qué tal si dejamos por hoy? —sugirió al joven.

—Lo que usted diga, señor —contestó su compañero, pero parecía desilusionado. Bueno, ¡qué diablos!, posiblemente el chico nunca había tenido contacto con un submarino y el Grouper debía aparecer de un momento a otro.

—OK, hijo —capituló—. Balancee su bola un rato más.

El hombre del sonar sonrió, bajó de nuevo la esfera y ajustó el equipo a sus orejas.

El piloto bostezó. Después de una docena de horas más de patrullaje, el chico querría volver a su casa a las cinco como todos los demás.

Se echó atrás en su asiento y escuchó el chirrido de la bola de sonar que descendía.

No estaba lejos del golpeteo, pero no le prestaba atención de todos modos. Lo que la ocupaba ahora eran los blancos en la superficie. El que estaba más cerca de ella producía escasa vibración, pero los golpes más alejados y más fuertes fueron los que siguió instintivamente, percibiéndolo con el primitivo sistema de las ampullae lateralis en sus orejas y todos los otros sensores que alimentaban su cerebro.

Su macho más pequeño se retorcía dentro de su útero derecho. La privación de comida durante unas horas más echaría a sus hermanas más fuertes contra él y de algún modo sabía que debería colocar su cuerpo, dentro del repleto órgano, de manera de ofrecer una mejor posición para luchar.

Como si ella supiera que su chiquito estaba en peligro, aumentó la velocidad. Ahora podía escuchar el chapoteo con toda claridad. Empezó a elevarse desde la profundidad en un suave ascenso, hacia el blanco en la superficie.

Delante de ella, bajo el eterno golpeteo, oyó un repentino pop. En la tenue luz pudo ver una forma negra, que parecía una gigantesca pelota de fútbol, descendiendo directamente sobre ella. Se volvió, abrió la boca y la atrapó entre sus hileras de dientes como serruchos. Hubo un momento de desesperada resistencia desde arriba, como si hubiese estado colgada de manos gigantescas. De pronto la bola se liberó, ella la estrujó en sus dientes y la escupió en una nube de dientes, cables y metal retorcido.

Quedó un momento quieta.

Ahora ya no escuchaba los golpes sobre la superficie y aun el monótono golpeteo se alejaba.

Cruzó la línea de la corriente por un momento.

Después se volvió mar adentro, a cazar.

El hombre del sonar estaba agitado y el mismo piloto sintió temblar los controles. Se desquitó con el hombre del sonar.

—¿A qué profundidad tiró esa maldita cosa?

El muchacho sacudió la cabeza, consternado.

—A sólo tres metros, señor. Su altímetro decía 50 y la manivela decía 60... A lo sumo tres metros de profundidad, señor.

El piloto subió. Tenía sólo un deseo: subir lo suficiente para autorrotar en caso de que el increíble esfuerzo del helicóptero resultara fatal. A 18 metros de altura estaban listos si la estructura caía o una paleta comenzaba a fallar. Nunca había sufrido, en 25 años y 8000 horas, un tirón tan violento del cable como el que acababan de sobrevivir.

Mientras ascendían escuchó si no había ninguna disonancia que anunciara una falla en el motor o en el fuselaje. El helicóptero había sufrido un tirón muy fuerte. Averiguaría la importancia de los daños más tarde, en Quonset, o tal vez bajaría directamente sobre la playa. Quizás eso sería más sensato. Pero no, todo parecía andar bien. Volvería a Quonset...

La Hora Feliz le parecería muy bien ahora. Deseaba haber traído una botellita consigo en el helicóptero.

—La arrastró por el fondo —insistió.

—¡No, señor! Esa bola jamás tocó el fondo.

—¿Entonces qué fue? ¿El Grouper tiró de la bola?

El muchacho parecía preocupado.

—No —dijo incierto—. No fue el Grouper y no fue el fondo. Uno oye cuando se arrastra por el fondo. Eso fue otra cosa. Oí algo así como un sonido silbante. Un swish... No sé. ¿Cree que pudimos tocar una raya, o un calamar gigante, o algo así?

—No —contestó con desprecio el piloto—. La ha llevado demasiado abajo. Tocamos un arrecife, o un barco hundido, o tal vez una roca.

Siguió subiendo sin detenerse hasta estar a 600 metros, esperando estar a salvo. Controló la presión del aceite y la temperatura de la cabeza de los cilindros. Todo estaba bien, pero en su interior no estaba conforme.

—¡Diablos, hijo! ¿Sabe cuánto cuestan estas cosas?

—Doce mil dólares —dijo el chico. Parecía como si fuera a echarse a llorar.

—Sin contar con lo que le hizo al helicóptero —murmuró el piloto. Oyó un alto y rítmico chillido en la unión de las aspas. No le gustó nada. Buscó en el agua cubierta de niebla la forma del Leon C. Cooper. Sería bueno tenerlo cerca si sucedía lo peor. Pero no veía nada más que bancos de niebla. Se dirigió hacia la izquierda, a Quonset. Apretó el botón del micrófono para llamar al Cooper, describir su problema y terminar con su patrullaje. Antes de que pudiera llamar, la palanca comenzó a vibrar en sus manos. Vibraba con tal fuerza que hacía que le picara la mano. Debió haber hecho subir el helicóptero en cuanto sintió el primer tirón.

Pan, ésta es una llamada panPan era un grado menos que Mayday (llamada de auxilio de los pilotos)—. Leon C. Cooper, del helicóptero naval uno-cuatro-siete-ocho, abandonando operación. Regreso a... — de pronto lo sintió venir...

Cuando joven, en Corea había sacado marinos heridos de los picos del Pyong-yang. Hacía diez años había salvado a pilotos navales en el Golfo Tonkin. Supo de pronto que después de tantos peligros, todo podía terminar allí, en un estúpido pueblo, en la playa cuyo nombre no podía recordar.

Tocó el botón de nuevo.

—¡Mayday! ¡Mayday, Mayday!... Helicóptero naval uno-cuatro-siete-ocho llamando Mayday -aminoró la marcha. La vibración aumentó. Ahora el chico del sonar lo había sentido también y se volvió hacia él, tenso de terror.

—¡Mayday, Mayday! —llamó el piloto. Era la señal de alarma. Se sintió complacido consigo mismo porque su voz estaba calma—. Estoy a ocho kilómetros de... —de pronto lo recordó. El lugar del tiburón—. Amity, Amity, Long Island. Voy a perder una paleta. Comienzo el descenso. Comienzo autorrotación...

La paleta cayó con un sonido como si se rompiera la cuerda de una guitarra. La vio caer en la metálica luz del sol, en un perezoso arco hasta el plateado mar. El helicóptero se movió locamente, se deslizó y su mundo se volvió del revés. Vio los bancos de niebla a través del dosel de burbujas entre sus pies. Oyó gritar al hombre del sonar.

Tuvo una vívida visión de la muchacha de Saigón con un vestido de cuello alto, con un tajo profundo en la falda.

El ya lo había visto todo y hecho todo.

En cambio el chico apenas comenzaba a vivir.

—Cerca de un pueblo llamado Amity —logró decir de nuevo y después sólo pensó en sostenerse.