CAPÍTULO XI
LA GRAN MILOSIS
(CIUDAD AMENAZADORA Ó CEÑUDA)
ESPERÉ cosa de una hora (habiéndose ido Pico Duro a dormir un rato), hasta que al fin el Este se puso gris y empezó a moverse la niebla sobre la superficie del agua, como fantasmas de olvidadas tumbas. Los vapores se levantaban de su lecho de agua para saludar al sol. El color gris tornóse color de rosa y el color de rosa en rojo. Después espléndidas líneas de luz saltaron del Este y entre ellas llegaron apresurados los mensajeros de la aurora, disipando los fantásticos vapores y despertando las montañas con un beso, al pasar de una línea a otra y de una a otra longitud. Un momento después se abrieron las puertas de oro, y el sol como un novio salió de su cámara lleno de gloria y majestad con sus diez millones de rayos, haciendo huir a la noche: ya era de día.
Nada podía ver bien claro excepto el cielo azul, porque sobre el agua había una espesa niebla que cubría toda la superficie como si sobre ella se hubieran esparcido grandes copos de algodón. Poco a poco, sin embargo, el sol absorbió las nieblas y entonces vi que flotábamos sobre una hermosa sábana de agua azul cuya orilla no pude descubrir. Se estrechaba ocho ó diez millas detrás de nosotros y la vista podía percibir una hilera de colinas escarpadas al través de las cuales indudablemente venía a desembocar en agua libre el río subterráneo. Después me cercioré de esto, así como de que la fuerza y la corriente del misterioso río eran tan extraordinarias que aun a esta distancia la canoa se movía a su impulso.
Luego yo, ó más bien Pico Duro, que acababa de despertar, descubrió otra señal de esto, y en verdad que fué una muy desagradable. Tiendo un objeto blanquizco sobre el agua, el gran Zulú llamó mi atención hacia él y con unos cuantos golpes de remo acercamos la canoa, reconociendo que era un cuerpo humano que flotaba boca abajo. Esto era triste, pero imaginaos mi horror cuando Pico Duro con el remo lo volvió boca arriba y reconocí las facciones de nuestro pobre sirviente que se había ahogado dos días antes en el río subterráneo. Su vista me entristeció mucho. Pensaba que lo habíamos dejado atrás para siempre, ¡y miradlo! arrastrado por la corriente había hecho con nosotros este espantoso viaje, y con nosotros había llegado a su fin. Su vista causaba pavor. Había sido negro, ahora era de un blanco lívido, porque el agua caliente le había arrancado la epidermis. También llevaba señales de haber tocado el pilar de fuego, porque uno de los brazos y los cabellos estaban quemados. Sus facciones conservaban aquel aire de desesperación que yo había visto cuando el pobre hombre fué atraído por la corriente. Realmente me acobardó su vista y vi con alegría que el cuerpo empezó a sumergirse, como si después de haber cumplido la misión que tenía, se retirase. La verdadera causa fué sin duda que, vuelto boca arriba, los gases pudieron salir libremente. Entre las trasparentes aguas pudimos seguir su camino hasta que una larga hilera de burbujas de aire que salían a la superficie fué lo único que pudo verse. Al fin también las burbujas desaparecieron y ninguna huella quedó de nuestro pobre sirviente. Pico Duro observaba con aire pensativo el cuerpo que se sumergía.
“¿Por qué nos acompañó?” dijo. “Este es un mal presagio para ti y para mí, Macumazahn,” y rióse.
Yo le miré enojado, porque no me agradan estas conversaciones. Si algunas gentes tienen estas ideas deben guardárselas para sí. Aborrezco a los que hablan siempre de sus desagradables presentimientos, ó que cuando sueñan que han visto a un ahorcado u otras cosas horribles, insisten en referiros sus sueños a la hora del almuerzo, aun cuando para ello tengan que madrugar.
Precisamente entonces despertaron los demás y comenzaron a regocijarse al ver que habíamos salido del espantoso río y que una vez más nos encontrábamos bajo el límpido cielo. Hubo muchas pláticas y proyectos acerca de lo que debíamos hacer, siendo el fin de todo esto que teníamos mucha hambre y nada nos había quedado que comer, excepto algunas migajas de biltong (carne seca de gamo), habiendo abandonado todo lo que quedaba de nuestras provisiones a aquellos horrorosos cangrejos; determinamos buscar la playa y con excepción de los acantilados, al través de los que desembocaba el río subterráneo nada se veía sino una ancha expansión de agua. Observando que las aves acuáticas venían volando de nuestra izquierda, dedujimos que avanzaban desde sus nidos a pasar el día en el lago, y en consecuencia dirigimos el bote hacia el rumbo de dónde venían y empezamos a remar. Poco después empezó a soplar una fuerte brisa en la dirección que necesitábamos. Improvisamos una vela con una manta y el remo, y navegamos alegremente. Hecho esto devoramos los restos de nuestro biltong, lavado con agua dulce del lago, encendimos nuestras pipas y esperamos los acontecimientos.
Habiendo navegado una hora, Good, que estaba examinado el horizonte con el anteojo, anunció gozosamente que veía tierra y que por el cambio de color en el agua creía que debíamos estar próximos a la boca de un río. Un minuto después percibimos una gran cúpula dorada, semejante a la de San Pablo, sobresaliendo entre las nieblas de la mañana y mientras discutíamos lo que sería, Good nos comunicó otro descubrimiento aun más importante, y era un pequeño bote de vela que avanzaba hacia nosotros. Esta noticia nos confundió. Que los indígenas de este lago desconocido comprendieran el arte de la navegación con velas, parecía demostrar que poseían alguna civilización. Poco después vimos claramente que el ocupante u ocupantes del bote se dirigían hacia nosotros. Durante un momento el bote se detuvo; pero después vino a encontrarnos con gran velocidad. A los diez minutos estaba a unas cien yardas y pudimos ver que era un bote, no una canoa como la nuestra, construido poco más o menos como los botes Europeos, con tablas, llevando una vela grande para su tamaño. Nuestra atención paso pronto del bote a su tripulación, que se componía de un hombre y una mujer, casi tan blancos como nosotros.
Nos miramos con asombro, creyendo que nos habíamos equivocado; pero no, no había duda acerca de ello. No eran hermosos, pero decididamente eran blancos, tan blancos como los españoles ó los italianos. Era un hecho. Conducidos misteriosamente por Un Poder superior a nosotros, habíamos descubierto este maravilloso pueblo. Estuve a punto de gritar de gozo al pensar en la gloria que habíamos alcanzado; todos nos estrechamos las manos y nos congratulábamos por el inesperado éxito de nuestra expedición. Toda mi vida había oído rumores de que existía una raza blanca en las tierras altas del interior de este vasto continente y deseaba cerciorarme de ello, y he aquí que ahora la veía con mis propios ojos, enmudecido. Verdaderamente como dijo Sir Enrique, el antiguo romano tuvo razón al escribir: “Ex Africa semper aliquid novi,” lo que quiere decir que respecto del Africa siempre se encuentra algo nuevo.
El hombre del bote era de buen porte aunque no muy hermoso, y tenía negros cabellos, facciones regulares aguileñas y un rostro inteligente. Estaba vestido con un traje de paño moreno, que parecía una camisa de franela sin mangas y un sayo corto de la misma tela. Las piernas y los pies estaban desnudos. Alrededor del brazo derecho y de la pierna izquierda llevaba gruesos anillos de metal amarillo, que supuse serían de oro. La mujer tenía el rostro dulce y circunspecto, grandes ojos y pelo castaño rizado. Su vestido estaba hecho de los mismos materiales que el del hombre, y consistía, según descubrimos después, en una tira de paño de cuatro pies de ancho y quince de largo, enredada a su cuerpo, formando graciosos pliegues, y uno de los extremos, pintado de azul, púrpura u otro color, según la condición social de la que lo llevaba, colgando sobre el hombro izquierdo, de suerte que el pecho y el brazo derecho quedaban completamente des— nudos. Es imposible ver un traje más adecuado, especialmente cuando, como en el presente caso, la que lo lleva es joven y bonita. Good que tiene buen gusto para esto, estaba contentísimo y yo también. Era muy sencillo; pero muy hermoso traje.
Si nosotros estábamos asombrados a la vista del hombre y la mujer, era claro que ellos lo estaban más al vernos. El hombre parecía estar sobrecogido de temor y asombro; por un rato estuvo dando vueltas alrededor de nuestra canoa sin querer aproximarse. Al fin se puso a una distancia a que pudiéramos oírle y nos habló en un lenguaje bastante dulce y agradable, pero del que nada pudimos entender. Le hablamos en Inglés, Francés, Latín, Griego, Alemán, Zulú, Holandés, Sisutu, Kukuana y otros dialectos indígenas, que conozco, pero ninguno de estos idiomas, que parecían más ásperos que el suyo, comprendió nuestro hombre. En cuanto a la muchacha estaba muy ocupada en mirarnos y Good le correspondía viéndola al través de su monóculo, lo que no parecía disgustarle. En fin no pudiendo entendemos, el hombre dirigió su bote hacia la playa, deslizándose sobre el agua como una sombra. Pasando cerca de nosotros el hombre nos volvió la espalda para atender a la gran vela, y Good, aprovechando esta oportunidad, dirigió un beso con la mano a la muchacha. Temí que ella se ofendiese; pero por fortuna no sucedió así, porque mirando primero alrededor para asegurarse de que su marido, hermano ó lo que fuese, estaba ocupado, besó prontamente el dorso de su mano.
“Ah,” dije. “Parece que hemos encontrado al fin un lenguaje que entienden las gentes de este país.”
“En cuyo caso,” dijo Sir Enrique, “Good será un buen intérprete.”
Me puse serio, porque no apruebo las frivolidades de Good y él lo sabe, y cambié la conversación a cosas más formales.
“Me parece,” dije, “que ese hombre volverá pronto con algunos de sus amigos, así es que debemos prepararnos lo mejor que podamos para recibirlos.”
“La cuestión es cómo nos recibirán ellos,” dijo Sir Enrique.
En cuanto a Good nada dijo y comenzó a sacar de debajo de un montón de objetos una pequeña caja cuadrada, que nos había acompañado durante nuestro viaje. Con frecuencia habíamos hecho notar a Good que esa caja de estaño era inútil y jamás había dicho nada acerca de su contenido; pero había insistido en llevarla, diciendo misteriosamente que algún día podría ser útil.
“¿Qué vais a hacer, Good?” le preguntó Sir Enrique.
“Á vestirme. Creo que no pensaréis que me presente en un nuevo país con estos andrajos,” y señaló su vestido manchado, que sin embargo, como todo lo que pertenecía a Good, estaba muy aseado, con todas sus roturas cuidadosamente remendadas.
Nada dijimos y observamos sus procedimientos con gran interés. Lo primero que hizo fué ordenar a Alfonso, que era competente en esta materia, que le arreglase el cabello y la barba. Creo que si hubiera tenido a mano agua caliente y jabón se habría afeitado, pero no lo tenía. Hecho esto propuso que quitásemos la vela de la canoa y tomásemos un baño, lo que hicimos con gran horror y asombro de Alfonso, que levantaba los brazos, exclamando que los Ingleses eran en verdad gente maravillosa. Pico Duro, que como los Zulús de buena educación, era escrupulosamente limpio en su persona, no sabiendo nadar, nos contemplaba muy divertido. Volvimos a la canoa muy frescos con el baño de agua fría y nos sentamos a secarnos al sol, mientras Good abriendo su caja de estaño, sacó una blanca camisa limpia, como si acabara de salir de una de las lavanderías de Londres y después, un paquete, envuelto primero en papel corriente, luego en papel blanco y finalmente en papel plateado. Observamos este trabajo con el más vivo interés. Good quitó una por una las envolturas que ocultaban su tesoro, doblando cuidadosamente y volviendo a colocar cada pedazo de papel conforme lo desenvolvía, hasta que al fin apareció con sus charreteras de oro, galón y botones un uniforme completo de Comandante de la Real Armada, una espada de gala, sombrero montado, botas de lustroso cuero, etc. Nos quedamos con la boca abierta.
“Qué,” decíamos, “¿os vais a poner ese vestido?”
“Seguramente,” respondió con tranquilidad; “ya sabéis cuánto vale la primera impresión, especialmente cuando hay señoritas. Uno de nosotros al menos debe presentarse bien vestido.”
Nada dijimos: estábamos enmudecidos, especialmente al considerar la artificiosa manera con que Good había ocultado el contenido de la caja, durante tantos meses. Solamente le indicamos que se pusiese bajo la camisa su cota de malla. Replicó que temía que esto ocasionase el que su chaleco no le sentase bien, pero al fin consintió en tomar esta precaución. Lo más divertido de todo era ver el asombro de Pico Duro y la alegría de Alfonso, durante la transformación de Good. Cuando concluyó de vestirse, ostentando sus medallas sobre el pecho y se contempló en las aguas del lago, como lo hizo aquel caballero de la historia antigua, cuyo nombre no recuerdo, pero que se enamoró de su propia sombra, el viejo Zulú no pudo contener sus emociones.
“Oh, Bougwan,” dijo. “Oh, Bougwan, siempre había pensado que tú eras un hombre feo, pequeño y gordo, gordo como una vaca preñada, y ahora estás como un grajo azul cuando se pavonea. Al mirarte, Bougwan, deslumbras mi vista.”
A Good no le agrado mucho esta alusión a su gordura, que por otra parte no era merecida, porque el continuo ejercicio le había hecho enflaquecer mucho; pero quedó muy satisfecho con la admiración de Pico Duro. En cuanto a Alfonso estaba fuera de sí de alegría.
“Ah, Monsieur tiene una hermosa figura, el aire de un guerrero. Así lo dirán las señoritas cuando lleguemos a la playa. Monsieur está de gala; me hace recordar a mi heroico abuelo….”
Detuvimos a Alfonso en su charla.
Al contemplar las bellezas que Good nos había revelado, la emulación se apoderó de nosotros, y nos preparamos para presentarnos lo mejor que pudiésemos. Lo más que podíamos hacer era arreglar nuestros vestidos de caza de los cuales teníamos uno cada uno, guardando bajo de ellos nuestras cotas de malla. En cuanto a mi apariencia, los vestidos más hermosos del mundo sólo podían hacerla despreciable e insignificante; pero Sir Enrique parecía lo que es, un hombre magnífico, con su vestido ligero, botas y polainas. Alfonso trabajó para arreglar sus enormes bigotes. Aun el Pájaro Carpintero, que no era aficionado al adorno de su persona, tomó un poco de aceite de la linterna y una estopa y limpió su anillo hasta que brilló tanto como las botas de Good. Se puso la cota de malla que Sir Enrique le había dado y su “moocha” y habiendo limpiado a Inkosi-kaas quedó ya listo.
Habiendo izado la vela después de habernos bañado, habíamos estado avanzando todo este rato hacia tierra ó más bien hacia la embocadura de un gran río. Como hora y media después de habernos dejado el pequeño bote, vimos salir del río ó puerto un gran número de botes de diez a doce toneladas formados en hilera. Uno de ellos era impulsado por veinticuatro remeros y muchos de los demás navegaban a la vela. Mirando con el anteojo vimos que el bote de los remeros era un bajel oficial, vestida su tripulación con una especie de uniforme, mientras que en el medio estaba en pie un anciano de venerable apariencia, con una gran barba blanca, y una espada en la cintura; era evidentemente el jefe de la embarcación. Los otros botes estaban ocupados por personas atraídas por la curiosidad y remaban ó navegaban a la vela hacia nosotros con la mayor velocidad que podían.
“Llegó el momento,” dije. “¿Qué sucederá? ¿Nos recibirán como amigos ó nos quitarán la vida?”
Ninguno pudo contestar esta pregunta, y yo estaba en ascuas porque no me gustaba la apariencia del caballero anciano ni lo de la espada.
Entonces Good vió unos hipopótamos sobre el agua a unas doscientas yardas de nosotros, e indicó que no sería malo impresionar a aquellas personas con una prueba de nuestro poder, cazando, si era posible, alguno de aquellos animales. Esto desgraciadamente nos pareció bien; en consecuencia cogimos nuestros rifles y nos preparamos para la acción. Había cuatro hipopótamos: un macho viejo, una hembra y dos pequeñuelos. Nos acercamos a ellos sin dificultad, contentándose los animales con sumergirse en el agua y salir otra vez a unas cuantas yardas más lejos. Su excesiva domesticidad me chocó. Cuando los botes estaban a una distancia de quinientas yardas, Sir Enrique rompió el fuego, disparando sobre uno de los animales pequeños. La pesada bala le dio entre los ojos y destrozándole el cráneo lo mató, hundiéndose y dejando tras de sí un reguero de sangre. En el mismo momento tiré a la hembra y Good al macho. Mi tiro hirió al animal, pero no mortalmente; el hipopótamo se hundió haciendo saltar el agua, reapareciendo poco después, dando resoplidos, gruñendo ferozmente y enrojeciendo con su sangre el agua alrededor: entonces lo maté con otro tiro. Good, que es un detestable tirador, dio al macho en la cabeza, rozándole simplemente un lado de la cara al pasar la bala. Después de haber disparado mi segundo tiro, percibí que las gentes, entre las cuales habíamos caído, desconocían evidentemente las armas de fuego, porque la consternación, que nuestros tiros y su efecto sobre los animales causaron, era prodigiosa. Unos gritaban de terror, otros huyeron violentamente, y aun el caballero anciano que llevaba la espada parecía asombrado y alarmado, y detuvo su embarcación. Poco tiempo tuvimos para observarlos, porque el macho, furioso a causa de la herida que había recibido, se levantó aullando a unas cuantas yardas de nosotros. Hicimos fuego, hiriéndole en varias partes y se sumergió mal herido. La curiosidad de nuestros espectadores empezó a sobreponerse a su miedo, y algunos de ellos se acercaron a nosotros, entre ellos estaban el hombre y la mujer que habíamos visto un par de horas antes, los que se detuvieron casi a nuestro lado. El gran hipopótamo se levantó otra vez a unas diez yardas del bote en que estaban ellos y se dirigió a él furiosamente con el hocico abierto, rugiendo de ira. La mujer gritó aterrorizada y el hombre procuró alejar su bote, pero sin éxito. Un segundo después vi las rojas quijadas y brillantes colmillos junto a la frágil embarcación, dándole una enorme dentellada. El bote se volcó, dejando a los que lo ocupaban luchando en el agua. Antes de que pudiésemos hacer algo por salvarlos, el furioso animal se dirigió con el hocico abierto hacia la pobre muchacha que luchaba entre el agua. Levantando mi rifle en el momento en que hipopótamo iba a asirla, disparé por encima de su cabeza a la garganta del monstruo. Lo herí mortalmente y empezó a dar vueltas resoplando y arrojando chorros de sangre por las narices. Antes de que pudiera recobrarse le dirigí otro tiro a un lado de la garganta, que acabó de matarlo. Sin hacer ya ningún movimiento se hundió instantáneamente. Nuestros esfuerzos se dirigieron entonces a salvar a la muchacha, porque el hombre había llegado nadando a otro bote; lográndolo afortunadamente y colocándola en nuestra canoa, entre los murmullos de los espectadores, cansada y asustada, pero ilesa.
Entre tanto los demás botes se habían reunido y pudimos ver a los que los ocupaban, que estando evidentemente muy asustados, se consultaban lo que debían hacer. Sin darles tiempo para que pensasen, porque temimos que el resultado fuese desfavorable para nosotros, reinarnos y avanzamos hacia ellos, estando Good en la proa, con su sombrero en la mano, haciendo políticos saludos en todas direcciones, animadas sus facciones con una sonrisa amable e inteligente. Muchas de las embarcaciones retrocedieron al avanzar nosotros, pero otras permanecieron donde estaban, mientras el bote grande vino a encontrarnos. Inmediatamente nos colocamos a su lado y noté que nuestra apariencia, especialmente la de Good y Pico Duro, llenaban al venerable jefe de asombro no exento de temor, Estaba vestido lo mismo que el hombre que vimos primero, sólo que su camisa no estaba hecha de paño moreno, sino de lino blanco y los ribetes de púrpura. El sayo era lo mismo y también los gruesos anillos de oro alrededor del brazo y bajo la rodilla izquierda. Los remeros llevaban solamente una especie de enaguas cortas, estando desnudos sus cuerpos hasta la cintura. Good, quitándose su sombrero, saludó políticamente al caballero, informándose de su salud en el más correcto inglés, a lo que contestó extendiendo horizontalmente los dos primeros dedos de la mano derecha junto a los labios y teniéndolos allí un momento, lo que conjeturamos sería la manera de saludar. Nos dirigió algunas palabras con aquel acento, dulce que habíamos admirado en el primer hombre que encontramos, y nos vimos precisados a indicarle que no le entendíamos moviendo la cabeza y levantando los hombros. Esto último lo hizo Alfonso con tal perfección y con tanta política que ninguno pudo tomarlo como una ofensa. Hubo algunos momentos de pausa, hasta que sintiendo mucha hambre, procuré darme a entender, abriendo la boca y frotándome el estómago.
El anciano caballero comprendió bien estas señales, porque inclinó la cabeza y nos señaló el puerto. Al mismo tiempo uno de los botes empezó a caminar sirviéndonos de guía y nos pusimos en marcha.
El bote principal nos llevó de remolque con gran rapidez hacia la desembocadura del río, acompañados por todos los otros botes. En cerca de veinte minutos llegamos a la otra entrada del puerto que estaba atestada de botes llenos de gente que había salido a vernos. Observamos que todos los que los ocupaban, eran más ó menos del mismo tipo, aunque había algunos más hermosos que otros. Vimos algunas señoritas, cuyo cutis era de la más deslumbrante blancura, y el color más oscuro que vimos entre ellos fue el color atezado de los españoles. Inmediatamente el ancho río se presentó a nuestros ojos y una exclamación de asombro y de delicia salió de nuestros labios al ver la población, que después supimos se llamaba La Gran Milosis (ciudad amenazadora ó ceñuda).
Á quinientas yardas de la orilla del río se levantaba un precipicio de granito de doscientos pies de altura, que en otro tiempo sin duda había formado la orilla; el espacio intermediario de tierra se había utilizado para diques y caminos, habiéndose ganado desecando, profundizando y encauzando el río.
Encima de este precipicio estaba una gran construcción del mismo granito que formaba la escarpadura, fabricada sobre tres de los lados de un cuadrado, estando el cuarto lado abierto y en él había una especie de muro almenado con una pequeña puerta en su base. Después supimos que este imponente lugar era el palacio de la reina ó más bien de las reinas a la espalda del palacio la ciudad se extendía graciosamente hacia un espléndido edificio de mármol blanco, coronado por la cúpula dorada que ya habíamos observado. Con excepción de este edificio, toda la ciudad estaba construida con granito rojo, formando cuadras regulares con hermosas calles entre ellas. Según vimos, todas las casas eran de un sólo piso, separadas, unas de otras, con jardines alrededor, lo que daba algún descanso a la vista fatigada por el brillo del granito rojo. Detrás del palacio se extendía un camino de extraordinaria anchura, hacia una colina que estaba a milla y media de distancia y parecía terminar en el espacio descubierto que rodeaba al brillante edificio que coronaba la colina. Pero en frente de nosotros estaba la verdadera maravilla y gloria de La Gran Milosis, la inmensa escalera del palacio, cuya magnificencia nos llenó de asombro. Imagínese el lector, si puede, una bella escalinata de sesenta y cinco pies desde una balaustrada a la otra formando dos vastas subidas, cada una con ciento veinticinco escalones de ocho pulgadas de alto por tres pies de ancho, unidas por una meseta de sesenta pies de largo y que se extiende desde el muro del palacio hasta la orilla del precipicio, junto a un canal que llega al río. Esta maravillosa escalera estaba apoyada sobre un solo arco enorme de granito, cuya corona formaba la meseta entre las dos subidas. Desde esta bóveda salía un arco volante, ó más bien algo que se semejaba en la forma a un arco volante, como no he visto otro en ningún país, y cuya hermosura sobrepuja a todo lo que es posible imaginar. Trescientos pies medía de un extremo a otro y no menos de quinientos cincuenta la curva que formaba aquel medio arco, remontándose hasta tocar el puente que sostenía a una altura de cincuenta pies solamente, descansando un extremo sobre la bóveda del arco principal y el otro hundido en el sólido granito del lado del precipicio. Esta escalera con sus sostenes, por su magnitud e incomparable belleza era una obra de la que ningún ser viviente puede enorgullecerse. Cuatro veces se emprendió la obra, que fué comenzada en remotos tiempos, cayó, y entonces fué abandonado por tres centurias a medio concluir, basta que se presentó un ingeniero joven, llamado Rademas, el que se comprometió, bajo pena de perder la vida, a concluirla satisfactoriamente. Si faltaba a su compromiso sería arrojado desde el precipicio que intentaba escalar; si lo cumplía sería recompensado con la mano de la bija del rey. Se le concedieron cinco años para terminar la obra y cuántos trabajadores y materiales necesitase. Tres veces el arco vino al suelo, basta que al fin viendo que su pérdida era inevitable, determinó suicidarse al día siguiente de trascurrido el tercer año del plazo. Aquella noche se le presentó en sueños una mujer hermosa que tocó su frente y repentinamente vió una imagen de la obra ya concluida, y vió también entre la obra de albañilería cómo debían ser vencidas las dificultades para terminar el arco volante que basta entonces habían burlado su ingenio. Entonces despertó y una vez más comenzó la obra, pero bajo un plan diferente, y, ¡miradla! la concluyó, y el último día de los cinco años del plazo, condujo a la princesa su novia por esa escalera al palacio. Naturalmente llegó a ser rey por el derecho de su mujer y fundó la dinastía reinante Zu-Vendi, que hasta hoy se llama la casa de la Escalera, probando esto una vez más que la energía y el talento son las piedras angulares de la grandeza. Para conmemorar su triunfo, diseñó una estatua que lo representa soñando y una hermosa mujer que le toca la frente, colocándola en el salón del palacio donde existe todavía.
Tal era la escalera de La Gran Milosis y tal la gran ciudad. No es extraño que se le llame ciudad amenazadora ó ceñuda, porque sus inmensas obras de granito parecen ver con ceño, en su sombrío esplendor nuestra pequeñez. Y esto sucede aun cuando el sol brille con toda su fuerza, pero cuando las tempestuosas nubes se reúnen sobre La Gran Milosis, parece más bien un lugar sobrenatural, ó algo imaginado por el cerebro de un poeta, que lo que es en realidad: una verdadera ciudad edificada con el granito de la montaña que se encuentra a un lado, por el paciente genio de varias generaciones.