CAPÍTULO XIX
UNA BODA EXTRAÑA

UNA persona no pudo salir antes de que se cerrasen las puertas y esa persona fué Agón, el gran sacerdote que, como fundadamente creíamos, era el gran aliado de Sorais, el corazón y alma de su partido. Este anciano marrullero y feroz no nos había perdonado lo de los hipopótamos, ó al menos era el pretexto para odiarnos. Lo que él trataba de evitar era la introducción de nuestras ideas e influencia, mientras hubiese posibilidad de quitarnos del medio. Además sabía bien que profesábamos una religión diferente y sin duda temía que intentásemos difundirla entre los Zu-Vendis. Un día me preguntó si había alguna religión en nuestro país, y le contesté que según las que podía recordar había noventa y cinco diferentes. Al oírlo medio se desmayó, y en verdad que es difícil el no compadecer al gran sacerdote de un culto bien establecido que es atormentado por la posible introducción de alguna de las noventa y cinco nuevas religiones.

Cuando supimos que Agón había sido cogido, Nilepta, Sir Enrique y yo discutimos lo que debía hacerse con él. Yo opinaba porque se le encarcelase; pero Nilepta no lo aprobó, diciendo que esto produciría mal efecto en el país. “Ah,” añadió golpeando el suelo con el pie; “si triunfo y llego a ser reina alguna vez, aniquilaré el poder de estos sacerdotes, con sus ritos, revelaciones y secretos.” Yo solamente deseaba que la oyese Agón para que se aterrorizase.

“Bien,” dijo Sir Enrique, “si no lo hemos de tener prisionero podemos dejarlo que se vaya. De nada sirve aquí.”

Nilepta le miró y dijo secamente. “¿Lo crees tú así, mi señor?”

“¿Eh?” exclamó Curtis. “No, yo no veo de qué pueda servir el guardarle aquí.”

Ella nada contestó; pero continuó mirándolo de una manera tan reservada como dulce.

Al fin comprendió.

“Perdóname, Nilepta,” dijo temblando de emoción. “¿No será mejor que nos case ahora mismo?”

“Yo no sé, ordene mi señor,” fué su respuesta; pero si mi señor quiere, allí está el sacerdote y allí el altar,” señalando la entrada de una capilla; “¿no estoy yo pronta a cumplir los deseos de mi señor? Escúchame: dentro de ocho días ó menos debes dejarme para ir a la guerra, porque tú mandarás mis ejércitos; en la guerra mueren los hombres y si esto te sucediese a ti, muy poco tiempo me pertenecerías: las lágrimas inundaron sus hermosos ojos y rodaron sobre su rostro como gruesas gotas de rocío sobre la roja corola de la rosa.

“Puede suceder también,” prosiguió, “que pierda la corona y con la corona mi vida y la tuya. Sorais es muy fuerte e implacable y si triunfa no nos perdonará. ¿Quién puede leer en el porvenir? La felicidad es un pájaro blanco que rara vez se detiene y vuela tanto, tanto, que se pierde entre las nubes. Por eso debemos cogerlo pronto si por casualidad se detiene un momento al alcance de la mano. No es prudente despreciar el presente por el futuro, porque ¿quién sabe lo que será el porvenir, Incubu? Cortemos nuestras flores mientras el rocío está sobre ellas, porque cuando el sol salga las secará y mañana florecerán otras que jamás veremos.” Levantó su dulce rostro sonriendo y una vez más sentí terrible envidia y me retiré de allí. Jamás se cuidaban de si estaba yo allí ó no, pensando sin duda que era un loco, sin importarles lo uno ó lo otro y creo que tenían razón.

Me fui a mi cuarto, reflexionando sobre varios asuntos y observé al viejo Pico Duro que afilaba su hacha a un lado de la ventana, como el buitre afila su pico al lado del buey que está muriendo.

Como una hora después llegó Sir Enrique radiante y gozoso, a donde estábamos Good, yo y Pico Duro, y nos preguntó si queríamos asistir a una boda real. Naturalmente contestamos que sí y fuimos a la capilla donde encontramos a Agón tan de mal humor como puede estarlo un gran sacerdote. Parece que él y Nilepta habían tenido una ligera diferencia de opinión acerca de la ceremonia que se preparaba. Él había rehusado de plano celebrarla ó permitir a alguno de los otros sacerdotes que lo hiciese, por cuya razón Nilepta se enojó y le dijo que ella, como reina, era el jefe de la iglesia y que quería ser obedecida. Así es que ella representaba el papel de un Enrique VIII Zu-Vendis a la perfección, e insistió en que si necesitaba casarse se casaría y él mismo celebraría la ceremonia[20].

Él se resistió y ella le obligó con el siguiente argumento:

“Bien, yo no puedo ejecutar a un gran sacerdote, porque contra esto hay una absurda preocupación; tampoco puedo encarcelarlo, porque todos sus subordinados dirían que lo había enviado para atormentarlo; pero puedo dejarle contemplar el altar del Sol sin darle de comer, porque esa es su vocación, y si no quieres casarme, oh Agón, serás colocado ante el altar sin darte más que una poca de agua hasta que hayas reflexionado bien sobre este asunto.”

Sucedió que Agón se había ido aquella mañana tan deprisa, que no había almorzado y tenía ya mucha hambre, así es que inmediatamente modificó su resolución y consintió en casarlos diciendo que él se lavaba las manos sin tener responsabilidad en el asunto.

Atendida por dos de sus doncellas favoritas se presentó la reina Nilepta, ruborizada y con los ojos bajos, vestida de blanco, sin bordado alguno como se estila para estas ocasiones en casi todos los países del mundo. No llevaba un solo adorno, habiéndose quitado hasta sus argollas de oro, y creo que si posible es, parecía aun más hermosa sin adornos, como sucede siempre con las mujeres realmente bellas.

Entró, hizo una ligera cortesía a Sir Enrique, tomóle de la mano y le condujo ante el altar, y después de una pequeña pausa, con voz clara profirió las siguientes palabras que son usuales entre los Zu-Vendis, si la novia quiere y el hombre consiente.

“¿Juras por el Sol que no tomarás otra mujer por esposa a menos que yo coloque la mano sobre ella y la mande venir?”

“Lo juro,” respondió Sir Enrique, añadiendo en inglés, “una es bastante para mí.”

Entonces Agón que había estado poniendo mala cara en un rincón cerca del altar, avanzó y murmuró algunas palabras tan aprisa que no pude comprenderlas; pero parece que eran una invocación al Sol para que bendijese la unión y la hiciese fructuosa. Observé que Nilepta escuchaba con mucha atención cada una de las palabras y después supe que temía qué Agón quisiese jugarle una mala partida, diciendo las invocaciones del divorcio en vez de las del matrimonio. Al fin de las invocaciones se les preguntó, como se acostumbra entre nosotros si se quería uno a otro por marido y mujer, y estando conformes se besaron ante el altar y la ceremonia concluyó en lo que concernía a sus ritos. A mí me pareció que algo faltaba y saqué un libro de Oraciones que tengo junto con las leyendas de Ingolsby, el que leo en la noche cuando no puedo dormir y que me ha acompañado en mis últimas expediciones. Se lo había dado a mi pobre hijo Enriquillo hace años y después de su muerte lo recogí huyéndolo conmigo.

“Curtis,” le dije; “no soy clérigo y no sé si lo que os voy a proponer es permitido; sé que no es legal, pero si vos y la reina consentís os leeré el oficio del matrimonio según nuestra religión. Es un paso solemne el que habéis dado y creo que debéis, en cuanto lo permitan las circunstancias, darle la sanción de vuestra propia religión.”

“He pensado en ello,” me contestó, “y deseo que lo hagáis. No me creo aún bien casado.”

Nilepta no hizo objeción, conociendo perfectamente que su marido deseaba celebrar el matrimonio conforme a los ritos que prevalecían en su país, de suerte que me puse a leer el oficio desde el— Muy amado— hasta —el amén— y cuando llegué a —Yo, Enrique, te acepto a ti, Nilepta— traduje y también— Yo, Nilepta, te acepto a ti, Enrique— lo cual repitió ella muy bien. Entonces Sir Enrique se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique y lo puso en el de ella, y así todo lo demás que en estos casos se acostumbra. El anillo había sido el mismo de boda de la madre de Curtis y pensé cuánto se habría asombrado la anciana señora Inglesa si hubiera podido prever que su anillo de boda sería después el de Nilepta, reina de los Zu-Vendis en Africa.

En cuanto a Agón, con dificultad conservó su calma mientras se verificaba esta segunda ceremonia, porque desde luego comprendió su naturaleza religiosa, y sin duda pensó en las noventa y cinco religiones que tan de mal agüero aparecían a su vista. Él me tuvo por un gran sacerdote rival y en consecuencia me odiaba. Cuando todo concluyó se retiró lleno de indignación y calculé que de él sólo podríamos esperar algún mal.

También Good, Pico Duro y yo nos retiramos, dejando a la pareja feliz y sintiéndonos muy cansados. Se supone que los casamientos son muy agradables; pero según mi experiencia excepto tal vez para los dos principalmente interesados, para todos los demás son lo contrario. Ellos significan la ruptura de muchos antiguos lazos y la adquisición de muchos nuevos, y hay siempre algo triste en abandonar las costumbres anteriores. En el presente caso por ejemplo: Sir Enrique Curtis es el mejor compañero y el amigo más bondadoso del mundo; pero desde la escena de la capilla ya no es el mismo. Siempre Nilepta esto, Nilepta aquello, y en suma Nilepta desde que amanece hasta que anochece, ya de un modo, ya de otro, sea expreso ó sobreentendido. En cuanto a los antiguos amigos han tenido el lugar que los amigos deben tener, y cuando un hombre se casa las señoras por lo general tienen mucho cuidado de que ocupen el segundo lugar. Es indudable que él se enojaría si alguno se lo dijese; pero tal es la verdad. Él no es ya el mismo, Nilepta es muy dulce y muy encantadora; pero creo que le gusta hacernos ver que se ha casado con él y no con Quatermain, Good y Compañía. Pero ¿qué objeto tiene el refunfuñar? Todo está bien hecho así, como no tendría dificultad en demostrar cualquiera señora casada, y yo soy un viejo egoísta y celoso, aunque espero no darlo a conocer.

Good y yo nos fuimos, comimos en silencio, destapamos un frasco de vino Zu-Vendiano para recobrar nuestra alegría e inmediatamente llegó uno de nuestros criados a contarnos una historia que nos dió algo en qué pensar.

Tal vez se recordará que después de su cuestión con Pico Duro, Alfonso había ido a disipar su mal humor fuera del palacio. Parece que se paseaba cerca del templo del Sol por el lado más lejano de la colina que corona, en el hermoso parque ó jardines de recreo que están más allá del muro exterior. Después de haber paseado allí un rato, al tratar de volverse fué encontrado por el tren de carruajes de Sorais, que galopaba velozmente por el gran camino del Norte, en la puerta de la ciudad. Cuando Sorais vió a Alfonso detuvo su tren y lo llamó. Al aproximarse fué asido y metiéndolo en el carruaje, se lo llevó a pesar de lo mucho que gritaba, según nos dijo nuestro criado y que yo no dudo conociéndolo bien.

Al principio me inquieté mucho por conocer qué objeto se propondría Sorais al llevarse al pobre Francés. No podía suponerla tan vil que tratase de desahogar su cólera en quien ella sabía bien que era sólo un sirviente. Era ajeno a su carácter obrar así. Al fin se me ocurrió una idea. Nosotros tres éramos, según creo haberlo dicho ya, muy reverenciados por el pueblo Zu-Vendis, por ser los primeros extranjeros que habían visto y porque se nos suponía poseedores de una sabiduría casi sobrenatural. Aunque el grito de Sorais contra “los lobos extranjeros” ó mejor traducido “hienas extranjeras,” debía causar impresión entre los nobles y los sacerdotes, no era probable, según supimos después, que hiciese efecto entre las masas del pueblo.

Los Zu-Vendis, como los antiguos atenienses, eran aficionados a lo nuevo y por ser nosotros tan nuevos, nuestra presencia les era aceptable. Por otra parte la magnífica apariencia personal de Sir Enrique hacía profunda impresión en una raza que posee mayor amor a la belleza, que cualquiera otra conocida. La belleza puede ser apreciada en otros países, pero en Zu-Vendis es casi adorada como lo demuestra su amor nacional a la estatuaria. El pueblo decía sin rebozo en los mercados, que no había un hombre en el país semejante a Curtis en la apariencia personal, y que con excepción de Sorais, no había una mujer que pudiese competir con Nilepta, en consecuencia opinaba que debían casarse, y que él había sido enviado por el Sol para que fuese esposo de su reina. Por todo esto se comprenderá que el clamor contra nosotros era más bien ficticio y nadie lo conocía mejor que la misma Sorais. Me chocaba que pudiese habérsele ocurrido colocar la razón de su conflicto con su hermana, por su matrimonio con un extranjero, entre la gente del pueblo. Era muy fácil en una tierra donde había habido tantas guerras civiles sacar algún antiguo grito que excitase el recuerdo de feudos enterrados y pronto encontró uno de mucho efecto. Siendo esto así, era de gran importancia para ella tener consigo uno de los extranjeros, a quien ella pudiese mostrar al pueblo como uno de los que impulsado por la justicia de su causa, había preferido abandonar a sus compañeros y seguir su bandera.

Sin duda esta era la causa de su empeño por llevarse a Good, a quien habría utilizado hasta que hubiera cesado de servirle y entonces despedirlo. Pero no habiendo aceptado Good, había aprovechado la oportunidad de asegurar a Alfonso que era algo parecido a Good, aunque más pequeño, con el objeto de mostrarlo en las ciudades como al gran Bougwan. Le dije a Good que me parecía que ese era su plan, y tanto se horrorizó al oírme, que su cara era digna de verse.

“Qué,” exclamó, “¿vestir a ese miserable para que me represente? Tendré que abandonar el país. Mi reputación quedará perdida para siempre.”

Lo consolé lo mejor que pude; pero no es agradable ser sustituido, sobre todo en un país extraño, por un insigne cobarde y simpaticé con su dolor.

Aquella noche, como he dicho, Good y yo comimos solos, sintiéndonos como si hubiésemos vuelto de enterrar a un amigo en vez de casarlo y al siguiente día empezamos a trabajar activamente. Los correos y órdenes que habían sido enviados por Nilepta, dos días antes, comenzaron a producir efecto, y multitud de hombres armados entraban en la ciudad. Como puede imaginarse, vimos poco a Nilepta y no mucho a Sir Enrique, durante estos días; pero Good y yo nos sentábamos diariamente en el consejo de generales y señores adictos, trazando planes de acción, arreglando asuntos de intendencia militar, la distribución de mandos y otras cien cosas más. Los hombres llegaban libremente, y todo el día los grandes caminos que conducen a La Gran Milosis parecían moteados con las banderas de los señores que venían a agruparse alrededor de Nilepta.

Después de los dos primeros días estábamos seguros de que, podríamos contar con cuarenta mil soldados de infantería y veinte mil de caballería, fuerza muy respetable considerando en qué tiempo tan corto la habíamos reunido y que cerca de la mitad del ejército regular había elegido seguir a Sorais.

Si nuestra fuerza era grande, la de Sorais lo era más, según las noticias que nuestros espías traían diariamente. Había establecido sus cuarteles en una ciudad muy fuerte llamada M’Arstuna, situada, según he dicho ya, al Norte de La Gran Milosis y todos los pueblos de los alrededores seguían su bandera. Nasta había bajado de las montañas y estaba en camino para juntarse a ella con más de veinticinco mil montañeses, los soldados más terribles para combatir entre todos los Zu-Vendis. Otro poderoso señor, llamado Belusha, que vivía en el gran distrito de la cría de caballos, había venido con doce mil de caballería, y lo mismo otros. Era casi seguro que ella reuniría un ejército de cien mil hombres.

Entonces llegaron noticias de que se proponía levantar su campo y marchar sobre la ciudad amenazadora, desolando el país al atravesarlo. En consecuencia, se suscitó la cuestión de que si sería mejor esperarla en La Gran Milosis ó salir a presentarle batalla. Cuando se nos pidió nuestra opinión sobre este punto, Good y yo la dimos sin vacilación en favor de un avance. Si nos encerrábamos en la ciudad y esperábamos ser atacados, tal vez nuestra inacción se atribuiría a temor. Es muy importante, especialmente en una ocasión como ésta, cuando basta muy poco para cambiar las opiniones de los hombres hacia un lado u otro, estar alerta y hacer algo. El ardor por una causa pronto se disminuirá si se permanece inactivo. Por esta razón dimos nuestro voto en favor de la salida y de dar la batalla fuera, en vez de esperar hasta que fuésemos sacados de nuestras murallas como el tejón de un agujero.

La opinión de Sir Enrique coincidió con la nuestra y no necesito decir que también la de Nilepta, que, como el pedernal estaba siempre pronta a echar chispas. Se trajo un gran mapa del país y se extendió ante ella. Como a treinta millas de este lado de M’Arstuna, donde estaba Sorais, y a noventa de La Gran Milosis, el camino corría sobre una lengua de tierra de dos millas y media de ancho, flanqueada de cada lado por colinas cubiertas de bosques que sin ser elevadas, sería impracticable cruzarlas con un gran ejército cargado de bagajes. Miró ansiosamente el mapa y entonces, con la rapidez de percepción que en algunas mujeres equivale al instinto, colocó el dedo sobre esta lengua de tierra, y volviéndose a su marido, le dijo con aire de orgullosa confianza moviendo su cabeza de dorados cabellos:

“Aquí encontrarás el ejército de Sorais. Conozco el paraje: aquí lo encontrarás, y le harás huir delante de ti como el polvo ante la tempestad.”

Curtis permaneció grave y pensativo sin decir una palabra.